Entre nosotros, los diez mandamientos,
el calor de las diez hogueras.
La sangre hermana causa rechazo,
pero eres de sangre ajena.
En los tiempos evangélicos
yo sería una de aquéllas…
(¡La sangre ajena es la más deseada,
y entre todas, la más ajena!)
Con todas mis desazones, preclaro,
arrastrándome, te seguiría.
Oculta la mirada demoníaca,
Perfumes en ti vertería:
sobre tus pies, bajo tus pies,
o derramándolos a tu paso…
¡Fluye, pasión envilecida,
empeñada a los parroquianos!
Fluye con la espuma de la boca,
con el fervor de la mirada.
Fluye en el sudor del lecho. Tus pies
en mi cabellera calzo
como en una piel.
A tus pies, como seda, me extiendo.
¡No serás aquél (¡soy aquélla!)
que dijo a la bestia de la melena
ígnea: “¡Levántate, hermana!”
2
Por tus derroteros no pregunto,
porque, amada, todo se cumplió.
Tú me has calzado a mí, descalzo,
en el torrente
de tu cabello
y de tu dolor.
No pregunto cuánto han costado
estos perfumes. Al desnudo,
a mí,
con la ola de tu cuerpo
me has vestido,
como con un muro
o una vid.
Dócil y dulce, como nunca antes,
manso tocaré tu desnudez.
A mí, tan recto, me has enseñado
el declive de la ternura
al caer a mis pies.
Me harás una fosa entre tu pelo,
y sin lienzos me envolverás.
¿Para qué me has de traer la mirra?
Como ola,
tú me lavarás.
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