Casa digital del escritor Luis López Nieves


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Majestad

[Cuento - Texto completo.]

F. Scott Fitzgerald

I

 

Lo extraordinario no es que la gente en el transcurso de su vida empeore o mejore tal como habíamos vaticinado; así es de esperar, sobre todo en América. Lo extraordinario es que la gente se mantenga siempre a un mismo nivel, se ajuste a lo que prometía y parezca mantenerse a flote gracias a un destino ineludible.

Uno de mis mayores orgullos es que nadie ha conseguido engañarme desde que cumplí los dieciocho años y aprendí a distinguir entre una cualidad auténtica y el talento para dar gato por liebre, e incluso la mayoría de las personas más descaradas que he conocido parecen haber sido hasta el final escandalosa y felizmente descaradas.

Emily Castleton había nacido en Harrisburg en una casa de tamaño medio; a los dieciséis años se trasladó a Nueva York a una casa grande, fue al colegio Briarly, se mudó a una casa inmensa, se mudó a una mansión en Tuxedo Park y se fue al extranjero, donde hizo algunas cosas a la moda y apareció en todos los periódicos. El año de su puesta de largo, uno de esos artistas franceses que son absolutamente dogmáticos acerca de las bellezas americanas la incluyó, junto a otras once celebridades públicas y semipúblicas, en la lista de los especímenes más perfectos de América. En aquel tiempo muchos hombres estaban de acuerdo con él. Era ligeramente alta, con las facciones más pronunciadas que delicadas, los ojos de un azul en el que era imposible no reparar cuando la mirabas y una buena mata de pelo rubio, luminoso e impresionante. Sus padres no sabían mucho del mundo nuevo que habían conquistado, así que Emily tuvo que aprenderlo todo sola, y se vio envuelta en las situaciones más diversas, y algo de su lozanía se perdió. Pero tenía lozanía de sobra. Hubo compromisos de boda y semicompromisos, breves y apasionados arrebatos, y un gran amor a los veintidós años que la dejó amargada y la llevó a vagabundear por los cinco continentes en busca de felicidad. Se convirtió en una persona «artística», como hacen casi todas las chicas solteras y ricas a esa edad, porque las personas artísticas parecen tener algún secreto, algún refugio interior, alguna vía de fuga. Pero la mayoría de sus amigas ya estaban casadas, y su vida le causaba a su padre una gran decepción; así, a los veinticuatro años, con el matrimonio en la cabeza pero no en el corazón, Emily volvió a casa.

Estaba atravesando una mala racha, y lo sabía. No lo había hecho bien. Era una de las chicas con más éxito, una de las chicas más bellas de su generación, con encanto, dinero y algo parecido a la fama, pero su generación estaba explorando nuevos campos. Ante el primer signo de condescendencia que percibió en una antigua compañera de colegio, convertida ya en una joven casada, se fue a Newport, donde la conquistó William Brevoort Blair. Inmediatamente, volvió a ser la incomparable Emily Castleton: el fantasma del artista francés volvió a asomarse una vez más a las páginas de los periódicos; el más comentado acontecimiento de la alta sociedad durante el mes de octubre fue el día de su boda.

«Esplendorosa boda de la alta sociedad… Harold Castleton organiza pabellones de cinco mil dólares decorados como las carpas intercomunicadas de un circo, en los que tendrá lugar la celebración, el banquete nupcial y el baile… Cerca de un centenar de invitados, muchos de ellos personalidades del mundo de los negocios, se mezclarán con las grandes figuras de la alta sociedad… El valor de los regalos se estima superior al cuarto de millón de dólares…»

Una hora antes de la ceremonia, que iba a ser solemnemente celebrada en la iglesia de San Bartolomé, Emily, ante el tocador, se miraba al espejo. Su cara reflejaba en aquel momento cierto cansancio, y de repente la asaltó el pensamiento desazonador de que aquel asunto requeriría cada vez más atención durante los próximos cincuenta años.

—Debería ser feliz —dijo en voz alta—, pero son tristes todas las ideas que me vienen a la cabeza.

Su prima, Olive Mercy, que estaba sentada en el borde de la cama, asintió.

—Todas las novias se ponen tristes.

—¡Qué inutilidad! —dijo Emily.

Olive frunció el ceño incómoda.

—¿Inutilidad? ¿Por qué? Las mujeres no están completas a menos que se casen y tengan niños.

Emily no contestó inmediatamente. Luego dijo despacio:

—Sí, pero niños ¿de quién?

Por primera vez en su vida, Olive, que adoraba a Emily, casi la detestó. Todas las chicas invitadas a la boda se hubieran sentido orgullosas de Brevoort Blair, incluida Olive.

—Tienes suerte —dijo Olive—. Tienes tanta suerte que ni siquiera te das cuenta. Te mereces una paliza por hablar así.

—Aprenderé a quererlo —anunció Emily con tono guasón—. El amor llegará con el matrimonio. Pero, por ahora, menudo porvenir,

¿no?

—¿Por qué te empeñas en ser tan poco romántica? —Al contrario, soy la persona más romántica que he conocido en mi vida. ¿Sabes lo que pienso cuando me abraza? Pienso que si levantara la vista vería los ojos de Garland Kane.

—Pero ¿cómo? Entonces…

—Ya que hablamos de ello, el otro día solo podía acordarme del capitán Marchbanks y el pequeño biplaza con el que sobrevolamos el canal, rompiéndonos mutuamente el corazón y sin decirnos jamás una palabra a causa de su mujer. No me pesa haber conocido a hombres así, solo me pesa lo que perdí preocupándome, apreciándolos. Lo único que ha quedado para Brevoort son las sobras en una papelera rosa. Ojalá hubiera quedado algo más; incluso yo pensaba en los momentos de mayor entusiasmo que estaba guardando algo para el hombre de mi vida. Pero parece ser que no guardé nada —se interrumpió e inmediatamente añadió—: Y todavía me asombro.

La situación no era para Olive menos irritante por ser comprensible, y, si no fuera por su condición de pariente pobre, hubiera dicho lo que pensaba. Emily era una niña mimada: ocho años de aventuras con los hombres le habían confirmado que ninguno se la merecía y ella había aceptado aquella idea como casi absolutamente cierta.

—Estás nerviosa —Olive intentaba que el fastidio no se le notara en la voz—. ¿Por qué no te echas una hora?

—Sí —contestó Emily, ensimismada.

Olive salió del dormitorio y bajó las escaleras. En el recibidor se encontró con Brevoort Blair, vestido de novio, clavel blanco incluido, y en un estado de considerable nerviosismo.

—¡Ah, perdona! —atinó a decir—. Me gustaría ver a Emily. Es por los anillos… Ya sabes… para que elija. Tengo cuatro anillos, pero ella nunca se ha decidido por ninguno y no puedo sacar los cuatro en la iglesia, y quiero que elija.

—Me consta que prefiere el de platino liso. Si de todas formas quieres verla…

—Ah, muchas gracias. No quiero molestarla.

Estaban cerca, muy cerca, e incluso en aquel momento, cuando ya lo había perdido, comprometido para siempre, Olive no pudo evitar pensar en lo mucho que ella y Brevoort se parecían. El pelo, el tono de la piel, los rasgos: podían ser hermanos; y compartían el mismo temperamento, la timidez y la seriedad, la misma honradez humilde. Todo esto le pasó por la cabeza como un relámpago, con la idea añadida de que la rubia y tempestuosa Emily, con su vitalidad y extraordinaria clase, era, a pesar de todo, mejor para él en todos los sentidos; y entonces, por encima de estos pensamientos, una completa oleada de ternura, de pura piedad física mezclada con deseo, la inundó, y tuvo la sensación de que bastaría con dar un paso adelante para encontrar los brazos de Brevoort abiertos para recibirla.

Pero dio un paso atrás, renunciando a él, como si retirara la mano después de rozarlo con la punta de los dedos. Quizá alguna onda de su emoción se abrió paso hasta la conciencia de Brevoort, pues dijo de repente:

—Vamos a ser buenos amigos, ¿verdad? Por favor, no pienses que me estoy llevando a Emily. Sé que nunca podré ser su dueño… nadie podría… y tampoco lo pretendo.

Sin decir una palabra, mientras Brevoort hablaba, Olive se despidió de él, el único al que había deseado en su vida.

Le encantó la indecisión ensimismada con la que Brevoort cogió el abrigo y el sombrero y, lleno de entusiasmo, intentaba abrir la puerta girando el picaporte en sentido equivocado.

Cuando se fue, Olive entró en el salón, magnífico y portentoso; con pinturas de bacanales, con arañas impresionantes y retratos del siglo XVII que podían haber sido de los antepasados de Emily, pero no lo eran, y, por ello, le pertenecían mucho más. Y allí se tomó un respiro, a la sombra de Emily, como siempre.

Por la puerta que conducía a la inapreciable parcela de césped que daba a la calle 60, ahora cercada por los pabellones, apareció su tío, el señor Harold Castleton. Había estado probando su propio champán.

—Mi dulce y preciosa Olive —exclamó emocionado—. Olive, nena, por fin: Emiliy lo ha conseguido, porque, no me cabía la menor duda, nunca perdió el norte. Los buenos siempre triunfan, ¿verdad?, los auténticos purasangre. Empezaba a pensar que el Señor y yo, entre nosotros, le habíamos dado demasiado, que nunca estaría satisfecha, pero por fin ha puesto los pies en la tierra como un… —buscó infructuosamente una metáfora—, como un purasangre, y, después de todo, no la encontrará tan mal lugar —se acercó a la chica—. Tú has estado llorando, chiquilla.

—Un poco.

—No pasa nada —dijo, magnánimo—. Si yo no me sintiera tan feliz, también lloraría.

Más tarde, cuando salió con las otras dos damas de honor hacia la iglesia, el solemne estremecimiento de una gran boda pareció comenzar con la vibración del coche. A la entrada el órgano empezó a tocar, se mezcló palpitante con los chelos y violas de la orquesta y acabó disolviéndose en el ruido del coche que traía al novio.

La muchedumbre se había ido agolpando alrededor de la iglesia, y el aire, a tres metros de distancia, estaba cargado de perfume, de un débil olor a humanidad limpia y del aroma industrial de los vestidos recién estrenados. Más allá de los sombreros apilados a la entrada de la iglesia, las dos familias se sentaban, una frente a la otra, en bancos. Los Blair —su ligera expresión de condescendencia les daba un innegable aire de familia, tanto a los parientes políticos como a los verdaderos Blair— estaban representados por los Gardiner Blair, padre e hijo; lady Mary Bowes Howard, née Blair; la señora Potter Blair; la señora Princess Potowki Parr Blair, née Inchbit; la señorita Gloria Blair, el rector Gardiner Blair III, y las ramas emparentadas, ricas y pobres, de Smythe, Bickle, Diffendorfer y Hamn. A lo largo de la nave del templo los Castleton ofrecían un espectáculo menos impresionante: el señor Harold Castleton, el señor Theodore Castleton con su señora e hijos, Harold Castleton Júnior, y, de Harrisburg, el señor Carl Mercy, y dos ancianas tías, diminutas, apellidadas O’Keefe, ocultas en una esquina. Más bien por sorpresa y a la fuerza, las dos tías habían sido metidas en una limusina y vestidas de los pies a la cabeza por una elegante couturiere aquella misma mañana.

En la sacristía, donde las damas de honor revoloteaban como pájaros con sus grandes pamelas, hubo un último retoque de labios y un reajuste de alfileres antes de que llegara Emily. Representaban varias fases de la vida de Emily: una compañera del colegio Briarly, la única compañera de presentación en sociedad que aún no se había casado, una amiga del viaje a Europa y la chica que la había invitado a Newport cuando conoció a Brevoort Blair.

—Han contratado a Wakeman —dijo esta última, que, junto a la puerta, escuchaba la música—. Tocó en la boda de mi hermana, pero yo nunca contrataría a Wakeman.

—¿Por qué?

—Porque siempre toca lo mismo: Al amanecer. Lo ha tocado docenas de veces.

En aquel momento otra puerta se abrió y apareció la solícita cabeza de un joven:

—¿Estáis listas? —preguntó a la dama de honor que tenía más cerca—. A Brevoort está a punto de darle un ataque. Ahí aguanta, manchando de sudor la camisa.

—Tranquilo —contestó la joven damisela—. La novia siempre llega unos minutos tarde.

—¡Unos minutos! —protestó el testigo—. Yo no diría unos minutos. Ahí fuera están empezando a murmurar y a moverse como si estuvieran en un circo, y el organista lleva tocando la misma música desde hace media hora. Voy a decirle que toque algo de jazz.

—¿Qué hora es? —preguntó Olive.

—Las cinco menos cuarto… No, las cinco menos diez.

—A lo mejor ha habido un atasco —Olive calló cuando el señor Harold Castleton, seguido por un cura nervioso, se abrió paso a empujones, pidiendo un teléfono.

Y entonces empezó a producirse un curioso goteo de personas desde el interior de la iglesia, primero de una en una, y luego a pares, hasta que la sacristía rebosó de parientes y confusión.

—¿Qué ha pasado?

—¿Qué diablos pasa?

Entonces apareció un chófer y, presa de los nervios, contó lo que había pasado. Harold Castleton lanzó una maldición y, echando chispas, se abrió camino brutalmente hacia la puerta. Hubo un intento de despejar la sacristía, y entonces, como para compensar el goteo, se elevó un murmullo de conversaciones en el fondo de la iglesia y comenzó a extenderse hacia el altar, cada vez más alto, más rápido y excitado, siempre en aumento, atrayendo a la multitud hacia el altar, y elevándose hasta convertirse en una especie de rugido apagado. Cuando anunciaron desde el altar que la boda había sido aplazada, apenas si lo oyó la multitud, porque para entonces todos sabían ya que estaban participando en un escándalo de primera página, que a Brevoort Blair lo habían dejado esperando al pie del altar y Emily Castleton había huido.

 

II

 

Había una docena de periodistas ante la casa de los Castleton en la calle 60 cuando Olive llegó, pero, en su estado de ensimismamiento, ni siquiera oyó sus preguntas; anhelaba desesperadamente consolar a un hombre a quien no debía acercarse, y, a manera de sucedáneo, buscó a su tío Harold. Atravesó los pabellones intercomunicados de cinco mil dólares, donde camareros y criados permanecían de pie en una respetuosa y funeral penumbra, esperando que sucediera algo, entre bandejas de caviar y pechugas de pavo, junto a la tarta nupcial en forma de pirámide. Olive encontró a su tío en el primer piso, sentado en un taburete ante el tocador de Emily. Los cosméticos se desparramaban ante él y, poniendo en evidencia el repertorio del acicalamiento femenino, eran una presencia singularmente inoportuna y un símbolo de aquella catástrofe disparatada.

—Ah, eres tú —su voz había perdido la fuerza; había envejecido en dos horas. Olive le echó el brazo por el hombro cansado.

—No sabes cómo lo siento, tío Harold.

De repente surgió de él un torrente de improperios, se apagó poco a poco, y una gran lágrima, una sola lágrima, le brotó lentamente de un ojo.

—Que venga mi masajista —dijo—. Dile a McGregor que lo busque.

Sofocó un largo suspiro, como un niño después de llorar, y Olive advirtió que el colorete le había manchado las mangas, como si hubiera tenido que apoyarse en el tocador, llorando, después de que su espléndido champán le hubiera hecho efecto.

—Había un telegrama —murmuró.

—Está ahí.

Y añadió despacio:

—Desde ahora tú eres mi hija.

—¡Ay, no, no diga eso!

Abriendo el telegrama, Olive leyó:

«No estoy a la altura Me sentiría como una estúpida si lo hiciera Esto pasará pronto Lo siento mucho por ti»

«Emily»

Después de llamar al masajista y dejar un criado a la puerta de su tío, Olive fue a la biblioteca, donde una secretaria confundida no conseguía articular palabra ante un teléfono inquisitivo y persistente.

—Estoy tan trastornada, señorita Mercy —exclamó con voz atiplada, presa de la desesperación—. Confieso que estoy tan trastornada que me duele terriblemente la cabeza: llevo media hora creyendo que abajo hay música.

Pero también Olive se estaba poniendo histérica; entre el ruido del tráfico callejero se filtraba una melodía, perfectamente distinguible:

 

¿Es bonita?
¿Es dulce?
No me importa porque
no puedo competir por ella.
¿Quién es la…?

 

Bajó corriendo las escaleras y, mientras cruzaba el salón, oyó cómo crecía el volumen de la música. A la entrada del primer pabellón se detuvo paralizada por la sorpresa.

Al ritmo de una orquesta reducida pero innegablemente profesional, una docena de parejas jóvenes daban vueltas en la pista de baile. En un esquina del bar otro grupo de jóvenes y media docena de camareros se afanaban en preparar cócteles y abrir botellas de champán.

—¡Harold! —llamó, apremiante, a uno de los bailarines—. ¡Harold!

Un joven alto de dieciocho años cedió su pareja a otro bailarín y acudió a su encuentro.

—Hola, Olive. ¿Cómo se lo ha tomado mi padre?

—Harold, ¿se puede saber qué…?

—Emily está loca —dijo, tranquilizador—. Siempre te he dicho que Emily estaba loca. Loca como una cabra. Siempre lo estuvo.

—¿Y esto?

—¿Esto? —miró alrededor con aire inocente—. Ah, son unos cuantos amigos que han venido de Cambridge conmigo.

—Pero ¡ponerse a bailar!

—Bueno, no se ha muerto nadie, ¿no? He pensado que podríamos aprovechar este…

—Diles que se vayan —dijo Olive.

—¿Por qué? ¿Es que molestamos a alguien? Estos amigos han venido desde Cambridge y…

—No es decoroso.

—Pero a ellos les da lo mismo, Olive. La hermana de uno hizo lo mismo, solo que el día después en vez del día antes. Hoy día lo hace muchísima gente.

—Dile a la orquesta que se vaya, Harold —dijo Olive con firmeza—, o llamaré a tu padre.

Era obvio que Harold consideraba que un acontecimiento de semejante calibre no podía deshonrar a ninguna familia, pero obedeció de mala gana. El mayordomo, sumido en una tristeza abismal, asistió al saqueo del champán, y los jóvenes, algo ofendidos, fueron saliendo a regañadientes a la noche, que los acogió con más tolerancia. A solas con la sombra —la sombra de Emily— que se cernía sobre la casa, Olive se sentó en el salón a pensar. Y en aquel instante el mayordomo apareció en la puerta.

—Es el señor Blair, señorita Olive.

Olive se levantó de un salto.

—¿Con quién quiere hablar?

—No me lo ha dicho.

—Dígale que estoy aquí.

Brevoort entró, menos abatido que ensimismado, saludó a Olive con la cabeza y se sentó en el taburete del piano. Ella tenía ganas de decirle: «Ven aquí. Apoya la cabeza aquí, pobrecito. No te preocupes». Pero también tenía ganas de llorar, así que no dijo nada.

—Dentro de tres horas —señaló él con absoluta tranquilidad— podremos leer los periódicos de la mañana. Hay un quiosco en la calle 59.

—Es absurdo… —empezó a decir Olive.

—No soy una persona superficial —la interrumpió Brevoort—; sin embargo, ahora mismo lo que me asusta son los periódicos. Después la familia, los amigos y ios conocidos de la profesión le dedicarán al asunto un diplomático silencio. La verdad es que estoy sorprendido de que eso no me preocupe en absoluto.

—Yo no me preocuparía de nada.

—Le agradezco a Emily que por lo menos lo hiciera en el momento apropiado.

—¿Por qué no te vas al extranjero? —Olive se inclinó para acercársele, muy seria—. Vete a Europa hasta que todo se olvide.

—Se olvide —se echó a reír—. Estas cosas nunca se olvidan. Una risilla disimulada me seguirá el resto de mi vida —se quejó—. El tío Hamilton se ha ido derecho a Park Row para visitar la redacción de todos los periódicos. Es de Virginia y es lo bastante imprudente para sacar el látigo, aunque ya no se lleve, ante el director de un periódico. Me gustaría ver qué periódico se atreve a desafiarlo —se interrumpió—. ¿Cómo está el señor Castleton?

—Te agradecerá que hayas venido a verlo.

—No he venido a eso —Brevoort titubeó——. He venido a preguntarte algo. Quiero saber si te casarías conmigo en Greenwich mañana por la mañana.

Durante un instante Olive flotó en el aire; emitió una especie de suspiro; se quedó boquiabierta.

—Sé que te gusto —se apresuró a continuar—. Incluso he llegado a imaginarme que me querías un poco, si me perdonas la presunción. De todas formas, te pareces mucho a una chica que una vez me quiso, tanto que podrías ser tú… —se había ruborizado, violento, pero luchó encarnizadamente por seguir—. De todas formas, tú me gustas muchísimo, y cualquier sentimiento que yo pudiera tener por Emily ha, por decirlo así, volado.

Eran tan fuertes el alboroto y el sobresalto en el interior de Olive que parecía que él podría percibirlos.

—El favor que me harías sería muy grande —continuó él—. Dios mío, sé que suena un poco disparatado, pero ¿puede haber mayor disparate que el de esta tarde? Verás, si te casas conmigo, los periódicos publicarían una historia bastante distinta; creerían que Emily se ha ido para dejarnos libre el camino, y ella sería, después de todo, la burlada. Los ojos de Olive se llenaron de lágrimas de indignación. —Me figuro que debería tener en cuenta tu amor propio herido, pero ¿no te das cuenta de que me estás haciendo una proposición insultante?

A Brevoort se le ensombreció la cara.

—Lo siento —consiguió decir por fin—. Me temo que ha sido un disparate el solo hecho de haberlo pensado, pero para un hombre es inadmisible perder la dignidad por el capricho de una chica. Ya veo que es imposible. Lo siento.

Se levantó y cogió el bastón.

Ya se dirigía a la puerta, y a Olive le brincaba el corazón dentro del pecho y, a oleadas, irresistiblemente, se apoderó de ella algo que podría denominarse instinto de conservación, y barrió todos sus escrúpulos y su orgullo. Los pasos de Brevoort Blair resonaban en el vestíbulo.

—¡Brevoort! —gritó. Se levantó de un salto y corrió a la puerta. Brevoort se volvió—. Brevoort, ¿cómo se llama ese periódico al que ha ido tu tío? —¿Por qué?

—Porque todavía tienen tiempo de cambiar su crónica si los llamo por teléfono ahora mismo. Les diré que nos casamos esta noche.

 

III

 

Hay un sector de la sociedad parisina que es simplemente una heterogénea prolongación de la sociedad americana. Sus miembros están conectados por múltiples lazos a la patria, y sus diversiones, excentricidades y altibajos son un libro abierto para amigos y parientes de Southampton, Lake Forest o Back Bay. Así, durante su anterior estancia en Europa, el paradero de Emily, cuando seguía el ritmo de las temporadas europeas, era de dominio público; pero desde el día en que, un mes después de la boda jamás celebrada, zarpó de Nueva York, desapareció del mapa. Su padre recibió una carta con el rumor de que andaba por El Cairo, Constantinopla o la menos frecuentada Riviera. Eso fue todo.

Una vez, un año más tarde, el señor Castleston la vio en París, pero, como le contó a Olive, el encuentro solo sirvió para que se sintiera incómodo.

—Había algo en ella… —dijo, de un modo impreciso—, como si… Bueno, como si guardara mil cosas en lo más hondo de su mente que yo no pudiera alcanzar. Estuvo muy amable, pero de un modo mecánico, formal. Me preguntó por ti.

A pesar de que la respaldaban sólidamente un niño de tres meses y un hermoso piso en Park Avenue, Olive sintió que el corazón le fallaba.

—¿Qué te dijo?

—Estaba encantada con lo vuestro, contigo y con Brevoort —y añadió, para sí mismo, sin poder ocultar su disgusto—: Aunque le robaras el mejor partido de Nueva York cuando se quitó de en medio.

Había pasado más de un año, cuando la secretaria del señor Castleton le preguntó a Olive por teléfono si su jefe podía verlos aquella noche. Encontraron al anciano paseando por la biblioteca en un estado de gran agitación.

—Bueno, por fin sucedió —anunció con vehemencia—. La gente no lo consentirá. Nadie lo consentirá. En este mundo hay dos clases de personas: las que salen a flote y las que se hunden. Emily ha elegido hundirse. Parece que quiere tocar fondo. ¿Habéis oído hablar de un tal Petrocobesco, un hombre disoluto, según me lo describen? —se refería a una carta que tenía en la mano—. Se hace llamar príncipe Gabriel Petrocobesco, y al parecer es de… de ningún sitio. Me ha escrito Hallam, mi representante en Europa, y me adjunta un recorte del Matin de París. Parece que este caballero fue invitado por la policía a abandonar París, y entre el pequeño círculo que lo acompañaba iba una chica americana, la señorita Castleton, «según los rumores, hija de un millonario. Los gendarmes escoltaron al grupo hasta la estación» —le tendió a Brevoort Blair con dedos temblorosos la carta y el recorte de prensa—. ¿Qué harías tú? ¡Emily está metida en ese lío!

—Es un verdadero problema —dijo Brevoort, frunciendo el ceño.

—Es el fin. Me parecía que sus gastos habían ascendido mucho en los últimos tiempos, pero jamás sospeché que estuviera manteniendo a…

—A lo mejor es un error —sugirió Olive—. Quizá se trate de otra señorita Castleton.

—Es Emily, con toda seguridad. Hallam ha investigado el asunto. Es Emily, que jamás temió arrojarse a la corriente de la vida cuando las aguas bajaban limpias y tranquilas y ahora ha terminado nadando en las cloacas.

Conmovida, Olive tuvo una repentina e intensa sensación de fatalidad al ver cómo se iban separando su camino y el de su prima: ella se estaba construyendo una mansión en Westbury Hills, y Emily se veía mezclada con un aventurero, un deportado, en un escándalo vergonzoso.

—No tengo derecho a pediros esto —continuó el señor Castleton—. No tengo derecho desde luego a pedirle a Brevoort nada que guarde relación con Emily. Pero tengo setenta y dos años y Fraser dice que no se hace responsable si continúo otras dos semanas sin seguir el tratamiento, y entonces Emily se quedará irremediablemente sola. Quiero que cojáis el barco, paséis dos meses en Europa, examinéis la situación y traigáis a Emily a casa.

—Pero ¿cree usted que podemos ejercer sobre ella alguna influencia? —preguntó Brevoort—. No veo ninguna razón para pensar que vaya a hacerme el menor caso.

—No queda otra salida. Si vosotros no vais, tendré que ir yo.

—No, no —se apresuró a decir Brevoort—. Haremos lo que podamos, ¿verdad, Olive?

—Por supuesto.

—Traedla a casa; no importa cómo, pero traedla a casa. Acudid a los tribunales si es necesario y jurad que está loca.

—Muy bien. Haremos lo que esté en nuestras manos.

Diez días después de esta conversación, los Brevoort Blair llamaban al representante del señor Castleton en París para recabar los datos que hubiera podido averiguar. Eran muchos, pero insatisfactorios. Hallam había visto a Petrocobesco en varios restaurantes: un tipejo gordo con una sonrisa impúdica y atractiva y una sed inapagable. Era de algún oscuro país y se veía obligado a vagabundear por Europa desde hacía varios años, viviendo Dios sabe de qué, probablemente a costa de los americanos, aunque Hallam creía entender que en los últimos tiempos incluso se le habían cerrado los círculos más marginales de la alta sociedad internacional. Sobre Emily, Hallam sabía muy poco. Se les había visto en Berlín hacía una semana y en Budapest el día anterior. Era probable que un individuo tan indeseable como Petrocobesco tuviera la obligación de presentarse a la policía allá adonde fuera, y ésta fue la pista que Hallam les recomendó seguir a los Blair.

Cuarenta y ocho días después, acompañados por el vicecónsul de Estados Unidos, fueron a ver al prefecto de la policía de Budapest. El funcionario habló en un húngaro rapidísimo con el vicecónsul, que inmediatamente les resumió lo esencial de sus palabras: los Blair habían llegado demasiado tarde.

—¿Adonde han ido Petrocobesco y los suyos?

—No lo sabe. Recibió órdenes de expulsarlos del país y partieron anoche.

Súbitamente, el prefecto escribió algo en un trozo de papel y se lo tendió al vicecónsul con un sucinto comentario.

—Dice que los busquen aquí.

Brevoort miró el papel.

—Sturmdorp. ¿Dónde está eso?

Otra rápida conversación en húngaro.

—A cinco horas de aquí si toman uno de los trenes locales que parten los martes y viernes. Hoy es sábado.

—Conseguiremos un coche en el hotel —dijo Brevoort.

Salieron después de cenar. Fue un viaje fatigoso, de noche, a través de la apacible llanura húngara. Olive se despertó después de una cabezada intranquila y encontró a Brevoort y al chófer cambiando un neumático; y volvió a despertarse cuando se pararon a orillas de un riachuelo turbio: más allá brillaban las luces dispersas de una ciudad. Dos soldados en un extraño uniforme echaron un vistazo al interior del coche. Cruzaron un puente y se adentraron en la calle principal, estrecha y sinuosa, hacia la única posada de Sturmdorp; los gallos ya estaban cantando cuando los Blair se acostaron en las humildes camas.

Olive se despertó con la certeza repentina de que habían encontrado a Emily, y recuperó la vieja sensación de infelicidad que le causaban los malos momentos de Emily; durante un instante el pasado interminable y Emily se impusieron, se apoderaron de ella. Le parecía casi una presunción estar allí. Pero la resolución y firmeza de Brevoort la reconfortaron, y había recuperado la confianza en sí misma cuando bajaron las escaleras para reunirse con el posadero, que hablaba un inglés fluido, aprendido en Chicago antes de la guerra.

—Ya no están en, Hungría —explicó el hombre—. Han atravesado ustedes la frontera de Czjeck-Hansa, un pequeño país que solo tiene dos ciudades: ésta y la capital. No pedimos visados a los americanos.

«Probablemente por eso vinieron aquí», pensó Olive.

—¿Podría usted por casualidad darnos información sobre unos extranjeros? —preguntó Brevoort—. Estamos buscando a una chica americana —describió a Emily, sin mencionar a su posible acompañante; y, mientras hablaba, la cara del posadero experimentó un curioso cambio.

—Déjenme ver sus pasaportes —dijo, y luego—: ¿Y por qué desean verla?

—Esta señora es su prima.

El dueño de la pensión dudó unos segundos.

—Creo que quizá pueda ayudarles a encontrarla —dijo.

Llamó al mozo; dio rápidas instrucciones en una jerga ininteligible. Y luego:

—Sigan a ese chico. Él los guiará.

El mozo los condujo, a través de calles inmundas, hasta una casa a punto de derrumbarse en los confines de la ciudad. Un hombre con una escopeta de caza, que holgazaneaba a la puerta, se puso en guardia y le dijo algo al mozo con voz áspera, pero, después de un intercambio de palabras, subieron las escaleras y llamaron a una puerta. Cuando se abrió, una cabeza se asomó al rellano; el mozo volvió a hablar, y entraron.

Estaban en una habitación grande y sucia que podría haber pertenecido a una pobre casa de huéspedes en algún barrio bajo del Oeste: con paredes desconchadas, tapicerías rotas, una cama deforme, y aspecto, a pesar de su desnudez, de estar atestada por un mobiliario fantasmal, que había dejado su huella en círculos polvorientos y manchas antiguas. En el centro de la habitación había, de pie, un hombrecillo gordo con ojos de huevo y una nariz inquisitiva sobre una boca pequeña y bonita, de niño mimado, que los miró fija e intensamente cuando abrieron la puerta, y de inmediato, con un simple «¡Cierren!», les dio la espalda con un gesto de impaciencia. Había otras personas en la habitación, pero Brevoort y Olive solo vieron a Emily, echada en una chaise longue con los ojos entornados.

Cuando aparecieron Brevoort y Olive los ojos de Emily se abrieron con un ligero asombro; hizo un movimiento, como si fuera a levantarse, pero solo alargó una mano, sonrió y pronunció sus nombres con una voz clara y educada, menos un saludo de bienvenida que una explicación dirigida a los presentes. Al sonido de sus nombres cierta amabilidad mezquina sustituyó a la hosquedad en la cara del hombrecillo.

Las chicas se besaron.

—¡Tutu! —dijo Emily, como si reclamara su atención—. Príncipe Petrocobesco, permítame presentarle a mi prima, la señora Blair, y al señor Blair.

—Plaisir —dijo Petrocobesco. Tras intercambiar una rápida mirada con Emily, añadió—: ¿Quieren sentarse? —e inmediatamente se sentó él en la única silla disponible, como si estuvieran jugando al juego de las sillas—. Plaisir —repitió.

Olive se sentó a los pies de la chaise longue de Emily y Brevoort cogió un taburete que había junto a la pared, mientras reparaba en los otros ocupantes de la habitación. Eran un joven verdaderamente feroz, envuelto en una capa, que permanecía de pie, con los brazos cruzados y los dientes brillantes, junto a la puerta, y dos harapientos barbudos, uno empuñando un revólver y otro con la cabeza sobre el pecho, abatido, sentado junto al otro en un rincón.

—¿Llevan aquí mucho tiempo? —preguntó el príncipe.

—Hemos llegado esta misma mañana.

Por un instante Olive no pudo resistirse a la tentación de comparar a los dos, el americano alto, imponente, y el europeo del Sur, poco atractivo, que apenas si llegaba a ser un candidato con posibilidades de superar el control de emigrantes de Ellis Island. Entonces miró a Emily: la misma cabellera luminosa, como la luz del sol, los ojos con aquel intenso sabor a mar. Su cara reflejaba cierto cansancio, alrededor de la boca le habían aparecido ligeras arrugas, pero era la Emily de siempre: dominante, radiante, imponente. Parecía sentir vergüenza de que toda aquella belleza y personalidad hubiera acabado en una casa de huéspedes barata en el fin del mundo.

El hombre de la capa respondió a un golpe de nudillos en la puerta y tendió una nota a Petrocobesco, que la leyó, exclamó: «¡Cierra! », y se la pasó a Emily.

—Ya lo ves, no hay carrozas —dijo en francés en tono trágico—. Han destruido las carrozas, todas excepto una, que está en un museo. Pero, de todos modos, prefiero un caballo.

—No —dijo Emily.

—¡Sí, sí! —gritó Petrocobesco—. ¿Quién tiene que decidir cómo vaya yo?

—No montes una escena, Tutu.

—¡Escena! —echaba chispas—. ¡Una escena!

Emily se volvió hacia Olive:

—¿Habéis venido en coche?

—Sí.

—¿Un gran coche de lujo? ¿Con puertas traseras?

—Sí.

—Ahí tienes la solución —dijo Emily al príncipe—. Podemos pintar en la puerta las armas de los Petrocobesco.

—Un momento —dijo Brevoort—. Ese coche es de un hotel de Budapest.

Emily pareció no oírlo.

—Janierka podría pintárnoslas —continuó Emily, pensativa.

En ese momento se produjo otra interrupción. El hombre que estaba abatido en un rincón se levantó de repente e hizo ademán de correr hacia la puerta; inmediatamente, el otro hombre sacó su revólver y le pegó un culatazo en la cabeza. El hombre se tambaleó, y se habría derrumbado si su agresor no lo hubiera llevado a rastras hasta la silla, donde lo sentó, semiinconsciente, mientras le manaba un hilo de sangre de la frente.

—¡Pueblerino asqueroso! ¡Espía asqueroso e inmundo! —gritó Petrocobesco, apretando los dientes.

—Ése es precisamente el tipo de comentario que no deberías hacer —dijo Emily, irritada.

—Entonces ¿por qué no recibimos noticias? —exclamó—. ¿Vamos a quedarnos para siempre en esta pocilga?

Sin prestarle atención, Emily se volvió a Olive y empezó a hacerle las convencionales preguntas sobre Nueva York. ¿Tenía más éxito la Ley Seca? ¿Qué estrenos había habido? Olive intentaba responder y al mismo tiempo captar la mirada de Brevoort. Cuanto antes abordaran su propósito, antes se llevarían a Emily.

—¿Podemos hablar a solas, Emily? —preguntó Brevoort bruscamente.

—Bueno, por ahora no disponemos de otra habitación.

Petrocobesco se había enzarzado con el hombre de la capa en una acalorada discusión, y, aprovechándose de ello, Brevoort habló rápidamente con Emily en voz muy baja:

—Emily, tu padre se está haciendo viejo; te necesita en casa. Quiere que abandones esta vida sin sentido y vuelvas a América. Nos ha enviado porque no podía venir él mismo y nadie más te conocía lo bastante bien para…

Emily se echó a reír.

—Para saber las barbaridades de las que soy capaz, ¿no es eso?

—No —se apresuró a decir Olive—. Para tenerte tanto cariño como el que nosotros te tenemos. Me faltan palabras para decirte lo terrible que es verte vagabundear por la faz de la tierra.

—Pero ahora no estamos vagabundeando —explicó Emily—. Éste es el país natal de Tutu.

—¿Adonde ha ido a parar tu orgullo, Emily? —dijo Olive con impaciencia—. ¿No sabes que aquel lío de París apareció en los periódicos? ¿Qué te imaginas que piensa la gente en Nueva York?

—El asunto de París fue un atropello —Emily la fulminó con sus ojos azules—. Alguien pagará por el asunto de París.

—Será lo mismo en todas partes. Cada vez caerás más bajo, hundida en el fango, y un día, sola y desamparada…

—¡Basta, por favor! —la voz de Emily era fría como el hielo—. No creo que hayas entendido…

Emily dejó de hablar cuando Petrocobesco volvió, se dejó caer en el sillón y ocultó la cara entre las manos.

—No puedo soportarlo —murmuró—. ¿Te importaría tomarme el pulso? Creo que no va bien. ¿Tienes el termómetro en tu bolso?

Emily le cogió la muñeca en silencio un instante.

—Estás bien, Tutu —ahora su voz era dulce, casi un tarareo en voz baja—. Ponte derecho. Y pórtate como un hombre.

El príncipe cruzó las piernas como si nada hubiera sucedido y bruscamente se dirigió a Brevoort:

—¿Cuál es la situación económica en Nueva York? —preguntó.

Pero Brevoort no estaba de humor para prolongar aquella escena absurda. De repente le vino a la memoria aquella hora terrible de hacía tres años. No era hombre dispuesto a hacer dos veces el ridículo, y, apretando los dientes, se puso de pie.

—Emily, recoge tus cosas —dijo lacónicamente—. Nos vamos a casa.

Emily no se movió; una expresión de asombro, mezclado con diversión, se extendió por su cara. Olive le echó el brazo por el hombro.

—Vamos, querida. Salgamos de esta pesadilla.

—Estamos esperando —dijo Brevoort entonces.

Petrocobesco le dijo unas palabras al hombre de la capa, que se acercó y agarró a Brevoort por el brazo. Brevoort se liberó, furioso, y el hombre retrocedió, llevándose la mano al cinto.

—¡No! —gritó Emily imperiosamente.

Se produjo una nueva interrupción. La puerta se abrió sin que nadie llamara y dos hombres gordos con levitas y sombreros de copa se precipitaron sobre Petrocobesco. Le sonreían y le daban palmadas en la espalda mientras parloteaban en un idioma extraño, y enseguida Petrocobesco les sonrió y les dio palmadas en la espalda y todos se besaron; entonces, volviéndose hacia Emily, Petrocobesco le habló en francés.

—Todo está en orden —dijo emocionado—. Ni siquiera han discutido el asunto. Seré coronado rey.

Con un prolongado suspiro Emily volvió a hundirse en su sillón y sus labios se entreabieron en una sonrisa tranquila y serena.

—Muy bien, Tutu. Nos casaremos.

—¡Ah, cielos, qué feliz! —daba palmadas y miraba en éxtasis al techo desconchado—. ¡Qué inmensamente feliz soy!

Cayó de rodillas ante Emily y le besó la parte interior del brazo.

—¿De qué rey habla? —preguntó Brevoort—. ¿Es que es…? ¿Es que es rey?

—Es rey. ¿Verdad, Tutu? —la mano de Emily acariciaba suavemente su cabello lustrado con brillantina, y Olive observó que los ojos de su prima tenían un fulgor extraordinario.

—Soy tu marido —gritó Tutu melodramáticamente—. El hombre más feliz de la tierra.

—Su tío fue príncipe de Czjeck-Hansa antes de la guerra —explicó Emily, y la voz delataba la alegría—. Desde entonces ha habido una república, pero el partido campesino quería un cambio y Tutu era el siguiente en la línea de sucesión. No me casaría con él si no hubiera luchado por ser rey en vez de príncipe.

Brevoort se pasó la mano por la frente sudorosa.

—¿Quieres decir que ya es cosa hecha?

Emily asintió.

—La Asamblea lo votó esta mañana. Si nos prestáis la limusina de lujo haremos nuestra entrada oficial en la capital esta tarde.

 

IV

 

Unos dos años después el señor y la señora Brevoort Blair y sus dos hijos ocupaban un balcón del Hotel Carlton de Londres, lugar recomendado por la dirección para seguir el paso del cortejo real. El desfile comenzó con una fanfarria de trompetas que descendía por el Strand, e inmediatamente apareció una fila escarlata de guardias a caballo.

—Pero, mami —preguntó el niño—, ¿tía Emily es reina de Inglaterra?

—No, cariño; es la reina de un país pequeñísimo, pero cuando visita Inglaterra usa la carroza de la reina.

—Ah.

—Gracias a los yacimientos de magnesio —dijo Brevoort secamente.

—¿Y fue princesa antes de ser reina? —preguntó la niña.

—No, cariño; era una chica americana, y luego se convirtió en reina.

—¿Porqué?

—Porque ninguna otra cosa era lo suficientemente buena para ella —dijo su padre—. Piensa que una vez pudo casarse conmigo. ¿Qué harías tú, cielo, casarte conmigo o ser reina?

La niña dudó.

—Casarme contigo —dijo amablemente, pero sin convicción.

—Déjalo, Brevoort —dijo su madre—. Ahí vienen.

—¡Ya los veo! —gritó el niño.

La cabalgata se deslizaba suavemente por la calle abarrotada. Había más guardias a caballo, una compañía de dragones, motoristas de escolta, y entonces Olive se dio cuenta de que tenía un nudo en la garganta mientras apretaba la barandilla del balcón y, entre una doble fila de alabarderos de la Torre de Londres, pasaban dos carrozas escarlata y oro. En la primera iban los soberanos reales, con sus uniformes relucientes de lazos, cruces y estrellas, y en la segunda sus consortes reales, una anciana y una joven. Toda la escena estaba llena del hechizo que desprendía el viejo imperio sobre medio mundo, sus barcos y ceremonias, sus pompas y símbolos; y la multitud lo percibía, y un lento murmullo precedía a la carroza, y se elevaba hasta convertirse en un fuerte y uniforme estallido de vítores y aplausos. Las dos damas inclinaban la cabeza a izquierda y derecha, y, aunque pocos sabía quién era la segunda reina, también la aclamaban. En un instante aquel alegre esplendor había pasado bajo el balcón y había desaparecido.

Cuando Olive se apartó del balcón se le habían saltado las lágrimas.

—Me pregunto si le gustará todo esto, Brevoort. Me pregunto si es realmente feliz con ese terrible hombrecillo.

—Bueno, tiene lo que quería, ¿no? Y eso es importante.

Olive dejó escapar un largo suspiro.

—¡Ah, es tan maravillosa! —exclamó—. ¡Tan maravillosa! Siempre ha conseguido conmoverme, como hoy, incluso cuando más enfadada estaba con ella.

—Todo eso es una tontería —dijo Brevoort.

—Me figuro que sí—contestaron los labios de Olive. Pero su corazón, con las alas de una adoración sin remedio, seguía a su prima a través de las puertas de palacio a menos de un kilómetro de distancia.

*FIN*


“Majesty”,
The Saturday Evening Post
, 1929


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