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Mal presagio casar lejos

[Cuento - Texto completo.]

María de Zayas

Cuando la hermosa doña Isabel acabó de cantar, ya doña Luisa tenía ocupado el asiento del desengaño, y con mucha gracia dijo así:

—Por mi vida, que no sé qué mayor desengaño, hermosas damas, queréis oír, que este soneto que la hermosa doña Isabel acabó ahora de decir, pues en él ha dicho el Hombre que sólo hay que no engañe, y el que merece sólo ser amado. Mas, ya que no puedo excusar de decir lo que me toca, dejaré a una parte muchas que pudiera detener. ¡Si supiérades los penosos desasosiegos que tuve con mi esposo, tan opuesto a mi voluntad, que jamás le conocí agradecido a ella, antes, con muchos desabrimientos en las palabras y un pesado ceño en los ojos, me satisfacía cuando yo más le granjeaba y lisonjeaba con caricias! Mas, porque para sí nadie es buen juez a los ojos ajenos, dejaré muchas fortunas mías y contaré desdichas ajenas, contando una historia tan verdadera, que aún hoy hay quien no tiene, acordándose de ella, enjutas las lágrimas, no dando más reprensión a los caballeros de la que el mismo desengaño les ofrece; porque fui tan amante de los despegos y tibiezas de mi esposo, que en él respeto a todos. Y con esta advertencia, digo así:

Por muerte de un gran señor de España, quedaron sin el amparo que tenían en su padre, por haberles faltado su madre días antes, un hijo y cuatro hijas, de la hermosura y virtudes que se puede creer tendrían tan grandes señoras. Y si bien entrando su hermano en la herencia de los estados les previno a sus hermanas el amparo de padre, no les pudo prevenir el librarlas de la desdichada estrella en que nacieron, que puedo asegurar que de cada una se pudiera contar un desengaño, pues ni les sirvió la hermosura, la virtud, el entendimiento, la real sangre, ni la inocencia para que no fuesen víctimas sacrificadas en las aras de la desgracia.

La primera, llamada doña Mayor, casó en Portugal, y esta señora se llevó consigo, cuando se fue con su esposo, a la menor de todas (su nombre es doña María), con intención de darla en aquel reino marido igual a su grandeza. Mas a la una y otra siguió su mala fortuna, porque no siendo doña Mayor amada de su esposo, por la [[poca]] simpatía que la nación portuguesa tiene con las damas castellanas, en no hacer confianza de ellas; y así, o por probarla, o, lo más cierto, por tener achaque para librarse de ella con color de agravio, escribió una carta en nombre de un caballero castellano, dándosela a un paje que la llevase a su señora. Que, hecho así, estándola leyendo, admirada de que a ella se escribiese tal, entró el marido, que aguardaba esta ocasión, y sacando la espada para matarla, porque el triste paje, a voces, empezó a decir la traición, le mató, y luego a su inocente esposa. La hermana, viendo el fracaso, y habiendo muy bien oído ella y las criadas lo que el paje había dicho, temiendo la muerte (que le diera, sin duda), se arrojó por una ventana, y de las criadas castellanas se escaparon algunas, y otras acompañaron a su señora en el eterno viaje. Doña María fue tan desgraciada, que se rompió todas las piernas, de modo que algunos años que vivió estuvo siempre en la cama, porque al caer pudo ser vista de algunos caballeros castellanos que asistían a su mal lograda hermana, los cuales la salvaron y trujeron a Castilla; que sabido el caso por Su Majestad, castigó el reo como hasta hoy hay memoria de su castigo.

La segunda hermana, y cuyo nombre es doña Leonor, casó en Italia. Esta señora, teniendo ya de su matrimonio un niño de cuatro años, porque alabó de muy galán un capitán español, no con mal intento, sino que de verdad lo era, estándose lavando la cabeza, entró el marido por una puerta excusada de un retrete, y con sus propios cabellos, que los tenía muy hermosos, le hizo lazo a la garganta, con que la ahogó, y después mató al niño con un veneno, diciendo que no había de heredar su estado hijo dudoso. Y si el capitán, avisado por una dama de la misma señora, no se escapara, corriera la misma fortuna.

Quedó por casar doña Blanca, que era la tercera hermana, y la primera, no sólo de las demás en hermosura, entendimiento y valor, mas de todas las damas de aquel tiempo, porque así lucía doña Blanca entre las más solemnizadas de la corte, como el lucero entre las demás estrellas. Por conveniencias a la real corona y gusto de su hermano, se concertó su matrimonio con un príncipe de Flandes, cuyo padre, que aún vivía, era gran potentado de aquel reino. No había sucedido ni sucedió tan presto la desdicha de sus hermanas, porque se puede creer que si sucediera antes de casarse doña Blanca, por sin duda tengo que no lo aceptara, antes se entrara religiosa; mas había de seguir por lo que las demás, y así, la suerte cruel no ejecutó su deseo hasta que ya doña Blanca estuvo cautiva en el lazo que sola la muerte le rompe.

Con poco gusto aceptó la hermosa señora el casarse sin conocer ni saber con quién, porque decía, y decía bien, que era grande ánimo el de una mujer cuando se casaba sólo por conveniencias y ajeno gusto con un hombre de quien ignoraba la condición y costumbres; por cuya causa envidiaba a las que se casaban precediendo primero las finezas de enamorados, pues, cuando sobre voluntad no acertase, no se podía quejar de nadie, sino de sí misma. Y viendo que no podía conseguir este modo de casarse, al tiempo de firmar las capitulaciones, sacó por condición, antes de otorgarlas, que el príncipe había de venir a España, y antes de casarse la había de galantear y servir un año, de la misma manera y con las mismas finezas, que si no estuviera otorgada por su esposa, sino que la enamorase con paseos, músicas, billetes y regalos, como si la pretendiera a excusas y a fuerza de finezas, porque quería amar por el trato y conocer en él el entendimiento, condición y gracias de su esposo.

Mucho rieron su hermano y todos cuantos supieron las condiciones con que doña Blanca aceptó el casamiento, que aun en Palacio se contaba y reía. Mas su hermano, que la quería ternísimamente, por darla gusto y porque se dilatase el perderla, vino en todo cuanto doña Blanca pedía, y así, se avisó al príncipe, que hizo lo mismo con mucho gusto; que como era de poca más edad que doña Blanca, por ver a España, si bien a descontento de su padre, puso luego en ejecución su partida.

Tenía doña Blanca, entre las damas que la asistían, una que se había criado con ella desde niñas, y a quien amaba más que a ninguna, con quien comunicaba lo más secreto de sus pensamientos. Pues un día que doña Blanca se estaba tocando, y todas sus damas asistiéndola, les preguntó (como era tan afable):

—¿Qué habéis oído de lo que se platica en la Corte de las condiciones con que acepté este casamiento?

Doña María (que se llamaba la dama tan querida suya) le respondió (como la que, fiada en su amor, hablaba con más libertad):

—Si te he de decir verdad, señora mía a todos oigo decir que es locura; porque pudiendo gozar gustos descansados con tu esposo, le quieres condenar y te condenas a la pena de la dilación y a los desasosiegos de amar con esperanzas de poseer lo mismo que es tuyo.

—¿Y quién son los necios, doña María —preguntó doña Blanca—, que llaman locura a una razón fundada en buen discurso, de manera que sienten mejor de casarse una mujer con un hombre que jamás vio ni habló, y que suceda ser feo, o necio, o desabrido, o mal compuesto, y se halle después aborrecida y desesperada de haberse empleado mal, que no avisarse del caudal que lleva en su esposo? Todas cuantas cosas se compran se procuran ver, y que, vistas, agraden al gusto, como es un vestido, una joya. ¿Y un marido, que no se puede deshacer de él, como de la joya y del vestido, ha de ser por el gusto ajeno? ¡Cuánto más acertado es que, galán, le granjee la voluntad, y ella, bien hallada con ella, se la pague, que no, como hemos visto a muchas, que se casan sin gusto, y viviendo sin él, se pasan de la vida a la muerte, sin haber vivido el tiempo que duró el casamiento, o que, viéndose galanteadas de otros que supieron con finezas granjearles la voluntad, como no se la tenían a sus esposos, caer en muchas liviandades, que no cayeran si los amaran! No hay, doña María, más firme amor que el del trato; con él se descubren los defectos o gracias [[del]] que ha de tener por compañero toda la vida. Y a los que se valen del adagio vulgar, «que quien se casa por amor vive con dolor», tengo por ignorante, pues su misma ignorancia le desmiente, porque jamás se puede olvidar lo que de veras se amó, y amando, no sienten ni las penas, ni las necesidades, ni las incomodidades; todo lo dora y endulzura el amor. Y si tal vez hay desabrimientos, lo causan las desigualdades que en los casamientos por amores hay; mas, si son iguales en la nobleza y en los bienes de fortuna, ¿qué desabrimientos ni dolor puede haber que no lo supla todo el amor? Es como decir muchos que el marido no ha de ser celoso: es engaño notable, pues no siéndolo tanto que peque en necio, y él no falte por celoso al cariño y regalo de su esposa, antes con eso la excusa de que no sea fácil, pues más presto se arroja a cualquiera travesura la que tiene el marido descuidado que no la que le tiene cuidadoso, pues sabe que tiene, o no tiene, lugar. Yo, por lo menos, quiero conocer en mi esposo, en las finezas de galán, lo cariñoso, cuando sea marido, y en los aciertos de puntual sin posesión, lo que obrará puesto en ella.

—Estoy bien con eso —dijo doña María—. Mas tú, señora, no puedes; aunque conozcas diferentes condiciones en el príncipe de las que en tu idea te prometes, ¿puedes ya dejar de ser suya?

—En eso hay mucho que averiguar, porque yo no soy la que me le he prometido; que a ser eso así, no procurara avisarme de lo que cobro en él. Hánmele prometido galán, bien entendido, afable, liberal, con otras mil prerrogativas de que vienen llenas las cartas; tantos hipérboles como dicen los retratos, que se ha visto infinitas veces ser engañosos. Averiguo otra cosa; luego, no tendré obligación de cumplir lo firmado, pues no me dan lo que me prometieron. Y para eso hay conventos, pues no me tengo yo de cautivar con otro diferente del que me dijeron, y me puedo llamar a engaño, diciendo que yo me prometí a un hombre perfecto, y que supuesto que me le dan imperfecto, que no es el que me ha de merecer. Venga el príncipe y empiécese la labor amorosa, que no permitirá el Cielo que sea menos que como yo deseo, y sepa ser buen galán, para que después no sea descuidado marido; que si no fuere tal como me le han pintado, el tiempo me dirá lo que tengo de hacer, y cada uno siga su opinión, que yo no pienso apartarme de la mía.

Con estos y otros coloquios entretenían doña Blanca y sus damas el tiempo que tardó en llegar el príncipe; que, venido y visto, en cuanto a la presencia, talle y gala, con la hermosura del rostro, no hubo qué desperdiciar, y aun a doña Blanca le pareció muy bien, y no sé si le pesó del concierto en cuanto a la dilación, según lo dio a entender cuando le vio por entre unas menudas celosías, y después, oyéndole hablar con su hermano, por lo que la podía cubrir una antepuerta.

Teníanle prevenida posada en la misma calle donde vivía doña Blanca, que, de industria, para conseguir lo concertado, no le aposentaron en su misma casa. Entre las demás gracias que tenía el príncipe era hablar muy bien nuestra lengua, porque los señores siempre tienen maestros que los habilitan en todas. No quiso doña Blanca que le viera aquel día el príncipe, dando por excusa el no hallarse apercibida, excusando la visita que de cortesía se debía hacer, quizá por tenerle más deseoso de su vista, o porque naturalmente no se casaba con gusto, y quedando citada para otro día, el príncipe y su gente se fueron a descansar.

Venida la mañana, doña Blanca se levantó muy melancólica; tanto, que a fuerza parecía que estaba deteniendo las lágrimas que por sus hermosísimos ojos estaban reventando por salir, teniendo a sus criadas confusas, y más a doña María, extrañando el no darle parte de su pena. Y así, en burlas, le dijo:

—¿Qué severidad o tristeza es ésta, en tiempo de tanta alegría, como es justo tener por la venida del príncipe, mi señor?

A esto respondió doña Blanca:

—Aún, hasta ahora, no es razón darle este título; que aún hay de plazo un año hasta que lo sea.

—Y aun eso debe de ser —replicó doña María— lo que te tiene triste, si no es que no te ha parecido bien el novio. Dínoslo, así el Cielo te haga con él muy dichosa.

—Por tu vida, doña María —respondió doña Blanca—, y por la mía también, que no es lo uno ni lo otro; porque en cuanto haberme parecido bien, te puedo jurar que yo soy la apasionada. Y en cuanto a desear que el año del concierto estuviese cumplido, te doy mi palabra que quisiera que durara una eternidad. Y asimismo te prometo que no sé de qué me procede este disgusto, si ya no es de pensar que tengo de ausentarme de mi natural, y de mi hermano, y irme a tierras tan remotas como son adonde he de ir; mas tampoco me parece es la causa ésta, ni la puedo dar alcance, aunque más lo procuro.

Hablando en esto y otras cosas con que sus damas la procuraban divertir, se aderezó y prendió, con tanto cuidado suyo y de todas, que parecía un ángel, y salió donde su hermano y el príncipe la aguardaban, que se enamoró tanto de la hermosa doña Blanca, o lo fingió, que el corazón del hombre para todo tiene astucias, que dio bien a entender con los ojos y las palabras cuánto le pesaba la dilación que para gozar tal belleza había. Y comenzándose desde este punto el galanteo en las alabanzas y en la vista, tuvo fin la visita, y doña Blanca se retiró a su cuarto tan triste, que ya no tan sólo procuraba detener las perlas que a las ventanas de sus ojos se asomaban, mas dejaba caer hasta el suelo cuantas desperdiciaban sus pestañas.

¡Oh, qué profeta es el corazón! ¡Pocas veces se olvida de avisar las desdichas que han de venir! ¡Si nosotros le creyésemos! Porque confesar que le agradaba el príncipe, no negar que le amaba, haberle parecido bien y no desear la posesión, antes pesarle de que para llegar a tenerla era corto plazo el de un año, y que quisiera fuera más dilatado, cosas son que admiran.

Acostóse al punto, sin querer responder a cuanto sus damas le decían, y estuvo sin levantarse de la cama cuatro días, admirando a todos, y más a su hermano, que la entró a ver, tan diferentes efectos como en ella veían; en los cuales días de indisposición, informado el príncipe cuál era la dama más querida de doña Blanca, y sabido que era doña María, la habló y dio un papel, y un rico presente de cosas muy sazonadas de su país, y para ella una joya de mucho valor, con otras que repartiese con las otras damas, que doña María recibió, y habiéndolo llevado a su señora, después de dar a las damas sus joyas, y doña Blanca visto las suyas, muy agradada de ellas, leyó el papel, que decía así:

«No debe ser admitido galán el que no sanea su atrevimiento con el deseo de ser esposo; ni tampoco será buen marido el que no fuere finísimo galán, pues es fuerza que lo sea todo para ser perfecto en todo. Lúcese bien vuestro entendimiento, hermosísima señora mía, en disponer que la gloria de mereceros se conquiste con la pena de desearos. Que soy vuestro, ya lo sabéis; que sois mía, ignoro, pues aún no he llegado a estado de tal bien. Y así, os suplico ordenéis lo que he de hacer para mereceros mía, pues ya sé lo que he de hacer para no morir hasta que lo seáis. Y pues a los golpes de vuestra belleza no tengo otro reparo sino la esperanza, me alentéis con ella, para que no muera con la dilación de vuestra gloriosa posesión. El Cielo os guarde.»

Leído el papel, alabó doña Blanca el entendimiento y solemnizó el buen gusto del presente. Mas no respondió por escrito, más de mandar a doña María le dijese cómo lo había recibido con la estimación que se debía. Pasados los cuatro días, se levantó doña Blanca, ya cuanto moderada la tristeza, y oía con más gusto cómo le decían que el príncipe paseaba la calle y que había salido muy galán de sus colores, y esa noche salió a oír música que le dio, cantando excelentísimamente, a seis voces, este soneto:

No quiere, dueño amado, el dolor mío
tan áspero remedio como ausencia,
que si hay valor, cordura, ni paciencia
para sufrir, aunque sufrir porfío.

Tratadme con desdenes, con desvío,
con celos; aunque es tanta su violencia,
haréis de un firme amor clara experiencia,
aunque me vuelva con mi llanto un río.

Que como yo me vea en vuestros ojos,
dulces nortes de amor, estrellas mías,
en quien las dichas de mi suerte espero,

alegres, tristes, con cien mil enojos
darán aliento a mis cansados bríos;
pero cuando no os veo, desespero.

Si más que a mí no os quiero,
si veros me da vida,
tenelda, si no os veo, por perdida.

Bien conoció el príncipe que estaban las rejas ocupadas, y no dudó de que estaría en ellas doña Blanca, y con mucho desenfado y donaire, como quien galanteaba con fe de amante y seguridad de esposo, dijo, llegándose más cerca:

—¿Seré tan dichoso que entre tantas estrellas esté el sol, y entre tantos nortes la blanca y plateada Cintia?

—Sí —respondió una de las damas que, como estos amores iban con las conveniencias ya dichas y a lo público, no le querían regatear los favores ni se temían las murmuraciones.

—¿Pues cómo, señora mía —prosiguió—, cubrís vuestros divinos rayos y lustrosos candores con la oscuridad del silencio? Merezca yo un favor vuestro, aunque sea mandarme morir.

—Que viváis muchos años —respondió doña Blanca—, y que prosiga la música es lo que mando.

Y con esto, avisando a los músicos, volvieron a cantar este romance:

Contaros quiero mis dichas,
dulces y amorosas selvas,
en cambio de que escuchasteis
con grato oído mis penas.

Salió a mis ojos el sol
de una divina belleza,
tal que deidad la adorara,
a no conocerla eterna.

A sus acentos, el alma,
con tanta dulzura atenta,
instantes juzgó las horas,
millares contó las quejas.

Amor, desterrando dudas,
aunque niño, cobró fuerzas:
miente quien dice que amor
es mayor con las ofensas.

Con las ternezas se cría,
si con la vista se engendra;
con las firmezas se anima,
las finezas le alimentan.

Los agravios le desmayan,
las sinrazones le hielan,
enferma con los temores
y muere con las ofensas.

Y siendo así que el amor
con los favores se aumenta,
quien tantos ha recibido,
fuerza es querer con más veras.

¿Quién verá, Blanca divina,
tu hermosura y gentileza,
que no te dé por tributo
mil almas si las tuviera?

Tal imperio tu hermosura
ha puesto en mí, que quisiera
de nuevo entregarte el alma,
a no ser tuya esta prenda.

Y a tener tantas que darte,
como son las hojas vuestras,
ninguna libre quedara,
que todas se las rindiera.

¡Ay! dueño del alma mía,
si la estimáis como vuestra,
maltrataldo con amor,
no la matéis con ausencia.

Si más que a mí no os estimo,
ruego a Dios que no me vea
en posesión de esos ojos,
siempre esté en desgracia vuestra.

Selvas: si veis de Blanca la belleza,
contalde mi firmeza,
referilde mi pena,
rogalde, selvas, que de mí se duela.

Acabando de cantar, se retiró doña Blanca, y quedó doña María para decir al príncipe que su señora se daba por muy bien servida de sus finezas, con que el príncipe, muy gustoso, se fue a su posada.

No se acabara jamás este desengaño, si se hubieran de contar por menudo las cosas que sucedieron en este entretenimiento de amor y prueba de entendimiento, que así le llamaba doña Blanca, porque llegó a escribirse el uno al otro bien entendidos y tiernos papeles, a hablarle doña Blanca por una reja, no concediéndole más favor que el de sus hermosas manos; deseando las damas y más doña María, que durara tantos años como días tenía el del concierto; porque, demás de gozar las más noches de músicas, los días de paseos, toros, cañas y encamisadas, máscaras y otras fiestas que el príncipe hacía en servicio de doña Blanca, estaban muy medradas de galas y otras dádivas, y a vueltas de esto gozaban también de sus galanteos. Y si ellas deseaban que el año no se acabara, doña Blanca lo deseaba más, porque cada día que pasaba de él le costaba a ella el haber pasado muchos desperdicios de perlas: tanto era lo que sentía imaginar que se había de casar, y demás de esto, amaba al príncipe tan ternísimamente, que cuando la venía a ver, a la dama o paje que le daba la nueva, daba, en albricias, una joya. ¿Quién vio jamás tan diferentes efectos de amor y desamor?

Contábanse en la Corte estos amores por cosa de admiración. Unos decían que doña Blanca tenía buen gusto en hacer que le costase al príncipe tan cara su hermosura, que la comprase a precio de dilaciones; otros, que era locura, lo que era verdaderamente suyo, y que podía poseer sin embarazos, enajenarse de ello. De suerte que cada uno hablaba como sentía del caso. Tal vez que las criadas hablaban con los criados del príncipe, procurando saber de ellos cómo llevaba su dueño estas dilaciones; ellos les decían que estaba desesperado, y que si bien quería de veras a doña Blanca, si no fuera por su hermano, hubiera deshecho los conciertos y vuéltose a su tierra, y que así se lo escribía su padre que lo hiciese. Y cuando doña María le decía esto a doña Blanca, arrasándosele los ojos de lágrimas, respondía:

—Más desesperada estoy yo de que se cumpla tan presto el plazo; que si a ellos se les hace tarde, yo le juzgo temprano.

En fin, llegó (que no hay ninguno que no llegue, y más el que trae padrino a las desdichas, que parece que le espolean para que se cumpla más presto). Desposóse doña Blanca con igual regocijo de toda la corte. Y cuando pensaron que la tornaboda había de ser con el mismo regocijado aplauso, fue con llantos y lutos; porque casi unas tras otra llegó la triste nueva del desdichado fin de sus hermanas, trayéndole a sus ojos la más pequeña, imposibilitada de poder andar, porque de las rodillas abajo no tenía piernas ni pies, habiendo de ser la cama el teatro donde mientras vivió representaba a todas horas la adversa estrella con que había nacido, con lo cual doña Blanca quedó, tan temerosa y desabrida, que se tiene por seguro que si no se hubiera desposado, por ningún temor, interés ni conveniencia, se casara. Y así lo decía a sus damas con muchos sentimientos: antes se hubiera entrado religiosa.

En fin, llenos de lutos y pesares, se acabaron de celebrar las bodas y luego se empezó a tratar de la partida. Doña María trataba de casarse con el camarero de su hermano de doña Blanca, que cuando supo que quería quedarse, como la quería tanto y se habían criado juntas, y la tenía por alivio en sus mayores penas, lo sintió tanto que, por moderarle el desconsuelo, se dio orden que don Jorge (que éste era el nombre del camarero de su hermano de doña Blanca) fuese en su servicio con otros criados que llevaba españoles, con promesa de que, en llegando allá, los casaría y haría merced. Con que dentro de dos meses casada, dejó doña Blanca a España, con tan tierno sentimiento de apartarse de su hermano y hermana y de su amada patria, que el príncipe mostraba gran enfado de ello; porque, como ya estaba en posesión, se iba cansando de los gustos que en esperanza le habían agradado; mas disimulaba a la cuenta hasta sacarla del poder de su hermano. Y al tiempo que doña Blanca partió de Madrid, se había averiguado la inocencia de su hermana doña Mayor, y el rey había severamente castigado a su marido, con lo cual se moderó en parte el dolor de su muerte, juzgándola gozaba en el cielo la corona de mártir.

Partida, en fin, con el sentimiento que digo; agasajada, los días que duró el camino por tierra, de su marido, mas no con tanto cariño como cuando estaba en la Corte, de que ella, con extrañas admiraciones, daba parte a su querida doña María, que como cuerda la alentaba y aconsejaba, y entretenía la tristeza que llevaba de haber dejado su paternal albergue, y irse a vivir desterrada para siempre de él, y más con los despegos que empezó a ver en su esposo; porque apenas se embarcaron y le pareció que tenía la inocente palomilla fuera de todo punto de su nido, cuando se despegó de ella con tanta demostración de tibieza o enfado, que muchas veces llegaban a tener rencillas sobre ello, y a las quejas que ella le daba, respondía:

—No seas viciosa, española, ni te lamentes tanto por lo que ahora se empieza. ¿Qué quieres: verme siempre junto a ti?, y algún día desearás verme lejos.

No sé que desdicha tienen las españolas con los extranjeros, que jamás las estiman, antes se cansan a dos días y las tratan con desprecio. Y esto, por haberlo visto en muchas, lo digo.

Tuvo fin el viaje, y llegados a sus estados, se halló doña Blanca con menos gusto que antes, porque el suegro era hombre severo, y que tocaba más en cruel que en piadoso, y enfadado del largo tiempo que su hijo se había detenido en el galanteo, aun el mismo día que llegaron a su presencia, no disimuló el enfado, y la recibió diciendo:

—¿Cuándo había de ser esta venida? Basta, que las españolas sois locas. No sé qué extranjero os apetece, si no es que esté desesperado. Y otras razones, de que doña Blanca, corrida, no acertó a responder, conociendo claramente que estaba en poder de sus enemigos. Y si con alguna cosa tuvo alivio su pena, fue con una hermana de su esposo, llamada la señora Marieta, que en aquellos países, ni en Italia, ninguno se llama «don», si no son los clérigos, porque nadie hace ostentación de los «dones» como en España, y más el día de hoy, que han dado en una vanidad tan grande que hasta los cocheros, lacayos y mozas de cocina le tienen; estando ya los negros «dones» tan abatidos, que las taberneras y fruteras son «doña Serpiente» y «doña Tigre». Que, de mi voto, aunque no el de más acierto, ninguna persona principal se le había de poner. Que no ha muchos días que oí llamar a una perrilla de falda «doña Jarifa», y a un gato «don Morro». Que si Su Majestad (Dios le guarde) echara alcabala sobre los «dones», le había de aprovechar más que el uno por ciento, porque casas hay en Madrid, y las conozco yo, que hierven de «dones», como los sepulcros de gusanos. Que me contaron por muy cierto que una labradora socarrona de Vallecas, vendiendo pan, el otro día, en la plaza, a cualquiera vaivén que daba el burro, decía: «Está quedo, don Rucio.» Y queriendo partirse, empezó a decir: «don Arre», y queriendo pararse, «don Jo».

Era la señora Marieta muy hermosa y niña, aunque casada con un primo suyo, y lo que mejor tenía era ser muy virtuosa y afable, y posaba con su padre. Con esta señora trabó doña Blanca grande amistad, cobrándose las dos tanto amor, que si no era para dormir, no se dividía la una de la otra, comunicando entre ellas sus penas, que gustos tenían tan pocos, que no las cansaba mucho el contarlos, porque tan poco estimaba su esposo a la señora Marieta, como el príncipe a doña Blanca.

Tenía el príncipe un paje, mozo, galán, y que los años no pasaban de diez y seis, tan querido suyo, que trocara su esposa el agasajo suyo por el del paje, y él tan soberbio con la privanza, que más parecía señor que criado. Él tenía cuanto el príncipe estimaba, con él comunicaba sus más íntimos secretos, por él se gobernaba todo, y él tan desabrido con todos, que más trataban de agradarle que al príncipe. Pues, como doña Blanca muchas veces que preguntaba qué hacía su esposo, y le respondían que estaba con Arnesto (que éste era su nombre), y algunas que, o por burlas o veras, le decía que más quería a su paje que no a ella, fue causa para que Arnesto aborreciese a doña Blanca, de suerte que lo mostraba, no sólo en el desagrado con que la asistía, si era necesario, mas en responderle en varias ocasiones algunas libertades. Y doña Blanca, asimismo le aborrecía, por tener por seguro le debía de servir de tercero en algunos amores que debía de tener el príncipe, y que de esto nacía la libertad y soberbia del paje.

Con este pensamiento, dio en ser celosa, con que se acabó de perder, porque ella se desagradaba declaradamente de las cosas de Arnesto, hablándole con sequedad y despego, y él con libertad y desenvoltura, llegando doña Blanca y el príncipe a tener sobre esta causa muchos disgustos, y todo para en hallarse menos querida de su esposo y más odiada de Arnesto, y aun de su suegro, que muchas veces oía de él palabras muy pesadas, porque no la llamaban por su nombre, sino «la Españoleta». Y aunque doña Blanca volvía por sí, no consintiéndose perder el respeto, le valía poco, porque todos eran sus declarados enemigos, sin que tuviese ninguno de su parte, supuesto que los criados que tenía españoles estaban tan oprimidos y mal queridos como ella.

Era doña Blanca excelentísima música y cantaba divinamente, no teniendo necesidad de buscar los tonos que había de cantar, porque el Cielo le había dado la gracia de saberlos hacer, y más en esta ocasión, que como tenía caudal de celos, los hacía con más sentimiento, pues con ellos alentaba su natural. Y así, un día que la señora Marieta le pidió cantase alguna cosa de las que hacía a su celosa pasión, cantó este romance que había hecho, y le diré aquí, porque fue causa de un gran disgusto que tuvo con su esposo.

¿Qué gusto tiene tus ojos
de ver los ojos, que un tiempo
dueños llamaron los tuyos,
dos copiosas fuentes hechos?

¿Que gusto te da saber
cuán poco ocupan el sueño,
pues ellos están llorando,
cuando los tuyos durmiendo?

Muy a mi costa les quitas
el imperio que tuvieron:
mas tú te llevas la gloria
y ellos pasan los tormentos.

No sé cómo es esta enigma:
que la nieve está en tu pecho,
y sin que en él se deshaga,
ya se destila por ellos.

Mas ya llego a conocer
de aquesta duda el secreto,
que otro fuego se deshace,
y resulta el daño en ellos.

Que entre las muertas cenizas
de aquel tu pasado incendio
me guardases una brasa
que reviviese algún tiempo.

Si tienes el corazón
hecho para mí de hielo,
acércate, ingrato, al mío,
que presto será deshecho.

Mira que al fuego que ardes
es un aparente fuego;
el mío no, que es amor,
y es su calor verdadero.

No sé cómo un pecho noble
puede vivir satisfecho,
cuando ve un alma rendida
tirar los golpes violentos.

No te acabo de entender,
ni a [mí] misma no me entiendo;
sólo entiendo que te adoro,
sólo entendiendo que padezco.

Mis lágrimas te endurecen,
y viene a ser caso nuevo
caer sobre el hielo el agua
y no dejarle deshecho.

Sólo en ti, por que yo muera,
permite amor tal extremo,
pues debieras conocer
que me pierdes, si te pierdo.

Segura estoy que tendrás
quien te quiera; pero advierto
que quien te quiera hallarás,
mas no más que yo te quiero.

Muy avaro estás conmigo,
muy pocos gustos te debo;
que aun por negarme el cariño,
siempre estás fingiendo sueño.

Frío me dijiste ayer
que tenías, alto cuento;
pues, ¿cuándo tienes calor
para darme a mí consuelo?

No me mates tan apriesa,
basta que me maten celos;
penas que, cuando hay amor,
son más que las del infierno.

Disimula las tibiezas,
que, si no amor, es respeto;
no te precies de cruel,
cuando de tuya me precio.

Di a la Circe que te encanta
algo de lo que merezco,
y pídele facultad
para no ser tan grosero.

¿Quién me dijera algún día
esta ingratitud que veo?
¡Ah, finezas de hombre ingrato,
y cómo en humo se fueron!

Yo me acuerdo cuando el sol
te halló en la calle, viniendo,
más de alguna vez, a ver
lo que estás aborreciendo.

Y veo que ahora estás
tú reposando en el lecho,
y yo sintiendo y llorando
tu tibieza y mi desprecio.

Pues yo espero que algún día
te ha de castigar el Cielo,
y que la misma que estimas
ha de ser el instrumento.

Y entonces conocerás
lo que tienes en mi pecho
que cual pelícano está,
para regalarte, abierto.

Y aún estás tan riguroso,
tan ingrato y tan severo,
que no conservas mis brazos,
por si te faltan aquéllos.

Mis penas me han de matar,
porque ya mi sufrimiento
está tan falto de fuerzas,
que casi a vivir no acierto.

No es gran victoria matarme,
cuando ves que estoy muriendo
a manos de tu rigor,
y a la fuerza de mis celos.

Préciate de tu crueldad;
cantarás como otro Nero,
viendo que se abrasa el alma
adonde tienes tu imperio.

¡Oh si estuviera en mi mano
aborrecerte! Aunque pienso
que en lugar de castigarte,
lisonja te hubiera hecho.

Mas es carácter del alma
el amor con que te quiero;
pues quien desea imposibles,
no podrá lograr su intento.

Mas si piensas ostentar
el rigor de que me quejo,
morir a fuerza de agravios
será el último remedio.»

Así canta y llora Blanca,
mas no la escucha su dueño;
que lágrimas en ausencia
son de muy poco provecho.

Y más con un ingrato,
que en otra más dichosa está adorando,
y aunque la ve llorar, no se enternece,
porque es cruel y lágrimas no siente.

No acertaba en nada doña Blanca, aunque fuese la más acertada; porque como era mal recibida, enfadaba de todas maneras. Y así, entrando a este punto el príncipe y su padre, que venían de fuera, como a los últimos versos decía que sería el último remedio el morir, respondió:

—Así será, que de otra manera no me puedo librar de tus enfados.

Y prosiguiendo con grandísimo enojo, dijo:

—¿Qué locuras o qué mentiras son éstas, Blanca, que así, en verso y prosa, con achaque y color de lamentarte, estás diciendo contra mí? ¿Que no basta en secreto cansarme y atormentarme con ellas, sino que cantando las publicas? Cansadísimas mujeres sois las españolas; gran castigo merece el extranjero que mezcla su sangre con la vuestra.

A esto, como doña Blanca estaba cierta de que había sido, como quien la tenía tan ilustre, que era mayor su engaño, que no el del príncipe, respondió con brío:

—Mayor le merece la española que entendiendo viene a ser señora, deja su patria donde lo es, por hacerse esclava de quien no la merece.

—No seáis atrevida, doña Blanca —respondió el suegro—, que os cortaré yo las alas. Con qué soberbia os remontáis, que no sé yo cuándo pensasteis vos, ni vuestro linaje, llegar a merecer ser esposa de mi hijo.

Finalmente, por no cansar, diciendo los unos y respondiendo los otros, se encendió el fuego, de suerte que el príncipe se descompuso con doña Blanca, no sólo de palabras, mas de obras, maltratándola tanto, que fue milagro salir de sus manos con la vida, y ésa se la pudo deber, después de Dios, a la señora Marieta, que con su autoridad puso treguas, aunque no paces, al disgusto de este día, pasándose muchos que ni el príncipe la vio, ni doña Blanca se levantó de la cama.

Mas al fin tuvieron fin estos enojos, haciéndose las amistades, no sé si para mayor enemistad, porque ni doña Blanca quedó, como tan gran señora, contenta con el desprecio pasado, ni el príncipe más cariñoso que antes, sino mucho menos; porque entre la vulgaridad, estas rencillas de entre casados, en llegando a acabarse los enojos, no se acuerdan más de ellas; mas en la grandeza de los señores es diferente, que aunque sean casados, tienen duelo. Y así se lo decía doña Blanca a doña María, que, aunque amaba ternísimamente a su esposo, todas las veces que le veía le salían las colores que le habían puesto en él sus atrevidas manos.

Sucedió, dentro de pocos meses, un caso, el más atroz que se puede imaginar. Y fue, en primer lugar, amanecer dentro del mismo palacio una mañana muerto a puñaladas un gentilhombre de la señora Marieta, que le daba la mano cuando salía fuera, mozo de mucha gala y nobleza. Y luego, pasados dos días, que aún no estaba moderado el sentimiento que la señora Marieta y doña Blanca tuvieron de esta violenta y desastrada muerte, y más, viendo que el príncipe viejo no había consentido hacer las diligencias que fuera muy justo hacer en un suceso tan desastrado, antes mandó que no se hablase más en ello, por donde se pensó que había sido hecho por gusto suyo.

Como digo, dentro de dos días, envió su padre llamar a su cuarto a la señora Marieta, que fue al punto, y entrando donde estaba, le halló con su esposo y primo. No se pudo saber lo que entre ellos pasó, más de que se cerraron las puertas del cuarto, y se oyó por un espacio llorar a la señora Marieta, y después de esto llamar a Dios, y después quedar todo en silencio. Y fue que, a lo que después se vio, tenían atado al espaldar de una silla un palo, y haciéndola sentar en ella, su propio marido, delante de su padre, la dio garrote; que esta tan cruel sentencia contra la hermosa y desgraciada señora salió de acuerdo de los dos, suegro y yerno, de más de una hora que habían estado hablando a solas. No se pudo saber por qué, más de la sospecha por haber muerto primero a su gentilhombre, que se pudo colegir sería algún testimonio, porque la señora Marieta era tan noble y tan honesta, que no se podía pensar de ella liviandad ninguna, si ya no la dañó el ser tan afable y el amar tanto a doña Blanca, que en todas ocasiones volvía por ella. En fin, murió apenas de veinte y cuatro años, siendo el juez su padre y el verdugo su mismo esposo.

Estaba doña Blanca cuidadosa qué haría allá dentro la señora Marieta, que ya sabía de sus damas que había sido llamada por su padre. No habiéndose, hasta mediodía, abierto la puerta de la sala donde se había ejecutado la cruel maldad, que era en la que comía, entraron, como se abrió, los criados y pusieron las mesas; mas aunque vieron el triste espectáculo, ninguno hablaba, o porque se lo habían mandado, o porque todos eran unos. Vino el príncipe de fuera, que no se halló al lastimoso caso, ni le sabía; que fuera cierto no lo consintiera, o la salvara, porque amaba mucho a su hermana y no se sabía de él que había sentido menos la muerte del gentilhombre. Pues venido, avisaron a doña Blanca saliese a comer, como lo hizo bien apriesa, por ver si veía a la señora Marieta, y saber qué enigmas eran las que en aquella casa pasaban. Y sucedió así que, a un mismo tiempo, entraba el príncipe por la una puerta, y doña Blanca salía por otra que correspondía a su cuarto, que también había estado cerrada hasta entonces ésta y otras dos más adentro; que como vio el triste cadáver, diciendo «¡Jesús sea conmigo!», cayó de un mortal desmayo. Sus damas que con ella habían salido, aunque bien desmayadas de lo que presente veían, acudieron a ella, y el príncipe, que, como digo, había entrado al mismo tiempo, viendo, por una parte, a su hermana muerta, y por otra a doña Blanca desmayada, a su padre y cuñado sentados a la mesa, no hay duda sino que traspasado de dolor, y asustado de un caso tal, con la color mortal, acudió a doña Blanca, diciendo a su padre:

—¿Qué crueldades son éstas, señor, o qué pretendes de esta triste española, que la has llamado para que vea tan lastimoso caso?

A lo que respondió el padre:

—Calla, cobarde, que más pareces hijo de algún español que no mío, que luego te dejas vencer de hazañerías españolas.

Retiraron las damas a doña Blanca a su cámara, acompañándolas el príncipe, que no quiso sentarse a comer con su padre, antes mostrando tierno sentimiento de la muerte de su hermana y mal de su esposa, asistiendo a los remedios que se le hacían para tornarla en sí, que al cabo de una hora, creyendo todos era muerta, y llorándola por tal, cobró el sentido con tantos suspiros y lágrimas, que enterneciera a un mármol, y viendo el príncipe, que la tenía por una de sus hermosas manos, alentándose lo más que pudo, le dijo:

—¿Qué quiere, señor, de mí vuestro padre, o qué es su pensamiento, que ya que hizo una crueldad como la que hoy ha hecho en su hija, siendo tan santa, honesta y virtuosa, me mandase llamar para que la viese? Si es que me quiso dar ejemplo, no hay para qué, supuesto que mi real sangre y mi honor no le han menester, por ser todo como mi nombre; demás que en el de la señora Marieta, vuestra hermana, por ser más puro que el sol, no hay que poner dolo, que para mí más la ha muerto la malicia que no la razón. Si es que ni vos ni él os halláis bien conmigo, enviadme a España, con mi hermano, que yo os doy palabra que, en deshaciendo Su Santidad el matrimonio, y llegando a ella, entrarme religiosa, que no será muy dificultoso romper un lazo que tan dulcemente os aprieta.

No la dejó la pena decir más. De lo cual, el príncipe, enternecido, la consoló, asegurándola estar él tan ajeno de lo que había pasado con su hermana, como ella; mas, que creyese que pues su padre y esposo se habían determinado a tal crueldad, que alguna secreta y bastante causa los obligaría. Y con algunas tibias caricias, comió con ella, y dejándola más quieta, a su parecer, se fue, porque le llamó Arnesto, su privado.

Ido el príncipe, llamó doña Blanca a doña María, y le mandó trujese un escritorillo donde ella tenía sus más ricas y preciosas joyas, y que llamase a todas sus damas, las que habían venido con ella de España, que eran seis, que todas las demás eran flamencas. Y habiéndoles mandado cerrar la puerta, llorando con mucha terneza, les dijo:

—Ya he visto, queridas amigas mías, en el cruel y desastrado suceso de la señora Marieta, que mi muerte no se dilatará mucho, que quien con su hija ha sido tan cruel, mejor lo será conmigo, y más con el poco amparo que tengo en mi esposo. Y por si me cogiere de susto, como a ella, no quiero que quedéis sin algún premio del trabajo que habéis tomado por acompañarme, dejando vuestra patria, padres y deudos. Y así, estas joyas que ahora os daré, traeldas siempre con vosotras en parte donde no os las vea nadie, para que si Dios os volviere a España, sacándoos de entre estos enemigos, tengáis con que tomar estado. Toma tú, doña María, esta cadena y collar de diamantes, y esta sarta de perlas, que era de mi madre, que bien vale todo dos mil escudos, y cásate con don Gabriel, pues yo hasta ahora, por mis desdichas, no he podido cumplir lo que te prometí; y dichosa tú, que tendrás marido de tu natural, y no como yo, que me entregué a un enemigo. Y vosotras, éstas que quedan las podréis repartir entre todas. Y perdonadme que no vale más mi caudal, que de otra suerte os pensé yo pagar lo que me habéis servido.

Dicho esto, dándole todas mil agradecimientos, llorando como si ya la vieran muerta, pidió recado de escribir y escribió una carta a su hermano, dándole cuenta de lo que pasaba, y después de cerrada, la dio a doña María, para que de su parte dándola a don Gabriel, le mandase la despachase a España con persona confidente, y abrazándolas a todas, les dio su bendición, besándole ellas las manos.

Cuatro días estuvo doña Blanca en la cama, mientras se dio sepultura a la señora Marieta, al cabo de los cuales se levantó tan cubierta el alma de luto, como el cuerpo; porque apenas se le enjugaban los ojos, ni se alegraba de nada, ni aun con la vista de su esposo. Mas esto no era mucho, porque él estaba tan seco y despegado con ella, que daba gracias a Dios el día que no le veía.

De esta suerte pasó más de cuatro meses, estando ya las cosas más quietas, y que parecía que los disgustos estaban más moderados y doña Blanca más consolada; mas, aunque ella estaba con algún descuido, no lo hacía así su fatal desdicha y la estrella rigurosa de su nacimiento, que no le prometía más alegre fin que a sus hermanas, porque en el tiempo que parecía había más quietud, quiso ejecutar su sangriento golpe, y así, dispuso que una tarde, después de comer, no habiendo el príncipe entrado, como solía otras, a dormir la siesta al estrado, extrañando doña Blanca que de la mesa se había retirado a su cuarto, que era en bajo, preguntó a una de las damas flamencas si había salido el príncipe fuera, y respondiéndole que no, que con Arnesto se había ido a su cuarto, sospechando que tenía en él la dama causa de sus celos, sacando de un escritorio una llave de que estaba apercibida, que un corazón celoso de todo está prevenido, bajó por un escalera de caracol que de su cuarto correspondía al del príncipe, y que jamás se abría, y abriendo paso y entrando con mucho sosiego, por no ser sentida, llegó hasta la cama del príncipe, en que dormía ordinariamente, que con ella era por gran milagro, y halló… ¿Qué hallaría?

Quisiera, hermosas damas y discretos caballeros, ser tan entendida que, sin darme a entender, me entendiérades, por ser cosa tan enorme y fea lo que halló. Vio acostados en la cama a su esposo y a Arnesto, en deleites tan torpes y abominables, que es bajeza, no sólo decirlo, mas pensarlo. Que doña Blanca, a la vista de tan horrendo y sucio espectáculo, más difunta que cuando vio el cadáver de la señora Marieta, mas con más valor, pues apenas lo vio, cuando más apriesa que había ido, se volvió a salir, quedando ellos, no vergonzosos ni pesarosos de que los hubiese visto, sino más descompuestos de alegría, pues con gran risa dijeron:

—Mosca lleva la española.

Llegó doña Blanca a su cuarto, y sentándose en su estrado, puesta la mano en la mejilla, se estuvo gran espacio de tiempo tan embelesada como si hubiera visto visiones de la otra vida. Llegó, viéndola así, su amada doña María, y puesta ante ella de rodillas, le dijo:

—¿Qué hallaste, señora mía, que tan cuidadosa te veo?

—Mi muerte hallé, doña María —respondió doña Blanca—, y si hasta aquí la veía en sombras, la veo ya clara y sin ellas. Bien sé que lo que he visto me ha de costar la vida. Y supuesto que ya no se me excusa el morir, ya que esto ha de ser, será con alguna causa, o dejaré de ser quien soy.

—¡Ah señora mía! —dijo doña María—, y cómo es bueno vivir, aunque sea padeciendo, siquiera hasta que tu hermano ponga el remedio a estos trabajos. Y pues desde que le escribiste dándole cuenta de ellos, tenías tu remedio puesto en él, ¿por qué le quieres aventurar todo? Mejor es disimular, haciéndote desentendida, hasta que venga, como te avisó, a estos estados, y entonces, con su amparo, podrás mejor sujetar tu venganza. Muchas veces te he suplicado que disimules tu pasión con esta cruel gente, tan poderosos, con ser tan grandes señores, que ni temen a Dios ni al mundo, y ahora te lo vuelvo a pedir con más veras, ya que no quieras hacer por ti, que no me espanto que tengas en tanto padecer aborrecida la vida, por tus tristes criados, que quedaremos sin tu amparo, en perpetuo cautiverio, si ya no hacen con ellos lo mismo que tú dices esperas harán contigo.

—Ya no puede ser —dijo doña Blanca—, que si bien juzgo que es verdad lo que dices, lo que hoy he visto, sin haber más delito que verlo, me ha condenado a muerte. Y supuesto que ya no hay qué aguardar, era degenerar de quien soy si entendiese esta infame gente que paso por un mal tan grande. Yo tengo de morir vengada, ya que no en los reos, que esos quedan reservados para ser mis verdugos, hasta que la justicia de Dios lo sea suyo, a lo menos en el teatro donde se comete su ofensa y la mía, con tan torpes y abominables pecados, que aun el demonio se avergüenza de verlos. Y pues el delito que ellos hacen me condena a mí a muerte, no hay que aconsejarme, que servirá de darme enfado y no conseguir fruto.

Diciendo esto, sin querer declararse más, dejando a doña María tan confusa como descontenta, sabiendo que el príncipe había salido fuera con su padre, y que Arnesto se había quedado escribiendo, en el mismo cuarto de su señor, unos despachos que le había mandado, bajó abajo, y llamando ella misma los criados más humildes, que no quiso que ninguna de sus criadas quedase comprendida en la ejecución de su venganza, mandó sacar la cama al patio y quemarla. Preguntóle el atrevido paje que por qué causa se hacía aquel exceso. A quien respondió doña Blanca que la causa era su gusto, y que agradeciese no hacía en él otro tanto; mas que algún día lo haría, o no sería doña Blanca. Recogióse con esto a su cuarto, a disponerse para morir, que bien vio que sería cierto, porque cuando volvió las espaldas, habiéndole dicho a Arnesto lo que se ha contado, le oyó decir entre dientes:

—Bien harás, española, si puedes; mas no te daré yo lugar para ello.

Como lo hizo. Pues apenas vinieron los príncipes padre e hijo, cuando Arnesto les contó cuanto había pasado, ponderándolo con tales razones, que hinchó de venenosa furia los pechos dañados de sus señores, y más el del viejo, que ardiendo en ira, respondió:

—No temas eso, que antes de mañana a estas horas pagará la española atrevida estos excesos.

En fin, se resolvieron a quitarle la vida antes que su hermano llegase, que ya tenían aviso venía a gobernar las armas de aquellos reinos. Esa misma noche habló doña María a don Gabriel por una reja, por donde otras veces le hablaba, y dándole cuenta de lo que pasaba, le dijo cómo, si Dios no la remediaba, no tenía otro remedio que doña Blanca dejase de morir, y porque no ejecutasen también en él, como en quien sabían que doña Blanca estimaba tanto, se escondiese en parte que estuviese seguro, hasta ver en qué paraba, pues sus fuerzas, ni las de los demás criados españoles no eran poderosas contra tan soberbios y poderosos enemigos, y más estando dentro de su estado, y dándole las joyas que doña Blanca le había dado, se despidió de él con muchas lágrimas, pidiendo a Dios los librase. Y así, don Gabriel, al punto, tomando un caballo, se partió sin avisar a nadie, por no alborotar, la vuelta de Amberes, donde si no había llegado, llegaría muy presto su hermano de doña Blanca.

Aquella noche no vio doña Blanca a su esposo, ni la llamaron, como las demás, para cenar, en que se conoció la ira que con ella tenían, y por estar más apercibida, no se acostó; antes, en siendo de día, como quien tan cierta tenía su muerte, envió a llamar su confesor, y se confesó, recibiendo con mucha devoción el Santísimo Sacramento, y dándole al confesor una cadena y las sortijas que traía en las manos, le dijo se saliese luego de aquel lugar, porque, por ser español, no le iría en él mejor que a ella, y le pidió que si veía a su hermano, le dijese por lo que moría. Hecho esto, se fue a su estrado, y sentándose en él, empezó a platicar con sus damas, como si no estuviera esperando la partida de esta vida, pareciéndoles a todas más linda que jamás la habían visto, porque el luto que traía por la señora Marieta la hacía más hermosa.

Así estuvo hasta cerca de mediodía, que como los príncipes, padre y hijo, se vistieron, luego quisieron ejecutar la sentencia contra la inocente corderilla, como ya lo tenían determinado. Y entrando los dos con su sangrador y Arnesto, que traía dos bacías grandes de plata, que quisieron que, hasta en el ser él también ministro en su muerte, dársela con más crueldad. Mandando salir fuera todas las damas y cerrando las puertas, mandaron al sangrador ejercer su oficio, sin hablar a doña Blanca palabra, ni ella a ellos, mas de llamar a Dios la ayudase en tan riguroso paso, la abrieron las venas de entrambos brazos, para que por tan pequeñas heridas saliese el alma, envuelta en sangre, de aquella inocente víctima, sacrificada en el rigor de tan crueles enemigos. Doña María, por el hueco de la llave, miraba, en lágrimas bañada, tan triste espectáculo.

A poco rato que la sangre comenzó a salir, doña Blanca se desmayó, tan hermosamente, que diera lástima a quien más la aborreciera, y quedó tan linda, que el príncipe, su esposo, que la estaba mirando, o enternecido de ver la deshojada azucena, o enamorado de tan bella muerte, volviéndose a su padre con algunas señales piadosas en los ojos, le dijo:

—¡Ay señor, por Dios, que no pase adelante esta crueldad! Satisfecha puede estar con lo padecido vuestra ira y mi enojo. Porque os doy palabra que, cuanto ha que conozco a Blanca, no me ha parecido más linda que ahora. Por esta hermosura merece perdón su atrevimiento.

A lo que respondió el cruel y riguroso viejo, con voz alterada y rigurosa:

—Calla, cobarde, traidor, medio mujer, que te vences de la hermosura y tiene más poder en ti que los agravios. Calla otra vez, te digo, muera; que de tus enemigos, los menos. Y si no tienes valor, repara tu flaqueza con quitarte de delante. Salte fuera y no lo veas, que mal se defenderá ni ofenderá a los hombres quien desmaya de ver morir una mujer. Así tuviera a todas las de su nación como tengo a ésta.

Y diciendo esto, le abrió la puerta y hizo salir fuera. A lo que el príncipe, con las lágrimas en los ojos, no replicó; en que se conoció que el despego que tenía con doña Blanca le debían de ocasionar su padre y Arnesto. Pues ido el príncipe, se volvió a cerrar la puerta, y se prosiguió con la crueldad, asistiendo los dos con ánimo de tiranos a ella, hasta que, desangrada, como Séneca, rindió la vida a la crueldad de los tiranos y el alma al cielo.

Muerta la hermosa doña Blanca tan desgraciadamente, porque no envidiase la desdicha de sus hermanas, si es don para ser envidiado, dejando bien qué llorar en aquellos Estados, pues los estragos, que tocaron en crueldades, que el duque de Alba hizo en ellos, fue en venganza de esta muerte, dejándola en el estrado como estaba y abriendo las puertas que correspondían al cuarto de sus damas, y cerrando las de la otra parte, se salieron fuera los ministros de esta crueldad, que como doña María y las demás pudieron salir adonde estaba, no lo rehusaron, antes llorando se cercaron todas de ella, españolas y flamencas, que en el sentimiento tanto lo mostraban las unas como las otras, que como era tan afable, de todas igualmente era amada; unas le besaban las manos, otras la estremecían, pensando que no estaba muerta, y todas hacían lastimoso duelo sobre el difunto y hermoso cuerpo, en particular doña María, que se arrancaba los cabellos, y se sacaba con sus mismos dientes pedazos de sus manos, diciendo lastimosas ternezas, que es de creer se matara si no fuera por no perder el alma.

Así estuvieron hasta la noche, que llevaron el cuerpo de doña Blanca a la bóveda de la capilla del príncipe, para que acompañase el de la señora Marieta, y a doña María y las otras damas españolas a una torre, teniendo a esta hora en otra a los criados españoles con el confesor, que no había tenido lugar de irse, menos a don Gabriel, que la noche antes se había partido, donde estuvieron muchos días, y estuvieran hasta que acabaran, si don Gabriel no diligenciara el modo de su libertad, que como llegó a Amberes, halló allí al hermano de doña Blanca, que había llegado aquel día, y dándole cuenta de lo que pasaba, loco de dolor, juntando la gente de guerra, vino contra el príncipe, pensando llegar a tiempo, porque como todos los criados estaban presos, no sabían si se había ejecutado la muerte de doña Blanca; hasta que, cerca del estado, cogieron uno de la misma ciudad, que les dijo lo que pasaba, que ya estaba público, y también cómo los príncipes, padre e hijo, siendo avisados de su venida, estaban puestos en defensa; mas no les valió, que ellos y muchos de sus valedores pagaron con las vidas la muerte de la inocente doña Blanca, siendo su hermano para ellos un fiero león: tal era la mortal rabia que tenía.

Mas todo esto no fue hecho tan presto que los pobres criados y criadas no estuviesen más de cuatro años presos, pasando mil lacerías y trabajos; mas Dios les guardó en tantas penas la vida, para que saliesen a gozar su amada libertad. También sacaron el cuerpo de doña Blanca para traerle a España, que estaba tan lindo como si entonces acabara de morir (señal de la gloria que goza el alma); que las cosas que su hermano hacía y decía enternecieran un mármol. Don Gabriel y doña María, ya casados, con las demás damas y criados, vinieron a traer el hermoso cadáver; donde ya sosegados en su amada patria, tuvieron una hija, cuyo nombre fue el mismo de su madre. Y esta hija, llegando a edad de tomar estado, por su hermosura, casó con un deudo muy cercano de doña Blanca, que fueron mis padres, a quien, juntamente con mis abuelos, oí contar esta lastimosa historia y verdadero desengaño que habéis oído, que os doy tan larga cuenta de ello, porque creáis su verdad, como la contaban los que la vieron con sus mismos ojos.

Vean ahora las damas si hay en este desengaño bien en qué desengañarse, y los caballeros en qué retratarse de su mala opinión de que todas las mujeres padecen culpadas.

Eran a esta ocasión, que dio fin doña Luisa, tan tiernos los sentimientos de las damas y la admiración de los caballeros, que aunque veían que había dado fin, todos callaban, si no era con los ojos, lenguas del alma; hasta que don Juan, viendo la suspensión de todo el auditorio, volviéndose a la hermosa doña Isabel, le dijo:

—Cantad, señora, alguna cosa que divierta esta pasión, para que la señora doña Francisca empiece con otra a renovar nuestra terneza; que yo, en nombre de todos estos caballeros y mío, digo que queda tan bien ventilada y concluida la opinión de las damas desengañadoras y que con justa causa han tomado la defensa de las mujeres, y por conocerlo así, nos damos por vencidos y confesamos que hay hombres que, con sus crueldades y engaños, condenándose a sí, disculpan a las mujeres. Que oyendo todos los caballeros lo que don Juan decía, respondieron que tenía razón. Con lo cual, sin dar lugar a las damas que moralizasen sobre lo referido, pues veían que los caballeros, rendidas las armas de su opinión, se daban por rendidos a la suya, la hermosa doña Isabel y los músicos cantaron así:

Lástima os tengo, ojos míos,
que estáis ciegos y cansados
a puro sentir desprecios,
y a puro llorar agravios.

Si ya vivís satisfechos
que servís a dueño ingrato,
que el oro de vuestro amor
le paga con plomo falso.

Y que cuando le aguardáis
con caricias y regalos,
a pesar de vuestras penas,
reposa en ajenos brazos.

¿Para qué os atormentáis,
para qué os estáis cansando,
si en taza de amargos celos
os da a beber desengaños?

Si es que lloráis, ojos míos,
venturas que ya pasaron,
advertid que de esas glorias
no hallaréis senda ni rastro.

Y si pensáis restaurar
lo perdido con el llanto,
sabed que en agua escribís
los gustos que ya pasaron.

Cuando más os ve rendidos,
de vosotros no hace caso;
que tratar mal al humilde
es condición de tiranos.

Si veis que no se lastima,
aunque escucha vuestro llanto,
decidme ya: ¿qué esperáis?
¿o de qué sirve cansaros?

Más seguro será huir:
mas responderéis, llorando:
¿cómo he de huir de la vida,
cuando la tengo en sus manos?

Mas pues veis que no medráis,
ojos, buscad nuevo amo;
con lágrimas respondéis
no queréis ejecutarlo.

Pues advertid que si amor
se rinde a nuevos cuidados,
con quien más le sirve tiene
la condición de villano.

Pues no os podéis engañar,
aunque queráis disculparos;
que bien conocéis el dueño
de quien es el vuestro esclavo.

Pues sufrir y padecer
sujetos a un ciego engaño,
eso es quitaros la vida
con tormento dilatado.

Gloriosa vive Castalia,
vosotros morís rabiando,
¿pues cómo no echáis de ver
que es grande hechicero el trato?

¡Ay, cuitados de vosotros,
y que poco remedio os hallo,
si no os vais a retraer
al templo del desengaño!

Pues si esperáis a que el tiempo
haga en vosotros milagro,
pasa en los bienes aprisa,
como en los males despacio.

Decid, ¿qué pensáis hacer?
Mas ya respondéis callando,
que presos por voluntad
jamás la prisión dejaron.

Morir amando,
que el valiente en la lid
no deja el campo.

*FIN*


Desengaños amorosos, 1647


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