Malva
[Cuento largo - Texto completo.]
Máximo GorkiEl mar reía.
Bajo el leve soplo del cálido viento se estremecía y, cubriéndose de pequeñas ondas que reflejaban el sol con intensidad cegadora, sonreía al cielo azul con miles de sonrisas de plata. En el profundo espacio entre el mar y el cielo resonaba el alegre batir de las olas, que subían raudas una tras otra por la suave pendiente de la lengua de tierra. Este sonido y el brillo del sol, mil veces reflejado por el escarceo del mar, se fundían en un armonioso e incesante movimiento, colmado de júbilo. El sol se regocijaba de brillar; el mar de reflejar su radiante luz.
El viento acariciaba con ternura el pecho de raso del mar; el sol lo calentaba con sus rayos, y el mar, suspirando somnoliento bajo el suave influjo de estas caricias, impregnaba la calidez del aire con el aroma salado de sus emanaciones. Cuando las olas verdosas alcanzaban la arena amarilla, le arrojaban su blanca espuma, que con un sonido suave se disipaba en la calidez de sus granos, humedeciéndolos.
La estrecha y larga lengua de tierra parecía una inmensa torre que hubiera caído al mar desde la orilla. Hundía su afilada aguja en el infinito desierto de las aguas que reflejaban el sol, perdía su base en la lejanía, donde la bruma bochornosa ocultaba la tierra. De allí llegaba con el viento un olor denso e impreciso, ofensivo en medio de la pureza del mar, al abrigo del azul y límpido cielo.
En la arena de la lengua de tierra, cubierta por las escamas de los peces, había clavadas estacas de madera sujetando redes que proyectaban sombras de telas de araña. Había algunas barcas grandes y una pequeña alineadas en la arena, y cuando las olas alcanzaban la costa parecía que les hacían señales. Arpones, remos, cestos y barriles se esparcían desordenados en la lengua de tierra, y en medio de ellos se alzaba una cabaña hecha de mimbre, cortezas de tilo y esteras. A la entrada colgaban de un palo nudoso, con las suelas hacia arriba, unas botas de fieltro. Y por encima de todo este caos se alzaba una larga vara con un trapo rojo en la punta que ondeaba al viento.
A la sombra de una de las barcas estaba echado Vasili Legóstev, el guarda de la lengua de tierra, puesto avanzado de la explotación pesquera de Grebenshchikov. Tumbado boca abajo, con la cabeza apoyada en las palmas de las manos, miraba fijamente a la lejanía del mar, hacia la apenas visible franja de la orilla. Allí, en el agua, se divisaba un pequeño punto negro, y a Vasili le agradaba observar cómo iba creciendo a medida que se acercaba a él.
Entornaba los ojos por el intenso reflejo de los rayos del sol sobre las olas y sonreía contento: allí estaba Malva. Cuando llegara rompería a reír, su pecho empezaría a agitarse de un modo tentador, le estrecharía entre sus suaves brazos, le besuquearía y se pondría a contarle a voz en grito, espantando a las gaviotas, las noticias de allá, de la costa. Cocinarían una buena sopa de pescado, beberían vodka, se quedarían tumbados en la arena, conversando y haciéndose mimos, después, una vez oscureciera, prepararían el té, se lo tomarían con deliciosas rosquillas y se irían a dormir… Era lo que sucedía cada domingo, cada día de fiesta. A la mañana siguiente la llevaría por un mar aún somnoliento hasta la costa, en medio de la fresca oscuridad que precede al amanecer. Ella iría sentada en la popa dormitando, y él remaría sin dejar de mirarla. Resultaba muy graciosa en esos momentos, muy graciosa y tierna, como una gatita bien alimentada. Puede que se dejara caer del banco al fondo de la barca y se quedara dormida allí, echa un ovillo. Lo hacía a menudo…
Aquel día hasta las gaviotas se encontraban agotadas por el bochorno. Estaban sentadas unas al lado de otras en la arena, con el pico abierto y las alas caídas, o bien se balanceaban perezosas sobre las olas sin emitir sonido alguno, sin su habitual animación predadora.
A Vasili le pareció que Malva no iba sola en la barca. ¿Sería que Seriozhka se le había vuelto a sumar? Vasili se giró con esfuerzo en la arena, se sentó y, protegiéndose los ojos con la palma de la mano, se dispuso a dilucidar con el corazón encogido quién era el que la acompañaba. Malva iba sentada en la popa y daba las órdenes. El remero no era Seriozhka, no remaba bien y además con Seriozhka no habría sido Malva quien capitaneara.
—¡Eh! —gritó impaciente Vasili.
Las gaviotas de la arena se sobresaltaron y se pusieron en guardia.
—Eh, eh… —contestó desde la barca la cadenciosa voz de Malva.
—¿Con quién vienes?
Obtuvo una carcajada por respuesta.
—¡Diablo de mujer! —maldijo Vasili en voz baja y escupió. Se moría por saber quién iba en la barca. Mientras liaba un cigarrillo miraba con insistencia la nuca y la espalda del remero. El sonoro chapoteo del agua bajo los golpes de los remos se abría paso en el aire, la arena crujía bajo los pies descalzos del guarda.
—¿Quién es el que viene contigo? —gritó cuando distinguió aquella conocida sonrisa en el hermoso rostro de Malva.
—¡Espera un poco y lo sabrás! —respondió entre risas.
El remero giró su rostro hacia la orilla y, riendo también, miró a Vasili.
El guarda frunció el ceño tratando de recordar quién era ese muchacho que tan familiar le resultaba.
—¡Con más fuerza! —ordenó Malva.
Del impulso casi media barca se metió en la arena empujada por una ola y, tras tambalearse un poco, se detuvo mientras la ola se retiraba al mar. El remero saltó a tierra y dijo:
—¡Buenos días, padre!
—¡Yákov! —exclamó con contención Vasili, más sorprendido que contento.
Se abrazaron y se besaron tres veces en los labios y en las mejillas. En el rostro de Vasili la sorpresa se mezclaba con la alegría y la confusión.
—Pero qué es lo que veo… el corazón me engaña… ¿Puedes ser tú? ¿No es Seriozhka a quien tengo delante? ¡No, no es Seriozhka! ¡Eres tú!
Vasili se acariciaba la barba con una mano y con la otra hacía gestos en el aire. Quería mirar a Malva, pero tenía fijos en su rostro los risueños ojos de su hijo, y su brillo le incomodaba. El sentimiento de satisfacción por tener un hijo tan robusto y hermoso luchaba con la turbación que le producía la presencia de su amante. De pie frente a Yákov, se apoyaba primero en una pierna y luego en otra, le asediaba con multitud de preguntas sin esperar a que las respondiera. En su cabeza todo parecía embrollado, y se sintió especialmente incómodo cuando resonaron las burlonas palabras de Malva:
—¡Anda, deja de dar saltitos… de alegría! Llévalo a la cabaña y ofrécele algo…
Se volvió hacia ella. A sus labios asomaba una sonrisita que él desconocía, y aunque toda ella era redondeada, suave y fresca, como siempre, al mismo tiempo parecía una mujer nueva, distinta. Posaba sus ojos verdosos alternativamente en el padre y en el hijo mientras mordisqueaba pepitas de sandía con sus dientes blancos y menudos. Yákov también los miró a ambos con una sonrisa y durante unos segundos que a Vasili le resultaron muy incómodos los tres guardaron silencio.
—¡En seguida vuelvo! —dijo de repente Vasili dirigiéndose rápidamente a la cabaña—. Vosotros resguardaos del sol, que yo mientras voy por agua para hacer una sopa de pescado. ¡Ya verás qué sopa tan rica te voy a preparar, Yákov! Vosotros poneos cómodos que yo estoy en un minuto.
Cogió del suelo de la cabaña una cazuela y salió rápidamente rumbo a las redes, para perderse entre la masa gris de sus pliegues.
Malva y el muchacho también se dirigieron a la cabaña.
—Bueno, jovencito, pues ya te he traído a casa de tu padre —dijo Malva, observando de reojo la complexión fornida de Yákov.
Volvió hacia ella su rostro, cubierto por una barba rizada castaño oscuro, y con los ojos brillantes le dijo:
—Sí, aquí estoy… ¡Y qué bien se está junto a este mar!
—Es un mar muy grande… Bueno, entonces ¿tu padre ha envejecido mucho?
—No, en absoluto. Pensaba que tendría el pelo gris y apenas le asoman unas canas todavía… Y está fuerte…
—Y ¿cuánto dices que llevabais sin veros?
—Unos cinco años, seguramente… Cuando se marchó de la aldea yo iba camino de los diecisiete…
Entraron en la cabaña, donde el ambiente estaba cargado y las esteras olían a pescado en salazón, y se sentaron: Yákov en un grueso tocón de madera, Malva sobre un montón de sacos. Los separaba un barril cortado de través cuyo fondo servía de mesa. Una vez sentados se miraron en silencio el uno al otro.
—¿Entonces quieres trabajar aquí? —preguntó Malva.
—Bueno… no sé… Si encuentro algo, claro que sí.
—¡Lo encontrarás! —le prometió muy segura Malva, recorriéndolo con sus ojos verdes enigmáticamente entornados.
Él no la miraba y se secaba con la manga de la camisa el sudor de la cara.
De repente ella se echó a reír.
—¿Y tu madre no te habrá pedido que hagas llegar a tu padre algún recado y sus saludos?
Yákov la miró, frunció el ceño y dijo lacónicamente:
—Claro está… ¿Por qué?
—¡Por nada!
A Yákov no le gustó su risa, le molestó. El muchacho dio la espalda a la mujer y recordó los encargos de su madre. Cuando lo acompañó hasta los confines de la aldea, se apoyó en la cerca y, hablando muy deprisa y haciendo pestañear a menudo sus ojos secos, le pidió:
—¡Dile, Yasha… por el amor de Cristo, dile a tu padre que tu madre está sola! ¡Dile que han pasado cinco años y sigue sola! ¡Dile que se está haciendo vieja! Díselo, Yákovushka, por el amor de Dios. ¡Pronto tu madre será una anciana… y estará sola! Dile que no hago más que trabajar. Por el amor de Cristo, díselo…
Y empezó a llorar en silencio, ocultando su rostro en el delantal.
Entonces Yákov no había sentido lástima de su madre, pero ahora sí… Miró con severidad a Malva, frunciendo el ceño.
—Bueno, ¡aquí estoy! —exclamó Vasili apareciendo en la cabaña con un pez en una mano y un cuchillo en la otra.
Ya se había adueñado de su desconcierto ocultándolo en su interior, y ahora los miraba sereno. Tan solo sus movimientos revelaban una agitación impropia de él.
—En seguida enciendo el fuego y vuelvo con vosotros para que hablemos. ¿De acuerdo, Yákov?
Y de nuevo salió de la cabaña.
Malva, sin dejar de mordisquear las pepitas, observaba descaradamente a Yákov, mientras éste se esforzaba por no mirarla, aunque se moría de ganas de hacerlo.
Después, como el silencio le hacía sentir incómodo, dijo en voz alta:
—Me he dejado la talega en la barca, voy a cogerla.
Se levantó de su sitio sin apresurarse, y cuando salió apareció en la cabaña Vasili, que, inclinándose hacia Malva, le dijo atropelladamente y dando muestras de enfado:
—¿A santo de qué has venido con él? ¿Quién le voy a decir que eres?
—El caso es que he venido, y ya está —respondió Malva.
—¡Qué calamidad de mujer! ¿Y qué hago ahora? ¿Cómo voy a… delante de él…? ¡Tengo una esposa en casa! Su madre… ¡Tenías que haberte dado cuenta!
—¡Sí, mucha cuenta! ¿Crees que tengo miedo de él? ¿O de ti? —preguntó entornando despectivamente sus ojos verdes—. ¡Anda, que cómo te has azorado cuando lo tenías delante! ¡Me moría de risa!
—A ti te hará mucha gracia, pero ¿qué pasa conmigo?
—¡Haberlo pensado antes!
—¿Es que podía yo saber que el mar lo arrojaría hasta aquí, de repente?
Crujió la arena bajo los pies de Yákov e interrumpieron su conversación. Yákov traía una talega ligera, la dejó en un rincón y miró de soslayo a la mujer con malos ojos.
Mientras ella continuaba cascando con deleite las pepitas, Vasili se sentó en el tocón, se frotó las rodillas con las manos y empezó a hablar con una sonrisa:
—Así que has venido… ¿y cómo es que se te ocurrió?
—Bueno… te escribimos…
—¿Cuándo? ¡Yo no he recibido ninguna carta!
—Pues nosotros te escribimos…
—Por lo visto la carta se perdió —se entristeció Vasili—. Qué rabia, ¿no? Basta que haga falta para que se pierda…
—Así que, ¿no sabes nada de nosotros? —preguntó Yákov, mirando incrédulo a su padre.
—¿Cómo? ¡Si no he recibido la carta!
Entonces Yákov le contó que el caballo había muerto, que se habían comido todo el pan que les quedaba a principios de febrero, que no tenían ingresos. El heno tampoco era suficiente, la vaca casi había muerto de hambre. Se las arreglaron como pudieron hasta abril, y entonces decidieron que después de la labranza Yákov se marcharía a trabajar con su padre un par de meses. Esto es lo que le escribieron, después vendieron tres ovejas, compraron pan y heno, y Yákov se marchó.
—Pero ¡cómo es eso! —exclamó Vasili—. Pero si… pero si yo os envié dinero…
—No dio para mucho. Arreglamos la isba… Casamos a Maria… Compré un arado… ¡Es que han pasado cinco años!
—¡Ah, claro! Así que no era suficiente. Está bien… ¡Que se me sale la sopa! —Se levantó y salió de la cabaña.
Sentado en cuclillas delante de la hoguera sobre la que bullía la cazuela, Vasili iba retirando la espuma del caldo y echándola al fuego, mientras reflexionaba. Lo que le había contado su hijo no le había conmovido lo más mínimo, le había inspirado un sentimiento desagradable hacia él y su mujer. Les había estado enviando dinero cinco años y ellos seguían sin ser capaces de administrarse. De no haber estado allí Malva, le habría dicho a Yákov cuatro cosas. Había dejado la aldea por voluntad propia, sin el permiso paterno, ¡para eso sí que le había llegado la inteligencia, pero no para arreglárselas con la granja! La granja, de la que Vasili, que llevaba hasta ahora una vida agradable y fácil, rara vez se acordaba, de pronto se le representó como un pozo sin fondo al que llevaba cinco años arrojando dinero, como algo superfluo en su vida, que no necesitaba. Suspiró mientras removía la sopa con el cucharón.
Bajo el brillo del sol la llamita amarillenta de la hoguera parecía triste, pálida. Hilos de humo azules, transparentes, emanaban del fuego hacia el mar, al encuentro de las salpicaduras de las olas. Vasili los seguía con la vista y pensaba en que ahora viviría peor, con menos libertad. Seguramente Yákov ya había adivinado quién era Malva…
Ella seguía sentada en la cabaña, desconcertando al muchacho con sus ojos provocativos y sugerentes, en los que no desaparecía el brillo de una sonrisa.
—Seguro que has dejado una novia en la aldea —dijo de pronto, fijando su mirada en el rostro de Yákov.
—Pudiera ser —le respondió sin ganas.
—¿Y es guapa? —preguntó con indiferencia.
Yákov guardó silencio.
—¿Por qué te callas? ¿Está mejor que yo o no?
La miró a la cara, aunque no deseaba hacerlo. La tez de sus redondeadas mejillas era morena, sus labios eran carnosos y se estremecían entreabiertos por una provocadora sonrisa. La blusa rosa de percal le sentaba especialmente bien, marcaba sus redondeados hombros y su pecho firme y turgente. Pero no le gustaban esos ojos verdes maliciosamente entornados que no paraban de reír.
—¿Por qué hablas así? —dijo, con un suspiro y voz suplicante, aunque hubiera querido parecer severo.
—¿Y cómo quieres que hable? —se rió.
—Y encima te ríes… ¿de qué?
—Pues de ti…
—¿Y qué te he hecho yo? —preguntó ofendido y de nuevo bajó los ojos al sentir su mirada.
Ella no respondió.
Yákov había adivinado lo que unía a esa mujer a su padre, y esto le impedía hablar con ella con naturalidad. Su sospecha no le sorprendió: había oído que en los trabajos de temporero los campesinos echaban alguna que otra canita al aire, y comprendía que un hombre tan vigoroso como su padre difícilmente podría haber sobrevivido tanto tiempo sin mujeres. Pero en cualquier caso no se sentía cómodo ni delante de ella ni delante de su padre. Después recordó a su madre: una mujer estropeada, gruñona, que trabajaba en la aldea de sol a sol…
—¡La sopita está lista! —anunció Vasili al entrar en la cabaña—. ¡Saca las cucharas, Malva!
Yákov miró a su padre y pensó: “Parece que le visita mucho, pues ¡sabe hasta dónde están las cucharas!”. Ella cogió las cucharas y dijo que tenía que ir a lavarlas, y que además en la popa de la barca tenía vodka.
Padre e hijo contemplaron cómo se marchaba y se quedaron solos en silencio.
—¿Cómo la conociste? —preguntó Vasili.
—Fui a preguntar por ti en la oficina del capataz y allí estaba ella… Me dijo: “¿Para qué ir a pie por la arena? Sube a mi barca, que yo también voy a verlo”. Y aquí estamos.
—Claro… Yo solía pensar: “¿Y cómo será ahora Yákov?”.
El hijo le dirigió una sonrisa bonachona, que infundió valor a Vasili.
—Y… ¿ella qué te parece?
—¿Qué me ha de parecer? —dijo Yákov de forma imprecisa, parpadeando.
—¡No se puede hacer nada, amigo mío! —exclamó Vasili agitando los brazos—. Al principio resistí, pero ¡no puedo! Es la costumbre… Soy un hombre casado. Necesito quien me zurza la ropa y todo lo demás… Las mujeres son como la muerte, ¡uno nunca logra librarse de ellas! —se sinceró a modo de conclusión.
—¿Y a mí qué? —dijo Yákov—. Eso es cosa tuya, yo no soy tu juez.
Pero pensó para sus adentros: “No será ésta quien te zurza los pantalones”…
—Además ya tengo cuarenta y cinco años… En ella no me gasto mucho, al fin y al cabo no es mi esposa… —dijo Vasili.
—Claro —coincidió Yákov y pensó: “¡Anda que no te tiene que estar sacando!”.
Regresó Malva con una botella de vodka y una ristra de rosquillas; se sentaron a tomar la sopa. Comían en silencio, chupaban las espinas haciendo ruido y las escupían a la arena cerca de la puerta. Yákov comía mucho y con ansia, lo que al parecer agradaba a Malva, que sonreía con ternura contemplando cómo se llenaban sus atezados carrillos y se movían con rapidez sus labios gruesos y húmedos. Vasili no era de buen comer, pero se esforzaba por aparentar que estaba muy ocupado con la comida; de este modo, sin que nada le interrumpiera y sin que su hijo y Malva se percataran, podía sopesar qué actitud observar con ellos.
La dulce música de las olas se veía interrumpida por el chillido rapaz de las gaviotas. El bochorno era menos sofocante y a veces hasta entraba en la cabaña un soplo de aire fresco impregnado del aroma del mar.
Después de la deliciosa sopa y del vodka, los párpados de Yákov comenzaron a entornarse. Se puso a sonreír como un bobo, a hipar, a bostezar y a mirar a Malva, de modo que Vasili consideró necesario decirle:
—Anda, Yashutka, échate aquí hasta la hora del té… que después te despertamos.
—Si es posible… —accedió Yákov y se desplomó sobre los sacos—. Y vosotros… ¿adónde vais? ¡Ja, ja, ja!
Vasili, desconcertado por su risa, se apresuró a salir, pero Malva apretó los labios, frunció el ceño y le respondió a Yákov:
—¡Donde nosotros vayamos no es asunto tuyo! ¿Te enteras? ¡A ti no tenemos que rendirte cuentas, mocoso!
—¿Mocoso yo? ¡Vale, vale! —exclamó mientras ella salía—. Tú espera, que ya te enseñaré yo a ti. Serás…
Siguió refunfuñando un rato y se quedó dormido con una placentera sonrisa de embriaguez en su cara enrojecida.
Vasili clavó en la arena tres arpones, los unió por los extremos superiores, echó una estera por encima y, conseguida la sombra, se tumbó en ella con las manos debajo de la nuca, mirando al cielo. Cuando Malva se tendió en la arena a su lado y Vasili volvió el rostro hacia ella, pudo ver que se sentía ofendido y disgustado.
—¿Es que no te alegras de ver a tu hijo? —preguntó burlona.
—Ahí lo tienes… riéndose de mí… por tu culpa… —sentenció Vasili con tono sombrío.
—¿Cómo? ¿Por mi culpa? —se hizo la sorprendida.
—Pues claro.
—¡Ay, pobre mío! ¿Y qué hacemos ahora? ¿Dejo de venir a verte? Eso es, no vendré más.
—¡Maldita bruja! —le reprochó—. ¡Cómo sois! Él se burla de mí, tú también… ¡vosotros, mis seres más próximos! ¿De qué os reís? ¡Demonios! —Le dio la espalda y se calló.
Malva, con los brazos rodeando sus rodillas, se balanceaba en silencio mirando con sus ojos verdes el alegre y resplandeciente mar, y sonreía con una de esas sonrisas triunfantes tan frecuentes en las mujeres conscientes de la fuerza de su belleza.
La vela de una embarcación se deslizaba por el agua, como un pájaro grande y voluminoso de alas grises. Estaba lejos de la orilla y se dirigía más lejos aún, allá donde el mar y el cielo se funden en el azul infinito.
—¿Por qué callas? —preguntó Vasili.
—Estoy pensando —dijo Malva.
—¿En qué?
—Pues… —pestañeó y añadió— en que tienes un hijo muy guapo…
—¿Y eso a ti qué más te da? —exclamó celoso Vasili.
—A mí nada…
—¡Ten cuidado! —le dirigió una mirada llena de recelo—. ¡No hagas ninguna tontería! Soy un hombre pacífico, pero como me provoques…
Apretó los dientes, cerró los puños y continuó:
—Desde que has llegado te traes algún juego entre manos… Todavía no he entendido de qué se trata… pero te aseguro que cuando lo haga te vas a enterar. Que si las sonrisitas… que si todo lo demás… Te advierto que sé muy bien cómo meter en vereda a las mujeres…
—No intentes asustarme, Vasia… —le pidió con indiferencia y sin mirarlo siquiera.
—Pues déjate de bromitas…
—A mí no me metas miedo…
—Tú empieza con tonterías y te doy una paliza… —la amenazó Vasili cada vez más enfadado.
—¿Así que me vas a pegar? —se volvió hacia él y miró con curiosidad su rostro agitado.
—¿Te crees una condesa? Pues sí, te voy a zurrar.
—¿Es que soy tu mujer acaso? —preguntó Malva segura y calmada, y, sin esperar la respuesta, continuó—: Estás acostumbrado a pegar a tu mujer por cualquier cosa, ¿y también piensas hacerlo conmigo? Ni lo sueñes. Yo soy mi propia dueña y no le tengo miedo a nadie. Tú, sin embargo, le tienes miedo a tu hijo: ¡qué ridículo has hecho antes delante de él! ¡Y encima te atreves a amenazarme!
Hizo un gesto de desdén con la cabeza y guardó silencio. Sus palabras frías y despectivas apaciguaron la ira de Vasili. Nunca la había visto tan hermosa.
—Anda, que te has puesto buena… —le dijo, debatiéndose entre el enfado y la admiración.
—Y te diré algo más. Fanfarroneaste delante de Seriozhka diciendo que para mí eres como el pan, que yo sin ti no podría vivir. Pues te equivocas… A lo mejor no es a ti a quien quiero ni a quien vengo a ver, sino este lugar… —Extendió un brazo y señaló a su alrededor—. A lo mejor lo que me gusta es que aquí no hay más que mar y cielo, que no hay malas personas. Que tú estés aquí me es indiferente… Es un precio que hay que pagar por disfrutar de este sitio… Si fuera Seriozhka quien estuviera aquí, a él vendría a ver, y si fuera tu hijo, lo mismo… Aunque lo mejor sería que no estuvierais ninguno… ¡Estoy harta de vosotros!… Soy una mujer hermosa, y si quiero podré elegir siempre al hombre que me convenga…
—¿Ah, sí? —bramó Vasili y sin más la agarró por la garganta—. ¿Conque ésas tenemos?
La sacudía, pero ella no se resistía a pesar de tener la cara roja y los ojos inyectados de sangre. Simplemente puso ambas manos sobre la mano con que él le apretaba la garganta y se quedó mirándolo fijamente.
—¿Y esto qué te parece? —rugió Vasili, cada vez más furioso—. Qué calladito se lo tenía la muy bruja… Cómo me abrazaba… Cómo me acariciaba… ¡Te vas a enterar!
La inclinó hacia el suelo y le propinó con fuerza varios puñetazos en el cuello. Sentía un enorme placer cada vez que hundía su puño en él.
—¿Y ahora qué, víbora? —le preguntó triunfante y la soltó.
Ella, sin exhalar un gemido, silenciosa y tranquila, cayó de espaldas, despeinada, con el rostro congestionado e igualmente hermosa. Sus ojos verdes le miraban bajo las pestañas con un odio frío, pero él, jadeante por la agitación y demasiado satisfecho por la liberación de su ira, no se percató. Cuando le dirigió su mirada victoriosa, ella sonreía, sus labios carnosos temblaban, sus ojos resplandecían, en sus mejillas se formaban hoyuelos. Vasili se quedó observándola sorprendido.
—¿Qué tienes? ¡Eres el mismísimo diablo! —le gritó, tirándola bruscamente del brazo.
—¡Vaska! ¿Eres tú el que me ha pegado? —le preguntó casi en un susurro.
—¿Y quién si no? —incapaz de comprender nada, la miraba sin saber qué hacer. ¿Golpearla otra vez? Pero ya no sentía rabia y su mano no pedía levantarse hacia ella.
—Entonces ¿es que me quieres? —volvió a preguntar, y el susurro de Malva hizo que Vasili sintiera calor.
—Bueno —contestó con aire sombrío—. Lo que tú digas.
—Y yo que pensaba que ya no me querías… Me decía a mí misma: “Ahora que ha venido su hijo… me echará de aquí”…
Estalló en una risa extraña, demasiado estrepitosa.
—¡Serás tonta! —dijo Vasili, rompiendo también a reír sin quererlo—. ¿Qué cuentas tengo que rendirle yo a mi hijo?
Se sintió avergonzado y le dio lástima de ella, pero al recordar sus palabras le dijo con severidad:
—Mi hijo aquí no pinta nada… Y de que te haya pegado solo tú tienes la culpa, ¿por qué te pusiste así?
—Lo hice a propósito, para ponerte a prueba… —y apretó su hombro contra él.
—¡Ponerme a prueba! ¿Para qué? Mira lo que has conseguido.
—¡No me importa! —dijo convencida Malva, entornando los ojos—. No estoy enfadada, porque me has pegado por amor, ¿no es cierto? Te compensaré por lo ocurrido… —Le miró y, bajando la voz, repitió—: ¡Vaya si te compensaré!
En estas palabras Vasili creyó adivinar una grata promesa que lo conmovió dulcemente, y le preguntó con una sonrisa:
—¿Ah, sí? ¿Y cómo?
—Ya lo verás —dijo Malva con serenidad, aunque sus labios temblaban.
—¡Ay, cariño mío! —exclamó Vasili, estrechándola fuertemente entre sus brazos de enamorado—. ¡Que sepas que después de haberte pegado te quiero más todavía! ¡De veras! Te siento más próxima a mí.
Las gaviotas levantaron el vuelo por encima de ellos. La suave brisa llevaba las salpicaduras de las olas casi hasta sus piernas, y la incansable risa del mar no dejaba de sonar…
—¡Al fin y al cabo son cosas nuestras! —suspiró abiertamente Vasili acariciando pensativo a la mujer que se estrechaba contra su pecho—. Así es como funciona todo en este mundo: los frutos prohibidos son dulces. Tú no comprendes nada, pero a mí a veces me da por pensar en la vida y ¡hasta me da miedo! Sobre todo por la noche… cuando no puedo dormir… Miras y ves ante ti el mar, el cielo, y alrededor la más terrible oscuridad… ¡y estás aquí completamente solo! Y entonces te sientes tan diminuto… La tierra se tambalea y en ella no hay nadie más que tú. Si en esos momentos estuvieras aquí… ya seríamos dos…
Malva estaba tumbada en su regazo con los ojos cerrados y en silencio. El rostro tosco pero bonachón de Vasili, tostado por el sol y el viento, se inclinó sobre ella; su barba, enorme y descolorida, le hizo cosquillas en el cuello. La mujer no se movía, solo su pecho se elevaba de forma acompasada. Los ojos de Vasili vagaban por el mar para después detenerse en su pecho, que tan cerca estaba de él. Empezó a besarle lenta y sonoramente los labios, como si estuviera tomando una sopa caliente y espesa.
Pasaron de este modo cerca de tres horas. Cuando el sol empezó a descender sobre el mar, Vasili dijo con cierto tedio:
—Bueno, voy a preparar el té… ¡El invitado no tardará en despertar!
Malva se hizo a un lado con el ademán perezoso de una gata mimosa, y él, sin ganas, se puso en pie para dirigirse a la cabaña. La mujer, levantando apenas las pestañas, lo siguió con la mirada y suspiró como suspira la gente que se ha quitado de encima un peso extenuante.
Después los tres se sentaron alrededor de la hoguera y tomaron té.
El sol teñía el mar con los vivos colores del ocaso, las olas verdosas brillaban con tonos púrpura y perla.
Vasili daba pequeños sorbos de té de una jarrita blanca de barro mientras hacía preguntas a su hijo sobre la aldea, y él mismo recordaba algunas cosas. Malva escuchaba su pausada conversación sin inmiscuirse.
—¿Y cómo les va a los campesinos?
—Salen adelante a duras penas —respondió Yákov.
—No es mucho lo que uno necesita para vivir. Una isba, suficiente pan que llevarse a la boca, un vaso de vodka los días de fiesta… Pero allí ni con eso se puede contar. ¿Acaso me habría venido yo aquí si hubiera tenido el sustento en casa? En la aldea era mi propio dueño, un hombre igual a los demás, mientras que aquí soy un sirviente…
—Pero aquí tienes el estómago lleno y el trabajo no es tan duro…
—¡No te creas! Hay días en que te duelen todos los huesos. Y, como te decía, aquí se trabaja para otro y allí para uno mismo.
—Pero se gana más.
En su fuero interno Vasili coincidía con las conclusiones de su hijo: en la aldea la vida y el trabajo eran más duros; pero por alguna razón no quería que lo supiera, y dijo con severidad:
—¿Tú qué sabes lo que se gana aquí? En la aldea, amigo mío…
—La aldea es como una fosa: oscura y estrecha —sonrió Malva—. Sobre todo para las mujeres, que solo viven para sufrir.
—La vida de las mujeres es igual en todas partes… y el mundo en todas partes es uno, como uno es el sol… —Vasili la miró con el ceño fruncido.
—¡Eso es mentira! —exclamó animándose—. En la aldea, lo quisiera o no, tendría que casarme. Y ya se sabe que mujer casada, eterna esclava: siega, hila, ocúpate del ganado, trae hijos al mundo… ¿Y qué te queda para ti misma? Nada más que las palizas y los insultos de tu marido…
—No todo son palizas —la interrumpió Vasili.
—Aquí no le pertenezco a nadie —continuó sin escucharlo—. Soy como una gaviota, que vuela donde quiere. Nadie se interpone en mi camino… Nadie me pone un dedo encima…
—¿Cómo que nadie te pone un dedo encima? —le preguntó Vasili con un elocuente tono burlesco.
—¡Ya devolveré lo que me han dado! —murmuró, y sus ojos encendidos se apagaron.
Vasili rompió a reír con indulgencia.
—¡Eres guerrera, pero débil! Hablas como hablan las mujeres. En la aldea la mujer es un ser necesario para la vida… pero aquí solo vive para frivolidades… —Hizo una pausa y añadió—: Para el pecado…
Cuando la conversación se interrumpió, Yákov dijo, suspirando profundamente:
—Parece que este mar no tuviera fin…
En silencio los tres contemplaron el vacío que se abría ante ellos.
—¡Si todo esto fuera tierra! —exclamó Yákov surcando el espacio con el brazo extendido—. ¡Tierra fértil! ¡Si se pudiera labrar!
—¡Eso es! —Vasili contempló satisfecho el rostro de su hijo, enardecido por la intensidad del deseo que acababa de expresar, y se echó a reír con benevolencia. Le agradaba escuchar en las palabras de su hijo el amor que sentía por su tierra, y pensó que ese amor probablemente no tardaría en hacerle olvidar las tentaciones del mundo y en devolverlo a la aldea. Y él se quedaría aquí con Malva y todo sería como antes.
—¡Dices bien, Yákov! Así debe hablar un campesino. El campesino debe su fuerza a la tierra: cuando está cerca de ella se siente vivo, cuando se aleja está perdido. El campesino sin tierra es como un árbol sin raíces: se le puede dar una utilidad, pero no tardará en morir. Ha perdido su lozanía, es un árbol carcomido, talado, deslucido… Así que las palabras que has dicho, Yákov, son muy acertadas.
El mar, dispuesto a acoger al sol en su seno, lo recibía con la amistosa música del batir de las olas, engalanadas por sus últimos rayos con colores de admirables y ricos matices. La divina fuente de luz, creadora de vida, se despedía del mar con la elocuente armonía de sus tonalidades, para, lejos de aquellas tres personas que lo contemplaban, despertar a la tierra somnolienta con el alegre brillo del crepúsculo.
—Se me encoge el alma cuando miro la puesta de sol, bien lo sabe Dios —le dijo Vasili a Malva.
Ella callaba. Los ojos azules de Yákov sonreían perdidos en la lejanía del mar. Los tres estuvieron un buen rato pensativos, con la mirada perdida en el lugar donde se extinguían los últimos minutos del día. Ante ellos ardían las brasas de la hoguera. A su espalda la noche desplegaba por el cielo sus sombras. La arena amarilla se oscureció, las gaviotas desaparecieron y todo se apaciguó como en un sueño… Incluso las infatigables olas al romper contra la lengua de tierra ya no sonaban tan alegres y revoltosas como durante el día.
—¿Qué hago aquí sentada? —dijo Malva—. Me tengo que ir.
Vasili se encogió y lanzó una mirada a su hijo.
—¿Para qué tanta prisa? —balbuceó sin pensar—. Espera un poco a que salga la luna…
—¿La luna? ¿Para qué? No tengo miedo, no es la primera vez que me toca irme de aquí de noche.
Yákov dirigió los ojos hacia a su padre y los entornó con picardía, después miró a Malva, que ya lo estaba mirando a él, y se sintió incómodo.
—¡Pues nada! ¡Márchate! —accedió Vasili, decepcionado y aburrido.
Malva se levantó, se despidió y caminó lentamente por la lengua de tierra; las olas rodaban a sus pies y jugaban con ella. En el cielo se estremecían rutilantes las estrellas, sus flores doradas. A medida que se alejaba de Vasili y su hijo, que la seguían con la mirada, la oscuridad iba apagando el vivo color de su camisa.
Malva empezó a cantar en voz alta y penetrante:
¡Apresúrate, amado mío!
¡Estréchate contra mi pecho!
A Vasili le pareció que se detenía y esperaba. Escupió furioso, pensando: “Lo está haciendo adrede, para fastidiarme, ¡diablo de mujer!”.
—¡Fíjate cómo canta! —sonrió Yákov.
A sus ojos, ella no era más que una mancha gris en la oscuridad. Su voz se expandía por el cielo:
¡Descansa sobre mi pecho,
sobre estos dos cisnes blancos!
—¡Vaya! —exclamó Yákov e inclinó todo su cuerpo hacia el lugar de donde venían tan seductoras palabras.
—Entonces, ¿allí no te las arreglabas con la granja? —resonó la voz severa de Vasili.
Hasta sus oídos llegaban, aisladas, algunas palabras de la sugerente canción, que se ahogaba entre el ruido de las olas.
…¡ay!… no puedo dormir
…sola… esta noche.
—¡Qué calor! —exclamó taciturno Vasili, retozando en la arena—. Es de noche y… ¡sigue haciendo calor! Maldito sitio…
—Es por la arena… que se calienta durante el día… —dijo Yákov echándose a un lado y con cierta dificultad para encontrar las palabras.
—¿Qué es lo que dices? ¿Es que te estás riendo de mí? —le interrogó con tono adusto su padre.
—¿Yo? —replicó inocente Yákov—. ¿Por qué?
—Por nada…
Ambos guardaron silencio.
Abriéndose paso entre el ruido de las olas llegaban hasta ellos gemidos o débiles gritos que clamaban con ternura.
Pasaron dos semanas, llegó de nuevo el domingo y de nuevo Vasili Legóstev, tumbado en la arena cerca de su cabaña, contemplaba el mar esperando a Malva. El desierto mar reía jugando con el reflejo del sol, y nacían legiones de olas que rompían contra la arena arrojando sobre ella la espuma de sus crestas, y de nuevo rodaban hacia el mar y se desvanecían en él. Todo era igual que catorce días antes. Con la sola diferencia de que Vasili, que antes esperaba a su amante con sosegada certeza, hoy lo hacía con impaciencia. El domingo anterior no había ido, pero hoy ¡debía hacerlo! No tenía duda de que iría, pero deseaba verla cuanto antes. Yákov no los molestaría: hacía dos días había venido a recoger su red con otros pescadores y le había dicho que el domingo por la mañana iría a la ciudad para comprarse una camisa. Le reclutaron para las cuadrillas de pescadores por quince rublos al mes, ya había salido a pescar varias veces y se le veía alegre y desenvuelto. Olía, como sus compañeros, a pescado en salazón, y como todos iba sucio y con la ropa raída. Vasili pensó en su hijo y suspiró.
“Si se adapta a este lugar… si se acostumbra a esta vida… entonces puede que no quiera volver a la aldea… Y no me quedará más remedio que hacerlo yo…”.
Además de las gaviotas, no se veía nada en el mar. En el punto donde se separaba del cielo por una fina franja de arena de playa, a veces aparecían diminutos puntos negros que avanzaban por ella y desaparecían. Aún no se veía la barca, aunque los rayos del sol caían ya casi a plomo. Para entonces Malva solía hacer tiempo que había llegado.
Dos gaviotas se agarran en el aire y se enzarzan de tal modo que sus plumas salen volando. Los encarnizados gritos entrecortan el alegre cantar de las olas, un cantar tan regular, tan armoniosamente engarzado con el solemne silencio del cielo resplandeciente que parece el sonido del alegre refulgir de los rayos del sol sobre la superficie del mar. Las gaviotas caen al agua, se vapulean chillando furiosamente de dolor y de rabia, y de nuevo alzan el vuelo persiguiéndose una a la otra… Sus amigas —la bandada al completo—, ajenas a esta lucha, pescan ansiosas, inclinadas sobre las verdes, transparentes y brillantes aguas.
El mar estaba desierto. No se veían a lo lejos, junto a la playa, las acostumbradas manchas oscuras…
—¿Así que no vienes? —dijo Vasili en voz alta—. ¡Ni falta que hace! ¿O qué te creías?
Y escupió con desprecio mirando a la costa.
El mar reía.
Vasili se levantó y fue a la cabaña con la intención de hacerse la comida, pero cayó en que no tenía hambre, así que dio media vuelta y se volvió a tumbar en el mismo sitio.
“¡Si al menos viniera Seriozhka! —exclamó para sus adentros, y se puso a pensar en él—. Menudo tipo. Se ríe de todos, a todos tiene amedrentados. Está fuerte, sabe leer y escribir, tiene experiencia… pero es un borracho. Uno se lo pasa bien con él… Las mujeres lo aman con locura y, aunque no lleva mucho por aquí, todas van detrás de él. Malva es la única que no se le acerca… Nada, que no viene. ¡La muy condenada!”. ¿Estaría enfadada con él por haberle pegado? Pero ¿es que eso era una novedad? ¡Seguramente le habrían pegado… otros! Y en ese instante, si pudiera, él también la zurraría…
De este modo, pensando unas veces en su hijo, otras en Seriozhka y sobre todo en Malva, retozaba Vasili en la arena sin dejar de esperar. La intranquilidad de su estado de ánimo derivó sin saber cómo en oscuro recelo, pero no quiso detenerse en este pensamiento. Y, ocultándose a sí mismo su sospecha, pasó el tiempo hasta el atardecer tan pronto poniéndose en pie y deambulando por la arena como volviéndose a tumbar. El mar ya se había oscurecido y él seguía mirando a la lejanía en espera de la barca.
Malva no fue aquel día.
Una vez acostado, Vasili maldijo desesperadamente su trabajo, que no le permitía ausentarse e ir a la costa, y cuando se quedó dormido se despertó varias veces sobresaltado, creyendo oír entre sueños el batir de unos remos en la lejanía. Entonces, haciendo visera sobre sus ojos con una mano, escudriñó las aguas oscuras y nebulosas. En la costa, en la explotación, ardían dos hogueras, pero en el mar no había nadie.
—¡Ya verás, bruja! —amenazó, y después cayó en un profundo sueño.
He aquí lo que ocurrió aquel día en la explotación.
Yákov se levantó temprano, cuando el sol aún no era tan abrasador y desde el mar soplaba una brisa fresca. Salió del barracón para lavarse en el mar, y al acercarse a la orilla vio a Malva. Estaba sentada en la popa de una barcaza atracada en la orilla y se peinaba los cabellos húmedos, con las piernas desnudas colgando por la borda.
Yákov se detuvo y empezó a mirarla con ojos curiosos.
Llevaba la blusita de percal sin abrochar a la altura del pecho, y al ladearse dejó un hombro al descubierto, un hombro blanco, delicioso.
La popa de la barcaza era golpeada por las olas, y Malva se elevaba en el mar para descender después, a veces tan bajo que sus pies desnudos casi rozaban el agua.
—¿Es que te has bañado? —gritó Yákov.
Malva volvió el rostro hacia él, lo miró apenas, siguió peinándose y respondió:
—Sí, me he bañado… ¿Cómo es que madrugas tanto?
—Más madrugas tú…
—¿Y por qué te comparas conmigo?
Yákov callaba.
—¡Si sigues mi ejemplo no serás capaz ni de llevar la cabeza sobre los hombros! —dijo ella.
—¡Mira que eres rara! —rió Yákov y, acuclillándose, empezó a lavarse.
Cogió el agua con el hueco de las manos, se la echó en la cara y gimió al sentir su frescor. Después, mientras se secaba con el faldón de la camisa, le preguntó a Malva:
—¿Por qué siempre tratas de intimidarme?
—¿Y tú por qué me miras con cara de alelado?
Yákov no recordaba haberla mirado más que a otras mujeres de la explotación, pero le soltó a bocajarro:
—Es que… eres tan deliciosa…
—Si se entera tu padre de tus modales, ¡te corta el cuello!
Le miraba a la cara con ojos maliciosos y provocadores.
Yákov se echó a reír y saltó a la barcaza. Seguía sin comprender a qué modales se refería, pero si ella lo decía sería que no le quitaba ojo de encima. Se sintió bien, contento.
—¿Y lo de mi padre? —dijo avanzando hacia ella por la borda de la barcaza—. ¿Es que te tiene comprada?
Sentado a su lado, se fijó en su hombro desnudo, en su pecho semicubierto, en todo su cuerpo, lozano y vigoroso, con aroma a mar.
—¡Eres una preciosidad! —exclamó admirado, mirándola detenidamente.
—¡No soy para ti! —declaró lacónicamente sin mirarlo y sin recomponer sus ropas.
Yákov suspiró.
El mar se extendía ante ellos bañado por los rayos del sol matinal. Pequeñas olas juguetonas levantadas por la suave respiración del viento rompían silenciosas contra la borda. Mar adentro, como una cicatriz en su pecho de raso, se divisaba la lengua de tierra. En ella, con el cielo azul como fondo, aparecían clavadas seis finas rayitas, y se veía un trapo ondear al viento.
—¡Pues sí, muchachito! —dijo Malva sin mirar a Yákov—. Seré una preciosidad, pero no soy para ti… Y ni me he vendido a nadie ni estoy sometida a tu padre. Vivo por mí misma… Pero no se te ocurra acercarte a mí, que no quiero estar en medio de vosotros. No quiero peleas ni discusiones de ningún tipo… ¿Está claro?
—¿Y eso a qué viene? —se sorprendió Yákov—. Si no te voy a poner un dedo encima…
—¡Es que no te atreverías a tocarme! —dijo Malva.
Y lo dijo de tal manera, mostrando tal desprecio, que Yákov se ofendió como hombre y como persona. Lo invadió un sentimiento violento, casi malvado, echaba chispas por los ojos.
—¿Conque no me atrevería? —exclamó acercándose a ella.
—¡No te atreverías!
—¿Y si te toco?
—¡Tócame!
—¿Y qué pasará?
—Que te daré tal cogotazo que te caerás al agua.
—¡Venga, dámelo!
—¡Tócame!
La miró con ojos encendidos y de repente la aprisionó con sus fuertes brazos por el costado, oprimiéndole el pecho y la espalda. Al rozar su cuerpo, cálido y vigoroso, todo él se inflamó, y sintió una especie de asfixia que le comprimía la garganta.
—¡Ya está! ¿Y ahora qué?
—¡Suéltame, Yashka! —dijo ella sin alterarse, haciendo intentos por librarse de sus brazos temblorosos.
—¿No querías darme un cogotazo?
—¡Suéltame! ¡Mira que luego va ser peor!
—¡No trates de meterme miedo! ¡Si eres… como una frambuesa!
Se estrechó contra ella y pegó los gruesos labios a su mejilla sonrosada.
Malva rompió a reír con aire provocador, agarró con fuerza a Yákov por los brazos y de repente, con un movimiento brusco de todo su cuerpo, se lanzó hacia delante. Abrazado el uno al otro, como una pesada masa, cayeron al agua y desaparecieron bajo la espuma y las salpicaduras de las olas. Después apareció entre las agitadas aguas la cabeza mojada de Yákov, con cara de susto, y a su lado emergió Malva. Yákov, agitando desesperadamente los brazos, rompía el agua aullando y rugiendo, mientras Malva nadaba a su lado riéndose a carcajadas, le salpicaba la cara con las manos llenas de agua salada, y se zambullía, esquivando sus amplias brazadas.
—¡Demonio! —gritó Yákov resoplando—. ¡Que me ahogo! ¡De veras, me ahogo! El agua está amarga… ¡Ay, que me ahogo!
Pero ella ya lo había abandonado y, remando con los brazos como un hombre, había llegado nadando hasta la orilla. Una vez allí, hábilmente se encaramó de nuevo a la barcaza, y apostada en la popa contempló, riéndose, cómo Yákov se acercaba nadando precipitadamente. La ropa mojada se ceñía al cuerpo de Malva y dibujaba su figura de las rodillas a los hombros. Yákov llegó hasta la barca, se sujetó a ella con un brazo y detuvo sus ojos ávidos en la mujer semidesnuda que se reía alegremente de él.
—¡Anda, sube, pedazo de foca! —dijo entre risas y, poniéndose de rodillas, le tendió una mano mientras con la otra se sujetaba a la borda.
Yákov se agarró de su mano y exclamó animado:
—Bueno… ¡prepárate que ahora es tu turno!
De pie en el agua, que le llegaba por los hombros, tiró de ella; las olas le cubrían a veces la cabeza y rompían contra la barca salpicando el rostro de Malva. Ella frunció el ceño, se rió y, de repente, con un chillido, saltó al agua y derribó a Yákov con el peso de su cuerpo.
Y de nuevo se pusieron a jugar, como dos enormes peces, en las verdes aguas, salpicándose el uno al otro, dando voces, resoplando, chapoteando.
El sol los contemplaba riendo, y los cristales de las ventanas de los edificios de la explotación también reían reflejando el sol. Se oía el agua golpeada por sus fuertes brazos; las gaviotas, alarmadas por el alboroto, se elevaban por encima de sus cabezas con graznidos penetrantes, y desaparecían a lo lejos encima de las olas del mar…
Finalmente, agotados y hartos de tragar agua, salieron a la orilla y se sentaron a descansar al sol.
—¡Fu! —Yákov frunció el ceño y escupió—. ¡Maldita agua! ¡Estoy de ella hasta la coronilla!
—Pues yo estoy hasta la coronilla de muchas cosas, por ejemplo ¡de los chiquillos! ¡En el mundo solo tendría que haber hombres hechos y derechos! —rió Malva, escurriendo el agua de sus cabellos…
Tenía el pelo oscuro y no muy largo, pero abundante y ondulado.
—Por eso le has echado el ojo al viejo, ¿no? —se burló Yákov dándole con el codo en el costado.
—Vale más cualquier viejo que un joven.
—Pues si el padre es bueno, tanto mejor será el hijo…
—¡Que te lo crees tú! ¿Dónde has aprendido a alardear de ese modo?
—Las muchachas de la aldea solían decir que yo era buen mozo.
—¿Y qué saben las muchachas? Pregúntame a mí…
—¿Es que tú no eres una muchacha?
Ella le miró y soltó una enorme carcajada. Pero de pronto se puso seria y le dijo con el corazón:
—¡Un día lo fui!
—Quien tuvo, retuvo —dijo Yákov echándose a reír.
—¡Serás estúpido! —le soltó bruscamente Malva y le dio la espalda.
Yákov se asustó y guardó silencio con los labios apretados.
Durante media hora los dos estuvieron callados cara al sol para que se secaran antes sus ropas mojadas.
En los barracones —cobertizos largos y sucios con la cubierta inclinada— se iban despertando los trabajadores. De lejos todos se parecían: con las ropas raídas, desgreñados, descalzos… Sus voces roncas se dejaban oír en la orilla, uno aporreaba el fondo de un tonel vacío y llegaban volando golpes sordos que tronaban como un enorme tambor. Dos mujeres discutían a gritos, ladraba un perro.
—Se están despertando —dijo Yákov—. Yo que quería haber salido hoy temprano para la ciudad… y al final me he entretenido haciendo chiquilladas contigo…
—Conmigo no te espera nada bueno —dijo Malva medio en broma medio en serio.
—¿Por qué siempre tratas de asustarme? —sonrió Yákov sorprendido.
—Ya verás cómo tu padre te…
La mención a su padre, de pronto, le enfadó.
—¿Qué pasa con mi padre? ¿Eh? —exclamó con brusquedad—. ¡Mi padre! Ni que fuera yo un niño pequeño… Vaya una cosa… Aquí las costumbres son otras… No estoy ciego, veo lo que pasa… Él tampoco es ningún santo… Viviendo aquí no se cohíbe… Así que déjame en paz.
Ella lo miró socarrona a los ojos y le preguntó con curiosidad:
—¿Que te deje en paz? ¿Y qué es lo que te dispones a hacer?
—¿Yo? —Hinchó los carrillos y sacó pecho como si estuviera levantando un peso—. ¿Yo? ¡Soy capaz de muchas cosas! El aire puro ha soplado lo suficiente sobre mí para quitarme el polvo de la aldea.
—¡Tan pronto! —exclamó burlona Malva.
—¿Qué pasa? Mira que, si me lo propongo, dejarás por mí a mi padre.
—¿Ah, sí? ¿De veras?
—¿Crees que tengo miedo?
—¿Acaso no?
—¡No se te ocurra enfadarme! —exclamó Yákov en un arrebato, visiblemente alterado—. ¡Cuidado conmigo!
—¿O qué? —preguntó con calma.
—¡O nada!
Le volvió la espalda y guardó silencio, dando la impresión de ser un joven atrevido y seguro de sí mismo.
—¡Serás provocador! El capataz tiene un cachorrito negro, ¿lo has visto? Pues es igualito a ti. Cuando está lejos ladra y amenaza con morder, pero cuando te acercas a él ¡mete el rabo entre las patas y echa a correr!
—¡Bueno, basta ya! —exclamó Yákov cada vez más enfadado—. ¡Tú espera y ya verás quién soy yo!
Ella se rió en su cara.
Se dirigía hacia ellos, con paso lento y tambaleándose, un hombre alto, fibroso y bronceado, con una espesa cabellera pelirroja desgreñada. Llevaba una camisa carmín sin cinturón con un roto en la espalda casi de arriba abajo, y para que las mangas no se le cayeran se las había remangado hasta los hombros. Los pantalones tenían toda una colección de diversos tipos de agujeros, sus pies estaban descalzos. En su cara, poblada de pecas, brillaban con insolencia unos enormes ojos azules; su nariz ancha y respingona daba a la totalidad de su figura un aspecto de canalla redomado. Cuando iba caminando hacia ellos, su cuerpo, que dejaban al descubierto los innumerables agujeros de su vestimenta, brillaba bajo el sol. Se detuvo, se sorbió estrepitosamente la nariz, posó en ellos sus ojos inquisidores e hizo ademán de reírse.
—Ayer Seriozhka bebió un poquito, y hoy en su bolsillo hay lo mismo que en un cesto sin fondo… ¡Prestadme una moneda de veinte kópeks! En cualquier caso no os la devolveré…
Yákov rompió a reír de buena fe al oír su agudo discurso, pero Malva sonrió con malicia recorriendo con la mirada su harapienta figura.
—¡Dadme los veinte kópeks, malditos! Dádmelos y os caso, ¿queréis?
—¡Anda, bromista! Ni que fueras un pope —rió Yákov.
—¡Estúpido! Pues en Úglich estuve sirviendo en casa de uno… ¡Dame los veinte kópeks!
—Yo no quiero casarme —negó Yákov.
—Me da igual… ¡dámelos! Y no le diré a tu padre que andas detrás de su diosa —insistió Seriozhka, pasándose la lengua por sus labios secos y agrietados.
—Tú miente, a ver si te cree…
—¡Mentiré y me creerá! —prometió Seriozhka—. ¡Y a ti te dará una buena tunda!
—¡No tengo miedo! —sonrió Yákov.
—Pues entonces ¡la tunda te la daré yo! —le informó tranquilamente Seriozhka, entornando los ojos.
A Yákov le dolía perder veinte kópeks, pero ya le habían advertido de que no se relacionara con Seriozhka y que llegado el caso mejor accediera a sus demandas. Lo que pedía no solía ser mucho, pero si no se lo dabas te hacía cualquier jugarreta en el trabajo o te daba una paliza sin venir a cuento. Yákov se acordó de estas advertencias, suspiró y se llevó la mano al bolsillo.
—¡Eso es! —le alentó Seriozhka mientras se dejaba caer en la arena a su lado—. Sé listo y hazme siempre caso. Y tú, ¿qué? —se dirigió a Malva—. ¿Te casarás pronto conmigo? No tardes en decidirte, que no voy a esperar mucho.
—Anda, andrajoso… Cósete antes esos agujeros y después hablamos —respondió Malva.
Seriozhka miró con ojos críticos los agujeros de su ropa y asintió con la cabeza.
—Mejor dame tu falda.
—¡Claro! —dijo Malva echándose a reír.
—¡Lo digo en serio! ¿Me das aunque sea una vieja?
—Anda y cómprate unos pantalones —le aconsejó Malva.
—Mejor me gasto el dinero en la taberna…
—¡Mejor! —se rió Yákov, sosteniendo en la mano cuatro monedas de cinco kópeks.
—¿Verdad? El pope me decía que el hombre no debía preocuparse por su pellejo, sino por su alma. Y lo que necesita mi alma es vodka, no unos pantalones. ¡Dame el dinero! Bueno, pues me voy a bebérmelo… Y a tu padre se lo contaré de todas formas.
—¡Cuéntaselo! —Yákov hizo un ademán con la mano, guiñó el ojo a Malva con fanfarronería y le dio un golpecito en el hombro.
Seriozhka, que se dio cuenta, escupió y le prometió:
—Y no me olvidaré de zurrarte… En cuanto tenga tiempo ¡te daré una buena paliza!
—¿Y eso por qué? —preguntó inquieto Yákov.
—Es cosa mía… Bueno, ¿entonces te casarás pronto conmigo? —volvió a preguntarle a Malva.
—Tú cuéntame primero qué haremos y cómo viviremos, entonces lo pensaré —respondió ella muy seria.
Seriozhka miró al mar entornando los ojos, se humedeció los labios con la lengua y aclaró:
—No haremos nada, simplemente divertirnos.
—¿Y qué comeremos?
—Anda —hizo un ademán con la mano—, que eres igual que mi madre, todo el día haciendo cábalas. ¿Y qué más da? ¿Cómo voy a saberlo? Mejor me voy a beber…
Se levantó y pasó de largo a su lado, acompañado por la extraña sonrisa de Malva y la mirada hostil del muchacho.
—¡Menudo tipo! —dijo Yákov cuando Seriozhka ya estaba lo bastante lejos—. De haber tenido en la aldea un amiguito así ya le habríamos parado los pies… Se habría llevado un buen rapapolvo… Pero aquí tienen miedo…
Malva le miró y murmuró entre dientes:
—¡Serás animal! Como si supieras tú lo que vale ese hombre.
—¿Qué es lo que hay que saber? Los tipos como él valen a cinco kópeks el manojo, y en el manojo entran cien.
—¡Eso será lo que vales tú! —exclamó burlona Malva—. Pero él… ha estado en todas partes, ha recorrido el mundo entero y no le teme a nadie…
—¿Y a quién le temo yo? —preguntó Yákov envalentonado.
Ella no le respondió, contempló ensimismada el vaivén de las olas que se acercaban a la orilla y mecían la pesada barcaza. El mástil se balanceaba de un lado a otro, la popa subía y bajaba golpeando el agua.
El sonido era fuerte y agudo, como si la barcaza quisiera separarse de la orilla para adentrarse en el ancho y libre mar, y se peleara con la cuerda que la amarraba.
—Bueno, ¿y cómo es que no te vas? —le preguntó Malva a Yákov.
—¿Y adónde habría de irme? —respondió él.
—Decías que querías ir a la ciudad…
—¡Ya no voy!
—Bueno, pues ve a ver a tu padre.
—¿Y tú?
—¿Yo qué?
—Que si también vas.
—No…
—Pues yo tampoco.
—¿Y vas a estar todo el día dando vueltas a mi alrededor? —preguntó Malva sin alterarse.
—No creas que te necesito… —respondió Yákov ofendido, se levantó y se fue…
Pero se equivocaba al decir que no la necesitaba. Sin ella empezó a aburrirse. Un extraño sentimiento de angustiada rebeldía contra su padre, un descontento velado le invadió después de su conversación. Era algo que no existía el día anterior, ni existía hoy antes de su encuentro con Malva… Y ahora parecía que su padre le molestaba a pesar de encontrarse mar adentro, en aquella lengua de tierra apenas perceptible a la vista… Después tuvo la impresión de que Malva temía a su padre. Si no le temiera, las cosas podrían ser muy diferentes entre ellos.
Deambulaba por la explotación contemplando a la gente. A la sombra de la barraca, sentado en un barril, Seriozhka toca la balalaika, canta y hace muecas muy graciosas:
¡Señor de la ciudad!
Sea educado conmigo…
Guíeme hacia algún lugar
donde no me caiga en la mugre…
Le rodean cerca de veinte personas, todas igual de harapientas, todo huele a pescado en salazón y a salitre. Sentadas en la arena cuatro mujeres feas y sucias beben té que van sirviendo de una enorme tetera de hojalata. Hay también un trabajador que, a pesar de lo temprano que es, ya está borracho y se arrastra por la arena intentando ponerse de pie, pero de nuevo se cae. En algún lugar solloza una mujer, se oye un acordeón estropeado, y por todas partes brillan las escamas de los peces.
A mediodía Yákov encontró un lugar donde daba la sombra entre un montón de barriles vacíos, se tumbó y se quedó dormido hasta entrada la tarde. Cuando se despertó volvió a deambular por la explotación, sintiendo una triste e imprecisa añoranza. Pasadas unas dos horas se encontró a Malva lejos de la explotación bajo una arboleda de jóvenes sauces blancos. Estaba tumbada de costado y sostenía entre las manos un librito desencuadernado. Lo miró sonriendo mientras se acercaba hacia ella.
—¡Así que estás aquí! —dijo sentándose a su lado.
—¿Hace mucho que me buscas? —preguntó ella con aplomo.
—¡¿Y por qué iba a buscarte?! —exclamó Yákov, comprendiendo de repente que así era: la estaba buscando. Confundido, el muchacho negó con la cabeza.
—¿Sabes leer? —le preguntó ella.
—Sí… pero mal, casi lo he olvidado…
—Yo también leo mal… ¿Fuiste a la escuela?
—A la del zemstvo.
—Yo aprendí sola…
—¿Sí?
—De verdad… En Astracán estuve de cocinera en casa de un abogado y su hijo me enseñó a leer.
—Entonces no aprendiste sola… —matizó Yákov.
Ella lo miró y le hizo otra pregunta:
—¿Y a ti no te dan ganas a veces de leer libros?
—¿A mí? No… ¿Para qué?
—A mí me encanta. Fíjate, estoy leyendo un libro que le pedí prestado a la mujer del capataz…
—¿Y de qué trata?
—Es la historia de san Alejo, hombre de Dios.
Y le contó con aire soñador que era un joven que abandonó a sus padres, gente rica y poderosa, y que después regresó convertido en un mendigo harapiento, y vivió con los perros a las puertas de su casa, sin decirles hasta su muerte quién era. Malva le preguntó a Yákov en voz baja:
—¿Por qué lo haría?
—¿Quién sabe? —respondió Yákov con indiferencia.
Montículos de arena barridos por el viento y las olas los rodeaban. Se oía a lo lejos un ruido sordo y oscuro proveniente de la explotación. Se ponía el sol, y en la arena descansaba el brillo rosáceo de sus rayos. Las tristes ramas de los sauces parecían temblar, sacudidas sus pobres hojas por la ligera brisa del mar. Malva las escuchaba en silencio.
—¿Y hoy por qué no has ido allá… a la lengua de tierra?
—¿Y a ti qué te importa?
Yákov miraba de soslayo y con ojos ávidos a la mujer, pensando en cómo decirle lo que quería.
—Cuando estoy sola y en silencio… siempre me entran ganas de llorar… O de cantar. Lo que pasa es que no me sé buenas canciones, y llorar me da vergüenza…
Yákov escuchaba su voz suave y tierna, pero lo que decía le pasaba desapercibido, simplemente alentaba su deseo.
—Bueno —comenzó a hablar con voz sorda, acercándose a ella pero sin mirarla—, escucha lo que voy a decirte… Soy un muchacho joven…
—Y bobo, ¡muy bobo! —afirmó convencida Malva, asintiendo con la cabeza.
—De acuerdo, soy bobo —exclamó Yákov molesto—. ¿Es que aquí se necesita inteligencia? ¡Bueno, pues yo soy bobo! Pero lo que intento decirte es si quieres que tú y yo…
—¡No quiero!…
—¿Por qué?
—¡Por nada! Así que no hagas tonterías…
—Pero… —la cogió con cautela por los hombros—. Compréndelo…
—¡Largo de aquí, Yashka! —le dijo con severidad, apartándole las manos—. ¡Vete!
Él se levantó y miró a un lado y otro.
—Pues si ésas tenemos… ¡se acabó! Aquí sois muchas… ¿O es que crees que eres mejor que las demás?
—Eres un mocoso —dijo tranquila tras ponerse de pie y sacudirse la arena del vestido.
Echaron a andar uno al lado del otro hacia la explotación. Caminaban despacio, porque sus pies se hundían en la arena.
Yákov trataba de convencerla con rudeza de que cediera a su deseo, ella se reía sin inmutarse y le respondía con palabras hirientes.
De repente, cuando ya estaban cerca de los barracones de la explotación, él se detuvo y la cogió del hombro.
—¿Tratas de enojarme a propósito? ¿Y qué consigues con eso? ¡Ten cuidado conmigo!
—¡Para, te lo advierto! —se libró de su mano y siguió andando.
De detrás de un barracón y viniendo hacia ella apareció Seriozhka. Sacudió su espesa cabellera rojiza y dijo con aire siniestro:
—¿Dando un paseo? ¡Muy bien!
—¡Al diablo con todos vosotros! —gritó Malva con la peor intención.
Yákov se detuvo frente a Seriozhka y le miró taciturno. Los separaba una distancia de diez pasos.
Seriozhka tenía los ojos clavados en Yákov. Aguantaron así cerca de un minuto, como dos carneros dispuestos a embestirse el uno al otro, y después se retiraron en silencio y cada uno se fue por su lado.
El mar estaba tranquilo y rojizo por la puesta de sol. Sobre la aldea flotaba un ruido sordo, del que se distinguía la voz de una mujer borracha, que gritaba como una histérica palabras absurdas:
…Tagarga, matagarga,
¡Matanichka m-mía!
¡B-borracha, apaleada,
desgreñada!
Y estas palabras, repulsivas como cochinillas, se extendían por la explotación, impregnada del olor del salitre y de la podredumbre del pescado, se extendían y ofendían a la música de las olas.
Envuelto en el brillo brumoso de la aurora, el mar dormitaba en calma, reflejando las nubes nacaradas. En la lengua de tierra trajinaban pescadores adormilados que disponían sus aparejos en la barcaza.
La masa gris de la red se arrastraba por la arena hasta la embarcación y se amontonaba en su fondo.
Seriozhka, como siempre, sin gorra, medio desnudo, de pie en la popa, apremiaba a los pescadores con voz ronca, resacosa. El viento jugaba con los jirones de su camisa y con los mechones pelirrojos de su pelo.
—¡Vasili! ¿Dónde están los remos verdes? —gritó alguien.
Vasili, sombrío como un día de octubre, metía la red en la barcaza, y Seriozhka miraba su espalda encorvada y se relamía, lo que era muestra de su deseo de quitarse la resaca.
—¿Tienes vodka? —le preguntó.
—Sí —murmuró Vasili.
—Bueno, pues yo no voy… me quedo aquí junto al cabo de red.
—¡Todo listo! —gritaron desde la lengua de tierra.
—¡Desamarra, venga! —ordenó Seriozhka saliendo de la barcaza—. Marchaos… Yo me quedo aquí. Tened cuidado y no echéis la red hasta que estéis bien dentro… ¡y no la vayáis a enredar!
Empujaron la barcaza, los pescadores se encaramaron por la borda, cogieron los remos y los elevaron al aire preparados para batirlos contra el agua.
—¡Uno!
Los remos cayeron al unísono sobre las olas y la barcaza se movió hacia delante, hacia la amplia llanura de aguas resplandecientes.
—¡Dos! —gritó el timonel y, como si se tratara de las patas de una gigantesca tortuga, los remos se elevaron hacia la borda—. ¡Uno!… ¡Dos!
En la orilla, junto al cabo de red, se quedaron cinco personas: Seriozhka, Vasili y tres más. Uno de ellos se echó a la arena y dijo:
—Voy a dormir un rato…
Los otros dos siguieron su ejemplo, y en la arena se ovillaron tres cuerpos envueltos en sucios harapos.
—¿Cómo es que no viniste el domingo? —le preguntó Vasili a Seriozhka, dirigiéndose con él a la cabaña.
—Fue imposible…
—¿Estabas borracho?
—No. Estuve vigilando a tu hijo y a su madrastra —respondió tranquilamente Seriozha.
—¡Menuda preocupación! —dijo irónicamente Vasili con una sonrisa—. Ni que fueran niños.
—Peor aún… El uno es tonto de remate, y la otra una majadera…
—¿Malva una majadera? —preguntó Vasili con los ojos encendidos por la ira—. ¿Desde cuándo?
—El alma de esa mujer, hermano, no se corresponde con su cuerpo…
—Su alma está corrompida.
Seriozhka lo miró de reojo y resolló con desprecio.
—¡Corrompida, dice! Los estúpidos campesinos como tú sois incapaces de comprender nada… Lo único que os importa de una mujer es que tenga los pechos grandes, su carácter os da lo mismo… Pero el carácter es el color de la persona… una mujer sin carácter es como el pan sin la sal. ¿Qué placer puede producirte una balalaika sin cuerdas? ¡Pedazo de bruto!
—¡Con las barbaridades que estás soltando seguro que anoche te emborrachaste! —dijo Vasili con intención de herirlo.
Se moría por preguntarle dónde y cómo había visto el día anterior a Yákov y a Malva, pero le daba vergüenza.
Una vez en la cabaña sirvió a Seriozhka el vodka en un vaso de los de té, con la esperanza de que con tal cantidad se emborrachara de inmediato y se lo contara todo por sí mismo. Pero Seriozhka se bebió el vodka, emitió un gruñido, y, ya más sereno, se sentó en la puerta de la cabaña, desperezándose y bostezando.
—¡Cuando te pasa por la garganta es como si tragaras fuego! —dijo.
—¡Pues bien que bebes! —exclamó Vasili, admirado por la rapidez con que Seriozhka había dado cuenta del vodka.
—Sé beber… —el desharrapado asintió con su pelirroja cabeza y, secándose con la palma de la mano los bigotes húmedos, empezó a aleccionarle—. ¡Sé beber, hermano! Hay que hacerlo rápido y de una vez. ¡Sin rodeos, directamente! ¡Da igual dónde acabes! Del suelo uno nunca puede caerse…
—¿No querías marcharte al Cáucaso? —le preguntó Vasili, dirigiéndose despacito a su objetivo…
—Puedo hacerlo cuando me dé la gana. Cuando me dé la gana, cojo y… ¡ya está! Y, si no es por las buenas, pues me dejo partir la crisma… ¡así de fácil!
—Pues sí, porque tampoco es que la cabeza te haga a ti mucha falta…
Seriozha lanzó a Vasili una mirada burlona.
—¡Tú, sin embargo, eres muy listo! ¿Y a ti cuántas veces te azotaron en el vólost?
Vasili lo miró y guardó silencio.
—Está bien eso de que vuestros jefes vayan todo el día detrás de vosotros con el látigo en la mano… Tú por mucha cabeza que tengas no puedes hacer lo que quieras ni pensar lo que quieras. Pero yo, sin cabeza, ¡camino recto y avanzo más que cualquiera! Y seguramente llegaré más lejos que tú —se jactó el desharrapado.
—¡Puede ser! —rió Vasili—. A lo mejor llegas hasta Siberia…
Seriozhka estalló en una risa franca.
El vodka no se le subió a la cabeza, en contra de las expectativas de Vasili, que empezaba a impacientarse. No quería gastar otro vaso, pero sobrio no podría sacarle una palabra… Sin embargo, fue el propio Seriozhka el que salvó la situación.
—¿Y no me preguntas por Malva?
—¿Por qué te voy a preguntar? —respondió Vasili con indiferencia y aplomo, estremeciéndose ante el presentimiento.
—Como no estuvo aquí el domingo… A lo mejor quieres saber cómo ha pasado estos días… ¡Pareces celoso, viejo diablo!
—¡Hay muchas como ella! —Vasili hizo un ademán de desprecio con la mano.
—¡Que hay muchas como ella, dice! Pero ¡cómo sois los campesinos! Os da igual ocho que ochenta…
—¿Y a qué viene elogiarla tanto? ¿Es que me la quieres meter por los ojos para que me case con ella? Porque yo solito la hice mi mujer hace tiempo —dijo Vasili en tono de burla.
Seriozhka lo miró en silencio, le puso la mano en el hombro y empezó a decir con solemnidad:
—Sé que está liada contigo. Nunca me he metido en eso, no ha hecho falta… Pero ahora ese Yashka, tu hijo, anda detrás de ella… ¡Dale una buena paliza! ¿Me oyes? O se la daré yo… Eres un buen hombre… un tonto de remate… Nunca te he molestado, acuérdate…
—¡Así que de eso se trata! ¿Entonces tú también andas detrás de ella? —preguntó Vasili con voz sorda.
—¡También! Si supiera que ella me corresponde os sacaría a todos a golpes de mi camino y fin del asunto… Pero no me hace ningún caso.
—¿Y entonces para qué te metes? —preguntó Vasili con desconfianza.
Esta sencilla pregunta pareció desconcertar a Seriozhka.
Miró a Vasili con los ojos muy abiertos y se echó a reír.
—¿Que por qué me meto? Solo el diablo lo sabe… Es que esa mujer… Tiene algo… Me gusta… Será que me da pena de ella…
Vasili le miraba con incredulidad, pero tuvo la sensación de que Seriozhka era sincero y le dijo con el corazón en la mano:
—Si fuera una muchacha virgen aún podría darte pena. Pero no siéndolo, ¡qué raro!
Seriozhka guardaba silencio y contemplaba cómo mar adentro la barcaza giraba la proa hacia la costa, trazando un arco. Sus ojos observaban muy abiertos, su rostro era bondadoso y sencillo.
Vasili se calmó al verlo.
—Tienes razón en que es una mujer especial… pero ¡una veleta! En cuanto a Yashka, ¡ya le daré yo! ¡Será mocoso!
—No me cae muy bien… —declaró Seriozhka.
—¿Y entonces la galantea? —preguntó Vasili entre dientes alisándose la barba.
—Ya verás cómo se mete entre vosotros como una cuña —afirmó Seriozhka convencido.
Sobre el mar resplandecía a lo lejos el abanico rosado de los rayos del sol naciente. A través del ruido de las olas llegó un débil grito desde la barcaza:
—¡A la red!
—¡Arriba, muchachos! ¡A la red! —ordenó Seriozhka.
Y al instante todos ellos, que sumaban cinco, sacaron del agua su extremo de la red. Desde el mar se tendía hacia la costa una cuerda larga, tensa como la de un instrumento, y los pescadores fueron tirando de ella.
El otro extremo de la red lo llevaba hacia la orilla la barcaza, deslizándose por las olas.
El sol, espléndido y deslumbrante, se elevaba sobre el mar.
—Si ves a Yákov le dices que venga a verme mañana —le pidió Vasili a Seriozhka.
—Bueno.
La barcaza atracó en la costa y, saltando de ella a la arena, los pescadores sacaron su cabo de red. Los dos grupos se fueron acercando el uno al otro y los flotadores de la red formaron un perfecto semicírculo saltando en el agua.
A última hora de la tarde de aquel día, cuando los trabajadores de la explotación ya habían cenado, Malva, cansada y pensativa, se sentó sobre una barca que habían volcado porque estaba rota, y contempló el mar, vestido de oscuridad. Allá, a lo lejos, resplandecía un fuego; Malva sabía que era la hoguera que había encendido Vasili. Solitario, como si se hubiera extraviado en la oscura lejanía del mar, el fuego tan pronto se inflamaba como se extinguía, desfallecido. A Malva le invadía la tristeza al contemplar ese punto rojo perdido en la vastedad del mar, estremeciéndose débilmente entre el incansable bramido de las olas.
—¿Qué haces aquí sentada? —resonó la voz de Seriozhka a su espalda.
—¿Y a ti qué te importa? —le preguntó sin siquiera mirarlo.
—Tengo curiosidad.
La contemplaba en silencio mientras liaba un cigarrillo. Empezó a fumar y se sentó a horcajadas en la barca. Después le dijo en tono amistoso.
—Eres una mujer rara: tan pronto huyes de la gente como te cuelgas de su cuello.
—¿Y del tuyo me cuelgo? —preguntó con indiferencia.
—Del mío no, pero del de Yashka sí.
—¿Y te da envidia?
—Hum… Mira, si quieres te seré sincero —le propuso Seriozhka, dándole una palmadita en el hombro. Según estaban sentados él no pudo ver su rostro cuando le dijo:
—Habla.
—¿Has dejado a Vasili?
—No lo sé —respondió tras un breve silencio—. ¿Y por qué quieres saberlo?
—Por nada…
—Ahora estoy enfadada con él.
—¿Por qué?
—¡Porque me pegó!
—¿Cómo que te pegó? ¿Y tú le darías a él, no?
Seriozhka se quedó asombrado. Miró su rostro de perfil y chasqueó los labios con ironía.
—Si hubiera querido lo habría hecho —le confesó.
—Pero ¿entonces?
—No quise.
—¿Así que estás enamorada de ese mujeriego? —dijo Seriozhka con tono burlón y echándole a la cara el humo de su cigarrillo—. ¡Fíjate! Y yo que pensaba que tú no eras de esas…
—No os quiero a ninguno —dijo con la misma indiferencia que antes, apartándose el humo de la cara con la mano.
—Mientes.
—¿Y para qué iba a mentir? —preguntó, y por su voz Seriozhka comprendió que en verdad no tenía razón alguna para hacerlo.
—Pero, si no le quieres, ¿por qué le permites que te pegue? —le preguntó muy en serio.
—¿Y yo qué sé? ¿Por qué no me dejas en paz?
—Pues ¡sí que es raro!… —dijo Seriozhka sacudiendo la cabeza.
Y ambos permanecieron largo tiempo en silencio.
Se acercaba la noche. Las sombras descendían de las nubes para posarse en el mar, moviéndose lentamente en el cielo. Se oían las olas.
El fuego de Vasili en la lengua de tierra se había apagado, pero Malva continuaba mirando hacia allá. Seriozhka, en cambio, era a ella a quien miraba.
—¡Escucha! —dijo él—. ¿Tú sabes lo que quieres?
—¡Ojalá lo supiera! —respondió Malva en voz muy baja y con un profundo suspiro.
—O sea, que no lo sabes… ¡Eso está mal! —dijo Seriozhka muy seguro—. ¡Yo siempre lo sé! —Y añadió con cierta tristeza—: Lo que pasa es que rara vez quiero algo.
—Yo siempre quiero algo —reveló con aire soñador—. ¿El qué?… No lo sé. Unas veces me gustaría estar sentada en una barca, en el mar, muy lejos, y no volver a ver a nadie nunca más. Otras que los hombres perdieran la cabeza por mí y que no pararan de dar vueltas a mi alrededor. Al principio los miraría y me reiría. Después sentiría lástima de ellos, y sobre todo de mí misma. Luego querría acabar con su vida, y después poner fin a la mía… con una muerte terrible… Tan pronto estoy triste como alegre… Pero la gente parece no tener sentimientos.
—Están podridos por dentro —coincidió Seriozhka—. Cuando te miro no veo una gatita, ni un pez… ni un pajarillo… Y sin embargo todo ello está en ti… No te pareces a otras mujeres.
—¡Por el amor de Dios! —rió Malva.
Por su izquierda, desde detrás de las dunas, apareció la luna bañando el mar con su brillo argentado. Grande, mansa, ascendía lentamente por la bóveda celeste, hacía palidecer el luminoso brillo de las estrellas y lo disipaba bajo su luz intensa y soñadora.
Malva sonrió.
—¿Sabes? A veces tengo la impresión de que si los barracones se incendiaran por la noche se armaría un buen alboroto.
—¡Qué cosas tienes! —exclamó admirado Seriozhka y de repente le dio un empujoncito en el hombro—. Mira… voy a contarte algo divertido que podemos hacer. ¿Quieres?
—¿Y qué es? —preguntó Malva interesada.
—El Yashka ese, ¿está prendado de ti?
—Ardientemente —dijo riendo.
—¡Azúzalo contra su padre! ¡Ya verás! Será gracioso verlos… Se atacarán como osos… Tú calienta al viejo, y a este otro también… Y después los ponemos uno frente al otro… ¿eh?
Malva se giró hacia él y se quedó mirando fijamente su rostro risueño y pecoso. Iluminado por la luna parecía menos expresivo que a la luz del sol. No se percibía en él ni la rabia ni ningún otro sentimiento, tan solo una sonrisa bondadosa y algo traviesa.
—¿Qué tienes contra ellos? —preguntó Malva con suspicacia.
—¿Yo…? Vasili es bueno, no es más que un campesino. Pero Yashka es un canalla. La verdad es que en general no me gustan los campesinos… ¡son gentuza! Lloran como huerfanitos y les dan pan y todo lo que necesitan. Tienen al zemstvo que lo hace todo por ellos… Les dan una casa, tierras, ganado… Serví como cochero en casa de un médico del zemstvo y tuve ocasión de verlo… Después estuve vagabundeando de acá para allá. Llegabas a una aldea, pedías pan y ya estaban interrogándote: que si quién eras, que si a qué te dedicabas, que les enseñaras el pasaporte… Pasaba muchas veces… bien porque me tomaban por cuatrero o simplemente porque sí… El caso es que acababa en el calabozo… Siempre están lamentándose y representando su papel, pero tienen lo que necesitan para vivir: cuentan con la tierra. Pero ¿qué tengo yo en comparación con ellos?
—¿Es que tú no eres campesino? —le interrumpió Malva, que escuchaba atenta su discurso.
—¡Yo soy pequeño burgués! —precisó Seriozhka con cierto orgullo—. Pequeño burgués de la ciudad de Úglich.
—Pues yo de Pavlish —le informó Malva pensativa.
—¡Yo no vivo al amparo de nadie! Pero los campesinos… ¡qué diablos!, ellos pueden vivir bien. Cuentan con el zemstvo y todo lo demás.
—¿Y qué es el zemstvo? —preguntó Malva.
—¿El zemstvo? ¡Solo el diablo lo sabe! Algo que se organizó para los campesinos, que los representa… Escupo sobre él… Bueno, dime qué piensas de lo que estábamos hablando, de provocar un encontronazo entre ellos. La cosa quedará en una pelea, no pasará a mayores… ¿No fue Vasili el que te pegó? Pues que sea su propio hijo el que se vengue por la paliza.
—¿Qué? —se rió Malva—. Estaría bien…
—Piénsalo… ¿No te gustaría ver cómo dos personas se rompen las costillas por ti? ¿Solo con que pronuncies unas cuantas palabras?… Será mover la lengua y ¡ya está!
Seriozhka pasó un buen rato explicándole con entusiasmo las delicias del papel que ella debía desempeñar. Bromeaba y al mismo tiempo hablaba en serio.
—¡Anda, que si yo fuera una mujer hermosa! ¡Menudas iría armando por ahí! —exclamó para concluir. Se agarró la cabeza con las manos, la apretó con fuerza, entornó los ojos y guardó silencio.
La luna ya estaba en lo alto del cielo cuando se separaron. Sin su presencia, la belleza de la noche se intensificó. Ahora solo quedaban el mar, majestuoso e infinito, plateado por la luna, y el cielo azul sembrado de estrellas. También las dunas, los sauces blancos asomando entre ellas, y dos construcciones largas y sucias en la arena que parecían enormes tumbas toscamente ensambladas. Pero todo esto era mísero e insignificante ante la faz del mar, y las estrellas al contemplarlo brillaban con frialdad.
Padre e hijo estaban sentados en la cabaña uno enfrente de otro y bebían vodka. El vodka lo había traído el hijo para que no se le hiciera aburrida la estancia con su padre y también para adularlo. Seriozhka le había dicho a Yákov que su padre estaba enfadado con él a causa de Malva, que había amenazado con pegar a la muchacha hasta dejarla sin sentido, que Malva sabía de esta amenaza y que por eso no se le entregaba. Seriozhka se había mofado de él.
—¡Te hará pagar por tus galanteos! ¡Te tirará de las orejas hasta que midan un arshín! ¡Mejor no aparezcas delante de sus ojos!
Las burlas del maldito pelirrojo despertaron en Yákov un sentimiento de ira profunda contra su padre. Además Malva se estaba ablandando, a veces su mirada era desafiante, pero otras era triste, lo que acrecentaba su deseo de poseerla…
Así que Yákov, al llegar a casa de su padre, lo veía como una piedra en mitad de su camino, como una piedra por encima de la cual no se podía saltar y que no había forma de rodear. Pero no sentía temor alguno de él, y lo miraba, seguro de sí mismo, a sus ojos sombríos y malvados, como diciéndole: “¡Venga, atrévete a tocarme!”.
Se habían bebido ya dos vasos, pero aún no se habían dicho nada el uno al otro, aparte de unas cuantas palabras insignificantes sobre la vida en la explotación. Frente a frente en mitad del mar, albergaban en su interior la furia provocada por el otro, y ambos sabían que pronto estallaría, que los abrasaría.
Las esteras de la cabaña susurraban empujadas por el viento, las cortezas de tilo chocaban entre sí, el trapo rojo al final de la vara emitía un incomprensible balbuceo. Todos estos sonidos eran tímidos y semejantes a un susurro lejano, confuso, que parecía pedir algo de forma indecisa.
—¿Qué? ¿Sigue bebiendo Seriozhka? —preguntó Vasili taciturno.
—Sí, se emborracha cada tarde —respondió su hijo sirviendo más vodka.
—Se va a echar a perder… Es lo que tiene el vivir así, con tanta libertad… sin miedo a nada… Y a ti te pasará lo mismo…
Yákov respondió de forma concisa:
—¡Yo no seré como él!
—¿Que no lo serás? —dijo Vasili frunciendo el ceño—. Sé bien lo que digo… ¿Cuánto hace que vives aquí? Más de tres meses. Pronto tendrás que volver a casa, y ¿llevarás mucho dinero? —Enfadado, se bebió el vodka de un trago y, cogiéndose la barba con la mano, tiró de ella de tal modo que le tembló la cabeza.
—En tan poco tiempo no es mucho lo que aquí se puede conseguir —razonó Yákov.
—Si es así no sé lo que haces aquí perdiendo el tiempo, vuélvete a la aldea.
Yákov se rió en silencio.
—¿Por qué tuerces el morro? —exclamó Vasili en tono de amenaza, cada vez más enfadado por el aplomo de su hijo—. ¡Tu padre te está hablando y tú te ríes! ¡Cuidadito con pasarte de la raya! A ver si te voy a tener que meter yo a ti en vereda…
Yákov se sirvió vodka y bebió. Sus burdos reproches le ofendían, pero resistió porque no quería decir lo que pensaba para no enfurecer a su padre. Se sentía un poco intimidado por su mirada, que brillaba adusta y severa.
Vasili, al ver que su hijo bebía solo y a él no le servía vodka, se enfureció más aún.
—¿Así que tu padre te dice que vuelvas a casa y tú le haces muecas? El sábado pides la cuenta y… ¡marchando a la aldea! ¿Me oyes?
—¡No me iré! —le aseguró Yákov negando obstinadamente con la cabeza.
—¿Cómo? —rugió Vasili y, apoyando las manos en un barril, se levantó—. ¿Es que no te ha quedado claro lo que te he dicho? ¿Le ladras a tu padre como un perro? ¿Has olvidado lo que puedo hacer contigo? ¿Lo has olvidado?
Sus labios temblaban, los espasmos arrugaban su rostro; dos venas le estallaban en las sienes.
—No he olvidado nada —dijo Yákov a media voz sin mirar a su padre—. ¿Y tú te acuerdas de todo?
—¡Tú no eres quién para darme a mí lecciones! Te voy a partir en mil pedazos…
Yákov se apartó de la mano de su padre, que pendía sobre su cabeza, y, apretando los dientes, declaró:
—No se te ocurra tocarme… Esto no es la aldea.
—¡Cállate! ¡En todas partes yo soy tu padre!
—Aquí no conseguirás que me azoten en el vólost, aquí no hay vólost —Yákov se rió en su cara y también se levantó despacio.
Vasili, con los ojos inyectados de sangre, estirando el cuello, apretó los puños y le echó a su hijo el aliento a la cara, un aliento caliente y mezclado con el olor del vodka. Yákov retrocedió y vigiló con mirada sombría cada uno de los movimientos de su padre, dispuesto a parar los golpes, aparentemente tranquilo, pero empapado en sudor. Los separaba el barril que servía de mesa.
—¿Que no haré que te azoten? —preguntó Vasili con voz ronca, encorvando la espalda como un gato dispuesto a saltar.
—Aquí todos somos iguales… Tú eres un trabajador y yo también.
—¿Cómo?
—¿Por qué la has tomado conmigo? ¿Crees que no me doy cuenta? Desde el primer momento tú…
Vasili soltó un gruñido y movió la mano tan rápido que a Yákov no le dio tiempo a apartarse. Recibió el golpe en la cabeza; se tambaleó y enseñó los dientes al rostro fiero de su padre, que de nuevo levantaba la mano.
—¡Ten cuidado! —le advirtió apretando los puños.
—¡Eso te digo yo a ti!
—¡Déjalo ya!
—¿Cómo te atreves? ¿A tu padre?… ¿A tu padre?… ¿A tu padre?…
Casi no tenían espacio, entre sus pies se enredaban los sacos, el barril volteado, el tocón.
Defendiéndose de los golpes con los puños, Yákov, pálido y sudoroso, con los dientes apretados y los ojos brillantes como los de un lobo, retrocedió lentamente ante su padre, pero éste avanzó feroz hacia él lanzando puñetazos, ciego de ira, con los cabellos revueltos, igual que un jabalí enfurecido.
—¡Para! ¡Déjalo! —dijo Yákov con tono siniestro pero tranquilo, saliendo por la puerta de la cabaña a la libertad.
El padre rugió y se lanzó hacia él, pero sus golpes se encontraron con los puños de su hijo.
—Mírate… Mírate… —le provocó Yákov, sintiéndose cada vez más desenvuelto.
—Espera… Quédate ahí…
Pero Yákov se apartó de un salto y echó a correr hacia el mar.
Vasili fue tras él con la cabeza baja y los brazos tendidos hacia delante, pero tropezó con algo y cayó de bruces. Rápidamente se puso de rodillas y se sentó en la arena. Estaba completamente extenuado por la trifulca, y profirió un doloroso aullido que nacía del sentimiento abrasador de la ofensa no satisfecha, y de la conciencia amarga de su debilidad.
—¡Maldito seas! —dijo con la voz ronca, estirando el cuello hacia Yákov y escupiendo la espuma de rabia que salía de sus labios temblorosos.
Yákov se apoyó en la barca y lo miró fijamente, frotándose con la mano la cabeza magullada. Una de las mangas de su camisa se había roto y colgaba de un hilo, el cuello también estaba rasgado, su blanco pecho sudoroso brillaba al sol como si lo hubiera untado con grasa. Ahora sentía desprecio por su padre, al que antes consideraba más fuerte. Al contemplar a ese hombre desgreñado y quejumbroso que desde la arena lo amenazaba con los puños, sonrió condescendiente con la sonrisa injuriosa que el fuerte le enseña al débil.
—¡Te maldigo… para siempre!
Vasili gritó con tanta fuerza su maldición que Yákov, inconscientemente, volvió la vista al mar, hacia la explotación, como si pensara que también allí se oiría este grito de impotencia.
Pero allí solo estaban las olas y el sol. Entonces escupió a un lado y dijo:
—¡Grita!… ¿A quién crees que haces daño? Nada más que a ti… Y puesto que las cosas están así entre nosotros, te diré algo…
—¡Cállate!… Fuera de mi vista… ¡Márchate! —gritó Vasili.
—No me voy a ir a la aldea… Pasaré aquí el invierno… —dijo Yákov sin perder de vista los movimientos de su padre—. Estoy mejor aquí, no soy tan tonto como para no darme cuenta. Todo es más fácil… Allí dirigirías mi vida a tu antojo, pero aquí ¡ni mucho menos!
Le sacó la lengua a su padre y rompió a reír, no a carcajadas, pero sí lo suficientemente fuerte para que Vasili, de nuevo enfurecido, se pusiera en pie de un brinco, cogiera un remo y corriera hacia él gritando con voz ronca:
—¿A tu padre? ¿A tu padre? Te voy a matar…
Pero cuando, ciego de ira, quiso llegar de un salto hasta la barca, Yákov ya estaba lejos. Corría, y la manga suelta de su camisa iba tras él por el aire.
Vasili le arrojó el remo, pero éste no le alcanzó, y el campesino, de nuevo extenuado, se derrumbó sobre la barca; arañaba la madera con las uñas mientras miraba a su hijo, que le gritaba a lo lejos:
—¡Debería darte vergüenza! Con la cabeza llena de canas y te pones hecho una bestia por una mujer… Pues que sepas que a la aldea no voy a volver… Te vas tú… que aquí no tienes nada que hacer.
—¡Yashka, cállate! —rugió Vasili con un grito ahogado—. ¡Yashka! Te voy a matar… ¡Largo de aquí!
Yákov echó a andar sin apresurarse.
El padre contemplaba con ojos inexpresivos, dementes, cómo se marchaba. Se iba haciendo más pequeño, como si sus piernas se hundieran en la arena… Ya le llegaba por la cintura… por los hombros… por la cabeza… Ya no estaba… Pero un minuto después, algo más lejos del lugar en el que había desaparecido, volvía a emerger su cabeza, sus hombros, después todo él. Ahora se hacía más pequeño… Se volvió, lo miró y gritó algo.
—¡Maldito seas! ¡Maldito, maldito! —respondió Vasili al grito de su hijo. Éste hizo un ademán con la mano, siguió su camino… y de nuevo desapareció tras una duna.
Vasili continuó mirando un buen rato en aquella dirección, hasta que le empezó a doler la espalda por la incómoda postura en la que estaba reclinado en la barca. Destrozado, se puso en pie y el dolor de huesos le hizo tambalearse. El cinturón se le había subido hasta las axilas; se lo quitó desabrochándolo con sus dedos toscos, lo levantó a la altura de los ojos y lo tiró a la arena. Después se dirigió a la cabaña y, deteniéndose ante un hoyo, recordó que en aquel lugar se había caído, y que de no haberse caído habría podido atrapar a su hijo. En la cabaña todo estaba patas arriba. Vasili buscó con la mirada la botella de vodka y la encontró entre los sacos. Estaba bien tapada, el vodka no se había derramado. Desenroscó lentamente el tapón y se llevó la botella a la boca para echar un trago. Pero el cristal le golpeó en los dientes y el vodka se le cayó por la barba, por el pecho.
Le zumbaba la cabeza, el corazón le oprimía y un dolor intenso le atravesaba la espalda.
—¡Soy un viejo! —dijo en voz alta, y se desplomó en la arena a la entrada de la cabaña.
El mar se extendía ante él. Las olas reían, ruidosas y juguetonas como siempre. Vasili estuvo mucho tiempo contemplando el agua, y recordó las mezquinas palabras que un día pronunció su hijo: “¡Si todo esto fuera tierra! ¡Tierra fértil! ¡Si se pudiera labrar!”.
El desasosiego invadió al campesino. Se frotó el pecho con fuerza, miró a su alrededor y respiró profundamente. Su cabeza se inclinó hacia delante y se le encorvó la espalda, como si un peso tirara de ella. Sentía una opresión en la garganta que le asfixiaba. Vasili se aclaró la voz y se santiguó mirando al cielo. Un pensamiento funesto se apoderó de él.
Había abandonado por una cualquiera a su mujer, con la que había convivido, ganándose honradamente la vida, más de quince años, y el Señor le castigaba con la rebelión de su hijo. ¡De esta manera, Señor!
Su hijo le había insultado, le había partido dolorosamente el corazón… Poco faltó para que le matara por haber deshonrado así el alma de su padre. ¡Y todo por una mala mujer de vida licenciosa! Él, un viejo, había pecado al unirse a ella y olvidar a su mujer y a su hijo…
Y he aquí que el Señor, en su ira divina, se lo recordaba, a través de su hijo le golpeaba el corazón con su justo castigo divino… ¡De esta manera, Señor!…
Vasili se sentó con la espalda encorvada y se santiguó. No dejaba de pestañear para que le cayeran las lágrimas, que le cegaban.
El sol se escondía en el mar. En el cielo se apagaba suavemente el purpúreo crepúsculo vespertino. Desde la silenciosa lejanía llegaba un viento cálido que secaba el rostro del campesino, humedecido por las lágrimas. Sumido en su arrepentimiento, estuvo sentado hasta que se quedó dormido.
Al día siguiente de la pelea con su padre, Yákov partió con los trabajadores de su cuadrilla en una barcaza remolcada por un barco de vapor a unas treinta verstas de la explotación para pescar esturión. Cinco días después le enviaron por provisiones y volvió solo en una barca de vela. Llegó a mediodía, cuando los trabajadores descansaban después de almorzar. Hacía un calor insoportable, la arena incandescente abrasaba los pies, y las escamas y espinas de los peces se clavaban en ellos. Yákov caminaba con mucho cuidado hacia los barracones y se maldecía por no haberse puesto las botas. Pero le daba pereza regresar a la barca, porque quería que le diera tiempo a comer algo y a ver a Malva. En los días de hastío pasados en el mar se había acordado de ella con frecuencia. Ahora tenía ganas de saber si había visto a su padre y qué le había contado… ¿Y si le había pegado? No le vendría mal, ¡se haría más dócil! Era demasiado provocadora y pendenciera…
La explotación estaba silenciosa y desierta. Habían cerrado las ventanas de los barracones, y esas enormes cajas de madera también parecían desfallecer de calor. En la oficina del capataz, escondida entre los barracones, se desgañitaba un niño. Detrás de las pilas de barriles se oían unas voces silenciosas.
Yákov se dirigió valiente hacia ellas: le había parecido reconocer la voz de Malva. Pero, cuando se acercó a los barriles y miró entre ellos, reculó de un salto y, frunciendo el ceño, se quedó parado.
Detrás de los barriles, a su sombra, estaba tumbado boca arriba, con las manos bajo la cabeza, el pelirrojo Seriozhka. Tenía sentado a un lado a su padre y al otro a Malva.
Yákov pensó de su padre: “¿Qué estará haciendo aquí? ¿Habrá dejado su tranquilo puesto para trasladarse a la explotación, estar más cerca de Malva e impedir que me acerque a ella? ¡Viejo diablo! ¡Si mi madre supiera de todo esto!… ¿Qué hago? ¿Voy hacia ellos?”.
—¡Vaya! —dijo Seriozhka—. ¿Así es que nos dejas? Pues nada, regresa a tu aldea a escarbar la tierra…
Yákov parpadeó loco de contento.
—Eso es… —dijo el padre.
Entonces Yákov se armó de valor, dio un paso hacia delante y dijo:
—¡Salud a la respetable compañía!
Su padre le miró fugazmente, Malva ni se inmutó, y Seriozhka estiró una pierna y dijo con voz profunda:
—¡Así que ha vuelto de tierras lejanas nuestro querido hijo Yashka! —y añadió con su peculiar tono—: Arranquémosle la piel para hacer un tambor como a la oveja la lana…
Malva se rió en voz baja.
—¡Qué calor! —dijo Yákov mientras se sentaba.
Vasili volvió a mirarlo.
—Te estaba esperando, Yákov —le dijo.
Su voz le pareció a Yákov más suave de lo habitual, y su rostro también se veía renovado.
—He venido por provisiones… —le informó, y le pidió a Seriozhka tabaco para liarse un cigarrillo.
—No seré yo quien te dé a ti tabaco, estúpido —le dijo Seriozhka sin moverse.
—Vuelvo a casa, Yákov —pronunció Vasili en un tono imponente, escarbando la arena con los dedos de la mano.
—¿Y eso? —su hijo le miró con aire inocente.
—Bueno, y tú… ¿te quedas?
—Sí, me quedo… ¿Qué vamos a hacer los dos en casa?
—Bueno… yo no digo nada. Como tú quieras… ¡ya no eres un niño! Lo único… recuerda que no resistiré mucho. Puede que viva largos años, pero trabajar no sé hasta cuándo podré… Ya no estoy acostumbrado a la tierra… Así que recuerda que tienes una madre.
Parecía que le costaba hablar, como si las palabras se le encajaran entre los dientes. Se acariciaba la barba y la mano le temblaba.
Malva no dejaba de mirarlo. Seriozhka, que tenía un ojo entornado, clavó el otro muy abierto en el rostro de Yákov. A Yákov le embargaba la alegría pero temía que se le notara, así que guardaba silencio y se miraba los pies.
—No te olvides de tu madre… Solo te tiene a ti —dijo Vasili.
—Bueno, vale —respondió Yákov, molesto—. Que ya lo sé.
—Me alegro de que lo sepas… —dijo su padre mirándolo con incredulidad—. Yo solo te digo que no lo olvides.
Vasili suspiró profundamente. Pasaron algunos minutos en silencio. Después Malva dijo:
—No tardarán en llamar al trabajo…
—Bueno, pues me voy… —les comunicó Vasili poniéndose en pie. Los demás se levantaron tras él—. Adiós, Serguéi… Si alguna vez pasas por la región del Volga podrías ir a verme… Distrito de Simbirsk, aldea de Mazló, vólost Nikolo Lykovskaia…
—De acuerdo —dijo Seriozhka sin dejar de estrecharle la mano con su nervuda garra cubierta de vello rojizo, mirando con una sonrisa el rostro triste y serio del viejo.
—Lykovo-Nikólskoie es un pueblo grande… Todo el mundo lo conoce, y nosotros estamos a cuatro verstas de allí —aclaró Vasili.
—Bueno, bueno… Lo tendré en cuenta llegada la ocasión…
—¡Adiós!
—¡Adiós, querido muchacho!
—¡Adiós, Malva! —dijo con voz sorda Vasili sin mirarla.
Ella, sin apresurarse, se limpió los labios con la manga, colocó sus blancas manos sobre los hombros de Vasili y en silencio y con el rostro grave le besó tres veces, en las mejillas y en los labios.
Él se quedó desconcertado y masculló algo ininteligible. Yákov agachó la cabeza ocultando una sonrisa, y Seriozhka bostezó perezoso mirando al cielo.
—Pasarás calor en el camino —dijo.
—Da igual… Bueno, ¡adiós, Yákov!
—Adiós.
Estaban uno frente a otro sin saber qué hacer. La triste palabra “adiós”, que tantas veces y de forma tan monótona había sido pronunciada en los últimos segundos, despertó en el alma de Yákov un cálido sentimiento por su padre, que no sabía cómo expresar: ¿debía abrazarlo como había hecho Malva, o estrecharle la mano como Seriozhka? Esa indecisión, que se reflejaba tanto en el gesto como en el rostro de Yákov, ofendió a Vasili, que volvió a sentir algo cercano a la vergüenza ante su hijo. Este sentimiento le recordó la escena en la lengua de tierra y los besos de Malva.
—¡Acuérdate de tu madre! —dijo por fin Vasili.
—¡Claro! —exclamó Yákov con una cálida sonrisa—. No te preocupes… que yo…
Y sacudió la cabeza.
—Bueno… ¡pues nada! Vivid aquí, si así lo quiere el Señor… y no me guardéis rencor… Seriozhka, bajo la popa de la barca verde he enterrado en la arena una cazuela.
—¿Y para qué quiere él la cazuela? —preguntó al instante Yákov.
—Ha sido designado para ocupar mi puesto… Allá, en la lengua de tierra —aclaró Vasili.
Yákov miró a Seriozhka y a Malva, y bajó la cabeza para ocultar la alegría con que brillaban sus ojos.
—Adiós, hermanos… ¡Me marcho!
Vasili les hizo una reverencia y echó a andar. Malva corrió tras él.
—Te acompaño un poquito…
Seriozhka se tumbó en la arena y agarró de la pierna a Yákov, que se disponía a seguir a Malva.
—¡Quieto ahí! ¿Adónde te crees que vas?
—¡Déjame! —Yákov intentó soltarse.
Pero Seriozhka lo agarró por la otra pierna.
—Siéntate aquí conmigo…
—¡Anda, déjame! No hagas tonterías.
—No hago tonterías… ¡Que te sientes!
Yákov se sentó apretando los dientes.
—¿Qué es lo que quieres?
—¡Espera! Cállate y déjame que piense, después te lo digo…
Sus ojos insolentes miraron de arriba abajo al muchacho con aire de amenaza, y Yákov tuvo que ceder.
Malva y Vasili llevaban un rato caminando en silencio. Ella miraba su rostro de reojo, y las pupilas le brillaban de un modo extraño. Vasili, por su parte, estaba sombrío y taciturno. Los pies se les hundían en la arena y andaban despacio.
—¡Vasia!
—¿Qué?
Vasili la miró, pero al instante apartó la cabeza.
—Es que fui yo la que a propósito provocó la riña entre vosotros… Podríais vivir los dos aquí, sin pelearos —le dijo con serenidad y sin rodeos.
—¿Y por qué tenías que hacer algo así? —le preguntó Vasili tras un breve silencio.
—No lo sé… ¡Porque sí!
Ella se encogió de hombros y se rió.
—¡Pues la has hecho buena! —le reprochó Vasili con voz colérica.
Ella guardó silencio.
—Vas a echar a perder a mi hijo, ¡al final le vas a echar a perder! Bruja, más que bruja… No temes a Dios… No tienes vergüenza… ¿Qué te propones?
—¿Y qué quieres que haga? —le preguntó con una mezcla de angustia y de despecho.
—¿Cómo? ¡Eres una…! —exclamó Vasili, presa de la ira.
Sentía unas ganas terribles de golpearla, de derribarla a sus pies, hundirla en la arena y patearla con las botas en el pecho y en la cara. Apretó los puños y miró hacia atrás. Allí, junto a los barriles, se divisaban las figuras de Yákov y de Seriozhka, y sus rostros estaban vueltos hacia él.
—¡Largo de aquí! ¡Vete! O no sé lo que te hago…
Casi en un susurro le dirigió varios insultos a la cara. Sus ojos estaban inyectados de sangre, le temblaba la barba, y se le iban las manos hacia los cabellos que le salían a Malva de debajo del pañuelo.
Ella le miraba serena con sus ojos verdes.
—¡Te voy a matar, ramera! Ya verás… un día revientas… ¡Alguien te partirá la cabeza!
Ella se rió y, tras un breve silencio, suspiró profundamente y le soltó:
—Bueno, ya está bien… ¡Adiós!
Se giró bruscamente y se marchó.
Vasili bramaba y rechinaba los dientes. Pero Malva seguía su camino, intentando colocar los pies en las profundas huellas que los de Vasili habían dejado en la arena, y una vez que estaba sobre ellas las borraba a conciencia. De esta forma llegó lentamente hasta los barriles, donde Seriozhka la recibió con una pregunta:
—¿Qué, lo has acompañado?
Ella asintió con la cabeza y se sentó a su lado. Yákov la miraba y sonreía dulcemente, moviendo los labios como si estuviera susurrando algo que solo él pudiera oír.
—¿Y te ha dado pena? —volvió a preguntarle Seriozhka.
—¿Cuándo te irás allá, a la lengua de tierra? —respondió con otra pregunta, señalando el mar con la cabeza.
—Al atardecer.
—Me voy contigo…
—¡Vaya! Me gusta la idea…
—¡Yo también voy! —les comunicó Yákov decidido.
—¿A ti quién te ha pedido que vengas? —preguntó Seriozhka entornando los ojos.
Se oyó el trémulo tañido de la vieja campana llamando al trabajo. Las campanadas galopaban presurosas por el aire una tras otra y morían entre el alegre susurro de las olas.
—¡Ella me lo pedirá! —dijo Yákov, mirando a Malva con gesto provocador.
—¿Yo? ¿Para qué te necesito? —se sorprendió.
—¡Seamos claros, Yashka! —dijo Serguéi con severidad poniéndose de pie—. Si te acercas a ella, ¡te rompo los huesos! Y, si le pones la mano encima, ¡acabo contigo como con una mosca! Te aplasto los sesos y ¡dejas de existir! ¡Así de sencillo!
Su rostro, su figura y sus manos nudosas tendidas hacia la garganta de Yákov decían con gran convicción lo fácil que sería para él.
Yákov dio un paso atrás y dijo con voz ahogada:
—¡Espera! Que sea ella misma la que…
—¡Chitón! Pero ¿qué te has creído? No te comerás el cordero, perro, así que da gracias si te echan huesos para que los roas… ¿Qué pasa? ¿Por qué pones esos ojos?
Yákov miró a Malva. Sus ojos verdes le dirigían una sonrisa ofensiva y humillante mientras se apretaba contra el costado de Seriozhka con tanta ternura que a Yákov le entraron sudores.
Se apartaron de él uno junto al otro y, cuando ya se habían alejado un poco, ambos estallaron en carcajadas. Yákov hundió el pie derecho en la arena y se quedó inmóvil en esa postura, respirando con dificultad.
A lo lejos, por las olas de arena amarillas y muertas, avanzaba una figura humana pequeña y oscura; a su derecha brillaba bajo el sol el mar alegre y poderoso, a su izquierda y alcanzando el horizonte se extendían las arenas, monótonas, melancólicas, desiertas. Yákov fijó la mirada en aquel hombre solitario y, tras pestañear con sus ojos llenos de agravio y perplejidad, se frotó con fuerza el pecho con ambas manos…
En la explotación comenzaba a bullir el trabajo.
Yákov oyó la voz cadenciosa y grave de Malva que gritaba:
—¿Quién ha cogido mi cuchillo?
Las olas sonaban, el sol brillaba, el mar reía…
*FIN*