Manual imperfecto del novelista
Seymour Menton
Hacia 1925, Horacio Quiroga elaboró un decálogo de mandamientos que publicó bajo el título de “Manual del perfecto cuentista”. Desde ese momento, por desgracia no se han eliminado los cuentistas imperfectos y son muy pocos los que han logrado el mismo grado de perfección de los mejores cuentos de Quiroga. Esto comprueba que es imposible establecer de antemano cuáles deben ser los ingredientes de un cuento sobresaliente, por no decir perfecto. Después de distinguir entre planetas, satélites y otros objetos celestiales del sistema solar colombiano, también estoy convencido de la imposibilidad de establecer criterios fijos y absolutos para todas las novelas de un solo país y mucho menos para todas las novelas de todos los países. A pesar de esa imposibilidad, los criterios siguientes pueden ser útiles para determinar el valor relativo de cualquier novela, o por lo menos, para distinguir entre planetas, satélites, meteoritos y platillos voladores.
1. Unidad orgánica
Una buena novela podría compararse a un edificio bien estructurado donde cada elemento cumple una función precisa, de acuerdo con un plan general. Para soportar el peso de la estructura y para crear un conjunto bello, no debería faltar ni sobrar ninguna piedra, ningún arbotante, ninguna viga ni ningún quebra-luz.
A veces, no se percibe a primera vista la armazón de una novela, lo que puede ocasionar la crítica de ciertos elementos aparentemente sueltos o gratuitos, o en el peor de los casos puede causar una interpretación equivocada de toda la novela. Para comprender una novela, hay que encontrar la clave o el eje estructurante que da coherencia a todos los elementos de la novela, por dispersos que sean.
En los análisis de Frutos de mi tierra y de La vorágine, el descubrimiento del eje estructurante desmiente a aquellos críticos que les han tachado su falta de unidad. La primera parece constar de dos novelas independientes que se entremezclan artificialmente. Sin embargo, la unidad orgánica salta a la vista al identificar como eje estructurante la ciudad de Medellín en un momento de transformación social. Aunque los personajes de los dos sectores sociales, es decir de las dos tramas, casi nunca aparecen en el mismo capítulo, están unidos por la estructura básica de los siete pecados capitales, algunos de éstos simbolizados por el puerco y por una serie de paralelismos.
La vorágine, en cambio, rezuma caos de acuerdo con su tema pero la identificación de su doble eje estructurante, el triangular y el circular, acaba con todas las incógnitas de la novela y revela tanto su complejidad artística como su trascendencia.
En las otras novelas estudiadas, la identificación del eje estructurante no representa ningún problema. Igual que Frutos de mi tierra, El día señalado se basa en el entretejimiento de dos argumentos. Sin embargo, El día señalado podría servir de prototipo de una novela que sufre de un exceso de unidad orgánica. Los capítulos alternan demasiado rigurosamente entre los dos argumentos y hay una simetría exagerada entre las fuerzas del bien y del mal y los motivos recurrentes que les corresponden.
La unidad orgánica de una novela proviene de una idea preconcebida de parte del autor de la visión de mundo que quiere plasmar a través de la selección de un tema, una trama, un grupo de personajes y un conjunto de recursos estilísticos apropiados. Hacia el final de cada novela, suelen intensificarse los refuerzos estructurales, o sea las alusiones a personajes o a acontecimientos anteriores para ayudar al lector a recordar toda la novela como una unidad. El éxito de esta técnica depende de la destreza con que se hacen las alusiones. La sola utilización de esas alusiones no garantiza que se refuerce la obra artísticamente. A veces, esas alusiones se introducen de una manera forzada, artificial -lo que revela demasiado la mano del escritor restándole autenticidad a la obra-.
2. Tema trascendente
No es el tema en sí sino la combinación del tema con su modo de elaboración que determina la trascendencia de la obra. Las grandes tragedias de Shakespeare, Hamlet, Macbeth y Otelo, se sitúan en tierras o tiempos lejanos tanto de la Inglaterra del siglo diez y siete como de la América del siglo veinte pero las obras llevan ya tres siglos de destacarse por sus temas trascendentes: el estudio de ciertos rasgos de carácter básicos del ser humano ejecutado de una manera magistral. En cambio, una novela detectivesca, por bien ejecutada que resulte, puede despertar un interés relampagueante pero que no deja de ser pasajero.
En cuanto a la novela colombiana, parece predominar la predilección por el tema social por encima del individual. Mientras El otoño del patriarca y Cien años de soledad pretenden abarcar la evolución histórica de todo un pueblo, de todo un continente y de toda la civilización occidental, otras obras como Frutos de mi tierra, La vorágine y El día señalado se sitúan dentro de un marco cronológico mucho más limitado. Cuando el tema del panorama familiar, como en Respirando el verano, carece casi completamente de una dimensión histórica, se reduce mucho la trascendencia de la obra, sobre todo, frente a Cien años de soledad. Tanto como la historia de Macondo se transforma en la historia del mundo occidental en Cien años de soledad, la plasmación de la violencia del mundo cauchero en La vorágine, a pesar de referirse a una situación muy precisa y limitada, llega a una mayor trascendencia que la de El día señalado, mediante sus dimensiones arquetípicas y su complejidad artística.
3. Argumento, trama, o fábula interesante
Uno de los grandes aciertos de Cien años de soledad es la fascinación que ejerce sobre una gran variedad de lectores. Igual que las grandes novelas del siglo diez y nueve, se narra una historia intrínsecamente interesante. Llámese argumento, trama o fábula, lo que sucede en la novela debe provocar el interés del lector y mantenerlo hasta el final. Indudablemente varían mucho los gustos y la preparación cultural de cada lector. Por lo tanto, lo que interesa a un lector, otro lo puede encontrar aburrido o incomprensible. No obstante, demasiados novelistas del siglo veinte se han dejado ofuscar por la búsqueda de novedades formales que a veces terminan en puro alarde tecnicista perjudicando el interés del relato. En efecto, Cien años de soledad se distingue de las otras novelas del llamado Boom hispanoamericano por su relativa y aparente sencillez. La trama es interesante por la variedad de sucesos, la variedad de personajes pintorescos y la dosis justa de humorismo. Por llevar los personajes nombres tan semejantes, el narrador se ve obligado a repasar periódicamente el elenco, pero cada vez que la lectura está a punto de ser aburrida por la repetición, en ese mismo momento se introducen atinadamente nuevos personajes y nuevos sucesos. Claro que la novela también despierta interés en el lector culto por sus distintos niveles de interpretación.
Aunque las otras novelas analizadas en este libro no se lean con el mismo grado de interés que Cien años de soledad, todas tienen una trama relativamente interesante. El día señalado se destaca por su gran tensión dramática que crece constantemente pero el fin resulta algo melodramático al prolongarse demasiado la escena culminante. En cambio, hay momentos en Frutos de mi tierra en que los pasajes descriptivos parecen prolongarse demasiado y se necesita una lectura cuidadosa para revelar su importancia en la estructura total de la novela. La lectura de El otoño del patriarca llega a ser monótona de vez en cuando pero el lector experimentado reconoce que esa monotonía es un efecto deseado por el autor para reflejar lo interminable de la dictadura del patriarca.
4. Caracterización acertada
La novela colombiana y la novela hispanoamericana en general no han sido justamente apreciadas por los críticos europeos y norteamericanos porque tal vez los criterios principales empleados por estos críticos sean la complejidad sicológica, la verosimilitud y la constancia de caracterización del protagonista y de los otros personajes. En las novelas de los llamados países desarrollados del mundo capitalista, los problemas sociales están subordinados a los problemas individuales mientras la búsqueda de la identidad nacional no constituye una preocupación porque ya se formuló hace mucho tiempo. En cambio, el novelista hispanoamericano suele considerarse la conciencia de su patria obligado a denunciar abusos, reclamar derechos y formular una nueva conciencia social. Por lo tanto, en muchas novelas hispanoamericanas, el protagonista no es un individuo sino un pueblo, una ciudad o una nación. Por eso, una obra como El señor Presidente de Miguel Ángel Asturias no ha sido debidamente justipreciada fuera de Hispanoamérica y por eso, se han equivocado tanto críticos conradianos que han tratado de comprobar que una sola persona es el protagonista de Nostromo cuando en realidad es Costaguana, síntesis geográfica e histórica de la nación latinoamericana que protagoniza la novela.
Respecto a las novelas colombianas estudiadas, hay pocos protagonistas individuales en el sentido tradicional del género. Por ejemplo, el carácter grotesco del dictador de El otoño del patriarca no satisface al crítico que busca la verosimilitud. Lo mismo podría decirse de La vorágine. A pesar de ser Arturo Cova el narrador principal y el personaje más importante, se ha dicho con cierta razón que el verdadero protagonista de la novela es la selva. En algunas de las novelas estudiadas, no hay un sólo protagonista sino toda una familia (Respirando el verano) o todo un pueblo (Cien años de soledad, El día señalado). Los personajes de Cien años de soledad no se destacan por su complejidad sicológica sino por ser sumamente pintorescos, capaces de las acciones más incongruentes y a veces de la mayor ternura. Su falta de individualidad sicológica les permite transformarse en ciertos momentos en figuras arquetípicas. En Frutos de mi tierra, de acuerdo con la estética realista decimonónica, los personajes son puras caricaturas. En el caso de Respirando el verano, sin embargo, como tiene más trazas de novela sicológica, es lícito criticarle el desarrollo insuficiente de ciertos personajes y el no mantenerse la caracterización original de Jorge.
5. Constancia de tono
Un tono constante forma, desde luego, parte de la unidad orgánica de una obra. El tono exaltado de La vorágine concuerda tanto con el carácter de poeta delirante del narrador principal como con la intensidad del sufrimiento de las almas perdidas en la selva infernal. En una novela de este tipo desentonaría cualquier intento de parte del narrador de permitirse los juegos de palabras que abundan tanto en Frutos de mi tierra.
A pesar de que la novela hispanoamericana en general se caracteriza por su tono dramático, trágico y sombrío, reflejo de la realidad, sólo dos de las novelas colombianas estudiadas aquí, La vorágine y El día señalado siguen esa pauta. Cien años de soledad y El otoño del patriarca sobresalen en gran parte por el sentido humorístico del autor basado en la hipérbole rabelesiana y en la naturalidad con que se narran las cosas más extravagantes.
El humor típico del costumbrismo del siglo diez y nueve se reviste en Frutos de mi tierra de un fuerte tono crítico basado en la ironía que no deja de sentirse en ningún momento. Por eso, no solamente el amor entre Filomena y César sino también el de Martín y Pepa distan mucho de tomarse tan en serio como el de María y Efraín en la novela de Isaacs.
6. Adecuación de recursos técnicos
El empleo de cualquier recurso técnico, por novedoso y bien ejecutado que sea, no constituye automáticamente un acierto. Todo recurso técnico tiene que relacionarse con el plan general de la novela. Si trazamos la trayectoria de la novela colombiana en total desde Manuela (1858) hasta Cien años de soledad (1967) y sus satélites, no cabe duda que hay una creciente conciencia profesional de parte de los autores. A medida que va creciendo el nivel cultural del lector medio, también va creciendo la preparación cultural y profesional del novelista medio. Con la modernización reciente y repentina de varios países hispanoamericanos, por muy defectuosa que sea, se ha creado un sector intelectual mucho más amplio que antes y que ya no se siente tan dependiente de la cultura europea o norteamericana. De ahí que hayan surgido novelistas como Carpentier, Asturias, Cortázar, Rulfo, Fuentes, García Márquez y Vargas Llosa que han merecido el respeto de los críticos de París, Londres y Nueva York y que no tienen nada que pedir a sus congéneres europeos y norteamericanos.
No obstante, esto no quiere decir de ninguna manera que cualquier novela de la década del 60 sea superior a todas las novelas, digamos, de la década del 20. Es muy posible que el conjunto de novelas de 1960-70 supere al conjunto de novelas de 1920-30 pero ya se ha comprobado la alta calidad artística de La vorágine con la cual ¿qué otra novela colombiana más reciente, fuera de Cien años de soledad, podría competir? De la misma manera se ha comprobado la alta calidad artística de Frutos de mi tierra dentro de la tendencia artística de su época.
Entre los recursos técnicos comentados en los capítulos individuales, se destacan el contrapunto (Frutos de mi tierra, El día señalado), una alternación de distintos planos cronológicos (Respirando el verano, El otoño del patriarca), el cambio de voz narrativa (La vorágine, El día señalado, El otoño del patriarca), los comentarios sobre la misma gestación de la novela (La vorágine) y otros. Como se ve por los ejemplos, esas técnicas no se limitan a las novelas más recientes.
El contrapunto suele tener mayor efecto cuando se van alternando capítulos cuyas relaciones no son demasiado obvias desde el principio y por lo tanto, obligan al lector a buscarlas. En ese sentido, Frutos de mi tierra supera a El día señalado. La novela de Mejía Vallejo sigue un plan demasiado rígido de alternar entre los dos temas demasiado parecidos y entre los dos narradores cuyos estilos tampoco se diferencian bastante. Cuanto más obvios y simplistas los personajes y elementos antagónicos y cuanto más abundantes los grupos binarios, tanto menos su efecto artístico. Cuando se oponen demasiado claramente las fuerzas del bien y del mal, se cae en el maniqueísmo, pecado capital para el crítico del siglo veinte que califica la caracterización por el grado de conflictividad de los personajes. Por eso, en El día señalado, el Cojo Chútez impresiona como mejor creación literaria que su hijo que no tiene más que una obsesión, la de la venganza.
El dualismo es un fenómeno universal pero suele aparecer más en la novela colombiana como factor determinante que en la novela de otros países hispanoamericanos. Eso podría atribuirse a la oposición tradicional entre liberales y conservadores que sigue siendo un tema importante en las novelas de la Violencia de la segunda mitad del siglo veinte. Si hace falta comprobar que el fenómeno dualístico no aparece en tantas novelas colombianas por casualidad, sólo hay que echar una ojeada a una excepción, La vorágine, estructurada sobre una base trinaria.
Una de las técnicas predilectas de los novelistas del siglo veinte es el romper la cronología lineal de las novelas anteriores. Al explorar el laberinto de la mente humana, el novelista presenta simultáneamente el presente y distintos momentos del pasado. En Respirando el verano, los saltos cronológicos a veces son tan arbitrarios que sirven más para crear un rompecabezas que para profundizar en la caracterización de los personajes. En El otoño del patriarca, como en Cien años de soledad, resalta no tanto la simultaneidad de distintos planos cronológicos sino la coexistencia de un tiempo muy limitado y muy preciso con un tiempo vago casi atemporal, propia del realismo mágico. En El otoño del patriarca, ese concepto del tiempo refleja el carácter interminable de la dictadura hispanoamericana. A pesar de su mayor sencillez cronológica, Cien años de soledad refleja el concepto borgesiano de la fusión de pasado, presente y futuro.
Además de acabar con la cronología lineal, el novelista del siglo veinte también acaba con el narrador omnisciente. La realidad se hace relativa y hay que verla desde distintos ángulos. Ningún individuo es capaz de conocer la realidad. En La vorágine, un narrador engendra a otro en una especie de reflejo de los círculos concéntricos del infierno por donde va bajando Arturo Cova. Los narradores en El otoño del patriarca se vuelven a veces totalmente anónimos y van cambiándose constantemente para crear la impresión de que es imposible conocer la realidad, o sea que no hay una sola realidad absoluta.
Desde Unamuno y Pirandello, la literatura del siglo veinte ha revelado una tendencia de explorar el proceso creativo dentro de la misma obra creada. Respecto a la novela hispanoamericana, Rayuela de Julio Cortázar se reconoce como el prototipo. No obstante, tanto como esa tendencia se remonta al Quijote y a Tristram Shandy en el plano de la literatura universal, en la novela colombiana los antecedentes de ese aspecto de Cien años de soledad pueden encontrarse en La vorágine. Como se ha visto en los capítulos individuales, hay distintos modos de incorporar esa técnica en la novela. Lo que sí suelen tener en común es la conciencia de la relación entre la obra que se está creando y las obras maestras de la literatura universal, y en los ejemplos más recientes, de la literatura hispanoamericana.
El reconocimiento de la presencia de esas obras universales es indispensable para comprender La vorágine (La divina comedia). En cuanto a Cien años de soledad, la novela sobresale por su gran originalidad a pesar de que alude intertextualmente a muchísimas obras literarias desde el Antiguo Testamento hasta Rayuela, alusiones que constituyen una de las varias estructuras totalizantes.
7. Lenguaje creativo
El mayor énfasis que se ha dado últimamente a la experimentación estructural también se refleja en el lenguaje hasta el punto de que se habla de la novela lingüística. Una novela, como toda obra literaria, se hace con palabras y un criterio para juzgar una novela tiene que ser la adecuación del lenguaje. El lenguaje o el estilo empleado por el novelista no puede analizarse en un vacío sino en relación con todo el organismo de la novela. Dentro de los distintos estilos epocales, no cabe duda de que ciertos autores se destacan por su maestría lingüística. Los colombianos en general tienen fama de ser buenos hablistas y en efecto todas las novelas estudiadas lucen un gran dominio de la lengua.
Entre las novelas estudiadas, hay que elogiar Frutos de mi tierra, por su combinación de un lenguaje culto, rico en vocablos e ingenioso con una maestría del dialecto popular de Medellín; La vorágine, por su cualidad delirante de su prosa. El día señalado y Respirando el verano lucen un lenguaje rico en efectos sensoriales y en imágenes que a veces llegan a ser excesivos. En cambio, la parquedad de esos efectos en Cien años de soledad les da mayor relieve. El uso exagerado de la anáfora en El otoño del patriarca, de acuerdo con el tema de la novela, indica que el novelista profesional es el que sabe adaptar o cambiar su estilo según las necesidades de cada novela.
8. Originalidad
Además de las cualidades intrínsecas de una novela, hay, por lo menos, dos factores extrínsecos que contribuyen a su fama: su originalidad y su impacto posterior sobre otras obras. Para determinar la originalidad de una obra, su fecha de publicación es muy importante. Frutos de mi tierra (1896), a pesar de sus logros artísticos, seguramente habría sido más reconocida como la mejor novela realista de Hispanoamérica si se hubiera publicado treinta años antes. La vorágine y Cien años de soledad se aprecian, entre otras cosas, por su falta de antecedentes europeos. En cambio, El otoño del patriarca, a pesar de sus aciertos, sufre por seguir el camino ya trillado de la dictadura sintética de la América Latina (Nostromo, Tirano Banderas, El recurso del método, etc).
9. Impacto posterior
Si se juzga el valor de una novela por su impacto posterior, por su engendro de otras novelas parecidas, no cabe duda de que las mejores de todas las novelas colombianas son María, La vorágine y Cien años de soledad. En esas tres obras coinciden los altos valores intrínsecos con una influencia sobre otros novelistas dentro y fuera de Colombia. Hay un parentesco bastante obvio entre María y las historias sentimentales de El alférez real (1886) del colombiano Eustaquio Palacios, Carmen (1882) del mexicano Pedro Castera, Angelina (1893) del mexicano Rafael Delgado, Peonía del venezolano Manuel V. Romero García y otras muchas. La vorágine tuvo aún mayores repercusiones llegando a ser casi el prototipo de la novela criollista aunque no plantea el tema maniqueísta de civilización y barbarie que caracteriza a tantos de sus engendros. Apenas han transcurrido diez años desde la publicación de Cien años de soledad y ya hay toda una escuela macondina en Colombia. Fuera de las fronteras nacionales, la novela ha gozado de un éxito tremendo por todo el mundo y su influencia salta a la vista en Los fulgores del tiempo del nicaragüense Sergio Ramírez, en Los niños de medianoche de Salman Rushdie de la India y de otras muchas novelas de Hispanoamérica, Estados Unidos, Europa, África y otras partes.
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El gran éxito de Cien años de soledad y la relativa riqueza de la novela colombiana desde 1960 suele identificarse con el Boom de la novela hispanoamericana. No obstante, el hecho de que ese Boom no se haya manifestado en todos los países con el mismo brillo indica que influyen también factores locales. Desde 1960, la novela guatemalteca y la ecuatoriana están en relativa decadencia. En Guatemala, a causa de los gobiernos represivos desde 1954, un gran porcentaje de los literatos prefieren vivir en el exterior y a excepción de Miguel Ángel Asturias y Mario Monteforte Toledo, muerto el uno, ya en los 60 el otro, ningún novelista ha cobrado renombre ni siquiera nacional. En el Ecuador, los famosos viejos de la década del treinta, Demetrio Aguilera Malta, Alfredo Pareja Diezcanseco y Jorge Icaza se han regenerado con nuevas obras que caben dentro del Boom. Tal vez por eso, no se han perfilado nuevos valores en la novelística de ese país. En Venezuela, la actividad editorial ha aumentado muchísimo pero los únicos nombres que suenan fuera del país son Salvador Garmendia y en grado menor, Adriano González León.
En Colombia, la incorporación socioeconómica de la región de la costa en la nación y el crecimiento vertiginoso de Bogotá ha puesto fin al regionalismo tradicional. A partir de la década del 60, no cabe duda de que Bogotá es el único centro cultural del país a donde acuden novelistas de todas partes. Una mayor conciencia nacional despertada en parte por la Violencia ha contribuido a fomentar la producción novelística. Si Colombia todavía no se encuentra novelísticamente a la par de México ni de Chile, se debe a que esos dos países ya tenían una fuerte conciencia nacional a principios del siglo diez y nueve cuando nacía la novela. Sin embargo, si se juzga la novela colombiana sólo desde 1960 hasta la actualidad, supera a la chilena y sólo se encuentra a la zaga de la mexicana, la argentina y tal vez la cubana. Para que alcance a éstas y tal vez rebasarlas, tendrá que escaparse de la órbita macondina y encontrar los modos más apropiados para novelar las tremendas contradicciones que se ven diariamente en la nueva Bogotá. Tal vez lo haga el mismo García Márquez aunque es más probable que sea algún joven bogotano que haya experimentado en carne viva esa transformación.
Nota: Último capítulo (conclusiones) del libro La novela colombiana: planetas y satélites (1978), recientemente incorporado a su nuevo libro: Caminata por la narrativa latinoamericana (2002).