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Maria Giuseppa

[Cuento - Texto completo.]

Tommaso Landolfi

Yo, cuando alguna vez voy a pasear por la parte alta, como se dice en mi pueblo, o cuando paso junto a la cancela del camposanto, siempre pienso en Maria Giuseppa. Quién sabe, tal vez Maria Giuseppa murió por mi causa hará unos doce años. ¡Je, je! Si alguno de ustedes me conoce, seguro que no dejará de reírse: “¿Una mujer muerta por Giacomo? ¿Qué querrá decir?”. Porque ese alguien no dejará de acordarse de mi nariz en forma de pimiento y de mi aire de idiota, como dicen. Y, en efecto, seguro que debo ser un idiota, pues nunca me creía un idiota y he oído decir a muchos que si me hubiera considerado como tal habría sido algo menos idiota. Pero, en serio, ¿acaso vale la pena razonar sobre ello?

Señores, quiero contarles cómo Maria Giuseppa murió por mí, pues, sea como sea, siento que debo contarlo a alguien y que debo liberarme de aquella especie de remordimiento que sentía cuando la oía agonizar a la luz de una palmatoria en aquel cuarto suyo sin ventanas, el que en mi casa se llama “el cuarto oscuro”. Afuera había un montón de gente: las hermanas, las tías y no recuerdo quién más. ¡Oh! Porque, a fin de cuentas, ¿de qué tendría que tener remordimiento? No es pecado ser conquistado por las gracias de una mujer… Pero juzguen ustedes mismos.

Maria Giuseppa era una mujer que tenía conmigo en la gran casa, ya sin moradores, cuando iba a parar una temporada en ella durante el verano. El resto del año Maria Giuseppa se quedaba sola allí dentro, trabajaba el huerto con la azada, vendía las hierbas y cuando yo regresaba siempre me hacía encontrar un dinerito, poco, la verdad, pero lo suficiente para pagarle una mesada y la comida de todo el año. Todos mis parientes decían que Maria Giuseppa era una estúpida y una ignorante sin ideas, y la verdad es que yo no puedo juzgar si era así o no, pero lo cierto es que siempre me inquietaba con Maria Giuseppa, que siempre quería hacer su real gana, que no quería obedecerme, etc.

Miren ustedes, yo deseaba mucho encontrarme solo en aquella casa, pero por qué lo deseaba o qué iba a hacer allí o qué intenciones tenía al ir allí es algo que nunca he comprendido. Salía de casa solo al atardecer y me iba a ver a algún pariente, pero durante todo el largo día de estío estaba siempre solo. O mejor, solo no, estaba con Maria Giuseppa.

Yo duermo poquísimo y por ello, a menudo, cuando tomaba el fresco por la mañana en el patio en mangas de camisa y con los pantalones del pijama, o cuando le tiraba piedras a los gatos que estaban abajo, en el huerto, asistía al regreso de la iglesia de Maria Giuseppa. Se levantaba siempre muy temprano para oír la primera misa en la iglesia mayor del pueblo. La veía abrir tímidamente la gran puerta y mirarme un poco mortificada y un poco temerosa, pues sabía que yo, en cuanto me despertaba, quería mi café. Yo seguía, sin responder a su saludo, tirándoles piedras a los gatos y azuzaba al perro, que estaba adiestrado para la maniobra y que perseguía a esas cosas negras velocísimas en que se convierten los gatos asustados. Muchas veces he observado que los perros tienen el mismo carácter que sus amos; es fácil plasmar un alma de perro aun sin proponérselo. Por eso, mi perro no tenía ese aire jactancioso que tienen algunos perros de los hombres inteligentes, y si se topaba con algún semejante suyo le esquivaba con sumo cuidado o, si no, se dejaba olfatear, siempre con aquella mirada no tranquila, sino estúpida, que también es la mía, por lo menos cuando me miro al espejo. Pero donde su amo no era un cobarde, es decir, en su casa, con los gatos y con Maria Giuseppa, él también parecía animado del valor de un león.

Pero algunas veces en que me hallaba de mal humor agredía a aquella mujer con un montón de palabras extrañas e incluso con palabrotas, entre las que siempre aparecía alguna frase en árabe (porque, de joven, yo estudié árabe, pero al cabo de diez años de estudiarlo tiré todos los libros y las gramáticas y ahora ya no sé árabe). Maria Giuseppa se protegía como podía de las palabrotas y de las bofetadas que —pero, cuidado, en raras ocasiones— se me escapaban de vez en cuando, y la veía cruzar el patio y apresurarse a sacar de debajo de la ceniza los tizones al rojo que había enterrado la noche antes para calentarme el café. ¡Qué fea era Maria Giuseppa! La verdad es que viéndola así, arreglada y con el borde de las bandas del pelo untado de aceite saliéndole de debajo del pañuelo, hasta podía parecer una mujer como tantas otras en el pueblo. Pero yo sabía que era fea porque más de una vez había subido sin avisar a su cuarto y la había visto sin bata y sin sayas y entonces me había dado cuenta de que era una cosa lisa, sin caderas y sin pecho y con unas piernas gordas de campesina. Además, muchas veces, cuando le quitaba, jugando, el pañuelo de la cabeza, casi me daba pena aquella cabeza alargada, alargada, con una frente que no tenía ni cuatro dedos y con aquellas dos bandas de pelo peinado con aceite. Maria Giuseppa tenía manos grandes, grandes pies y siempre caminaba metiendo un ruido que daba miedo. Pero, por lo demás, yo la había traído del campo y el primer día ni siquiera sabía cascar un huevo y tuve que enseñarle a hacer tortillas para no quedarme sin comer. Ella me decía que era campesina y que allí, en el campo, solo trabajaba en el huerto a jornal y que nunca había cocinado. Pero, a fin de cuentas, ¿qué les importa a ustedes todo esto? He perdido el hilo… Ah, sí. Les estaba diciendo, señores, que no sabía a qué demonios iba yo a aquella casa. En la ciudad, sí: me levantaba, iba al café con algunos buenos tipos que me insultaban y que acaso me despreciaban pero luego jugaban una partida conmigo. Resumiendo, no era una mala vida con la poca renta que todavía me queda. Pero dejemos eso…

Me levantaba pronto, casi al amanecer, y jugaba mucho con el perro y, si queremos llamarlo así, lo atormentaba hasta que llegaba Maria Giuseppa. Entonces empezaba a atormentarla a ella. Vamos despacio con eso de atormentar. Porque, ¿cómo se pueden llamar tormentos todas aquellas bromas sin mala intención que le gastaba? Es verdad que ella se afligía mucho y que lloraba durante casi todo el día. Es más, a veces se lamentaba y gritaba que no sabía por qué pecado la Virgen la había cargado con aquella cruz, y que se marcharía antes que soportar, etc. Pero, la verdad, lo que yo no podía soportar era: en primer lugar, que gritase, cuando gritaba, y que la gente pudiera creer que yo le estaba haciendo a saber qué cosas. Y en segundo, si no se encontraba bien, ¿por qué no se marchaba? ¿Quién la obligaba a quedarse? La verdad es que ella decía que le había tomado cariño a la casa (y, en efecto, intentaba hacerlo todo bien y nunca me robaba ni un céntimo), pero ya se sabe que eso no es más que pura palabrería. ¿Cómo se le puede tomar cariño a una casa que no es la nuestra? Y yo ni siquiera sé cómo se le puede tomar cariño a la nuestra… Y, además, señores, ¿qué sufría ella? Miren, yo siempre he partido del principio de que, como dice un viejo refrán, hay que darle al burro donde le duela al amo. Ahora bien, por ejemplo, si yo le decía que pusiera todas las sillas de la sala encima de la mesa o si la llamaba para que viniera a jugar conmigo con una pelota llena de trapos, ¿qué razones tenía para negarse y resistirse y decir que tenía mucho que hacer y quejarse? Si yo la llamaba, su quehacer, evidentemente, era lo que yo quisiera. Yo la pagaba, y díganme, señores, ¿qué debe hacer una persona pagada sino lo que quiera el amo y nada más? Pero Maria Giuseppa esto no lo entendía. Sin embargo, es verdad, en serio, que siempre conseguía que hiciera lo que yo quería. Bastaba con que le metiese mucho miedo gritándole al oído algún insulto o que agarrase un bastón de nudos que tenía a propósito para ello. Casi nunca le pegaba, pero algunas veces la empujaba con la punta y, en todo caso, a Maria Giuseppa, como a los perros, le bastaba con ver la estaca para obedecer. Yo he visto algunos tigres en los circos que, aun haciendo los ejercicios que el domador les exige, rugen a lo largo de todo el espectáculo. Así, Maria Giuseppa hacía todo lo que le ordenaba, pero la oía refunfuñar toda enfadada y áspera (mientras, supongamos, recibía la pelota con el brazo doblado sobre el pecho o se quedaba sentada cuando, en cambio, quería ir a echar de comer a las gallinas), diciendo que ella no era un animal para que la tratasen como a un perro y que no tenía tiempo para estar perdiendo tiempo ni para estar bromeando conmigo. Maria Giuseppa, enfurruñada, era una de las cosas que más me irritaban. Entonces parecía que recuperaba su alma campesina, aunque ya hacía muchos años que estaba en el pueblo y en mi casa, y me contestaba mal y con el ceño fruncido. Luego lloraba con más frecuencia de lo habitual y por nada. Bastaba con ordenarle, supongamos, que pasara por una calle que no era la de siempre y que fuera a decirle, supongamos, esto y lo de más allá a fulano o a zutano, para que se echara a llorar. Y si lloraba, las más de las veces hablaba. Y siempre, cuando hablaba, no había nada que la pudiera parar. Especialmente, cuando se sentía apenada, no había modo de que dejara de llorar. Tenía una voz no áspera pero de un tono un poco alto, y yo (que soy nervioso) me irritaba horriblemente con sus lloros. Entonces me echaba encima de ella, la insultaba bestialmente, pero nunca conseguía hacerla callar. La pegaba donde la pillaba, en la cabeza, en el pecho, en la cara, pero ella, en lugar de callarse, seguía con más fuerza y después de unos agudos que acompañaban sus crecientes sollozos, adquiría un tono uniforme y hablaba y hablaba sin parar. Yo, apretándome la cabeza entre las manos, me veía obligado a escapar y la dejaba allí, anegada en llanto y hablando, sentada en una silla de madera y apoyada en un sillón de respaldo bajo. Lo cierto es que a menudo lo recuerdo así. Desde la otra habitación la oía pedir auxilio a un montón de santos, decir que quería ir a ahogarse y protestar que antes que pasar su vida mortificada de ese modo se marcharía. Pero nunca se marchaba. Es verdad que muchas veces salía y se iba a quejar a algún pariente mío, pero siempre regresaba al atardecer, de nuevo paciente. ¡Y qué modo de hablar, señores! Cuántas veces intenté interrumpir su palabrería o hacerle contar una cosa de un modo distinto al suyo, siguiendo, como se dice, otro método. Pero ni por ésas; si se veía interrumpida volvía a contar los hechos en el mismo orden pero, en cualquier caso, no era capaz de callarse ni de irse. Yo sentía sus palabras pulular bajo mis manos, que querían reprimirlas, y eso me irritaba mucho. Por eso, una vez le tiré un plato a la cabeza, que el Señor me perdone, y luego estuve acariciándola durante mucho tiempo, porque, ya se sabe, soy un cobarde. A saber lo que habría ido diciendo por el pueblo si lo llega a contar: “A don Giacomino los carabineros se lo llevaron al cuartelillo”…

Es verdad que Maria Giuseppa me irritaba por un montón de cosas, pero —¿cómo lo diría?— me sentía atraído hacia ella, allí en la cocina, sin saber cómo. En casa hay muchos libros que me dejó mi padre y, por eso, yo creía a veces que podía ponerme a leer. Iba a buscar algunas ediciones viejas de Dumas o de Sue, pero ni siquiera ellos me interesaban. En el fondo, nunca me interesaron nada. ¿Quién entiende algo de esas cosas que dicen y hacen D’Artagnan y Aramis? Seguramente yo soy un idiota, pero siempre creía que la vida era algo distinto, algo más pequeño, más gris… Pero, la verdad es, señores, que siempre pierdo el hilo. Les estaba diciendo que aquellos libros no me interesaban nada, o bien, aunque me distrajera con ellos un momento, de repente sentía una fuerza dentro de mí, un ímpetu nervioso que no me dejaba estar quieto en el diván de la sala donde me tumbaba. Pero, a fin de cuentas, ¿qué me importa contarles estas cosas? El hecho es que me ponía a correr por el patio, tiraba, riéndome, la bola de piedra que está en la barandilla de la vieja escalera y hacía con ella un montón de hoyos en la tierra, me revolcaba en el polvo con el perro que aullaba de alegría pero, al final, siempre iba a parar a la cocina. ¿Por qué? Tal vez fuera la soledad, pero cuando encontraba a Maria Giuseppa ante los fogones cortando cuidadosamente la carne en filetes y cogiendo la dosis de ajo y de perejil con tanta meticulosidad, casi siempre se lo tiraba todo al suelo. Los gatos acudían rápidos a llevarse la carne y yo reía feliz. Naturalmente, Maria Giuseppa empezaba a llorar, pero esta vez silenciosamente y eso me divertía mucho. No sé cómo decirlo y, además, es inútil que lo diga, señores, pero me parecía que necesitaba hacerla mover, sacarla de su canal. ¿Cómo se dice esto? Me parecía verla encanalada, con todas sus energías. ¿Y no es muy bonito romper algunos medios tubos que llevan el agua a los huertos y ver a la pobre agua correr de aquí para allá y cómo la tierra la absorbe y ya no puede seguir recta por el medio tubo? De verdad, señores, que me río solo al pensarlo.

Fuera como fuese, siempre buscaba muchas maneras de pincharla, de pegarle, de hacerla llorar. Bueno, no quería hacerla llorar, pero ella al final lloraba después de muchos intentos de defenderse y de rogarme muchas veces que la dejase estar. A veces, con unas ramas le pegaba fuerte en las caderas, a veces le arrancaba el pañuelo de la cabeza y lo tiraba al aire. Ella me divertía corriendo detrás de mí e intentando agarrarlo al vuelo. No sé decir lo divertido que era verla con su cara alargada, alargada, con el pelo untado de aceite, poniéndose de puntillas sin conseguir nunca nada porque Maria Giuseppa era baja. ¡Tal vez no me llegaba ni al hombro! Aquélla era una diversión curiosa. A veces, incluso se me encogía el corazón y entonces le devolvía su pañuelo y me retiraba a una habitación cualquiera.

Aquellos días eran largos y cortos, no sabría decir cómo. A veces me pasaba dos horas, tres horas, canturreando algunos motivos, siempre los mismos, sin cambiar nunca, como hacen algunos niños pequeños, pero debo decirles en qué postura. Me dejaba resbalar en la silla hasta que solo se apoyaban en ella los hombros; luego doblaba las piernas para formar como un puente en el cuerpo, entre las rodillas y los hombros. El cuello me dolía casi siempre si me levantaba porque tenía que mirar delante de mí, y así pasaba mañanas y tardes enteras. Pero en general me parecía que nunca sabía qué hacer. Tal vez fuera esa especie de aburrimiento lo que me hacía hacer aquellas cosas. Pero aburrimiento no es la palabra, porque me divertía un montón tomando un viejo sable y haciendo esgrima delante de un gran ventanal con postigos de madera, en una especie de terraza cubierta que hay en mi casa. El perro corría de aquí para allá y ladraba fuerte… pero pronto me cansaba de esto y corría a coger muchas monedas de todos los tamaños y jugaba con ellas en medio de la sala. Hablaba solo, inventaba juegos nuevos y les daba nombres, estatutos y nomenclaturas. Yo, por ejemplo, gritaba, señores, no me avergüenza contarlo: “¡Pleno a la derecha! ¡A ver cómo te portas!”, y lanzaba una moneda, observaba su posición y decía, supongamos, pero siempre en voz alta: “¡Cuatro a la izquierda! Ahora tira la pareja bonita”. Y muchos otros nombres de jugadas y de combinaciones imaginarias o bien inventadas por mí. Entonces el perro miraba con aire extraño, como si estuviera asustado, ¡pero a quién le importaba! Yo lo echaba a patadas y me quedaba solo… pero luego también me cansaba de esto y agarraba unas bochas y las tiraba entre las patas del perro para verlo saltar…, pero a los cinco minutos ya me cansaba. Señores, tal vez fuera necesario que acabase en la cocina, con Maria Giuseppa. Por lo que se refiere a las bochas, si no les he aburrido, les contaré el bonito juego que inventé con ellas bajo el portalón. Tengo un zaguán en cuesta que desde el gran portalón lleva al patio. Está toscamente pavimentado con cantos rodados que sobresalen a flor de tierra. Yo corría abajo, hacia el patio, y lanzaba cinco o seis bochas hacia el portalón. Las bochas subían y, luego, volvían abajo velozmente. Yo no debía dejar pasar ni una, debía pararlas todas y si, por azar, alguna tropezaba en una aspereza del terreno y se detenía, debía hacerla volver golpeándola con otra bocha, una de las que ya estaban abajo. Ésta era una diversión que me duraba un poco más. Es cierto que en el patio hacía sol, y un sol de verano, pero yo me ponía el sombrero y seguía… aunque todo lo más resistía dos horas. ¿Y luego? Luego me precipitaba gritando en la cocina y, supongamos, acercándome por detrás de Maria Giuseppa la rodeaba con el brazo y le gritaba: “¡Cerdos todos los diablos, querida, querida!”, marcando las sílabas al ritmo de mis latidos nerviosos. La verdad es, señores, que estoy satisfecho de esta frase. Es una frase como la que emplean los escritores. Yo no he leído casi nada, casi no he estudiado más que el árabe en toda mi vida pero, al final, alguna frase como ésta la he leído. Volviendo a lo que estaba diciendo, no siempre me acercaba tan malignamente a Maria Giuseppa, pero, en el fondo, los modelos eran los mismos, ya sea que quisiera acariciarla, ya sea que quisiera pegarle en broma. Y, además, aunque por casualidad yo estuviera tranquilo, siempre me inquietaba con ella. En efecto, yo no soy religioso porque creo… pero ya les hablaré en otra ocasión de mis ideas. Bueno, pues blasfemaba o decía herejías y ella se molestaba e intentaba evangelizarme. Maria Giuseppa siempre hablaba en dialecto cerrado y no comprendía más que unas pocas palabras de italiano, entre ellas las que el arcipreste decía en la iglesia. Y ella me las decía, pero oigan cómo. Si decía, supongamos: “Se debe cultivar la viña del Señor”, endurecía y separaba algunas consonantes de modo muy gracioso. La l de del, especialmente, sonaba como gorda. Estas discusiones tenían lugar casi siempre cuando yo estaba comiendo y muchas veces le soltaba un sermón, le contaba la pasión de Cristo o la vida de algún santo y, luego, cuando la veía en éxtasis mirándome y conmoviéndose por los hechos de Nuestro Señor, de improviso, levantando mi vaso, gritaba: “¡A la salud de Belcebú!”, y bebía o bien le soltaba cualquier otra blasfemia, y yo disfrutaba mucho viendo cómo su cara cambiaba de golpe. Pero, señores, ¿qué puedo decirles? Yo no soy un malvado; tanto es así que si la veía seriamente apenada intentaba consolarla por todos los medios. Dije antes que cuando le tiré el plato a la cabeza la acaricié solo por cobardía, pero no es verdad. Verdaderamente me daba pena cuando sufría y no me resultaba difícil consolarla porque ella pasaba muy fácilmente del llanto a la risa y viceversa. Para hacerla reír bastaba con un juego de palabras, incluso grosero, como yo puedo hacerlos.

En cambio, otras veces, cuando comía, la hacía sentarse frente a mí ante la mesita, y le ordenaba que contase cosas. Ni siquiera yo sabía qué cosas, pero me inquietaba horriblemente si no decía nada. Y esto ocurría muy a menudo, especialmente después de que Maria Giuseppa viera que cualquier cosa que dijera nunca era de mi gusto. Pero algunas veces que la dejaba hablar me contaba muchas cosas de la panadera, de quién se había muerto, y hablaba mucho de los tenderos y de cómo había comprado, supongamos, medio kilo de macarrones o un kilo de arroz. Yo me daba cuenta de que todos la tomaban por tonta y que la engañaban en el peso, y se lo decía. Y ella se echaba a llorar y gritaba que nunca me había robado nada y que trabajaba todo el día para mí, y se iba a la cocina y lloraba lo más quedo que podía. Al principio esto me irritaba, pero luego iba a ella, la sacudía y le decía, supongamos: “Debes dejar de llorar, por Santa Marina y San Roque”, y la hacía reír.

Parecía que siempre tuviera un plan predeterminado para cada cosa que tenía que hacer. ¡Ay si se cambiaba el orden de las cosas o se sustituía una por otra! Allí se quedaba Maria Giuseppa, con las piernas abiertas y la cabeza baja como un carnero, y ya no se movía o, mejor dicho, solo se movía a estacazos. Tal vez por eso yo disfrutaba mucho obligándole a hacer siempre lo contrario de lo que quería hacer. Tenía pasión por las flores y a menudo iba a la huerta, y yo desde la ventana la veía regar y regar y muchas veces acariciar con las manos algunas flores. Entonces se apoderaba de mí una gran rabia, no sé por qué, y la llamaba. No es que necesitase nada, sino por el gusto de verla subir enfadada y oírla quejarse si le mandaba —qué sé yo— sentarse en una silla y perder el tiempo así.

Maria Giuseppa no soportaba el estar mano sobre mano. Me protestaba diciendo que tenía trabajo en la casa, y eso, ya lo he dicho, me irritaba mucho. En efecto, nunca estaba quieta, pero aun corriendo siempre y pasando como un huracán con aquel paso suyo tan pesado, al llegar la noche resultaba que no había hecho casi nada. Yo se lo reprochaba a gritos, pero ella no lo entendía. Le bastaba con trabajar; si rendía o no, parecía no ser asunto suyo. Como ya he dicho, en el pueblo todos la tomaban por tonta, pues no hay que creer que mi pueblo sea uno de los típicos pueblos de campesinos o de gente ocupada solo en todos esos pequeños enredos. En cambio está muy evolucionado, como dicen, y la gente ya ha ampliado sus ideas gracias al progreso. El ambiente tenía poco que ver con la estupidez de Maria Giuseppa. Era así porque por naturaleza era estúpida. Tal vez por eso estaba conmigo. Porque, señores, yo no entiendo a una mujer que viva conmigo y que se deje maltratar siempre sin marcharse nunca. Pero lo curioso es que Maria Giuseppa no era una sumisa, qué va, era enormemente tozuda, creo que ya lo he dicho. Si supieran cuántas veces me inquieté por ella y le pegué sin conseguir que cocinase sin sal, como yo quería. No sé por qué lo quería, tal vez solo era para ponerla a prueba, para pincharla. ¿Quién sabe? Pero nunca lo conseguí. Ella siempre quería discutir y discutir y nunca hacía nada si antes no se convencía de la utilidad de su acción.

Pero, en serio, señores, si todavía no han comprendido quién es Maria Giuseppa, peor para ustedes. Yo solo quería contarles cómo murió por mí y he perdido, como siempre, el hilo. Bueno, pues un día había fiesta en el pueblo. Maria Giuseppa había ido a la primera misa y al volver ni siquiera se había cambiado. Iba vestida de campesina, como siempre, pero llevaba una bata brillante de lunares y unas sayas amarillas, también brillantes. En la cabeza llevaba un pañuelo celeste con unos dorados que le quedaban muy bien. Ese día, como todos los días de fiesta, había un ir y venir de colonos por el patio que parecía que nunca se iba a acabar. Yo estaba serio, como siempre delante de la gente, fingía interesarme por las noticias del campo, pero, en realidad, miraba a Maria Giuseppa, que recibía las cosas que aquella gente había traído: dos requesones, diez huevos, higos de temporada. ¿Qué quieren que les diga? Entonces me pareció verla por primera vez. Tenía un aire alegre y fresco. ¿Quién me lo puede explicar? Fue como si la encontrase bella, como si hubiera respirado la fiesta. Por fin, todos se fueron y se oyó la música de la procesión que pasaba por el callejón. Yo había decidido no asomarme; pero paseé unos minutos por la casa y no sabía qué hacer. Entonces me asomé. La santa, una pequeña santa vestida de monja con su carita de cera y un niño de cera pequeño pequeño a sus pies, ya estaba bajo mi ventana. Casi podía tocarla con la mano. No sé quién era; seguro que me lo habían dicho pero lo había olvidado. Tal vez era Santa Marina, la que cargó con la acusación de haber embarazado a aquella monja… pero es inútil hablar de estas cosas. Mientras miraba a los cofrades que llevaban en procesión una cruz con un paño blanco me fijé en Maria Giuseppa, que estaba asomada a una ventana un poco más allá, casi al fondo de la casa, y que parecía estar apoyada en algo de color rosa. La procesión reanudó su marcha pero yo ya no la miraba. Sentí subir hasta mí el calor de la multitud que cantaba apenas dos metros más abajo de mi barbilla, pero yo miraba a Maria Giuseppa. ¡Qué sensación tan extraña experimentaba! A las pocas mujeres —¡puah!— que pasaron por debajo de mí (¿qué les parece este doble sentido, señores?) en mi vida siempre las traté como se merecían. ¿Me ha visto alguien alguna vez embobado delante de unas faldas? Pero aquello era otra cosa. Bueno, no me da la gana de decirles ni el porqué ni el cómo. Y ahora Maria Giuseppa arrojaba unos oleandros deshojados y unos pétalos de rosa que debía haber cogido en mi jardín sobre la cabeza de la santa que pasaba por debajo de ella. En otra ocasión quién sabe cómo me habría inquietado al ver aquello porque ni siquiera me había pedido permiso para coger las flores, pero entonces no me inquieté en absoluto. Reflexioné un momento en lo que habría hecho en otra ocasión: habría ido despacio despacio por detrás de ella y me habría vengado agarrándola por las piernas y metiéndola dentro de casa de improviso. ¡Cuánto me habría divertido! Pero entonces no hice nada. La miraba fijamente y, cuando se retiró y bajó corriendo por la escalera de madera (tal vez tuviera la carne en el fuego), yo también bajé. Entonces no quería asustarla de ninguna manera, pero quería oírla hablar y quería mirarla a la cara. Así, le dije que me contase la historia de aquella santa que acababa de pasar y, mientras ella contaba, la miraba, la miraba bien. De verdad, señores, me importa un bledo si no entienden lo que sucedió. Seguro que ni yo podría decir por qué, aunque quisiera, pero en un determinado momento agarré a Maria Giuseppa por la cabeza y la besé mucho, furiosamente, en la boca. ¿Quién sabe si gritó o no? Se debatía, pero yo la tenía bien sujeta con una mano y con la otra le arrancaba la bata y le levantaba las pesadas sayas. ¿Quién sabe cómo iba a acabar aquello? Yo ya no recuerdo nada, señores, y me importan un bledo sus miradas de desprecio. Después —quiero decir después de aquel momento— apenas me acuerdo de Maria Giuseppa caída en el suelo. Me daba escalofríos, casi me daba risa aquella teta ajada y negra entre un jirón de camisa y la cadena de hierro del escapulario. Pero me marché de allí en seguida y no recuerdo nada de lo que fui a hacer.

Bueno, señores, casi he terminado. Sí, sí, mírenme como les plazca. ¿A mí que me importa? Maria Giuseppa enfermó —ya se lo he dicho— y luego murió. ¿Pero es que acaso murió por mí? Y si hubiera muerto por mí, ¿acaso debo sentir remordimiento? Si por un momento me gustó o si, bueno, la besé, ¿qué culpa tengo yo? A fin de cuentas, no le hice nada malo.

Señores, denme un vasito de agua, pequeño. Y ustedes, ¿qué Cristo miran? ¿Saben que soy capaz de tirarles el agua a la cara? ¡Ja, ja! Estoy bromeando, ¿o prefieren que hable en serio?

Así pues, y para terminar, ahora estoy solo en la casa, solo de verdad. Una mujer viene a hacer las labores de la casa durante media hora y luego se va, la muy bestia, no sé por qué. Pero me importa un rábano. Todas las tardes voy a pasear y a veces llego hasta el camposanto, como ya les he dicho. Tengo treinta y cuatro años. He dicho. Buenas noches, señores.

*FIN*


“Maria Giuseppa”,
Vigilie letterarie, 1930


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