Martin me telefoneó
[Cuento - Texto completo.]
Boris Vian1
Martin me telefoneó a las cinco. Yo estaba en la oficina escribiendo no sé qué, seguramente alguna inutilidad. No me costó demasiado trabajo comprenderle. Habla inglés con un acento mitad americano y mitad holandés, que también debe ser judío, de lo que resulta un todo un tanto especial, pero que en mi teléfono funciona. Teníamos que estar a las siete y media en la Rue Notoire-du-Vidame, en su hotel y esperar; además le faltaba el baterista. Yo le dije:
-Stay here, I will call Doddy right now. -Y él respondió:
-Good Roby, I stay.
Doddy no estaba en el despacho. Dejé recado de que me llamase. Había setecientos cincuenta pavos para ganar si se tocaba en las afueras desde las ocho hasta medianoche. Volví a hablar con Martin, que me dijo:
-Your brother can’t play?
Yo contesté:
-Too far. I must go back home now, and eat something before. I go to your hotel.
Él repuso:
-So! Good, Roby, don’t bother, I’ll go and look for a drummer. Just remember you must be at any hotel at seven thirty.
Como Miqueut no estaba, me largué a las seis menos cuarto. Apenas media hora de sisa. Volví a casa a buscar mi trompeta. Me afeité, pues cuando se toca para la Cruz Roja nunca se sabe. Si es para oficiales, es incómodo aparecer hecho un cerdo, por lo menos de cara. Con la ropa nada importa, en eso ni siquiera se fijan. Me desollé los morros, pues no puedo afeitarme dos días seguidos, duele demasiado. En fin, por lo menos era mejor que nada. No tuve tiempo de cenar del todo. Me tragué un plato de sopa, dije buenas noches y salí. Hacía bochorno. Era otra vez el camino hacia la oficina, pues también trabajo en la Rue Notoire-du-Vidame. Martin me había dicho:
-Nos pagarán cuando acabemos de tocar.
Mucho mejor así. Habitualmente, los de la Cruz Roja hacen esperar semanas enteras antes de pagar, y luego hay que acercarse hasta Caumartin, cosa nada fácil con Miqueut. No me seducía demasiado la idea de volver a tocar con Martin. Es demasiado bueno al piano, un verdadero profesional, y refunfuña cuando no se toca bien. Pero si no quisiera saber nada de mí, no me hubiera telefoneado. Seguramente vendría también Heinz Neuman. Martin Romberg, Heinz Neuman, ambos holandeses. Heinz, al menos, hablaba un poco de francés: «Me gustaría regresar a verte. ¿Así es como se dice?». Me preguntaba eso la última vez que nos vimos, en el Normandie Bar. Allí es donde tenía al mariquita aquel, Freddy, durante la guerra.
Acostumbraba a encerrarse para telefonear en la cabina camuflada como aparador normando. Se le oía decir: «Sí, sí, sí, sí, sí…» con un tono sobreagudo, a la manera alemana, y con una risa artificial y muy suelta. Qué horroroso el Normandie con sus falsas y ostentosas vigas de alcornoque artificial. Allí birlé, en cualquier caso, el número del 28 de agosto del New Yorker y el de septiembre del Photography, ése en el cual se ve la carota del ciudadano Weegee que se divierte tomando fotos de Nueva York bajo todos los ángulos, sobre todo desde arriba. Durante las oleadas de calor, los habitantes de los barrios populosos duermen en los descansillos de las escaleras de incendios, a veces son hasta cinco o seis niños, y muchachas de dieciséis o diecisiete años casi en cueros. Tal vez en su libro pueda verse con más detalle.
Se titula Naked City, pero no creo que se pueda encontrar en Francia. Acababa de pasar por la Rue de Trévise. Perra suerte la mía, carajo, el mismo camino de todos los días. A continuación pasé por delante de mi oficina. Está casi al principio de la Rue Notoire-du-Vidame, en cuyo extremo opuesto se encuentra el hotel de Martin. No le vi, no había nadie allí, ni la camioneta tampoco. Miré a través de la puerta del hotel…
A la izquierda estaban, junto a una mesa de junquillo, un hombre y una mujer que consultaban alguna cosa.
Al fondo, al otro lado de una puerta abierta, se veía al gerente o al patrón sentado a la mesa y cenando con su familia. No entré. Martin debía haberme esperado allí. Coloqué la caja de la trompeta de pie sobre la acera, y me senté allí mismo aguardando la llegada de la camioneta, de Heinz y de Martin. El teléfono sonó en la recepción del hotel. Me levanté. Se trataba seguramente de Martin. El patrón, en efecto, salió:
-¿El señor Roby será usted por casualidad…?
-Yo soy, sí.
Cogí el auricular. Aquel teléfono no funcionaba como el de mi oficina, parecía mucho más chillón, y me vi forzado a pedir que repitiese. Estaba cerca de casa de Doddy. Doddy no estaba. Tendría que pasar a buscarle por la casa de Marcel, en el número 73, seventy-three, de la Rue Lamark. Estaba bien, había ido a cenar allí y, demasiado haragán para regresar al hotel, seguramente pensó que el cacharro bien podía pasar a recogerle. Previo acuerdo con él, intenté telefonear a Temsey para disponer al menos de un guitarrista. Imposible localizarle. No importa, nos arreglaríamos con trompeta, clarinete y piano. Hubiera resultado más rumboso… De repente todas las luces de la calle se apagaron. Debía tratarse de una avería.
Me senté sobre la caja de la trompeta, apoyando la espalda contra la pared situada a la derecha de la entrada del hotel y esperé. Una niñita salió corriendo del establecimiento. Al verme, hizo una finta con el cuerpo y se alejó. Volvió poco después y se mantuvo observándome a prudente distancia. La calle estaba muy oscura. Una obesa mujer provista de un capacho pasó por delante de mí. Ya la había visto al llegar, vestida de negro, con aspecto de madre de familia campesina. Pero no, buscaba cliente, cosa que me pareció curiosa tratándose, como se trataba, de un lugar poco frecuentado. Unos faros brillaron de improviso en el extremo de la calle. Amarillos. No se trataba de nuestra camioneta, pues los de los americanos son blancos. Un «11» negro, para variar. Después un camión, pero francés, veinte por hora a lo sumo. Y, finalmente, el bueno. Se subió a medias sobre la acera y apagó los faros, simplemente para que el chofer meara contra la pared. Gestos de alivio. Comenzamos a charlar. ¿Cuándo llegan los otros? No falta más que uno, Heinz. Las ocho menos cinco ya. El individuo era un antiguo maquinista de la T.C.R.P. vestido de americano. No sabia qué decirle. Parecía bastante simpático. Finalmente le pregunté si la camioneta estaba limpia por dentro. La última vez, en el del show-boat, me senté sobre una mancha de aceite y me puse perdido el impermeable. No, aquél estaba limpio. Me acomodé en la parte de atrás con las piernas colgando fuera. Seguíamos esperando a Heinz. El tipo no podía esperar demasiado. A las nueve y cuarto le aguardaba su coronel americano, y antes debía pasar por el garaje a buscar otro coche. Al oír esto, le dije:
-Seguro que no le gusta pasear en este cacharro. Su automóvil debe ser mucho mejor…
-No demasiado. No se trata de un coche americano, sino de un Opel…
Oí pasos. Todavía no era Heinz. Las luces de la calle se volvieron a encender todas a la vez, y el conductor me dijo:
-No puedo esperar más. Voy a hacer una llamada por teléfono. Le pediré al encargado del garaje que prepare un jeep para que venga a buscarles. Yo me voy a buscar al coronel. ¿Habla usted inglés por casualidad?
-Sí.
-En ese caso, usted se lo explicará.
-De acuerdo.
Heinz llegó por fin y se puso a despotricar al saber que había que recoger a Martin. Siempre que tenía ocasión echaba pestes contra él, pero en cuanto estaban juntos pasaban el tiempo regodeándose en holandés y poniendo a parir a los que tocaban con ellos. Lo sé porque, a pesar de todo, siempre comprendo algo de lo que dicen, pues su idioma se parece al alemán. Los holandeses son todos unos cerdos, medio prusianos, todavía más lameculos que éstos cuando tienen algo que pedir, y tacaños como no puede uno hacerse idea. Además, no me gusta su manera de humillarse ante el cliente para conseguir cigarrillos. Los demás tenemos por lo menos un poco de estilo, pero ellos venga a hacer descaradamente la pelota. ¡Bah!, si por mí fuera… Sí, que conste que, a pesar de todo, soy ingeniero, y que aunque se trata del más tonto de todos los oficios, para decirlo en pocas palabras, no deja de reportar consideración y perspectivas. ¡Bah!, ni siquiera se dan cuenta de que me bastaría con apretar un botón y ¡plaf! ¡Adiós, Martin, adiós, Heinz, hasta la vista! Y qué tiene que ver que sean músicos, los profesionales son todos unos cerdos… El conductor regresó y subimos al vehículo. Heinz creía poder contar con un baterista para las nueve. ¿Pero dónde estábamos yendo? El chofer debía llevarnos al número 7 de la Place Vendôme, eso era todo lo que sabía. Pero como no le daba tiempo, en aquel momento íbamos en dirección a la Rue de Berri. En la Rue de Rivoli echó cuantas pestes quiso porque estuviera prohibido pasar de las veinte millas con los vehículos militares. Para evitarse una dirección prohibida, dio una vuelta en ángulo recto. ¡Malditas vueltas! ¿Por delante de dónde acabábamos de pasar? Sí, por delante del Park Club, ambiente diplomático.
Todavía no he tocado en él, pero sí, en una ocasión, en el Colombia. Aquel día, precisamente, estaba lleno de chicas guapas. Era una pena verlas acompañadas por americanos. Pero, en definitiva, es lo que merecen. Cuanto mejor están, más tontas son. ¿Y a mí qué más me da? Lo que quiero no es acostarme con ellas, estoy muy fatigado, sino sólo mirarlas. No hay nada que me guste tanto como mirar a una chica bonita. Bueno…, tal vez meter la nariz entre su pelo cuando lo lleva bien perfumado. Sí, eso tampoco está mal. Frenazo brusco. Estábamos en el garaje. Un muchachote vestido de americano. ¿Americano, francés?
Tal vez judío antes que nada. Llevaba el escudo de las barras y estrellas en el hombro. Se trataba del garaje del periódico. Heinz pidió permiso para telefonear al baterista. Yo le expliqué el asunto al mozo, pero vi que le importaba un comino. No tenía ganas de molestarse. Por fin Heinz regresó. Nada de baterista.
-Bueno, ¿se nos facilita un jeep o qué?
Sí, pero no hay chofer. Les dejé que se las arreglaran por sí solos, carajo. Me revienta hablar con ellos.
Además, contagian un acento tan vomitivo que después, los ingleses de verdad te miran con mala cara. Y
además, ¡mierda!, me producen retortijones de estómago. Finalmente parecían haberlo solucionado.
Habían dado, después de todo, con el conductor.
-Vamos a coger el Opel y a buscar a Martin, después nos dejará en la Place Vendôme.
El Opel era gris, de no demasiado mal aspecto. Lo condujo hasta la entrada. Heinz y yo nos metimos en él. Desde luego era mucho mejor que una camioneta. Heinz sonreía de satisfacción. Pero, en realidad, era un coche de saldo. Temblequeaba, tenía un ralentí infecto. Me acordé del Delage: si se ponía un vaso de agua sobre el guardabarros, ni siquiera se producía una ondulación en la superficie del líquido. Claro que era un seis cilindros, el motor que mejor se deja equilibrar. El chofer no acababa de ocupar su asiento.
Le estaban haciendo esperar para darle su hoja de salida. Llevábamos ya veinte minutos de retraso sobre la hora acordada. A mí me importaba un pito. Después de todo, el jefe era Martin. Que se las entendiese con ellos. Un jeep con remolque entró en el garaje. Sus ocupantes tenían aspecto de individuos de 1900
con sus pieles de cabra en las butacas, sus grandes polainas enroscadas y las rodillas a la altura de los ojos. Les impedíamos el paso. Uno de ellos se subió al Opel, lo hizo recular dos metros y, cuando el otro vehículo hubo pasado, lo volvió a dejar exactamente en el lugar donde se encontraba antes. Qué necio. Yo no dejaba de refunfuñar. El chofer consiguió a la postre su papel, y por fin salimos. Asquerosa cafetera, en los virajes daban ganas de vomitar. Todo estaba flojo: la suspensión, la dirección… Como es fácil comprender, yo lo sabía de sobra. Con un cierto ritmo de vibración, los coches producen mareos. Los alemanes, con toda seguridad, deben saberlo también, pero ellos tal vez no se mareen con el mismo ritmo.
Delante de Saint-Lazare estuvimos a punto de dárnosla con un Matford que atravesaba a su antojo sin mirar a ninguna parte. Subimos por la Rue d’Amsterdam y los bulevares periféricos hasta la Rue Lamark. La casa número 73 quedaba a la derecha. Lo avisé. Y delante de la de Marcel, bajé del vehículo. Sentado junto a una mesita, Martin miraba hacia la puerta. Me vio. ¿Así que en efecto era eso, marrano? Como le dio demasiada pereza regresar a la Rue Notoire-du-Vidame, se había quedado a cenar allí. Llegó hasta el coche. El saludo a través del vidrio de la portezuela le quedó muy a lo gángster. Acto seguido se puso a cotorrear en holandés con Heinz. Ya estaba. Volvían a empezar y Heinz se mostraba incapaz de decirle ni media. Era previsible. Un aparatoso y desmadejado viraje más.
-¡Es como un columpio! -dijo el conductor.
La Place Vendôme no estaba muy iluminada. En su número 7, las oficinas del Air Transport Command.
-¡Hasta la vista! -me dijo el chofer. Nos estrechamos la mano. -Me voy a buscar al coronel.
-Parece que no hay nadie -dije yo-. No debe ser aquí.
Y él me contestó:
-Si no lo encuentran, telefoneen a Elysée 07-75, es el garaje. Allí me dijeron que les trajera aquí. Pero, evidentemente, son las nueve menos cuarto, lo que significa tres cuartos de hora de retraso.
Dicho lo cual, se largó.
-Go and ask, Roby -me dijo Martin.
-¿Y por qué no tú? Yo no soy el jefe.
Finalmente entramos. No era allí. Los tipos aquellos no tenían ni idea. El ambiente era siniestro, bastante parecido al de una oficina de Correos. Acto seguido estábamos de nuevo en la calle.
-Where’s this driver? -preguntó Martin.
Una chica embutida en una cosa de cordero blanco y un americano nos vieron de repente.
-That’s the band!
-Yes -dijo Martin-, we’ve been waiting for half an hour.
Mucho tupé le echó al asunto, pero en cualquier caso, yo puse cara de pendejo. La chica morena no estaba nada mal, como tendremos ocasión de comprobar posteriormente. Les seguimos. Por fin un coche de verdad. Un Packard de 1939, negro y con chofer. El chofer quiso engañarnos:
-¡No pueden subir todos! ¡Se me reventarán los neumáticos!
-¡Qué dices! ¡Tú no sabes lo que aguanta un Packard!
Tres detrás: las dos chicas y un yanqui. En los traspontines, Martin, Heinz y yo. Delante, el chofer y dos yanquis más. Rue de la Paix, Champs-Elisées, Rue Balzac. Primera parada. Hotel Celtique. Los dos de delante se bajaron. Espera. Enfrente estaba aparcado un Chrysler azul cielo de la U.S. Navy. Ya los había visto pasar numerosas veces por París. Me preguntaba si se trataría del modelo fluid drive con cambio de velocidades por inyección de aceite. En el interior del automóvil, Heinz y Martin chapurreaban en holandés; el chofer en francés. ¡Oh! ¡Qué repugnantes resultaban! Uno de los americanos volvió a montar en la parte anterior. Estirándose entre Heinz y yo, le alargó algo al que iba en la parte de atrás.
-There’s a gift from Captain.
No sé de qué se trataría.
-Thank you, Terry -contestó el del fondo.
Y comenzó a desenvolver. La cosa tenía las dimensiones de un librillo de papel de fumar. Se la volvió a entregar al que iba delante. A continuación nos pusimos en marcha. Al Chrysler se habían subido un oficial de marina y dos mujeres. Nos seguían. De repente giramos a la derecha. Al menos, aquello se comportaba como un coche. Tal vez el chofer quisiera hacerse pasar por Bernard o por O’Hara, que tanto monta. Pero con ocho a bordo era demasiado. Hasta llegar al Bois de Boulogne no me dediqué a escuchar lo que
decían los de la parte de atrás. Estábamos ya entre Garches y Saint-Cloud. En el centro iba una mujer rubia bien puesta de pechuga, la morena a su izquierda y un americano a su derecha. Hollywood.
-Santa Mónica is nice -le oí decir a la del centro con acento displicente.
Desde luego que sí. Sobre todo a tu lado, papanatas. Aparte de lo mal hecha que estás, tienes cara de pocos amigos, desde luego. La otra, la morena, estaba mejor. Seguramente ni siquiera era americana.
Éstas tienen todas las ancas hundidas. Si exceptuamos, claro está, aquellas dos a las que vi una tarde en el show-boat. Ambas con pantalones de talla ajustada, ajustada, y con unos culos bien redondeados debajo. Habría podido jurarse que se los habían fabricado hinchándolas poco a poco y ajustándoles paulatinamente la ropa para destacar el busto y las nalgas. De verdad, resultaban formidables.
-What’s the name of that friend of yours, Chris…? -preguntó el americano a la morena.
-Christiane -respondió la otra.
-Nice name, and she’s nice too.
– Yes -prosiguió la otra-, but she’s got a strange voice [¡vaya con la amiguita!] and when she’s on the stage, she makes such an awful noise… yes… but she’s nice. May be we’ll go to New York in february –
añadió.
-And where do you come from New York -dijo el tipo-, it would be wonderful to see you again, and this other friend of yours, Florence?
-Yes -dijo ella-, she’s got a nice face, but the rest is bad.
¡Con cuánta gentileza hablaba la tía de sus amistades!
-And who will come too? All the chorus girls?
A continuación de lo cual creí comprender que formaba parte de la Comisión de Fiestas y Festejos, pero quizá me equivoqué. Resultaba molestísimo escuchar con Heinz y Martin a mi lado, que no dejaban de hablar holandés.
-I think you’re the best -dijo el individuo.
Y ella no respondió; tal vez pensaba que era cierto y que no se lo decía en plan de cumplido.
Llegábamos ya al puente de Suresnes, lleno por completo de baches y en pésimo estado de conservación, mientras el nuevo, a su lado, todavía, estaba sin terminar. Comenzado en el cuarenta, llevaba ya enmoheciéndose por lo menos cinco años. La cuesta de Suresnes por fin. Era cojonudo escuchar el ruido de los neumáticos de un gran automóvil sobre el pavimento. Hacían un ruido hueco y rotundo. Subíamos en directa. ¿Que ocho resultan demasiados para un Packard? ¡Qué cretinez! Todos los choferes son unos estúpidos. Son una raza inferior. Yo soy ingeniero y me cago en ellos, pero ellos están en buenas relaciones con los músicos, de lo cual se jactan. Sí, en definitiva son de la misma especie. Tipos que se achantan. Bueno, ya me vengaré con un colt más tarde. Me los cargaré a todos. Pero no quiero correr ningún riesgo, porque mi pellejo vale más que los de todos ellos juntos. Sería estúpido terminar entre rejas por tipos así. Me pregunto por qué no me decido a hacerlo de una vez. Se trataría de ir a buscar a un individuo como Maxence van der Meersch y decirle:
-A usted no le gustan los rufianes ni los gerentes de establecimiento. A mí tampoco me gustan.
Formemos una asociación secreta y una noche, por ejemplo, nos metemos en un Citröen negro y acabamos con todos los de Toulouse.
-No sería suficiente -me contestaría Van der Meersch-, habría que cargárselos a todos.
-En ese caso, tengo otra idea -replicaría yo-. Convoquemos una gran convención sindical y después los suprimimos. Basta con organizarse bien.
-¿Y si nos zurran la badana? -alegaría Van der Meersch.
-No tendría importancia. Lo habríamos pasado bien, pero al día siguiente encontraríamos a otros en su lugar.
-Y entonces -accedería él-, podríamos ensayar otros trucos.
-De acuerdo. Hasta la vista, Maxence.
El automóvil acababa de parar. Golf Club. Allí era. A tierra. Entramos. Embaldosado, vigas a la vista, no era el primer lugar así que veía. Nos cambiamos en una habitación muy pequeña. Evidentemente, habían vuelto a requisar un sitio que no estaba del todo mal. Pasillo a la izquierda, gran salón con piano, es aquí.
2
Así, de buenas a primeras, el calor resultaba pasmoso. Mal he hecho en ponerme mi sweat-shirt. Por otra parte, debo de tener cuidado con el agujero del pantalón. Pero como la chaqueta es lo suficientemente larga, seguramente no lo verán. Y después de todo, no se trata más que de putas. En cuanto a los tíos, me importan un bledo. Los radiadores funcionan, sin duda alguna. Nos sentamos los tres. Martin considera que no hay el ambiente adecuado para interpretar swing. Heinz empuña el violín en lugar del clarinete, y entre los dos atacan una pieza cíngara. Durante ese tiempo descanso, caliento un poco la trompeta soplando en su interior y desatornillo el segundo émbolo, que se atasca cuando se le pone aceite. Le echo un poco de saliva encima. Demasiado muelle. Desde luego, no hay nada como la saliva. Ni siquiera el Slide Oil de Buescher es lo bastante fluido. Y en cuanto al petróleo, probé una vez, y la vez siguiente me quedó el regusto en la boca durante más de dos horas. Algunas de las vigas están pintadas de rojo viejo, amarillo oro y azul de París desmayado, estilo antiguo. Gran chimenea monumental con un chuzo portateas adornado con flecos a cada lado. Viejos estandartes sobre las vigas del paravientos, a diez metros del suelo. Los techos son muy altos. Cabezas de animales disecadas en las paredes. Antiguas armas árabes.
Justo enfrente de mí, un gran Aubusson en el que está representada cierta especie de cigüeña, así como una exótica vegetación. Sus tonalidades son un tanto llamativas, y van desde los amarillos y los verdes hasta el azul verdoso. Una gran araña de iglesia en mitad del salón, con cien candelillas eléctricas encendidas, y bombillas simulando habilidosamente la forma de llamas. Sólo un instante antes de que Martin y Heinz comenzasen, un individuo ha apagado la radio. El receptor está disimulado en la parte posterior de uno de los estantes de la biblioteca, provisto, según parece, de lomos de libros de mentirijillas.
Contemplo las piernas de la chica morena, que ahora tengo enfrente. Lleva un bonito vestido de lana gris azulada con un bolsillito sobre la manga, y un pañuelo de color oliva. Pero cuando la veo de espaldas compruebo que su ropa está mal cortada por detrás. El talle le queda demasiado ancho y la costura de la cremallera se le abomba un tanto. Lleva zapatos de cuña, pero de piernas no está mal, pues las tiene bastante bien formadas tanto a la altura de las rodillas como a la de los tobillos. No tiene estómago y, con toda seguridad, sus nalgas han de ser duras. Perfecto. Aunque seguramente la mirada también la tendrá de puta. La otra chica del coche sigue estando junto a ella. Luce un infame tono de piel demasiado blanco. Se trata de una moza fofa y con muy buena pechuga, detalle en el que ya me había fijado. Pero sus piernas son horrorosas, y su vestido, horroroso también, de cuadritos marrones sobre un fondo crudo. No resulta en absoluto interesante. Un capitán francés estilo oficial calvo, de edad, condecorado en la guerra del 14 (¿por qué me produce esta impresión?; tal vez sea a causa de los libros de Mac Orlan), está hablando con ella.
Hay también dos o tres americanos, entre ellos un capitán, pero de los no elegantes, se ve que tienen dinero por lo poco que se preocupan de su indumentaria. A mi izquierda, detrás del piano y cerca de la entrada, hay una barra de bar detrás de la cual se mueve un sirviente del que sólo veo la parte superior de la cabeza. Los fulanos comienzan a atizarse whiskies en vasos de naranjada. La atmósfera es absolutamente vomitiva. Heinz y Martin han acabado con su invento. Ningún éxito. Decidimos tocar Dream, de Johnny Mercer. Cojo la trompeta, y Heinz el clarinete. Una pareja se decide a bailar, la morena también, y después se suman algunos otros fulanos. Pocos en cualquier caso. Imagino que debe haber algunos saloncitos contiguos. Es asombroso lo que calientan estos radiadores. Después de Dream, una movidita para despertarles, Margie. Empiezo a tocar con sordina, pues realmente son muy pocos los que bailan y, además, la cosa queda así mejor ensamblada con el clarinete. Templo un poco la trompeta, que estaba demasiado alta. Los pianos suelen sonar alto habitualmente, pero éste está algo bajo por el calor.
Procuramos no cansarnos, y la gente baila sin demasiada convicción. Entra un tipo con americana negra galoneada, camisa y cuello almidonados y pantalones de rayas. Tiene aspecto de mayordomo, y tal vez lo sea. Hace una señal al camarero, quien nos trae tres cócteles de ginebra con naranja o algo por el estilo. A mí me gusta más la coca-cola. Este potingue me va a caer mal al hígado. Regresa acto seguido, cuando hemos terminado la melodía, y nos pregunta qué se nos ofrece. De amables maneras, tiene el rostro chupado, la nariz colorada, la raya a un lado y un tono de piel muy curioso. Parece triste el pobre viejo. Tal vez padezca del vómito negro hereditario. Se aleja y vuelve a acercarse con dos platos. En uno trae cuatro enormes raciones de tarta de manzana. En el otro, una pila de sándwiches, unos de corned-pork y otros de mantequilla y foie-gras. ¡Por la Virgen, qué buena pinta tienen! Para disimular, Martin dibuja una candorosa sonrisa de concupiscencia, y la nariz se le junta casi con el mentón. El camarero nos dice:
-Si les saben a poco, no tienen más que pedir más.
Volveremos a tocar después de haber comido un sándwich. La linda morenita se deja llevar contoneando sus duras nalgas, mientras pela la pava con el americano. Bailan completamente plegados sobre las corvas y bajando mucho la cabeza, como formando una exagerada figura del galope al estilo 1900. Ya vi hacer lo mismo el otro día. Debe tratarse, seguramente, de la manía de moda. La cosa debe provenir de Auteuil y de los pijos de por allá. Justo a mis espaldas hay dos cabezas de ciervo rotuladas «Dittishausen, 1916» y «Unadingen, 21 de junio de 1928». El asunto, encuentro, no tiene verdaderamente más que un interés muy reducido. Están montadas sobre dos redondeles de madera barnizada que parecen haber sido cortados del mismo madero y un poco al sesgo. En efecto, tienen una forma aproximadamente oval, o elíptica, para decirlo con mas exactitud. Entra un Mayor, no, un estrella de plata, es decir, un coronel, llevando del brazo a una linda mujercita. Aunque esto tal vez sea demasiado decir. La mujercita en cuestión tiene la piel tersa y sonrosada, los rasgos rechonchos, como si la acabasen de esculpir en hielo y estuviera empezando a fundirse. Sí, ese tipo de rasgos redondeados, carentes de relieves y de hoyuelos. Su aspecto tiene algo de repugnante. Bajo él debe ocultarse, por fuerza, alguna cosa. De algún modo hace pensar en un esfínter anal después de una lavativa, reluciente y desodorado. El fulano, por su parte, tiene un aspecto por completo anodino: narigón y con los cabellos canos. La estrecha amorosamente, y ella se restriega contra él. Resultáis vomitivos los dos, amigos míos. Id a echar un polvo a un rincón y regresad después, si es que os apetece. Qué estúpidos restregarse como esos gatos que cagan en cajas de ceniza. Me producís nauseas. Seguramente ella está bien limpita y hasta un poco húmeda entre los muslos. Ahí va otra de un rubio tirando a pelirrojo. En 1910 se veían ya fotos parecidas.
Sí, con una cinta roja alrededor de la cabeza: American Beauty. Y la cosa no ha cambiado desde entonces.
Siempre muchachas demasiado aseaditas. Esa, además, está mal hecha. Tiene las rodillas separadas, y es del estilo de Alicia en el País de las Maravillas. Deben ser todas, sin duda alguna, americanas o inglesas.
La morenita sigue bailando. Dejamos de tocar durante un instante. Entonces, se acerca al piano y le pide a Martin que interpretemos Laura. A él no le suena. En ese caso, Sentimental Journey. De acuerdo. Ataco la sexta solicitada. Todos se ponen a bailar. ¡Menuda pandilla de fatuos! ¿Bailan para darse postín, para agradar a las chicas, o simplemente por bailar? El coronel continúa dándose el filete. Cierta moza me dijo el otro día que no puede soportar ante sus narices a ningún oficial americano. Además de hablar siempre de política, no saben bailar en absoluto. Y, por otra parte, resultan demasiado cargantes (lo cual no merece la pena decirse; con lo otro ya bastaba). Hasta ahora, estoy bastante de acuerdo con ella. Prefiero a los soldados. Los oficiales son todavía más hediondos que los cadetes franceses. Y a pesar de ello, presumen más que una mierda en un solar con esos bastoncillos que deben servir para dar por el culo a los caballos.
Estoy sentado en una silla estilo rústico-medieval-fabricada-a-mano. Resulta soberanamente dura para las nalgas. Pero si me levanto, tendría que ocuparme de mantener oculto el agujero del pantalón. La morena vuelve a acercarse. Otro cuchicheo con Martin. Cerdo decrépito, también a ti te gustaría meterle mano donde le pica. Y yo sé la razón. Hace mucho calor, y eso siempre rejuvenece. De costumbre, en el show-boat, se nos quedan congelados. Lo cual tampoco resulta demasiado estimulante para tocar. El tiempo parece que no transcurre esta noche. Es demasiado cansado tocar a tres. Y, además, esta música parece de tomadura de pelo. Le damos a dos melodías más y descansamos un rato. Nos zampamos la tarta. A continuación, un americano, que debe ser el Bernard o el O’Hara con quien el chofer hablaba ante la puerta del Celtique, hace su aparición.
-If you want some coffee, you can get a cup now, come on.
-Thanks! -contesta Martin, y vamos para allá.
Volvemos a atravesar el vestíbulo. Giro a la izquierda. Saloncito enmoquetado y por completo tapizado estilo Aubusson, con revestimiento de roble. En el diván están el coronel y su pegajosa hembra. Lleva ésta un traje sastre negro y medias quizá demasiado rosadas, pero finas. Es rubia y tiene los labios humedecidos. Pasamos por su lado sin mirarlos. Por lo demás, tampoco les hubiera molestado, pues no estaban haciendo nada, apenas expresar sus sentimientos. Entramos por fin en otra habitación, especie de bar y comedor, también sobrecargada de tapices de Aubusson (debe ser una manía) y con una alfombra sobre la moqueta. Pirámides de pasteles. Alrededor de dos docenas de machos y de hembras, éstas aproximadamente en la proporción de una por cada cuatro, están fumando y bebiendo café con leche. Hay cantidad de bandejas y bandejas, y nos acercamos a ellas, sin demasiada ostentación, pero con decisión inmarcesible. Esponjosos bollitos rellenos de crema de cacahuete. Me gustan. Jugosos marroncillos con sabor a néctar. Estos también. Y, para terminar, más tarta de manzana con una capa de dos centímetros de nata batida sobre la manzana y una pasta que es una maravilla. Bueno, por lo menos la velada no resultará del todo perdida. Trago y trago hasta que no puedo más, y todavía continúo un poco después, para asegurarme de que mañana no sentiré remordimientos. Vacío mi taza de café con leche, medio litro más o menos, y a continuación, me zampo algunos pastelillos más. Martin y Heinz cogen cada uno un puñado. Yo no. No me parece indicado llevarme nada ante las narices de todos estos cretinos. Pero, ya se sabe, los holandeses son como los perros. Les falta pudor y carecen de sensibilidad hasta que reciben el primer puntapié en el trasero. Damos una vuelta. Yo permanezco con la espalda contra la pared a causa del agujero de los pantalones. Regresamos finalmente al gran salón. Me desabrocho dos botones porque resulta duro volver a soplar casi inmediatamente después de haber zampado. La cosa vuelve a empezar.
La morena está otra vez aquí. Quiere que toquemos I dream of you. ¡Ah! ¡La conozco! Pero Martin, no. No importa. Ella le propone Dream, mas como ya la hemos interpretado, él decide atacar Here I’ve said it again. Esta última me gusta bastante debido sobre todo a su middle-part; cuando se trata de hacer una caprichosa modulación del fa al si bemol sin dar sensación de que se está haciendo. Tocamos. Paramos un poco. Volvemos a tocar. Estamos medio dormidos. Han aparecido dos chicas nuevas. Seguramente son francesas. Tienen una pinta deplorable con sus greñas hirsutas y su aspecto mezcla de mecanógrafa
marisabidilla y criada. Como no podía ser menos, casi al instante se acercan a pedirnos música de baile de pueblo. Para hacerlas rabiar, interpretamos Petit Vin Blanc a ritmo de swing. Qué majaderas, ni siquiera reconocen la melodía. Sí, casi al final sí, y nos ponen una cara bastante desagradable. Los americanos se cachondean, les gusta todo lo que es chabacano. Me parece que nos estamos pasando. Es más de medianoche y llevamos interpretadas montones de viejas pamplinas. Me atizo una coca-cola que me han servido en un vaso muy grande. A Martin acaban de pagarle en este momento. Un sobre bastante abultado.
Se ha quedado mirándolo y ha dicho:
-Nice people, Roby, they have paid for four musicians, though we were only three.
Eso ha dicho el muy cretino. Por lo menos debe haber tres mil francos dentro del sobre. Martin se va a mear y, al volver, tiende la mano para conseguir un paquete de Chesterfield reseco.
-Thank you, sir, thanks a lot!
¡Despreciable lacayo! Un corpulento pelirrojo se acerca para preguntarme algo sobre una batería.
Según parece, le interesa una para mañana. Le facilito un par de direcciones. Poco después se acerca otro que se explica algo mejor. Lo que quería el anterior es alquilar una batería. Lo siento, nada que hacer. No conozco a nadie que se dedique a eso. En agradecimiento, me ofrece también un cigarrillo. Continuamos tocando, con lo que acaba por darnos la una. Intentamos acabar con Good Night, Sweet-heart. Se acabó, nos vamos. Otra, otra, por favor. Volvemos a interpretar Sentimental Journey. Verdaderamente les afecta que sea la última. Son tan tiernos… Bueno, habrá que pensar en irse. Venga, vamos a cambiarnos de ropa.
Cuando acabamos hace frío en el pasillo y en la entrada de la mansión. Me echo el impermeable sobre los hombros. Martin está con Heinz. Me hace señas para que me acerque. Voy. Me suelta setecientos pavos.
Ya entiendo, ya. El resto lo guardas para ti. Eres un cerdo asqueroso al que de buena gana aplastaría el hocico. Mas eso es precisamente lo que quisieras, que me diera por aludido. Soy menos cretino que tú y, además, tienes ya cincuenta años. El día menos pensado reventarás. A Heinz no le ha pagado delante de mí. Verdaderamente sois dos granujas de cuidado. En cuanto a los cigarrillos, me complazco en regalarle mi parte solamente por el placer de oírle decir: « We thank you very much, Roby». Esperamos un coche. La entrada está enlosada. Hay dos baldes rojos llenos de agua, un extintor y cartelones por todas partes: Beware of fire; Don’t put your ashes, etcétera. Me gustaría saber a quién pertenece la residencia.
Contemplándola, me extasío con Heinz, a quien también le gusta. Volvemos al recibidor. Martin tiene ganas de mear. Ha birlado en algún sitio un ejemplar del Yank y me lo deja para que se lo guarde. Estamos cerca del teléfono. Cuando Martin regresa, me dice:
-Can you call my hotel, Roby, I wonder if my wife’s arrived.
Su mujer debía llegar hoy. Telefoneo a su hotel, de parte del señor Romberg, para saber si la llave de su habitación está en el cajetín. Sí, sí está. Luego tu esposa no. Tranquilo, también esta noche podrás meneártela con la foto de una pin-up girl. Volvemos al recibidor y nos dirigimos después hacia el Packard.
El conductor no quiere llevarnos a los tres, le maldecimos.
-Vete, vete sin nosotros. Ya nos las arreglaremos.
Otra vez al recibidor. Me siento. Para variar, Heinz se pone a refunfuñar en jerigonza. Martin parlamenta con Doublemètre, un americano muy gentil que nos encuentra un coche, pero Martin se va a cagar, y nos pide que le esperemos. Vuelta al recibidor. De todos modos, Heinz le ha dado veinte pavos de propina a uno de los mayordomos, que resulta bastante simpático.
-¿A quién pertenece la casa?
-A un inglés que es funcionario público en África del Sur y que tiene otra mansión muy cerca de Londres.
Me entero también de que, durante la ocupación, los alemanes no tocaron nada. Se limitaron a vivir en ella con todas las de la ley. El inglés ha perdido a su mujer hace tres años, y acaba de volver a casarse. El doméstico no conoce todavía a su nueva patrona. Triste resulta, en verdad, perder a un conocido. Él mismo, por ejemplo, tenía un buen compañero, un íntimo amigo desde hacía más de seis años, y lo perdió un buen día. ¿Qué se le va a hacer? Nada, pero la cosa deja un vacío difícil de llenar. Doy los oportunos pésames y nos estrechamos la mano. Hasta la vista. Gracias. Heinz y Martin están de regreso por fin.
Salimos. El coche está en una alameda. Se trata de un Chrysler. No, es el otro, mejor aún, un Lincoln. Echo una meada contra un árbol. Finalmente llegan las dos mecanógrafas fregonas acompañadas por un americano. Este conduce. Nosotros tres detrás; él delante con las dos chicas. Ellas dan chillidos porque dicen ir demasiado apretadas. Por mí que las parta un rayo. Yo voy bastante bien. Conectan la radio del coche. Se pone en marcha. Arranca con fuerza. Según parece, seguimos a otro. La música del receptor ayuda a pasar el rato. Se trata de un jazz blanco que suena un poco frío, pero que no deja de ser divertido.
El coche sigue marchando a pedir de boca. Le digo a Heinz:
-No me importaría nada estar paseándome de esta manera durante toda la noche.
Él prefiere irse a dormir. París, Concorde, Rue Royale, Boulevards, Vivienne, Bolsa, stop… Martin se apea. A continuación me llevan a mí. Heinz está furioso por la vuelta que hemos dado. Estamos a la altura de la Gare du Nord, y ahora tiene que regresar hasta Neuilly. Que se las entienda con la compañía. Adiós, niños míos. Estrecho la mano al conductor:
-Thanks a lot. Good night.
Estoy en casa. La cama, por fin. Y justo antes de dormirme, siento cómo me convierto en pato.
*FIN*