Más sabia que un Dios
[Cuento - Texto completo.]
Kate ChopinNi a los dioses les es concedido
amar y ser sabios.
Proverbio latino
I
Por lo menos, Paula, podrías mostrar cierto desagrado por el trabajo -dijo la señora Von Stoltz con quejumbrosa voz enfermiza a su hija, quien, de pie frente al espejo, embellecía con los últimos retoques un arreglo por otra parte sencillo.
-¿Y para qué, Mami? No es que el trabajo me entusiasme, lo admito; pero en cuanto a los resultados, incluso tú debes aceptar que son gratificantes.
-Bueno, no es la carrera que tu pobre padre tenía en perspectiva para ti. Cuantas veces me decía, cuando yo me quejaba de que te hacía trabajar con demasiado rigor, “Quiero que Paula vaya en cabeza”. -Lanzó una mirada conmovedora por la ventana al cielo gris de noviembre, a una lontananza, que bien pudiera ser la morada del marido ausente.
-No se trata en absoluto de una carrera, mamá; es solo provisional -respondió la muchacha, mientras observaba el hermoso efecto de una aguja de ámbar que había atravesado entre sus rizos de pelo rubio brillante-. Hay que ganarse el sustento cueste lo que cueste, mientras aparece esa esperada carrera. Y olvidas que una ocasión como esta me brinda la oportunidad que deseo.
-No veo las ventajas de rebajar tu talento a una servidumbre tan banal. Y, de todos modos, ¿quién es esa gente?
La pregunta de la madre terminó en una tos convulsa y agotadora que la dejó sin palabras.
-¡Ay! Has estado demasiado tiempo junto a la ventana, mamá -dijo Paula, apresurándose a mover la silla de la inválida más cerca de la chimenea, que arrojaba sobre la habitación calor y una suave luz, y convertía su sencillez en belleza como por arte de magia-. A propósito -añadió Paula, tras acomodar a su madre tan confortablemente como pudo-, aún no estoy cualificada para esa “banal servidumbre”, como tú dices. -Y acercándose al piano que estaba en una alcoba distante de la habitación, cogió un rollo de partituras que descansaba sobre el instrumento y lo estiró ante sí. Luego, recordando al parecer la pregunta que su madre le había formulado, dio la vuelta al taburete para contestarla-. ¿Sabes? Los Brainards son peces gordos y tremendamente ricos. La hija es esa chica que una vez te dije que había ido al Conservatorio para cultivar su voz y el viejo Engfelder le dijo, con su brusquedad característica, que se fuera a casa porque su sistema no era capaz de superar lo imposible.
-Oh, esa gente.
-Sí, esta fiestecita la dan en honor de su hijo que regresa de Yale o Harvard, o de un lugar parecido. -Y volviéndose hacia el piano, repasó suavemente las danzas, mientras su madre contemplaba el fuego con una tristeza indómita que la brillante música parecía intensificar.
-Bueno, no habrá problemas con esto -dijo Paula, con sosegado aplomo, tras haber acabado el último vals-. Aquí no hay nada que pueda provocarme arranques de originalidad; no tendré dificultad en mantener el efecto de organillo.
-No me dejes con esa impresión terrible, Paula; tengo los nervios de punta.
-Mamá, eres demasiado rígida con las danzas. Yo creo que hay ciertas melodías, por un lado y por otro, que no están mal.
-Es la juventud la que te hace verlo así; yo he sobrevivido a esas apariencias.
-¡Qué mami más incoherente eres!, -exclamó la muchacha, riendo-. Ayer mismo me dijiste que era mi juventud lo que me hacía ser tan impaciente con los sucesos triviales de la vida cotidiana. Que la vejez, tratando de buscar el encanto a la vida, lo encuentra a menudo en lugares insospechados, ¿no fue así?
-No charles tanto, Paula; ¡música, música!
-¿Qué quieres oír?, -preguntó Paula, tocando una sucesión de armoniosos acordes-. Tiene que ser algo corto.
-Entonces, la Berceuse de Chopin. Pero suave, suave y un poco lento como tu querido padre solía tocarlo.
La señora Von Stoltz reclinó la cabeza hacia atrás entre los cojines, y con los ojos cerrados, bebió en las maravillosas melodías que llegaban del pasado como una voz etérea, sosegando su espíritu en la quietud de los dulces recuerdos.
Cuando las últimas y emotivas notas se fundieron en el silencio, Paula se acercó a su madre y, al mirar su pálido rostro, vio que las lágrimas se agolpaban tras sus párpados cerrados.
-¡Oh, mamá! Te he puesto triste -exclamó acongojada.
-No, hija mía; no puedes imaginarte la felicidad que me has dado. Ya no me duele nada. Tu música ha hecho conmigo lo que el canto de Farinelli hizo con el pobre rey español Felipe II; me ha curado.
Un destello de placer inundaba el cálido rostro y los ojos, que casi tenían el brillo de la salud.
-Mientras te escuchaba, Paula, mi alma salió de mí y revivió una tarde ya lejana. Estábamos en nuestro bello salón de Leipzig. La brisa suave y la luz de la luna entraban por las cortinas de una ventana abierta, dibujando una greca temblorosa en el brillante suelo encerado. Yo te tenía en brazos, y volví a sentir la presión de tu cálido cuerpecito regordete contra mí. Tu padre estaba al piano tocando la Berceuse y, de repente, me obligaste a bajar la cabeza y susurraste: “Ist es nicht wonderschen, mama?”. Cuando acabó, dormías y tu padre te cogió de mis brazos y te depositó delicadamente en la cama.
Paula se arrodilló junto a su madre, sosteniendo las frágiles manos que besó con ternura.
-Ahora debes irte, liebchen. Llama a Berta; ella me atenderá en todo lo que necesite. Esta noche me siento muy fuerte. Pero no vuelvas demasiado tarde.
-Estaré en casa tan pronto como me sea posible; probablemente cogeré el último tranvía; no podría quedarme más tarde o tendría que venir andando. ¿Sabes dónde está la casa por si fuera necesario enviar alguien a buscarme?
-Sí, sí, pero no habrá necesidad.
Paula besó a su madre con cariño y salió a la triste noche de noviembre con el rollo de danzas bajo el brazo.
II
Un mayordomo abrió la puerta de la majestuosa mansión a la que Paula llamó y le pidió que tuviera la amabilidad de subir la escalera.
-Acompañe a la señorita a la sala de música, James -gritó una voz desde alguna zona del piso de arriba, sin duda la misma cuyas imposibilidades habían sido tan sumariamente tratadas por Herr Engfelder, y Paula fue llevada a través de una serie de hermosas estancias, cuyo calor y suave iluminación eran reconfortantes tras el aire aterido de la calle.
Una vez en la sala de música, se quitó sus atavíos y se sentó cómodamente a esperar acontecimientos. Ante ella se alzaba el magnífico Steinway, en el que sus ojos descansaban con voraz admiración y sus dedos se crispaban con el deseo de despertar sus provocadoras posibilidades. El olor de las flores impregnaba el aire como un tóxico sutil y sobre todas las cosas flotaba una tranquila sonrisa de expectación, alterada por algún ocasional revoloteo femenino en las escaleras, o amortiguadas sugerencias de distantes sonidos caseros.
Al cabo de un rato, un joven entró en el salón, sin duda el estudiante universitario, porque examinaba los arreglos festivos con mirada crítica y aire de propiedad, aventurando la concesión de unos pocos toques de mejora. Luego, contemplando en el espejo con excusable complacencia su propia figura bien parecida y atlética, vio reflejada a Paula mirándole, con una tímida sonrisa iluminando sus ojos azules.
-¡Por Dios! -exclamó alarmado. Luego, aproximándose a Paula-: Le ruego perdone, Señorita. Señorita.
-Von Stoltz.
-Miss Von Stoltz -dijo, concluyendo acertadamente de su sencillo arreglo y el rollo de música-. No la había visto cuando entré. ¿Lleva mucho tiempo aquí? Y además sentada sola. Esto es realmente una grosería.
-Oh, solo llevo aquí unos momentos y me han atendido muy bien.
-Ya lo creo -dijo con una mirada colmada de prometedoras declaraciones elogiosas que un futuro trato podría acarrear.
Cuando estaba encendiendo el gas de una lámpara de brazo adosada a la pared, de modo que ella pudiera ver mejor su partitura, la señora Brainard y su hija entraron en la habitación, esplendorosamente arregladas, y ambas se aproximaron a Paula con un saludo educado y cordial.
-George, ¡por favor! -exclamó su madre-, apaga ese gas, destroza el efecto de la luz de las velas.
-Pero la señorita Von Stoltz no puede leer la partitura sin él, madre.
-No dudo de que la señorita Von Stoltz se sabe las piezas de memoria -contestó la señora Brainard, buscando corroboración en la mirada de Paula.
-No, señora; no estoy acostumbrada a tocar música de baile, y esto es bastante nuevo para mí -replicó la muchacha, tocando las hojas sueltas que George había estirado y colocado en el atril.
-¡Oh, Dios mío! ¿No está acostumbrada?, -dijo la señora Brainard-. Pero el señor Sohmeir nos dijo que él estaba seguro de que quedaríamos satisfechos.
Paula se apresuró a tranquilizar a la señora, alarmadísima sobre su habilidad para satisfacerles por completo.
En aquel momento el timbre de la puerta empezó a sonar incesantemente. En lo alto de las escaleras, huidizas figuras con capa se movían con paso rápido, seguidas por sus acompañantes vestidos de negro. Las habitaciones comenzaron a llenarse del considerable alboroto que un grupo de chicas puede hacer cuando la proximidad masculina las provoca; y Paula, sin esperar a que se lo pidieran, atacó los primeros compases de un vals alentador.
Unas horas más tarde, durante un intervalo del baile, cuando los hombres hacían uso enérgico de abanicos y pañuelos y las chicas empezaban a asumir actitudes pintorescas de agotamiento -excepto los pocos incansables de siempre- se aventuró una propuesta, respaldada por súplicas clamorosas, que inducían a George a tocar su banjo. Siguieron unos momentos agradables en los que la habilidad del joven recibió un aplauso bien merecido. Jamás aquella audiencia había contemplado tal maestría como la que él demostró en el manejo de su instrumento, que tan pronto estaba tras él como sobre su cabeza y otra vez balanceándose en el aire como el péndulo de un reloj y lanzando los sonidos de una conmovedora melodía. Sonidos tan alentadores que una pequeña y hermosa hada de ojos negros reconocida devota de Terpsícore, y de la particular admiración de George, fue persuadida a contribuir con unos pasos de un zarambeque de Virginia, tal como lo había aprendido practicándolo en una plantación del Sur. El acto terminó en una espontánea algarabía de aplausos y admirativos bravos.
Hay que reconocer que este episodio, aunque gracioso, no era el preludio más adecuado para la “Jewel Song” de Fausto, con el que, a continuación, la señorita Brainard decidió deleitar a la concurrencia. El hecho de que la señorita Brainard tenía buena voz era como una tradición familiar y se remontaba casi a los días de balbuceos infantiles de la joven dama, en los que oídos amorosos ya habían detectado la promesa que el tiempo había cumplido tan imprudentemente.
El verdadero genio no puede mantenerse latente, aunque un ejército de Engfelders se levantara para sofocarlo con sus protestas mundanas.
La interpretación de la señorita Brainard fue una proeza de ruido triunfal, e inclinada a una amable condescendencia por la orgullosa exaltación del éxito, pidió a la señorita Von Stoltz que por favor tocara algo.
Paula consintió con amabilidad, eligiendo una selección de clásicos modernos. Qué poco apreciaron sus auditores en aquella actuación los resultados de toda una vida de estudio, de un adiestramiento que la había convertido, entre los entendidos, en una reconocida maestra de la técnica. Pero a su habilidad, ella añadía el toque de la interpretación del artista; y al escucharla, incluso la Ignorancia le rendía el tributo de una silenciosa emoción.
Cuando se levantó hubo un momento de serenidad, roto por el hada de ojos negros, siempre dispuesta a lanzarse a la brecha, observando con impertinencia: “¡Qué bonito!”. “¡Realmente precioso!” y “¡Qué no daría yo por tocar así!”. Cada uno de aquellos banales elogios caía como un chorro de agua fría sobre el ardor de Paula.
Entonces, Paula empezó a preocuparse por la hora del tranvía y George, que estaba cerca, miró el reloj y la informó de que el último tranvía había pasado hacía una buena media hora.
-Pero -añadió él- si no espera que alguien venga a buscarla, con mucho gusto la acompañaré a su casa.
-No espero a nadie, porque el tranvía que pasa por aquí me hubiera dejado delante de la puerta -y reconociendo que estaba en un apuro, aceptó tácitamente el ofrecimiento de George.
La situación era nueva. El pasear en la noche tranquila con aquel apuesto joven le daba sensación de alegría. Hablaba con tanta desenvoltura y amabilidad. Se sentía tan cómoda con aquella protectora y fuerte proximidad. Al agarrarle para protegerse de las tremendas ráfagas de viento, pudo notar los músculos de su brazo, duros como el acero.
Era tan diferente de cualquiera de los hombres que conocía. Rigurosamente distinto a Poldorf, el pianista, cuya redondez rechoncha habría podido ser menos censurable si Paula no hubiera sabido que su causa estribaba en el consumo inmoderado de cerveza. El viejo Engfelder, con su pelo largo, sus anteojos y su desgarbada figura descoyuntada, estaba, en comparación, hors de combat. Y Max Kuntzler, el dotado compositor, su profesor de armonía, contra quien, en aquel momento, no se le ocurría ninguna objeción concreta a no ser la vaga, general y muy grave de su falta de parecido con George.
Sin embargo, su recién despierta admiración no era ajena al mezquino e inexplicable deseo de que él no hubiera sido tan hábil con el banjo.
Caminaban charlando alegremente, hasta que al doblar la esquina de la calle en la que Paula vivía, vio que ante la puerta estaba estacionado el tílburi del doctor Sinn.
Brainard sintió el escalofrío de sorprendida zozobra que sacudió el cuerpo de la joven cuando, echándose a correr, dijo:
-¡Oh! Mamá debe de estar enferma.; peor: han llamado al médico.
Al llegar a la casa, abrió de par en par la puerta que no estaba cerrada con llave y vacilando dio un paso hacia atrás.
El gas del pequeño recibidor estaba encendido al máximo y permitía ver a Berta, en lo alto de la escalera, muda, mirándola con ojos aterrados. Salió a su encuentro un vecino que, con bien intencionada solicitud, luchaba por retenerla, por mantenerla ignorante un instante más del golpe terrible que el destino le había asestado mientras ella, con alegre inconsciencia, tocaba música de baile.
III
Habían transcurrido varios meses desde la espantosa noche en que la muerte había privado por segunda vez a Paula de un amado progenitor.
Una vez recuperada de la primera sacudida de dolor, la muchacha se había lanzado al trabajo con todas sus energías, con el propósito de alcanzar la posición en el mundo musical que su padre y su madre habían soñado para ella.
Había permanecido en la pequeña casa ocupando tan solo la mitad; y en este lugar mantenía su hogar con la ayuda de la fiel Berta.
Los amigos eran amables y atentos con la apenada muchacha. Pero había dos cuya constante devoción evidenciaba un interés más profundo que la mera solicitud amistosa.
El amor se había apoderado de la sobria edad madura de Max Kuntzler con una fuerza persistente que el rechazo de Paula no haría disminuir ni debilitarse. Le había pedido permiso para seguir siendo su amigo y, mientras mantenía los tiernos y solícitos privilegios que ese amplio título puede implicar, se había abstenido de insistir en que Paula aceptara un sentimiento más cálido.
Un atardecer, Paula estaba sentada en su pequeña sala de estar, trabajando en unos transportes musicales, cuando una llamada al timbre seguida de unos pasos en el recibidor le hicieron temblar la mano y el corazón.
George Brainard entró en la habitación, y antes de que ella pudiera levantarse para recibirle, ya se había sentado en la silla libre junto a ella.
-Qué trabajadora más incansable es usted -dijo echando un vistazo a las partituras que Paula tenía ante sí-. Siempre tengo la sensación de que mi presencia la interrumpe; y, sin embargo, no estoy seguro de que una sensata interrupción no sea a veces lo más saludable para usted.
-Se olvida -dijo ella sonriéndole-, que me ejercitaron para esto. Tengo que mantenerme preparada para mi vocación. Lo demás significaría deterioro.
-¿No estaría dispuesta a seguir alguna otra vocación?, -preguntó, mirándola con desacostumbrada gravedad en sus hermosos ojos oscuros.
-¡Jamás!
-¿Aunque fuera una vocación que solo le pidiera el trabajo de amar?
Ella no contestó, pero mantuvo la mirada fija en las descuidadas líneas geométricas que dibujaba con el lapicero en las hojas frente a ella.
Él se levantó y dio unas cuantas vueltas impacientes alrededor de la habitación, luego, volviendo de nuevo a su lado, dijo abruptamente:
-Paula, te quiero. No es que te diga algo que no sepas ya, a no ser que hayas estado ciega todo este tiempo. Hoy hay algo que me lleva a decirlo con palabras. Desde que te conocí -continuó, luchando por mirarla a la cara, inclinada sobre su trabajo-, he ido ascendiendo cada vez más y más círculos del Paraíso con la bendita ilusión de que a ti. yo te importaba. Pero hoy se me ha ido imponiendo una sensación de temor., temor de que con una palabra pudieras arrojarme a un abismo que ahora sería de eterna desgracia. Dime si me amas, Paula. Creo que sí, y sin embargo, espero tu respuesta con indescriptibles dudas.
Él le cogió la mano y ella no la retiró.
-¿Por qué te has quedado muda? ¿Por qué no me dices algo? -preguntó con desesperación.
-Estoy muda de alegría y tristeza -contestó ella-. El saber que me amas me da suficiente felicidad para iluminar toda una vida. Y estoy triste al sentir que has dado la señal que debe separarnos.
-Me amas y hablas de separación. ¡Jamás! Serás mi esposa. Desde este momento nos pertenecemos el uno al otro. Oh, mi Paula -dijo, acercándola a su lado-, toda mi existencia estará dedicada a tu felicidad.
-No puedo casarme contigo -dijo ella concisamente, retirándole la mano de su cintura.
-¿Por qué? -preguntó él con brusquedad.
Permanecieron de pie mirándose a los ojos.
-Porque el casarme no entra en los planes de mi vida.
-No te pido que renuncies a nada en tu vida. Solo te ruego que me permitas compartirla contigo.
George solo había conocido a Paula como la hija de la reservada mujer americana. Nunca la había visto animada por la naturaleza emocional del padre. El color le subió a las mejillas y la intensidad de sus sentimientos oscureció sus ojos azules.
-Calla -dijo ella-; no me tientes más.
Dicho esto se puso de rodillas frente a una mesa cercana, recogiendo en sus brazos las partituras que estaban encima y descansando en ellas su cálida mejilla.
-¡Qué sabes tú de mi vida!, -exclamó apasionadamente-. ¿Qué puedes saber de ella? ¿Es acaso la música para ti algo más que la agradable distracción de un momento de ocio? ¿No puedes sentir que la música corre por mis venas mezclada con mi sangre? ¿Que la amo más que a mi vida, a la riqueza e incluso más que al amor?, -dijo con un escalofrío de dolor.
-Paula, escúchame; no hables como una loca.
Ella se levantó rápidamente y extendió un brazo para rechazar su avance.
-¿Entrarías en un convento y le pedirías matrimonio a una monja que se hubiera comprometido al servicio de Dios?
-Sí, si esa monja me amara; casarse conmigo sería un deber para con ella misma, para conmigo y para con Dios.
Paula se sentó en el sofá; parecía como si toda emoción la hubiera abandonado; y él fue a sentarse junto a ella.
-Dime tan solo que me amas, Paula -le urgía con insistencia.
-Te amo -respondió ella en voz baja con los labios pálidos.
La tomó en sus brazos, apretándola contra su corazón en un arrebato silencioso y devolviendo con besos el rojo de la vida a sus pálidos labios.
-¿Serás mi esposa?
-Tienes que esperar. Vuelve dentro de una semana y te daré una respuesta.
Se vio obligado a contentarse con el retraso.
Transcurridos los días de prueba, George volvió a buscar la respuesta, que le llegó por boca de la anciana que ocupaba el piso de arriba.
-¡La señorita von Stoltz se ha ido a Leipzig!
Todo esto sucedió no hace muchos años. George Brainard sigue tan apuesto como siempre aunque engordando un poco con la tranquila rutina de la vida doméstica. Casi ha perdido aquel considerable gusto por la música que antes le distinguía como un virtuoso del banjo. Su trivial esposa de ojos negros lamenta esta pérdida; aunque ella misma ha hecho concesiones al avance de los años y ha abandonado el zarambeque de Virginia como incompatible con los serios deberes matrimoniales.
Tal vez hayan visto en el periódico de la mañana que la famosa pianista, Fräulein Paula von Stoltz, se encuentra descansando en Leipzig tras una prolongada y lucrativa gira de conciertos.
El profesor Max Kuntzler también se encuentra en Leipzig, con la perseverante voluntad de siempre, la paciencia tenaz que, tan a menudo, termina por ganar.
*FIN*

