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Maternidad

[Cuento - Texto completo.]

Sherwood Anderson

Bajo la colina había una ciénaga donde crecían juncos. En su cima, las hojas secas de un nogal crujían con la fuerza del viento.

Ella subió hasta allí, más allá del árbol, y se tumbó en el largo y verde prado. En una granja se escuchó un portazo y delante de la casa, en la carretera, ladró un perro.

El lugar permaneció en silencio hasta que un carro empezó a abrirse paso por la carretera helada. Como la pólvora, los pequeños ruidos se fueron extendiendo hasta el lugar donde estaba tumbada, eran como dedos jugando sobre su cuerpo. Entonces emanó un aroma. El carro tardó varios minutos en pasar.

Poco después otro sonido rompió el silencio. De entre los campos surgió sigilosamente un joven de una granja vecina. Saltó una valla y llegó hasta esa misma colina, pero tardó en percatarse de su presencia, tumbada justo a sus pies. Miró hacia la casa y permaneció de pie con las manos en los bolsillos, parecía un caballo marcando el paso sobre el suelo helado.

Entonces supo que ella estaba allí. El aroma de su cuerpo fue penetrando en su conciencia.

Como tantas otras tardes, corrió a arrodillarse ante su silenciosa figura, pero esta vez sintió que algo había cambiado. El tiempo de hablar y de esperar había terminado. Hoy todo sería diferente. Ella no era la misma. Se atrevió a poner sus manos en su rostro, en su cuello, en sus pechos, en sus caderas. Algo había cambiado en su cuerpo, era más fuerte, más firme. Besó sus labios, pero ella permaneció inmóvil y, por un instante, él tuvo miedo. Se armó de valor y se tumbó a su lado.

Era granjero y en su vida había arado muchos acres de fértil tierra negra.

Estaba seguro de sí mismo.

Estaba surcando su cuerpo profundamente.

Estaba plantando las semillas de un niño en la cálida y fértil tierra.

* * *

Las semillas de su hijo fueron creciendo en sus entrañas. En las noches de invierno, ella salía a caminar por un sendero que discurría por la falda de una pequeña colina y desde allí se iba a ordeñar vacas en un establo. Era grande y fuerte. Sus piernas se desplazaban de un lado a otro, al igual que el niño que llevaba en sus entrañas.

Aprendió el ritmo de las pequeñas colinas.

Aprendió el ritmo de las llanuras.

Aprendió el ritmo de las piernas al andar.

Aprendió el ritmo de las manos ordeñando las ubres de las vacas.

* * *

En primavera, con la llegada de las noches cálidas y cuando estaba en avanzado estado de gestación, ella salía a caminar por un campo estéril repleto de piedras. Como cabezas de niños enterrados, las pequeñas piedras también sacaban su cabeza. El campo, bañado por la luz de la luna, caía poco a poco hasta alcanzar el suave murmullo de un arroyo. Entre las piedras, unas ovejas pacían tranquilamente la hierba de la llanura.

En aquel campo estéril yacían miles de niños enterrados que luchaban por salir de la tierra. Luchaban por llegar hasta ella. La voz del arroyo que corría entre las piedras empezó a gritar. Ella permaneció mucho tiempo en aquel campo, temblando de dolor.

Estaba sentada sobre una gran piedra, se levantó y se dirigió hacia la granja. Mientras caminaba por el sendero, delante de un silencioso establo, escuchó el lamento de las voces gritando en la oscuridad.

Un solo niño luchaba en sus entrañas. Se metió en la cama y sintió sus pies dando patadas en los muros de su cárcel. Permaneció inmóvil, escuchando. Solo una pequeña voz parecía llegar hasta ella en el manto de silencio que cubría la noche.

FIN


“Motherhood”,
The Triumph of the Egg, 1921


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