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Me puse entonces máscaras, disfraces…

[Poema - Texto completo.]

Manuel Rueda

Me puse entonces máscaras, disfraces
que encubrieron mi estigma, mis labores
de muchacho en los cuartos solitarios,
en los baños, envuelto por la ducha
consentidora que entregaba al fango,
al hondo sumidero, los residuos
que caían de mí como las pieles
sucesivas y bellas de mis días.
Nada claro. Ni el corazón ni el alma
en sus límites. Nada verdadero.
Oscuridad y selvas al acecho.
Emboscadas, traiciones, desafíos.
El tambor redoblando entre las hojas
y tú, diablo, surgiendo con tus colas
encarnadas, con patas de animal
y cornamenta florecida, echando
por los belfos espumas y mentiras.
El tambor redoblando y tú de pie
oponiendo tu látigo a la música,
invencible desde antes de la lucha.
Tú te imponías rojo, gualda, rojo,
verdinegro de rostro, espejijunto,
cascabeleando por las calles rotas
de pánico mientras se oían puertas
sucesivas abriéndose, cerrándose,
entre aldabones sordos. Eras dueño
y señor de mi pueblo, monstruo aciago
en los altares de febrero, macho
oropelesco y fúnebre, viril
y neutro, inevitable frenesí
que prendía en los leños de un mal año.
Todo quieto y de pronto tu llamado
desafiador de la miseria, haciendo
entrechocar las piedras cuando entrabas
a tu reino borrado, a tus plazuelas.
Fuimos unos y otros y ninguno.
y nos vistió la muerte a cada cual
de prisa y como pudo, intercambiando
risas, sexos, trocando unas verdades.
Rostros blanqueados, máscaras ardientes
y voraces. Tuvimos gran urgencia
de renovar reliquias y medallas,
de tocarnos el pecho con imágenes
bendecidas tres veces. Eso hicimos
todavía algún tiempo. Solo entonces,
en medio del estruendo, sonreímos
de pronto, y sin siquiera sospecharlo
dijimos nuestros nombres, sorprendidos
de que acudieran, fieles, a nosotros.
El cielo estaba azul y las montañas,
recién lavadas por la lluvia, abrían
sus entrañas al sol, fuertes y jóvenes.
Yo me miré la cara en los espejos
y supe que era el día de partir
atravesando huertos apagados,
viendo las sillas rotas, los graneros
llenos de ratas grises y tinieblas
y los secos parrales retorcidos.
Supe que era la hora porque el llanto
nos había gastado el alma, el ojo
adormido en paredes carcomidas.
Junto al mar, y las lentas mecedoras
impulsaban su carga en el vacío,
afirmación y negación en sol
y sombra de quedar y de perderse.
Ida y vuelta, ida y vuelta y yo mirando,
esperando el momento en que las olas
se detuvieran, en que la mecida
acabara en mitad de una sonrisa.
¿Dónde estaba la época del fuego
y de la doma de los potros? ¿Dónde
las excursiones cuando había manteles
blancos sobre la hierba y cestos llenos
de la abundancia de la tierra y del
descanso: leche, pan, almibaradas
frutas y los crujientes caramelos?
¿Dónde estaban? Oh diablo, ¿dónde estabas,
fustigador, hiriente, parecido
al amor con tus colas encarnadas?
Febrero era fugaz, y tú tranquilo,
ignorante del mal que desatabas,
ignorante del bien, te consumías
en tu lecho de hastío, en tu sepulcro
miserable y oscuro, visitado
por mendigos, por perros y palomas.
y entré a una selva oscura. Era de noche
y había fieras rondando. Y había hombres
rondando. Y en lo alto y en lo hondo,
oscuro y claro, yo volví los ojos
hacia ti, pueblo mío arrinconado,
mi pasado, mi flor, mi blanca sombra,
donde apoyé los pies y puse el labio,
donde dormí diez años al amparo
de un regazo y la cálida montaña.
Yo pasé por los arcos de tu piedra,
pueblo enterrado en lluvia y en olvido,
y sentí que mis muertos renacían.



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