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Memorias de Mosby

[Cuento - Texto completo.]

Saul Bellow

Los pájaros no dejaban de trinar. Trrr, trrr, trrr. Y todas las cosas que hacen los pájaros, según los naturalistas. Expresaban profundos abismos de agresividad que solo el Hombre —el Estúpido Hombre— confundía con inocencia. Creemos que todo es muy inocente, porque nuestra maldad nos da miedo. ¡Ay, mucho miedo!

El señor Willis Mosby, después de su siesta, mirando montaña abajo a la ciudad de Oaxaca, donde todos seguían roncando: las bocas, las caderas, el largo cabello indio, la belleza antigua celebrada por Eisenstein en Tormenta sobre México. El señor Mosby —en realidad era el doctor Mosby, un erudito, quizá incluso demasiado profundo— pensaba mucho y llegaba muy lejos: había cometido algunos de los errores más interesantes que un hombre podía cometer en el siglo XX. Y ahora estaba en Oaxaca para escribir sus memorias. Para tal fin contaba con una subvención de la Fundación Guggenheim. ¿Y por qué no?

Las buganvillas se extendían por toda la colina, y los colibríes daban vueltas. A Mosby lo ponía enfermo todo este jaleo, estos colores y fragancias, listos para echarse sobre él. La juventud y la belleza le parecían muy peligrosas. Peligro mortal. Puede que hubiera bebido demasiado mezcal en el almuerzo (también cerveza). Detrás del verde y el rojo de la naturaleza, el aburrido negro parecía estar bien instalado como la parte de atrás de un espejo.

Mosby no se sentía muy bien: sus dientes, apretados, hacían que los músculos sobresalieran en sus hermosas y bronceadas mejillas de anciano. Tenía unos bonitos ojos azules, luminosos, directos, inteligentes, incrédulos; el pelo todavía espeso, con raya al medio; y unos fuertes surcos verticales entre las cejas, debajo de la nariz y en la parte de atrás del cuello. Había llegado el momento de introducir algo de humor en las memorias. Hasta ahora había sido: una familia fundamentalista en Missouri; un padre constructor de éxito; los primeros años de escuela; la universidad del estado; la beca Rhodes; las amistades intelectuales; lo que aprendí del profesor Collingwood; el Imperio y la rigurosidad mental de Gran Bretaña; mi poco ortodoxa interpretación de John Locke; mi trabajo para William Randolph Hearst en España; la personalidad del general Franco; las amistades radicales en Nueva York; el servicio en tiempo de guerra con la OSS; la limitada visión de Franklin D. Roosevelt; el retorno a Comte, Proudhon y Marx; una vez más De Tocqueville. Nada de esto era muy gracioso. Y sin embargo miles de estudiantes y de no estudiantes dirían: «Mosby tenía un gran sentido del humor». O le contarían a sus hijos: «Ay, aquel Mosby de la OSS», o: «Willis Mosby, que estaba conmigo en Toledo cuando cayó el Alcázar, casi nos morimos de risa». «Nunca olvidaré los comentarios de Mosby sobre Harold Laski», o: «Hizo reír al Tribunal Supremo al completo». «Sobre los juicios de purga rusos.» «Sobre Hitler.» De manera que ya iba siendo hora de que hiciera algo. Él lo había pensado un poco. Diría, cuando le enviaran el hielo desde el bar del hotel (se alojaba en una casita debajo del edificio principal, prácticamente cubierta de flores; envidiaba un poco las montañas sin problemas de la Sierra Madre) y cuando se hubiera enfriado el mezcal —caliente sabía a rayos— escribiría que, en 1947, cuando vivía en París, conoció a muchas personas raras. Conoció al conde de la Mine-Crevée, que alojó a Gary Davis, el ciudadano del mundo, cuando el ciudadano del mundo prendió fuego en público a su pasaporte. Conoció al señor Julian Huxley en la UNESCO. Habló de teoría social con el señor Lévi-Strauss pero no fue invitado a cenar: comieron en el Musée de l’Homme. Sartre se negó a conocerlo; creía que todos los estadounidenses, menos los negros, eran agentes secretos. Mosby, por su parte, sospechaba que todos los rusos en el extranjero trabajaban para la KGB. Mosby hablaba bien francés; tenía mucha fluidez en español y era bastante bueno en alemán. Pero los franceses no son capaces de ver la originalidad en los extranjeros. Esa es la maldición de una civilización antigua. Es un planeta más pesado. Sus mejores mentes deben duplicar su potencia para superar el campo gravitatorio de la tradición. Solo unos pocos podrán volar. Volar y alejarse de Descartes. Volar y alejarse de los anacronismos políticos de la izquierda, el centro y la derecha que persisten desde 1789. Mosby consideraba a los franceses sumamente banales. Por su parte, los franceses lo encontraban a él demasiado estricto. Con ropas de buen corte, elegante y seco, y una piel cuidada y occidental, los ojos claros y la nariz firme, una boca hermosa y viriles arrugas. Un type sec.

Ambas partes —es decir, Mosby y los franceses— tenían unas actitudes muy fijadas. Ambas, como reconocía últimamente él, se equivocaban bastante. Era posible que fueran equidistantes de la verdad, pero desde luego se encontraban en sectores distintos del error. Los franceses salían preparados porque sus errores eran colectivos. Los míos, pensaba Mosby, eran por lo menos peculiares. Los franceses estaban furiosos por el hundimiento en 1940 de La France Pourrie, su falta de voluntad militar, la amplia colaboración, las deportaciones en masa a las que no se opusieron (los daneses, e incluso los búlgaros, se resistieron a las deportaciones de los judíos) y, por último, por la humillación de ser liberados por los aliados. Mosby, en la OSS, tenía información que corroboraba esas afirmaciones. También dentro del Departamento de Estado tenía colegas de la universidad: antiguos alumnos y viejos conocidos. Había esperado que después de la guerra lo nombraran para un alto cargo, para el cual, como director del contraespionaje en Latinoamérica, tenía las calificaciones ideales. Pero Dean Acheson en persona lo miraba mal. Y tampoco lo aprobaba Dulles. Mosby, que era un fanático de las ideas, desagradaba a la nobleza institucional. Había dicho que el Foreign Service estaba lleno de desechos de la estructura de poder. A jóvenes caballeros de buenas universidades del este que no lograban triunfar como abogados en Wall Street se les permitía interpretar los supuestos intereses de su clase en la burocracia del Departamento de Estado. En los consulados extranjeros podían ser groseros con los desplazados y dar rienda suelta a su antisemitismo de club de campo que se estaba extinguiendo hasta en los clubes de campo. Además, Mosby había simpatizado con la posición de Burnham sobre el proteccionismo, al declarar, durante la guerra, que los nazis estaban ganando porque habían hecho antes su revolución administrativa. Ninguna combinación de los aliados podía conquistar, con su industrialismo obsoleto, a una nación que había alcanzado una nueva fase de la historia y que lograba el poder de lo inevitable, etcétera. Y entonces Mosby, manteniendo su postura en Washington, en medio de los vendedores de alcohol de élite, afirmó de manera absoluta que por muy horribles que hubieran sido los campos de concentración al menos mostraban la racionalidad de las ideas políticas alemanas. Los norteamericanos no tenían esas ideas. No sabían lo que estaban haciendo. No existía ningún designio. Los británicos no eran mucho mejores. Como declaraba él en su estilo seco, con frases afirmativas y contundentes, el bombardeo de Hamburgo era prueba del vacío idiota y de la falta de plan de los líderes occidentales. Por último, declaró que cuando Acheson se sonaba la nariz había gusanos en su pañuelo.

Entre los franceses derrotados, Mosby admitía que tenía un espíritu amargado. (Sus bromas no eran demasiado malas.) Y por supuesto bebía mucho. Trabajaba en Marx y Tocqueville, y bebía. No iba a detenerse por conflicto mental. El conde de la Mine-Crevée (improvisación del propio Mosby sobre un nombre noble y antiguo) lo mantenía con alcohol PX y le cambiaba el dinero en el mercado negro. Él describía sus inclinaciones y era muy entretenido.

Ahora Mosby quería decir, al estilo de sir Harold Nicolson o Santayana o Bertrand Russell, escritores por cuyas memorias sentía una gran admiración, que el París de 1947, como la mitad del arca de Noé, estaba esperando a que llegara el segundo ejemplar de cada especie. Había uno de todo. Algo por el estilo. Especialmente los norteamericanos. La ciudad era muy amarga, oscura; el Sena tenía el aspecto y el olor de una medicina. En una fiesta norteamericana, un antiguo estudiante de francés de Minnesota, que ahora dirigía una empresa turbia, una agencia que se especializaba en el soborno, las investigaciones secretas y privadas y la búsqueda de chicas para los VIP, dijo algo muy emotivo sobre la Ciudad del Hombre, sobre el significado de Europa para los norteamericanos y el fracaso de los norteamericanos para preservar la escala humana, sin dejar de trabajar con el Hombre como medida. Y todas las demás coletillas que podía sacar de La forja de la mente moderna o las conferencias sobre la historia intelectual de Europa de Randall. «Me sentí tentado —quería decir Mosby (llegó el hielo en una cubitera con pinzas; los nativos ya no llevaban los calzones de color blanco sucio del pasado)—, tentado a… —se frotó la frente, que se proyectaba como la parte trasera de un vagón de observación—… a decirle que antes era pacifista y vegetariano, seguidor de Gandhi en la Universidad de Minnesota, y que ahora conducía un hermoso Bendey para ir al Tour d’Argent a comer pato a la naranja. Tentado de decirle: “Sí, pero venimos aquí al otro lado del Atlántico para regodearnos un poco con el pasado. Para recordar lo que dijo una vez Ezra Pound. Que haríamos otra Venecia, simplemente porque sí, qué demonios, en los pantanos de Jersey en el momento que quisiéramos. Jugando. Para distraernos con la época de colosal maestría que estaba por llegar. Reproducir lo que fuera por diversión. Unos babuinos entrenados para remar nos llevarían en góndolas a debates de astrofísica. Donde ahora la gente quema basura, y engorda cerdos y tira los aparatos viejos, desembarcaremos para oír un concierto”.»

Mosby el pensador, como muchos otros hombres ocupados, nunca tenía tiempo para la música. La poesía no era lo suyo. Los miembros del Congreso, los funcionarios del gabinete, los hombres de organización, los planificadores del Pentágono, los dirigentes de partidos o los presidentes, no tenían esos intereses. No podían ser lo que eran y leer a Eliot, u oír a Vivaldi o Cimarosa. Pero ellos planificaban para que otros pudieran disfrutar de esas cosas y beneficiarse de su poder. Quizá Mosby tenía más cosas en común con los dirigentes políticos y los jefes y presidentes juntos. Al menos, ellos ocupaban sus pensamientos más a menudo que Cimarosa y Eliot. Ahora reflexionaba con odio sobre sus errores, su superficialidad. Los sermoneaba sobre Locke para dejarlos en evidencia. A excepción de la voluntad del pueblo, expresada de forma nada ambigua, no había poder legítimo. El único demócrata absoluto de Estados Unidos (quizá del mundo, entre tantos miles de millones de mentes y almas) era Willis Mosby. A pesar de su estilo de conversación (o, más precisamente, de examen), lacónico, seco e intolerante, su lacia dignidad personal, sus huesos aristocráticos. Los oscuras y largas narices que apuntaban a las aflicciones que requerían la fuerza que podía verse en sus mandíbulas. Y, por último, los claros y doloridos ojos.

Es un animal de lo más peculiar, ingenioso, hambriento, ambicioso y desconsolado el que, al llamarse a sí mismo Hombre, piensa que puede escapar de lo que realmente es. Y no es cuestión de su definición, en el último análisis, sino de su ser. Que diga lo que quiera.

 

Los reinos son de barro; nuestra tierra es de barro y es la misma.
Alimenta a la bestia igual que al Hombre;
La nobleza de la vida es que se haga así.

 

«Así» quiere decir con amor. O cualquier otra opción sublime. (De todos modos Mosby se sabía bien a Shakespeare. Había una diferencia entre él y el presidente. Y del vicepresidente decía: «Yo no confiaría en él para que me fabricara una píldora. ¡Y eso que antes era farmacéutico!».)

Con los labios serenos sorbió el mezcal, y el criado con la chillona camisa naranja enriquecida con botones de metal le recordó que el coche llegaba a las cuatro en punto para llevarlo a Mida a visitar las ruinas.

—Yo sí que soy una ruina —bromeó Mosby.

El corpulento indio, sonriendo de medio lado —nada más que eso—, se retiró con una silenciosa inclinación. Puede que yo estuviera buscando algo, pensó Mosby. Quería que él me dijera que yo no era una ruina. Pero ¿cómo podía hacerlo? Para él yo soy una ruina.

Puede también que Mosby no tuviera mucho tacto. Sin embargo, él creía que sí tenía ojo para ciertos tipos de comedia. Y tenía que encontrar un modo de aliviar el rigor de aquel relato de sus batallas mentales. Además, realmente era capaz de recordar que en París en aquella época la gente, unos detrás de otros, se revelaban desde un punto de vista cómico. Por aquel entonces era así como él veía las cosas. Rue Jacob, Rue Bonaparte, Rue du Bac, Rue de Verneuil, Hotel de l’Université: todos llenos de gente graciosa.

Empezó por imaginar un nombre: Lustgarten. Sí, ahí estaba el hombre que buscaba. Himen Lustgarten, un marxista, o antiguo marxista, de Nueva Jersey. De Newark, me parece. Había sido vendedor de zapatos, y pertenecía a unos cuantos grupos heréticos, fanáticos y bolcheviques. Había sido leninista, trotskista, después seguidor de Hugo Oehler, posteriormente de Thomas Stamm, y por último de un italiano llamado Salemme que renunció a la política para hacerse pintor, pintor abstracto. Lustgarten también abandonó la política. Ahora quería tener éxito en los negocios: ser rico. Creía que las noches que había pasado estudiándose Das Kapital y El Estado y la revolución de Lenin le darían los conocimientos necesarios sobre los tratos comerciales. Nos alojábamos en el mismo hotel. Al principio yo no me imaginaba lo que estaban haciendo él y su mujer. Por fin lo entendí. El mercado negro. En aquella época no era algo reprensible. La Europa de la posguerra era así. Refugiados, aventureros, soldados. Incluso el conde de la Mine-Crevée. Europa seguía temblando por los golpes que había recibido. Nuevos gobiernos, inciertos y débiles. No había motivos por los que respetar su autoridad. Los soldados norteamericanos eran los reyes. Tenían fabulosos planes de negocio. Se robaban máquinas, fábricas enteras, y los tesoros se enviaban a casa. Un coronel norteamericano que se dedicaba al negocio de la madera empezó a aserrar la Selva Negra y a enviarla a Wisconsin. Y, por supuesto, los nazis escondían su botín en los campos de concentración. Joyas hundidas en los lagos de Austria. Obras de arte ocultas. Oro extraído de los dientes en los campos de concentración, fundido en lingotes y martilleado en forma de ladrillo en las paredes de las casas. Fortunas increíblemente enormes que hacer, y Lustgarten tenía intención de ser el propietario de una de ellas. Desgraciadamente, era un incompetente.

Se podía ver a primera vista que no era capaz de hacer ningún daño. A pesar de las atrevidas asociaciones revolucionarias, y de la fiereza de su doctrina antes de llevarla a la práctica. De la voluntad teórica de acabar con sus enemigos. Pero Lustgarten ni siquiera era capaz de enfrentarse con la gente prepotente en un pissoir. Era extremadamente dócil, corpulento, de tez morena, amable, con una sonrisa de labios de mora, una boca de aspecto de rana y curvada que producía unas arrugas como agallas entre los oídos y la propia sonrisa. Y quizá, pensó Mosby, me acuerdo de él en México por su aspecto tolteca, mixteca, zapoteca, rechoncho y de pelo negro, con la punta de la nariz hacia abajo y los negros agujeros que se ensanchaban ampliamente cuando su amable sonrisa era bien acogida. Y un poco harto de lo traicionero y espantoso de la vida pero, respetuosamente tenaz, seguro de que iba a obtener su parte. Su estilo era la eficiencia: acción, determinación, pero también una malsana incompetencia que se adivinaba por debajo. Un error desafortunado. Pero él era tenaz.

Su conversación me divertía, en las comidas. Él estaba orgulloso de sus actividades revolucionarias, que habían consistido sobre todo en darle a la manivela de la máquina de las copias. Boletines internos. Miles de páginas de examen recóndito de los mejores aspectos de la doctrina para los miembros del partido. Si la clase obrera norteamericana debía prestar ayuda material al gobierno leal de España, que estaba controlado por los estalinistas y otros enemigos y traidores. Había que luchar contra Franco, pero había que luchar también contra Stalin. Por supuesto, no había ayuda material que dar. Pero si la hubiera habido, ¿se habría dado? Este problema puramente teórico causaba divisiones y expulsiones. Yo siempre me mantuve informado acerca de estas curiosas agonías del secretarianismo; escribió Mosby. El único esfuerzo de los republicanos españoles para comprar armas en Estados Unidos fue frustrado por ese amigo de la libertad, Franklin Delano Roosevelt, quien permitió que cargaran un barco, el Mar Cantábrico, pero envió a la guardia costera a perseguirlo para que volviera a puerto. Fue, creo, ese genio de la diplomacia, el señor Cordell Hull, el responsable directo, pero la decisión, por supuesto, fue aprobada por FDR, al que Huey Long llamaba de broma Franklin de la ¡No! Pero quizá el más refinado de estos debates internos a la izquierda de la izquierda, cuyos documentos de prueba fueron publicados por un tal Jimmy Higgins, y el devoto trabajador del partido señor Lustgarten, tuvo que ver con la guerra en Finlandia. En este caso, el doloroso punto de la doctrina que había que resolver era si un Estado de los trabajadores como la Unión Soviética, aunque fuera un Estado de los trabajadores degenerado, un producto de la reacción termidor que siguió a la gloriosa revolución del proletariado de 1917, podía llevar adelante una guerra imperialista. Porque solo la burguesía podía ser imperialista. Técnicamente, el estalinismo no podía equivaler a imperialismo. Por definición. Pero, entonces, ¿qué tenía que decirle el Partido Revolucionario a los finlandeses? ¿Debían oponer resistencia a Rusia o no? Los rusos eran monstruos pero expropiarían a los terratenientes de la Guardia Blanca de Mannerheim, y avanzarían, aunque esto fuera doloroso, en la dirección histórica correcta. Esto yo lo disfruté mucho, como observador parcial. ¿Quiénes eran, después de todo, los norteamericanos? En el fondo eran unos pragmáticos. Aquello era demasiado rebuscado para Lustgarten. Después de la guerra decidió hacerse un hombre rico (y no fue muy difícil). Agarró sus ahorros y, creo que eso lo dijo su mujer, los de su madre, y se fue al extranjero para hacer fortuna.

En un año lo había perdido todo. Lo engañaron. Fue un socio alemán, sobre todo. Pero también lo pillaron las autoridades belgas haciendo contrabando.

Cuando Mosby lo conoció (aquí Mosby hablaba de sí mismo en tercera persona como había hecho Henry Adams en La educación de Henry Adams), cuando Mosby lo conoció, Lustgarten trabajaba para el ejército estadounidense, empleado por el Registro de Tumbas. Tenía algo que ver con conseguir las cruces. O con la supervisión de la hierba. Ese empleo oficial le proporcionó a Lustgarten bastantes privilegios. Estaba reconstruyendo sus cimientos financieros con la venta ilegal de cigarrillos. También trataba con cupones del gas que el gobierno francés, deseoso de obtener dólares, te daba si cambiabas tu dinero al tipo de cambio legal. Los cupones del gas se vendían en el mercado negro. Los Lustgarten, marido y mujer, persuadieron una vez a Mosby para que lo hiciera. Para ellos, metió los dólares en el banco, no fue con el conde de la Mine-Crevée. La ocasión parecía importante. Mosby supuso que Lustgarten tenía que ir inmediatamente a Múnich. Allí se había dedicado al negocio de los aparatos dentales con un dentista alemán que ahora negaba que hubieran sido socios jamás.

Hubo muchas consultas entre Lustgarten (con su trenca de conspirador internacional, que le sentaba mal; la cabeza, el cuello y los hombros echados hacia atrás en una curva que recordaba a una rana) y su mujer, una joven con blusa de encaje y falda de terciopelo negro, una cinta de terciopelo atada en el redondeado y sano cuello. Lustgarten, en el suelo circular del banco, explicaba mientras se separaban. Y sudaba sangre; era muy razonable con Trudy, le explicaba cada detalle meticulosamente. Acababa con la paciencia del pobre Lustgarten. Sus manos gesticulaban débilmente. Porque ella preguntaba cosas femeninas o planteaba objeciones que a él le provocaban agonías de racionalidad paciente. Lo único que pasaba es que para empezar no había nada racional en ello. Es decir, él no tenía derecho legalmente a asociarse con el alemán. Todos esos acuerdos tenían que contar con una licencia del gobierno militar. Era una asociación del mercado negro y cuando empezó a dar beneficios el alemán echó fuera a Lustgarten. Con lo que se suele llamar impunidad. Porque Alemania en su conjunto había descubierto los límites de todos los sistemas civilizados de castigo en comparación con las posibilidades limitadas del crimen. El banco de París, donde estaban teniendo lugar estas explicaciones entre Lustgarten y Trudy, tenía un interior de una especie de pórfido rojo. Como carne cruda. Un color que la Francia burguesa parecía haber dotado con las ideas de potencia, entereza y grandeza. También en Les Invalides, el sarcófago de Napoleón era de piedra roja pulida, una gran cuna pulida e imponente que contenía el pequeño cadáver verde. (Para lo del color contamos con el testimonio del señor Rideau, el gran historiador bonapartista.) En cuanto a Bonaparte cuando estaba vivo, en opinión de Mosby, que compartía con Auguste Comte, había sido un anacronismo. La Revolución fue históricamente necesaria. Socialmente estaba justificada. Política y económicamente, constituía un paso adelante hacia la democracia industrial. Pero el drama napoleónico en sí pertenecía a una categoría arcaica de ambiciones personales, de ideas feudales de la guerra. Era más viejo que el feudalismo. Más viejo que Roma. El comandante al frente de sus ejércitos: no había nada racional en ello. La sociedad, que cada vez era más racional en su organización, no lo necesitaba. Pero evidentemente la humanidad lo deseaba. La guerra es un placer lujurioso. Una vez que se da la primera premisa del hedonismo hay que aceptar el resto. Los cimientos racionales de la modernidad son astutamente aceptados por el hombre como plataforma de lanzamiento de ideas mucho más irracionales.

Mosby, mientras, escribía estas reflexiones en un color azul verdoso de tinta que podría haber sido extraído del paisaje. Igual que el licor que bebía había sido extraído de las verdes espinas del mezcal, las extremidades agudas y carnosas de color verde oscuro de la planta que cubría aquellos campos.

Los dólares, los francos, las raciones de gas, el banco como una mina de carne de buey en el que invertía W. C. Fields, y el decadente pero persistente y oscuro Lustgarten entrando en su cochecito aparcado en una húmeda calle de París. Por aquel entonces, había pocos coches en París. Había mucho sitio para aparcar. Y las calles eran tan amarillas, grises, arrugadas y tristes… Pero incluso entonces los franceses le decían ferozmente al mundo que ellos tenían el savoir-vivre, el gai savoir. Especialmente a los norteamericanos, a los que perseguía su ética protestante. Dios mío: siéntate, bebe vino, prueba el queso, rompe el pan, oye la música, conoce el amor, deja de correr y aprende la sabiduría antigua de la vida de Europa. En cualquier caso, Lustgarten se abrochó el abrigo, se echó hacia abajo el gran sombrero y se acomodó en el asiento. Las pequeñas manos marrones agarraron el volante del Simca Huit, y dijo adiós sonriendo pero desanimado.

—Bon voyage, Lustgarten.

La nariz zapoteca, los dientes como blancas semillas de granada. Con un suspiro del motor se puso en marcha para la devastada Alemania.

La reconstrucción es una gran cosa. Uno echa abajo una sociedad, disminuye la población, y vuelve a empezar de nuevo. Nuevas fortunas. Es posible que Lustgarten sintiera, como judío, que tenía derecho a enriquecerse en el boom alemán. Que todos los judíos tenían derechos naturales más allá del Rin. Era una tierra enriquecida por las cenizas judías. Y uno nunca podía estar seguro, al sentarse en un sofá, de que no estuviera relleno o tapizado con pelo judío. Tampoco deseaba utilizar el jabón alemán. Según Trudy le contó a Mosby, se lavaba las manos con Lifebuoy del PX.

Trudy, graduada de la escuela de profesores de Montclair, en Nueva Jersey, sabía francés, estudiaba redacción y había esperado trabajar con alguien como Nadia Boulanger, pero se vio obligada a conformarse con menos. Desde el banco, mientras Lustgarten se alejaba en una especie de condenado y potencialmente triste atrevimiento en la calle empapada por la lluvia, Trudy invitó a Mosby a la sala Pleyel, a escuchar a un pianista checo tocar a Schonberg. Aquel hombre, con su calvicie muscular, trabajaba muy duro sobre las teclas. Solo transmitía la dificultad de su empresa: el trabajo de la cultura, los problemas que representaba preservar el arte en la trágica Europa, el ejercicio devoto. Trudy tenía un rostro agradable para ir a conciertos. Su olor era agradable. Brillaba. En la parte izquierda de su rostro un ojo deambulaba. Mosby, el del corazón de piedra, que se reía de la carne y hueso, veía aquellos pequeños detalles humanos con sus cortos inventarios de lo bueno y de lo malo. El pobre checo con su chaqueta de botones perdidos y los músculos de su frente que se alejaban en protesta contra la tabula rasa: el cráneo pelado.

En esas ocasiones, Mosby era capaz de abstraerse. Cerrar el piano. Seguir pensando sobre Comte. ¡Apartaos, viejos sacerdotes y soldados feudales! ¡Marchaos con la teología y la metafísica! Y en la Época Positiva, la mujer iluminada empezaría a desempeñar su papel, vigilante, evitando que los administradores de la nueva sociedad abusaran de su poder. Por encima del trabajo, el bien supremo.

Bordando los árboles, las aves de México, mirando a Mosby, y al colibrí, tan hermoso en su lujuria, vibrando diminuto, y al lagarto que en el suelo bebía calor con su estómago. El bendecir a las pequeñas criaturas se supone que es muy bueno.

 

Sí, aquel Lustgarten era un hombre divertido. En Alemania lo engañaron, su socio se quedó con él, y él, impaciente porque no progresaba con el Registro de Tumbas, decidió importar un Cadillac. Entre los nuevos millonarios de posguerra de Europa había una gran demanda de Cadillacs. El gobierno francés, que se movía lentamente, aún no había tomado medidas contra esas importaciones para una reventa rápida. En 1947 no había ningún impuesto que evitara ese tipo de transacción. Lustgarten dio instrucciones a su familia en Newark para que le enviaran un Cadillac nuevo. Algo así como cuatro mil dólares fueron sacados de algún sitio por su hermano, su madre y el hermano de su madre, con este fin. El coche fue enviado. El cliente esperaba. Ya se había dado un primer pago. Se esperaba un doble beneficio. Sin embargo, en el día en que se descargó el coche en Le Havre entró en vigor una nueva norma. El Cadillac no pudo venderse. Lustgarten se tuvo que quedar con él. Ni siquiera se podía permitir comprar gasolina. Un día vieron a los Lustgarten salir del hotel, en el coche. La señora Lustgarten se fue a vivir con unos amigos músicos. Mosby le ofreció a Lustgarten el uso de su lavabo para lavarse y afeitarse. El pobre Lustgarten, cansado, derrotado, deprimido y asustado por fin por su propia profundidad, se frotaba los bigotes, por las mañanas, con un ruido modesto de grillo, mientras suspiraba. Todo aquel dinero: los ahorros de su madre, la pensión de su hermano. No era extraño que sus párpados se hubieran vuelto azules. Y su sonrisa era como un saco de perfume de una solterona, como la última fragancia gastada hacía tiempo en un ajuar que no se llegó a utilizar. Pero los largos labios de batracio seguían sonriendo.

Mosby se daba cuenta de que debía sentir compasión por él. Pero al pasar por las noches por delante de aquel coche cerrado con llave y reluciente y ver dentro acurrucado a Lustgarten, dormido, cubierto por dos abrigos, en aquel asiento majestuoso, como Jonás dentro del Leviatán, Mosby no podía decir honestamente que lo que experimentaba fuera simpatía. Más bien se le ocurría que aquel vendedor de zapatos, en una Norteamérica apegada a las doctrinas extranjeras, que no podía renunciar a Europa en el Nuevo Mundo, se encontraba ahora, en París, durmiendo dentro del Cadillac, recubierto por este hermoso Fisher Body de Detroit. En su país era exótico y en Europa era un yanqui. Su tiempo había pasado. Esto lo reconocía él mismo. Pero en general creía que era demasiado temprano para él. Que él era un pionero. Por ejemplo, decía, en una voz que crujía con tímida autoafirmación, que los franceses estaban empezando solo ahora a ser marxistas. Él ya había pasado por allí hacía años. ¿Qué sabía esta gente? Y si no, que le preguntaran a él por los ingenieros Shakhty. O por el centralismo democrático de Lenin. O los juicios de Moscú. O el «fascismo social». Eran unos ignorantes. La revolución había sido totalmente traicionada, y ahora estos europeos descubrían de pronto a Marx y a Lenin. «¡Eureka!», decía en voz alta. Si detrás de todo ello estaba la guerra fría. Porque, si Norteamérica perdía, los intelectuales franceses se estaban preparando para colaborar con Rusia. Y si Norteamérica ganaba todavía seguían libres y serían unos radicales desafiantes bajo la protección de Norteamérica.

—Suena usted como un patriota —dijo Mosby.

—Bueno, de algún modo lo soy —dijo Lustgarten—. Pero estoy empezando a ser objetivo. A veces me digo a mí mismo: «Si estuvieras fuera del mundo, si tú, Lustgarten, no existieras como hombre, ¿cuál sería tu opinión sobre esto o aquello?».

—Una verdad incorpórea.

—Me imagino que eso es lo que es.

—¿Y qué va a hacer con el Cadillac? —dijo Mosby.

—Lo voy a enviar a España. Lo podemos vender en Barcelona.

—Pero hay que llevarlo allí.

—Sí, por Andorra. Todo está preparado. Klonsky lo va a conducir.

Klonsky era un belga polaco que vivía en el hotel. Era uno de los socios de Lustgarten, deshonesto de nacimiento, en opinión de Mosby. Pero llamativo, con los ojos arrugados como aceitunas griegas, y nariz y boca de gato. Llevaba siempre unas botas rusas.

Pero tan pronto como Klonsky salió de camino a Andorra, Lustgarten recibió una oferta maravillosa por el coche. Un capitalista de Utrecht lo quería inmediatamente y estaba dispuesto a ocuparse de todos los problemas de impuestos. Tenía todos los contactos necesarios y una cantidad de dinero ilimitada. Lustgarten telegrafió a Klonsky en Andorra que se detuviera. Salió corriendo en el tren de noche, recuperó el Cadillac y empezó el camino de vuelta inmediatamente. No había tiempo que perder. Pero, después de haber estado despierto toda la noche en el rapide, Lustgarten estaba soñoliento y, en la calidez de los Pirineos, se durmió al volante. Tuvo suerte, según dijo después, porque el coche descendió por una ladera y posiblemente no habría dado con la pared de piedra que lo frenó. Solo estaba a un pie o dos de la muerte cuando lo despertó el choque. El coche quedó destrozado. No estaba asegurado.

Todavía seguía sonriendo levemente, Lustgarten, con su cabestrillo y su bastón, se acercó a la mesa que ocupaba Mosby en el café del bulevar Saint-Germain. Se sentó. Se quitó el sombrero de un pelo asombrosamente negro y pidió permiso para colocar el pie herido en una silla.

—¿Es esta una conversación privada? —preguntó.

Mosby había estado charlando con Alfred Ruskin, un poeta norteamericano. Ruskin, aunque le faltaban algunos de los dientes de delante, hablaba muy claro y rápido. Era un hombre encantador. Un teórico empedernido. Había estado diciendo, por ejemplo, que Francia había matado a sus poetas colaboracionistas. Norteamérica, que no tenía ningún poeta que desperdiciar, metió a Ezra Pound en Saint Elizabeth’s. Después continuó diciendo, apenas reconociendo la presencia de Lustgarten, que Norteamérica no había tenido historia, que no era una sociedad histórica. Las pruebas las sacaba de Hegel. Según Hegel, la historia era la historia de las guerras y las revoluciones. Estados Unidos solo había tenido una revolución y muy pocas guerras. Por tanto, históricamente estaba vacío. Prácticamente era el vacío completo.

Ruskin había hecho uso de los servicios que tenía Mosby en el hotel, porque era demasiado delicado para utilizar su propia letrina en los callejones argelinos de la Rive Gauche. Cuando salía del baño siempre tenía algo que decir.

—He descubierto el principal defecto de Kierkegaard.

O:

—Pascal le tenía terror al vacío universal, pero Valéry dice que la diferencia entre el espacio vacío y el espacio en una botella solo es cuantitativa, y no hay nada intrínsecamente aterrador en la cantidad. ¿Cuál es su opinión?

—No vivimos dentro de botellas —fue la respuesta de Mosby.

Lustgarten dijo, cuando Ruskin se marchó:

—¿Quién es ese tipo? Le ha sacado el café.

—Ruskin —dijo Mosby.

—¿Ese es Ruskin?

—Sí, ¿por qué?

—Creo que mi mujer salía con Ruskin cuando yo estaba en el hospital.

—Oh, yo no creería esos rumores —dijo Mosby—. Habrán tomado juntos una taza de café, quizá un aperitivo.

—Cuando un hombre tiene mala suerte —dijo Lustgarten—, es muy rara la mujer que no le hace la vida imposible además.

—Lo siento —respondió Mosby.

Y entonces, como recordaba Mosby en Oaxaca, cambiando de sitio para huir del sol —porque ya estaba muy rojo, y su rostro, sus huesos y sus ojos parecían curiosamente sedientos—, Lustgarten dijo:

—Ha sido una experiencia terrible.

—Sin ninguna duda, Lustgarten. Debe de haber sido terrorífico.

—Lo que se estrelló fue mi última apuesta. Tenía que ver con la familia. Mala suerte en el sentido de que yo no morí en el intento. Por lo menos el seguro habría cubierto la pérdida de mi hermano pequeño. Y de mi madre y mi tío.

Mosby no tenía ningún deseo de ver llorar a un hombre. No le interesaba experimentar esos momentos de sufrimiento. Aquellas emociones sin control eran horribles. Aunque quizá la violencia de esta abominación le podría haber enseñado algo sobre su propia constitución moral. Quizá Lustgarten no quería que trabajara su rostro. O quizá trataba de dominar su agitación, al ver en el silencio austero, aunque no poco amable, de Mosby que esto no le iba. Mosby era seguidor de Séneca. Por lo menos admiraba la masculinidad española: el «varonil» de Lorca. El «clavel varonil», tan masculino, la dureza clásica y clara del control honorable.

—Me imagino que vendió el coche como chatarra.

—Klonsky se ocupó de todo. Mire, Mosby. Ya he acabado con eso. He estado leyendo y pensando en el hospital. Yo vine a Europa para hacer fortuna. Como la fiebre del oro. Realmente no sé lo que me entró. Trudy y yo estábamos sin hacer nada durante la guerra. Yo era demasiado viejo para alistarme. Y los dos teníamos ganas de acción. Ella en la música. O en la vida. Algo excitante. Ya sabe, los sueños de pasar un momento mejor en la escuela del profesorado Montclair. Yo quería hacerlo por ella. Mantenerme al ritmo del mundo, o algo así. Pero en realidad, y de eso me di cuenta en el hospital, yo tenía razón al principio. Yo soy un socialista. Un idealista natural. Al leer sobre Atlee me volví a sentir en casa. Quedó claro que sigo siendo un animal político.

Mosby tenía ganas de decir: «No, Lustgarten. Está usted hecho para mecer a pequeños bebés morenos. Es usted un hombre ideal para llevar a alguien a cuestas como un caballito. Es usted un dulce judío de la vieja escuela, un papá». Pero no dijo nada.

—Y también leí sobre Tito —prosiguió Lustgarten—. Quizá la alternativa de Tito sea la única auténtica. Quizá todavía existe esperanza para el socialismo en algún lugar entre el Partido Laborista y el tipo de liderazgo yugoslavo. Siento que es mi deber investigar esto —le dijo Lustgarten a Mosby—. Estoy pensando en ir a Belgrado.

—¿Cómo?

—En realidad, ahí es donde podría intervenir usted —dijo Lustgarten—. Si fuera usted tan amable… No es usted simplemente un estudioso. Usted escribió un libro sobre Platón, al menos eso me han dicho.

—Sobre Las Leyes.

—Y otros libros. Pero además usted conoce el movimiento. A mucha gente. Tiene mas contactos que una centralita.

Aquel era el lenguaje de los años cuarenta.

—¿Conoce usted a alguien en el New Leader?

—No es mi tipo de periódico —respondió Mosby—. En realidad, soy conservador desde el punto de vista político. No soy exactamente lo que usted llamaría un maldito liberal sino más bien un conservador acérrimo. Yo estreché la mano de Franco, ya sabe.

—¿De verdad?

—Esta misma mano estrechó la mano del Caudillo. ¿Le gustaría tocarla usted mismo?

—¿Y por qué querría hacerlo?

—Adelante —dijo Mosby—. Puede que signifique algo. Estreche la mano que estrechó la mano.

Entonces, de manera muy extraña, Lustgarten extendió unos dedos gruesos y morenos. Parecía un poco cansado y un poco enfermo. Sonriendo, dijo:

—Ahora por fin entro en contacto con la política auténtica. Pero le hablaba en serio sobre lo del New Leader. Probablemente conozca usted Bonn. Necesito credenciales para ir a Yugoslavia.

—¿Ha escrito usted alguna vez para los periódicos?

—Para el Militant.

—¿Y qué escribió?

El culpable Lustgarten no sabía mentir. Era cruel por parte de Mosby divertirse de ese modo.

—Por alguna parte tengo un libro de recortes —dijo Lustgarten.

Pero no fue necesario escribirle al New Leader. Dos días después, al encontrarse a Lustgarten en el bulevar, cerca del carnicero, vio que ya se había quitado el cabestrillo y apenas necesitaba el bastón. Le dijo:

—Me voy a Yugoslavia. Me han invitado.

—¿Quién?

—Tito. El gobierno. Le están pidiendo a las personas interesadas que vayan como invitados para visitar el país y ver cómo están construyendo el socialismo. Oh, ya sé —dijo rápidamente, adelantándose a la objeción doctrinal típica—: uno no puede construir el socialismo en un solo país, pero ya no es la misma situación. Y realmente creo que Tito es capaz de redimir el marxismo transformando de hecho la dictadura del proletariado. Esto me transporta a mi primer amor: el movimiento radical. Nunca estuve hecho para ser un empresario.

—Probablemente no.

—Siento un poco de esperanza —dijo Lustgarten tímidamente—. Y además, ya llega la primavera.

Llevaba puesto el pesado sombrero de color de alce, y muchos otros signos de un invierno interminable. Era un candidato para la resurrección. Una oportunidad para que la gracia de la vida se revelara. Pero quizá, pensó Mosby, un hombre como Lustgarten nunca existiría en una forma adecuada, excepto quizá con ayuda sobrenatural.

—Además —dijo Lustgarten de manera conmovedora—, esto le dará a Trudy tiempo para reflexionar.

—¿Así están las cosas entre ustedes dos? Lo siento.

—Ojalá pudiera llevarla conmigo, pero no puedo colarles eso a los yugoslavos. Es una especie de trato VIP. Supongo que lo que desean es convencer a los radicales extranjeros. Habrá seminarios sobre dialéctica y cosas así. A mí me encanta. Pero no es lo que le va a Trudy.

Con mano firme, Mosby en su patio agarró el hielo con las piezas y se sirvió más mezcal aderezado con gusano de maguey (un gusano de delicado sabor). Aquellas notas sobre Lustgarten le agradaban. Era fundamental, en este punto de sus memorias, que revelara nuevas profundidades. Los capítulos anteriores habían sido pesados. Se dijeron muchas cosas poco convencionales sobre el estado de la teoría política. La debilidad de la doctrina conservadora, la escasez de alternativas conservadoras en Norteamérica, de resistencia al liberalismo predominante. Como persona que había tratado personalmente de crear un entorno más riguroso para los intelectuales descuidados, de obligarlos a hacer sus deberes, de endurecer las categorías de pensamiento político, Mosby era consciente de que tanto a la derecha como a la izquierda los resultados eran infructuosos. Absurdamente, los burros con educación universitaria de Norteamérica habían deseado un movimiento de izquierdas auténtico y basado en el modelo europeo. Seguían soñando con él. Pero no eran menos absurdos los idiotas de derechas. No se puede hacer que crezca una rosa en una mina de carbón. Los propios alumnos de derechas de Mosby lo habían decepcionado. Eran solo un grupo de actores de televisión. Tipos malos para los programas de entrevistas de Susskind. Habían transformado los modos de elegancia ácida del maestro, de estrechez lógica, puntillosa con los hechos, y laceración sin piedad en el debate en una especie de vacío estilo a lo Noel Coward. El original, el auténtico enfoque de Mosby le aportó a Mosby nada más que odio, hizo que lo despidieran. La Universidad de Princeton le ofreció una cantidad de dinero para que se retirara siete años antes. Ciento cuarenta mil dólares. Porque su modo de discurso era tan desagradable para la comunidad académica, a Mosby no lo invitaron a ningún programa de televisión. Él era como la guerrilla Mosby de la guerra civil. Cuando entraba él, morían todos. Con el mayor cuidado, Mosby había estudiado las memorias de Santayana, Malraux, Sartre, lord Russell y otros. Desgraciadamente, ninguna era maravillosa de una forma constante o seria. Esos hombres cuyas vidas se habían dedicado al pensamiento, que habían tratado con grandeza de gobernar el desorden de la vida pública, de ponerla bajo alguna especie de autoridad intelectual, de hacer que las ideas salvaran a la humanidad o de ofrecerle ayuda mental para sa1.varse, de pronto se volvían unos idiotas consumados. Solo querían matar a todo el mundo. Por ejemplo, Sartre les pedía a los rusos que arrojaran bombas A en las bases norteamericanas en el Pacífico porque al parecer ahora Norteamérica era monstruosa. Y exhortaba a los negros a asesinar a los blancos. ¡Un filósofo de la moral! O Russell, el pacifista de la Primera Guerra Mundial, que instaba a Occidente a aniquilar a Rusia después de la Segunda Guerra Mundial. Y, a veces, en sus memorias (quizá estaba ya loco) era extrañamente ilógico. Cuando le dispararon a un zepelín sobre Londres, se vieron caer los cuerpos de los alemanes, y los brutales hombres de la calle aplaudieron con entusiasmo brutal, Russell lloró, y si no hubiera habido una hermosa mujer que lo consolara en la cama aquella noche, aquella brutalidad de la humanidad lo habría destrozado por completo. Lo que se omitía era el hecho de que aquellos mismos alemanes que cayeron del zepelín habían venido a bombardear la ciudad. Iban a hacer explotar a aquellos brutos de la calle, a los amantes. Esto lo comprendía Mosby.

Era de esperar con todo interés (y aquello era el mezcal que trataba de invadir su lenguaje) que Mosby eludiera el destino común de los intelectuales. La desviación de Lustgarten podría ayudar. Se podía corregir el orgullo con la risa.

Aún le quedaban veinte minutos antes de que el chófer viniera a llevar al grupo a las ruinas de Mitla. Mosby tenía tiempo para continuar. Para decir que en septiembre el Lustgarten que reapareció tenía aspecto temeroso. Había perdido por lo menos veinticinco kilos. Estaba quemado por el sol, arrugado, con un traje sucio y manchado, y los ojos enrojecidos. Le contó que había tenido diarrea todo el verano.

—¿Con qué alimentaban a sus VIP extranjeros?

Y Lustgarten, tímido pero con amargura (el delgado rostro y los ojos inflamados materializándose en una región espiritual muy distinta de ninguna que Mosby hubiera podido asociar anteriormente con Lustgarten), le dijo:

—Era solo un engaño. Trabajos forzados. Yo no comprendí el trato. Creí que nos invitaban, como le conté. Pero resultó que éramos voluntarios extranjeros para la construcción. Una brigada de trabajo. Y allá arriba en las montañas. Ni siquiera vi la costa dálmata. Apenas un refugio para la noche. Dormíamos en el suelo y comíamos mierda frita con aceite rancio.

—¿Y por qué no escapó? —preguntó Mosby.

—¿Cómo? ¿Dónde?

—De vuelta a Belgrado. Por lo menos a la embajada norteamericana.

—¿Y cómo podía hacerlo? Yo era un invitado. Vine con los gastos pagados. Eran ellos los que tenían el billete de vuelta.

—¿Y no tenía dinero?

—¿Está de broma? Sin un centavo. En Macedonia. Cerca de Skopje. Picado por los bichos, muerto de hambre, y yendo toda la noche a la letrina. Todo el día trabajando en las carreteras, con los ojos llenos de pus, además.

—¿No había servicio médico de urgencia?

—Puede que tuvieran el de emergencia, pero nada más. Mosby consideró que era mejor no mencionar a Trudy. Ella se había divorciado de Lustgarten. Él lo sentía mucho, por supuesto.

Mosby sacudió la cabeza.

Lustgarten se marchó, con una especie de dignidad de mascarada. Él mismo parecía divertido por sus aventuras con el capitalismo y el socialismo.

¿Y aquello era el fin? No, todavía no. Había un colofón: aquello tenía bastante buena forma.

Lustgarten y Mosby se volvieron a encontrar. Cinco años más tarde. Mosby entra en un ascensor en Nueva York. Rápidamente a la planta cuarenta y siete. Al comedor ejecutivo de la Fundación Rangeley. En el ascensor hay solo otro pasajero. Y resulta ser Lustgarten. Sonriendo. Vuelve a ser el mismo, una vez más.

—¡Lustgarten!

—¡Willis Mosby!

—¿Cómo está usted, Lustgarten?

—Muy bien. Las cosas son completamente distintas. Soy feliz. Tengo éxito. Me casé. Tengo hijos.

—¿En Nueva York?

—No volvería a vivir en Estados Unidos. Es horroroso.

Inhumano. Estoy solo de visita.

Sin un parpadeo en su brillantez, sin una arruga en su energía, suave y controlada, y mientras el ascensor que nos contenía solo a los dos seguía subiendo. Era el mismo Lustgarten. Palabras fuertes, insuficiencia vocal, la nariz zapoteca, y bajo todo ello la sonrisa de rana, las amables branquias.

—¿Y adónde va ahora?

—Voy a la revista Fortune —dijo Lustgarten—. Quiero venderles una historia.

Estaba en el ascensor equivocado. Aquel no iba a Fortune. Se lo dije. Es posible que yo tampoco hubiera cambiado. Una voz que durante años había informado a la gente de sus errores dijo:

—Tendrá usted que volver a bajar. Es el otro grupo de ascensores.

En la planta cuarenta y siete salimos juntos.

—¿Dónde vive usted ahora?

—En Argel —dijo Lustgarten—. Tenemos una lavandería.

—¿Tenemos?

—Klonsky y yo. ¿Recuerda usted a Klonsky?

Habían legitimado su relación. Ahora lavaban chilabas. Él se había casado con la hermana de Klonsky. Yo podía imaginármela perfectamente. La misma cara de Klonsky: una cara de gato, una cabeza ferozmente envuelta en un pelo llamativo, unos ojos picasianos a distintos niveles, y unos dientes afilados. Si los peces que dormían en los acantilados tenían pesadillas, serían de esos dientes. También los niños eran jóvenes Klonsky. Lustgarten llevaba las fotografías en la cartera de cuero de África del Norte. En su sonrisa, Mosby reconoció aquel orgullo de su éxito que era la droga de Lustgarten, su paraíso artificial.

—Creí —dijo Lustgarten— que a Fortune le gustaría un artículo sobre cómo nos va en África del Norte.

Volvimos a estrecharnos la mano. La mía era la mano que había estrechado la mano de Franco, la suya la que se había dormido al volante de un Cadillac. El iluminado ascensor se abrió para él. Entró. Se cerró.

Posteriormente, por supuesto, los argelinos expulsaron a los franceses y a los judíos. Y supongo que Lustgarten-Papá-Judío tuvo que fugarse a otro sitio. Era un papá apasionado. Cómo quería a aquellos niños. Para Platón, tener hijos supone el nivel más bajo de creatividad.

Y sin embargo, pensó Mosby, bajo la influencia del mezcal, mis padres me engendraron como un comité de dos personas. Lo embargó un sentimiento de lejanía y, aunque se dio cuenta de que el coche de Mitla ya había llegado, y lo esperaba brillante, anotó lo siguiente mientras miraba las montañas al atardecer:

 

Hasta que tuvo algunos años
la gente se ocupó de él, le enfrió la sopa, le cantó, lo confortó,
le puso los largos calcetines, lo llevó arriba dormido.
Él recuerda a la orilla del lago verde
el solemne ombligo de su padre,
unos pezones como ojos de perro en medio del pelo,
el muslo de la madre con una glicina de venas azules.

Cuando se retiraron a morir,
él se ocupó de sus propios asuntos,
no demasiado modesto, no demasiado bien.
Pero aquí se encuentra, fumando en México,
estudiando las marrones montañas
cuyos gruesos senos se enrollan
encima de los cráneos de familias enteras.

 

Lo acompañaban dos mujeres rurales galesas. Una de ellas era muy anciana, desgarbada. La Wellington de las damas viajeras. O como C. Aubrey Smith, el actor que solía ir al mando de regimientos en las películas sobre la India. Una gran nariz, una mandíbula desencajada, el labio doblado y un bigote considerable. La otra era más joven. Tenía una pequeña papada, pero sus mejillas eran redondeadas y los oscuros ojos, inteligentes. Una pareja muy satisfactoria. La palabra era: decente. Rasgos ingleses. Como muchos norteamericanos, Mosby deseaba tener esos rasgos él mismo. Sí, le gustaban las damas galesas. Aunque el guía no era adecuado. Se esforzaba demasiado. Sus gruesas mejillas tenían el color rojo de la cerámica, y conducía demasiado rápido.

La primera parada fue en Tule. Se apearon para inspeccionar el célebre árbol de la iglesia de Tule. Este monumento de la vegetación, intrincada y densamente enrevesado, un ciprés verde, de más de dos mil años de edad, con las raíces metidas en el fondo de un antiguo lago, más antiguo que la religión de aquel pequeño trozo blanco y brillante, aquella encantadora iglesia campesina. En el cómodo suelo dormía un perro. Sin ningún respeto, pero inconsciente. La anciana, silenciosamente intrépida, se colocó un pañuelo en la cabeza y entró en la iglesia. La rígida genuflexión valía realmente la pena. Debía de ser cristiana. Mosby miró a las profundidades del árbol. ¡Aquello era un mundo por sí mismo! Podía contener comunidades enteras. Literalmente. Si recordaba bien lo que había leído de Gerald Heard, se supone que había un árbol primigenio ocupado por los primeros ancestros, toda la horda humana alojada en unos organismos tan atractivos, moteados, cómodos y totalmente hermosos. Los hechos no parecían venir a apoyar este dorado mito de un paraíso que nos incluyera a todos. Probablemente el hombre primitivo correteaba por el suelo, horriblemente violento y matando a todo lo que se le ponía por delante. Sin embargo, este sueño de gentileza, esta aspiración a la paz arbórea, no era un pequeño logro para los descendientes de tantos asesinos. Para su religión, este árbol iría muy bien, pensó Mosby. Él no necesitaba ninguna iglesia.

Le dio pena irse. Él podría haber vivido allí arriba. Por supuesto, en la cima. Si no, los excrementos caerían sobre su cabeza. Pero las damas galesas ya estaban en el coche, y el autoritario guía empezó a hacer sonar el claxon. Hacía calor para esperar.

La carretera hacia Mida estaba vacía. El calor hacía que el paisaje se difuminara de manera hermosa. El conductor sabía de geología, de arqueología. Era bastante feo, a pesar de la información. La Planicie de Agua, las Cavernas, el Periodo Triásico. ¡No me informe más! No caben en mi alma más detalles. ¡No soy capaz de usar lo que ya tengo! Y entonces apareció Mitla. La carretera continuaba para Tehuantepec hacia la derecha. Hacia la izquierda llegarían a la Ciudad de las Almas. La vieja señora Parsons (Elsie Clews Parsons, como le dijo a Mosby su sistema de almacenamiento mental) había estudiado allí etnografía, había estudiado a los indios en aquellas calles de adobe ardiente y basuras de frutas. En la sombra había un olor penetrante a orines. Un cerdo luchando por desembarazarse de la cuerda que lo ataba. Era una cerda. Por detrás, Mosby, que era muy observador, ya había descubierto la rosada abertura femenina. La sucia tierra que alimentaba igual a las bestias que a los hombres.

Pero allí había unos templos fascinantes, casi intactos. Aquel lugar no lo habían destruido los sacerdotes españoles. Todos los demás los habían arrasado, construyendo iglesias en los mismos lugares, utilizando incluso las mismas piedras.

Había un mercado para turistas. Rústicos vestidos de algodón, bordados indios, colgados debajo de toldos blancos como la harina, porque el polvo se posaba encima de la cerámica de la región, saxofones negros, bandejas negras de arcilla glaseada.

Siguiendo a las viajeras británicas y al guía, Mosby volvía a tener una de sus complejas fantasías. Se le ocurrió que estaba muerto. Había muerto. Sin embargo, seguía vivo. Su destino era vivir hasta el final como Mosby. En su fantasía, esto lo consideró como su purgatorio. Y ¿cuándo se había producido la muerte? En un choque, hacía años. Por aquel entonces le pareció que casi no había sucedido. Los coches quedaron destrozados. Mosby resultó muerto. Pero otro Mosby consiguió salir del coche. Un soldado le preguntó: «¿Está usted bien?». Sí, estaba bien. Se fue caminando de aquel sitio. Pero todavía le quedaba mucho por hacer, paso a paso, momento a momento. Y ahora oyó cómo parloteaba un loro. Y unos niños mendigaban y unas mujeres le hablaban, y a él se le estaban cubriendo los zapatos de polvo. Había estado trabajando en sus memorias y había estado escribiendo unos recuerdos divertidos de un hombre gracioso: Lustgarten. A la manera de sir Harold Nicolson. Mucho menos pulido, admitámoslo, pero de acuerdo con determinado protocolo, el lenguaje de la diplomacia, de la ironía mandarina. Sin embargo, había omitido algunos hechos. Por ejemplo, era Mosby el que había arreglado que vieran a Trudy con Alfred Ruskin. Porque, cuando Lustgarten estaba cruzando el Rin, era Mosby el que yacía en la cama con Trudy. A diferencia de la hermosa amiga de lord Russell, ella no estaba confortando a Mosby por los desastres a que tenía que enfrentarse (con su compromiso intelectual). Sin embargo, no era Mosby el que le había aconsejado que abandonara a Lustgarten. No tenía intención de entrometerse. Pero, sin darse cuenta, le transmitió a Trudy su visión de Lustgarten como hombre gracioso. Y ella no podía ser la esposa de un hombre tan gracioso. Pero sí que lo era en efecto, ¡era un hombre gracioso! Era, como Napoleón a los ojos de Comte, un anacronismo. Era torpe y sin embargo deseaba ser un coloso, una especie de Napoleón, hacer millones, conquistar Europa, aprovechar la caída de Hitler para hacer una fortuna colosal. Estaba mal imaginado, no era original, eran viejas ideas, y muy ineficaces. Lustgarten no tenía que haber sucedido. Por eso era gracioso. También Trudy era graciosa, sin embargo. Qué barriga tan amplia tenía. Como a veces las personas nacen de una impregnación gemela, el organismo que lleva al hermano o hermana que no se ha desarrollado en forma de vestigio (a veces no es mas que un órgano extra, un ojo rudimentario enterrado en la pierna, o un hígado o los principios de una oreja en algún lugar de la espalda), a menudo Mosby pensaba que Trudy tenía una hermana pequeña dentro de ella. Y para él era una payasa. Esto no significaba que la despreciara. Al contrario, le gustaba. El ojo parecía vagar en un hemisferio. Tampoco sabía cómo usar el perfume. Sus inanes composiciones eran tontas.

En aquella época, Mosby se había dedicado a reírse de la gente.

—¿Por qué?

—Porque lo necesitaba.

—¿Por qué?

—¡Porque sí!

El guía explicaba que los edificios se levantaban sin argamasa. Los cálculos matemáticos de aquellos sacerdotes habían sido perfectos. La precisión de la piedra era absoluta. Después de siglos no se encontraba ni un hueco, no se podía insertar ni siquiera la hoja de una navaja en ningún sitio. Aquellas masas geométricas estaban equilibradas por su propio peso. Aquí es donde vivían los sacerdotes. Los muros habían sido pintados. El tinte lo habían sacado de la cochinita o piojo del cactus. Aquí estaban los altares. Los espectadores se colocaban donde están ustedes ahora. Los sacerdotes utilizaban cuchillos de obsidiana. Los hermosos jóvenes tocaban las flautas. Entonces se rompían las flautas. El cuchillo ensangrentado se limpiaba en la cabeza del verdugo. Debía de tener el cabello lleno de enredos. Y aquí están las tumbas de los nobles. Hay unas escaleras que conducen abajo. Los zapotecas practicaron más tarde este tipo de sacrificio, bajo la influencia azteca.

Qué agradable era aquella vieja galesa. Era hermosa. No necesitaba ayuda para entrar y salir de aquellos pozos.

Por supuesto, uno no puede hacer de sí mismo una persona agradable y deseable. No puede meterse en ello sin tener en cuenta las cosas que tiene que hacer. Cosas interactivas. Comprensiones imperativas, obligaciones monstruosas del deber que te deforman. Con esas necesidades los hombres se vuelven feos. Este era director de espionaje. Aquel era un asesino. Para aligerar la densa textura de sus memorias, Mosby había imaginado a un Lustgarten cuyo destino era esta comedia. Un Lustgarten que no tenía que haber sucedido. Pero él mismo, Mosby, que también era una creación, un producto terminado, allí de pie, bajo el sol, encima de aquellos grandes bloques de piedra, en las escaleras que bajaban al pozo, él estaba completo. Se había completado a sí mismo de esta forma pensativa, nada risueña, de piedra y hierro, sin sentido.

Después de haber dispuesto de todas las cosas humanas, debería haberse encontrado con Dios.

¿Ocurriría esto?

Pero, después de haber dispuesto de todo, ¿qué Dios había que encontrar?

Ahora los llevaban abajo, dentro de la tumba. Había una pesada puerta de hierro. Las piedras eran enormes. La cámara estaba cerrada. Se sintió oprimido. Tuvo miedo. Había mucha humedad. En los muros elaboradamente grabados en zigzag había unos tenues esbozos de luz fluorescente. Unas cajas planas de limo molido trataban de absorber la humedad. Su corazón se sintió paralizado. Sus pulmones no funcionaban. ¡Dios! ¡No puedo respirar! ¡Que me encierren aquí! ¡Morir aquí! ¡Si sucediera! No como si hubiera sucedido un accidente, que terminaba, pero no del todo, con la existencia. Muerto-muerto. Se inclinó y buscó la luz del día. Sí, seguía allí. Allí estaba la luz. Todavía estaba allí la gracia de la vida. O, si no era la gracia, al menos era aire. Continúa mientras puedas.

—Tengo que salir —le dijo al guía—. Señoras, no puedo respirar.

*FIN*


“Mosby’s Memoirs”,
The New Yorker
, 1968


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