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Memorias de un niño

[Cuento - Texto completo.]

Stig Dagerman

1

A inventar se empieza pronto. De niño siempre se es inventor. Luego, en la mayoría de los casos, te arrebatan el hábito. El arte de ser inventor consiste pues en no permitir que la vida, la gente o el dinero te arrebaten, entre otras cosas, el hábito de inventar.

Yo me acostumbré a “inventar” a edad muy temprana. La realidad, que es una palabra demasiado fina, la percibía de forma más cálida, más curiosa y más divertida si la recreaba. Acaso no mucho, pero sí lo suficiente.

Fue en una vieja granja situada al borde de un río ancho y caudaloso. En la casa siempre hacía fresco, por su subsuelo corrían veneros de agua. La granja aparecía solitaria en medio de un extenso predio y de los primeros años solo recuerdo los inviernos, cuando el viento venía ululando y cubría de nieve el mundo entero. La nieve se acumulaba encima de las ventanas y casi nunca salíamos fuera. Ya era aventurado llegar al retrete, que quedaba a la entrada, donde la nieve se arremolinaba, como las cartas del correo, al pie de la puerta. La casa estaba llena de tías, tíos y gatos. Los mayores siempre estaban a la greña. Los gatos maullaban. Yo solía sentarme junto a la chimenea, ovillado como un gato al calor del hogar, y un primo mayor, a quien yo admiraba mucho, me escupía a los pies aunque estaba a cierta distancia, sentado en su cama. Una mañana de invierno que, como era habitual, me había quedado más de la cuenta en la cama, porque me consideraban delicado y quizá lo fuera, oí gemir y maullar bajo la manta. Cuando la levanté, la cama estaba llena de crías. Una gata había parido a mi lado mientras yo dormía.

A veces, en invierno, eran Navidades. Una vez, el abuelo me regaló un arco y flechas de puntas envueltas en paño para poder dispararlas dentro de casa. Otras Navidades me trajeron peluches y coches de juguete, que yo podía desmontar. Llegaban de Estocolmo, del padre que no conocía y del que siempre escribía. Pero una vez vino en verano y me pareció que era como todos los demás de Estocolmo: solían visitarnos porque teníamos un panorama precioso, decían palabras que yo no entendía y torcían el morro a los olores de la casa y al hecho de que bebiéramos agua con el mismo cucharón. Después de haberse marchado solíamos reírnos de ellos, no mucho y quizá algo incómodos, como quien se ríe de lo que no es normal.

 

2

 

Entre inviernos largos llegaban veranos cortos. En mi memoria son siempre muy calurosos. La hierba del patio se agosta y uno levanta polvo cuando corre. Sequía y mala cosecha. Granos que se marchitan y sembrados que se convierten en tolvaneras. El río se seca y del agua emergen, como sombras hambrientas y amenazadoras, nuevos islotes de grava y lodo. Los mayores miran al cielo, pero en el horizonte solo aparecen gruesos cirros y columnas de humo amarillento de las fábricas de Skutskär. Un día se incendia la Casa del Pueblo y el camino se llena de gente que corre y gesticula. Un nublado leonado con flecos de luto asoma sobre la aldea. Estamos en el patio de casa y olemos el humo del incendio, pero somos demasiado orgullosos para acudir allí corriendo. Somos campesinos.

Las noches con los dos ancianos son bochornosas y asfixiantes. Nadie duerme en casa. Alguien se levanta y traquetea con el cucharón del agua en la cocina. Nunca sopla el viento, nunca refresca y las ventanas permanecen abiertas toda la noche. A veces sueñan los caballos y dan coces contra la cuadra. Retumban de forma sorda y aterradora. Quizás haya un vagabundo con cerillas en la mano merodeando entre los almiares. A nada se teme tanto como al fuego. El viejo sale en calzones con pasos quedos y vuelve a entrar al poco rato con un gato en brazos. Por la mañana temprano empiezan los cañones. Es el estruendo del campo de tiro al filo del horizonte, a unos diez kilómetros de distancia, y aparece como una enorme sombra negra sobre estos veranos ardientes. Ya han disparado una descarga… y ahora otra… Dios quiera que no venga la guerra… A veces, cuando arde el bosque que bordea el campo de tiro y la humareda se divisa en los confines de la vista, los cañones enmudecen un instante.

Calor y desesperación. Pero los veraneantes de Estocolmo bajan a la granja y colocan los aros de croquet en el patio. Por el día resuenan los mazos de croquet, los cañones y las carcajadas de los veraneantes. Resulta difícil explicarlo, pero uno empieza a aborrecer poco a poco a quienes juegan al croquet, ríen a carcajadas y van a bañarse mientras arde el grano, mugen las vacas implorando agua y alguien ha visto una serpiente más cerca de casa que otros años. Al atardecer siempre han dejado algún aro olvidado y cuando uno de nosotros tropieza de noche con el aro, le soltamos una soberbia patada y aro y zueco vuelan hacia la luna en un arrebato liberador.

La luna, sí. A veces, cuando hay luna llena, acaso en agosto, el chico del carnicero me lleva en bicicleta a una pequeña aldea en lo alto de una loma. En el portabultos lleva una caja con carne fresca. Paramos a la altura de una verja, tocamos el timbre de la bicicleta y ancianos y ancianas salen de sus casas, sacan la carne de la caja, la palpan, la tientan y la devuelven. Algunos se meten una pulgarada de rapé dentro del labio superior antes de regresar a casa. Pero la caja siempre está vacía cuando bajamos la cuesta de regreso a casa.

Una mañana hago algo terrible. No, no es que solo deteste a los jugadores de croquet y a los militares de maniobras en las inmediaciones de la granja, que huellan los sembrados, levantan polvaredas por las trochas que recorren a lomos de sus jadeantes caballos y se entretienen con sus curiosas embarcaciones en el río. (Una tarde, sentados sobre el terraplén, vemos a un capitán caer al agua. No nos reímos pero creemos haber obtenido algún tipo de reparación). Sobre todo detesto el sol, y una mañana, cuando la hierba arde y no se divisa una sola nube en los cielos de Gävle ni de Upsala, me pongo de rodillas a la sombra del seto de lilas y maldigo al sol, ruego a Dios y a todos los demás poderes celestiales que lo apaguen.

Es la primera vez que he rezado y al cabo me siento desfallecido y asustado. No puedo dormir durante varias noches. Estoy más que convencido de que un ruego tan fervoroso tiene que ser cumplido. Pero el sol sale todas las mañanas y tuesta las matas de las patatas, el sembrado de centeno y la piel de los veraneantes de Estocolmo. Me siento junto a la verja y me pongo a mirar a las mujeres que pasan en bicicleta luciendo vistosas prendas. Pasan en bicicleta… Pero sé que alguna vez una de ellas frenará la bicicleta, pondrá pie en tierra ante la verja, correrá hacia mí y me alzará en brazos. Tiene que ser ella, mi madre, a la que nunca he visto. Solo hablan de ella muy de cuando en cuando, de cómo llegó a la finca, de la noche que me parió en plena cosecha de patatas (¡cuándo tanta faena había!) y de que desapareció al cabo de catorce días. Todas las noches se lavaba con agua caliente, es lo más curioso que recuerdan de ella.

Ella vendría algunos veranos en bicicleta. Pero después lo haría siempre en coche. En uno de esos autos negros y altos que parecen sombreros de copa, con una visera encima del parabrisas que se asemeja a un párpado. Pero si alguna vez se detiene un coche, solo se trata de un representante de máquinas de coser, de insecticidas o de motores de gasoil. Todos los demás tienen padres. Yo tengo abuelos.

 

3

 

A su manera, el abuelo y la abuela fueron las mejores personas que he conocido. No eran de los que te forjaban con delicadeza, esmero y precisión. A uno le educaban a golpes de hacha, como quien hace leña de un tronco o de una estaca. No les gustaban las gentes que eran productos de podadera o simples adornos de mesa. Querían que cada cual sirviera para algo concreto, aunque solo fuera para ser estaca. Ambos trabajaron toda la vida dando vueltas sin parar como bueyes al arado, porque en ello les iba la vida. Por su parte nunca desesperaron, pero detestaban la holgazanería como el primero de los pecados mortales. Le seguían la afectación, el artificio de las maneras refinadas, la mezquindad y la petulancia. También ellos tenían defectos, pero nunca los ocultaban. Ni podían ni querían.

No los conocí antes de que fueran viejos. De su infancia, juventud y vida adulta solo conozco lo que ellos y otros me contaron. El abuelo era de una granja del sur de Roslagen. Huérfano de niño, muchos hermanos, trabajo duro. De joven, hacia la década de 1870, transportaba carros de heno a la plaza de Hötorget de Estocolmo. Viajaba de noche para llegar con tiempo de sobra a primera hora de la mañana y solía dormir entre el heno para despertar a su llegada a Estocolmo. Una noche se despertó en la cuneta con la carga de heno volcada encima de él. El único recuerdo que guardaba de sus viajes a la ciudad era que se le volcó la carga una noche de 1878. La ciudad no le causó ninguna impresión. Había mucha gente, muy poca seriedad y demasiado “ruido”.

Tuvo que buscarse la vida fuera de casa desde edad temprana. Pudo haber emigrado pero no lo hizo. Toda su vida abrigó un apego, o mejor dicho, un fervor por la tierra que mantuvo su vida en equilibrio. Se empleó de peón en fincas de granjeros avaros y tacaños de Uppland, trabajó en la construcción de la central eléctrica de Älvkarleby y recaló finalmente en las serrerías de Skutskär. Entonces trabajaban catorce horas diarias como mínimo y los capataces podían ordenar a los trabajadores que se metieran en los tambores de las sierras; salían despedidos envueltos entre serrines. Cegados y casi asfixiados, avanzaban a gatas en medio de la oscuridad y se restregaban con tierra para poder quitarse el serrín. El abuelo venía a casa, a su gran familia, cada dos semanas, haciendo a pie un recorrido de quince kilómetros. Lógicamente no había ningún dinero para bicicleta. Tenía que caminar como todos los demás. En general, los trabajadores vivían en barracones instalados en el patio de la serrería, en carromatos tan plagados de cucarachas que debían guardar la comida en cajas fuertes.

No pudo haber sido la mera penuria lo que le ayudó a soportar todo, sino más bien ese fervor por la tierra que le persiguió toda la vida. Tenía cincuenta y seis años cuando por fin pudo satisfacerlo. Adquirió una granja abandonada cuyos sembrados estaban tan poblados de cascotes que era imposible arar a tiro, no le cupo otra que desenterrarlos piedra a piedra, pero tuvo que hacerlo con el azadón de las patatas por carecer de dinero para comprar palas el primer año. No es solo que fuera un gran trabajador, es que era un maniático. Solía llevarme a los sembrados, me sentaba al borde de una cuneta a mirar mientras él trabajaba. Mucho más tarde, después de haber arreglado todo, siempre solía apuntar con la fusta cuando pasábamos junto al cementerio. Eran las bardas de piedra lo que señalaba. Allí estaban todas las piedras que había desenterrado y solía decir que estaba contento de que algún día fuera a reposar al lado de sus piedras. No era sentimentalismo ni arrogancia. Era el orgullo de un trabajo bien hecho.

Los primeros años, que también fueron los míos, no fueron buenos. No fue solo la calumnia malintencionada ni el golpe bajo que siempre suelen asestar a los valientes recién llegados. Fue la miseria lo que le puso la zancadilla. Fue un caballo nuevo, caro y sin seguro, que intentó saltar una valla y se quedó prendido en los puntales. Fue un muchacho que murió ahogado el mismo día que vino de enterrar a su madre. Y, sobre todo, fueron los intereses y las hipotecas. “Interés” fue una de las primeras palabras que aprendí y sé que cuando una casa está hipotecada hasta la azotea no solo se trata de una frase hecha, sino de un verdadero pesar que oprime los hombros como un yugo.

Pero no se dejó amedrentar aunque la fábrica le hubiera quebrantado la salud y los dolores del reumatismo empezaran a destrozarlo. En medio de la mayor calamidad se abrió paso al bosque y empezó a cultivar a solas media hectárea de tierra fértil de fósiles, musgo y bosque mixto. Recuerdo la llegada de los malditos sobres verdes del banco, a veces ni siquiera las noches le deparaban paz. Tenía que levantarse y salir al sembrado en medio de la oscuridad, empezar a sembrar o a poner los arreos a los caballos y pasar la rastrilladora o el arado en plena noche. A lo lejos, a prudente distancia, la gente movía la cabeza o reía. A la postre suelo pensar que tuvo que ser una especie de poeta de aquel tiempo en su empeño por superar un reto imposible, acaso consciente de que en sí no merecía la pena pero que con todo era necesario, por razón del trabajo, por razón del verso.

Luego le pudo el reúma. Empezó a quejarse por las noches. Por el día apenas conseguía salir de la cama. A veces le daba un pronto y salía a la cuadra, pero una vez no pudo soltar los arreos de un clavo y volvió a entrar en casa, se encerró en su cuarto, se tumbó en la cama y se puso a llorar. Poco a poco empezó a amargarse y a sospechar. Recordó los primeros años y le dio por pensar que querían aprovecharse de su inactividad y arrebatarle la granja. A veces ni siquiera permitía que se acercaran forasteros a casa. Estaba convencido, con todo el peso de su obstinación, de que querían causarle perjuicio y de que todo se desmoronaba cuando ya no era dueño de sí mismo. Se avergonzaba de no poder trabajar y a veces convertía la vergüenza en odio. En agosto de cada año había que llevarle a su cuarto una espiga de centeno. Le metían granos en la boca y los masticaba para saber si estaban maduros. No permitía que empezaran a segar antes de que él no estuviera seguro de que fuera el momento más idóneo. No sé lo que hacía después de que saliéramos y cerráramos la puerta del cuarto, pero me parece haber visto en él que era uno de sus momentos más felices y más difíciles.

La abuela fue una trabajadora nata y a él lo completó con su temple. Era hija de un pescador de la comarca. En total había asistido seis semanas a la escuela en casa del relojero, donde aprendió los nombres de los Estados Unidos de Norteamérica. Hasta su muerte pudo contar de memoria los cuarenta y ocho estados de la Unión. De su vida anterior solo sé que tuvo muchos hijos y que algunos murieron jóvenes. Lo que mejor recuerdo de ella era su capacidad para ser generosa y ayudar. Nunca se le ocurrió despachar a ningún vagabundo de la puerta, aunque tal vez fuéramos nosotros de los más pobres de los campesinos de la comarca. Al final resultó que los demás campesinos adquirieron la costumbre de enviarnos a casa a todos los pordioseros. Podían aparecer hasta tres o cuatro por noche durante los peores años de la depresión, y toda mi infancia fue un eterno desfilar de vagabundos: ancianos, hombres acabados, que se quedaban quietos junto a la puerta, con la cabeza gacha, otros que hablaban y contaban chascarrillos que solo reían ellos de forma forzada y entre toses, dementes a quienes había que quitar las cerillas por la noche y jóvenes soliviantados, que hablaban a voces y exaltados del tiroteo de Ådalen. La abuela atendía a todos aunque no de forma hiriente o afectada, sino como si su llegada fuera lo más normal del mundo, como si fueran esperados y tuvieran reservado un lugar a la mesa.

No solo fueron vagabundos. Unos de los primeros tipos de hombre que aprendí a reconocer fueron los tratantes de caballos y los quinquis: siempre mandaban a las mujeres y niños por delante mientras ellos se quedaban fuera en sus tartanas o trineos, y los ojos de las mujeres y niños revoloteaban por las paredes como si buscaran oro o plata. Los niños eran flacos y descarados y cuando las mujeres entraban en calor y notaban que no eran despachadas de inmediato, hacían como si fueran de la casa y se ponían a dar de mamar a sus bebés sin ningún recato junto a la chimenea, mientras nosotros las mirábamos con ojos como platos. Todos los niños tenían que guardar sus juguetes cuando pasaban por medio de la aldea, pero yo no lo hice desde que vi a una gitanilla agacharse al comedero de los cerdos que había junto al cobertizo del establo y tragar comida como si fuera una ternera.

La abuela siempre tenía una barra de pan para quien pasaba hambre y arrimaba con disimulo, sin que el abuelo lo notara, un manojo de heno al caballo del tratante, puesto que odiaba a tramposos y maltratadores de animales. Cuando los militares cabalgaban por el camino, ella podía salir de casa y cerrar el paso a los caballos y echar la bronca a los capitanes por agotar a sus bestias. Un invierno llegó un mozo de Dalacarlia que sabía tocar el violín y lo hacía tan bien que se quedó dos años. Ella poseía algo tan insólito como el coraje de mostrar cariño, y cuando fui algo mayor y más razonable me dio una sobrecogedora lección sobre la grandeza de la bondad cuando no es hipócrita, afectada ni engreída.

El abuelo fue víctima de una de esas atrocidades demenciales y sin sentido. Un hombre de la comarca, un demente, acechó una noche tras el seto de las lilas con un cuchillo en la mano. El abuelo salió al pastizal para apaciguar a los caballos. Ya era noche cerrada y al poco rato se le oyó gritar. Yacía de espaldas sobre la hierba cuando acudieron en su auxilio. Cuando le ayudaron a incorporarse, dijo que alguien le había apuñalado y que el autor del delito se había escabullido saltando la cerca. Lo cómico fue que nadie le creyó. Pensaron que un caballo le había dado una coz e intentaron convencerlo mientras le ayudaban a llegar a casa. Entonces se enfurruñó por última vez en su vida y les pidió, ya que nadie le creía, que le dejaran ir solo. Y caminó solo, obstinado, hasta la misma puerta de casa, en medio de la oscuridad y con diecisiete puñaladas encima. Allí cayó. La abuela murió unas semanas después a resultas de la conmoción.

Cuando eso ocurrió yo no vivía en la granja. Cursaba el bachillerato en Estocolmo y nunca me creí capaz de sobrellevar el hecho de que hubieran muerto los seres a quienes más quería. La misma noche que supe del crimen fui a la biblioteca municipal para intentar escribir un poema en memoria del muerto. Pero solo me salieron unos lamentables versos que rompí avergonzado. Pero de la vergüenza, de la impotencia y del dolor nació algo que fue, creo, la pasión de ser escritor, es decir, de contar cómo se sufre el dolor, ser querido y quedarse solo.

 

4

 

Después empezó algo nuevo. Yo me había sentido siempre solo. Los hijos de los campesinos me consideraban un niñato de Estocolmo, un extraño, aunque para complacerlos traté de aprenderme todos sus tacos tan pronto como me fue posible. En Estocolmo, en cambio, era el chico torpe de pueblo, cuyo gabán, que me quedaba corto, fue objeto de burlas durante todo un semestre. Ahora estaba realmente solo. Fue el otoño en que el vapor Ragvald se hundió frente al muelle del ayuntamiento y todas las tardes iba a la Estación Central y allí me quedaba en medio de la gente hasta que me ponían de patitas en la calle. Acariciaba la idea de ir alguna vez a la Estación Central con un billete para China en el bolsillo y mostrárselo a la policía cuando se me acercara. Pero nunca tuve ningún billete para China. Continué escribiendo con la misma idea en la cabeza. Poco después, una tarde oí cantar “La Internacional” en un mitin, no era la primera vez pero sí la vez que se me quedó grabada. Fue como una conversión fulminante. Me hice anarquista y poco a poco fui adquiriendo conciencia de la ardua dicha, repleta de batallas, de llenar una fe vacía con un contenido nuevo y sólido. Durante ese combate también me quedó muy clara la clase de ayuda que me iba a prestar la literatura concebida no como objetivo sino como medio. Fui redactor de una revista juvenil de corte revolucionario y antifascista, el primer número fue retirado y puesto fuera de circulación y me sentí inmensamente orgulloso cuando supe que a la policía le llevaba a veces tres semanas leer mi correo (el de un bachiller).

Durante el bachillerato fui repartidor de periódicos y revistas los sábados y domingos por las islas del archipiélago. Las tardes de los sábados corría hasta el barco que me llevaría al trabajo, con la gramática latina en el bolsillo y sintiéndome dichoso de no ser un escolar. Había en ello cierto orgullo lógico, pero también un anhelo de estar cerca de las gentes que más me importaban: los campesinos y los trabajadores. La misma deriva me llevó a hacerme conductor de autobús durante el último curso, pese a que al principio me mareaba tanto que tenía que apearme a vomitar en la última parada.

Como repartidor de periódicos fui aprendiendo a odiar la arrogancia y también los malos semanarios. Durante un tiempo escribí poemas para el semanario Hela Världen. Nunca los publicaron. Tampoco me los devolvieron. En los concursos escolares tuve más fortuna, el año que me gradué de bachiller gané una semana de estancia en la montaña con la redacción de un relato, pero el viaje acabó en tragedia. Perdí a un gran amigo y compañero de habitación en una avalancha de nieve. A la vuelta supe de forma irreversible lo que iba a ser. Tenía que ser escritor y sabía lo que debía escribir: el libro de mis muertos.

Pero entonces no tuve tiempo. Porque enseguida me tocó cumplir el servicio militar. Y ésa es otra historia. Se titula La Serpiente.

*FIN*


“Ett barns memoarer”, 2014


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