Casa digital del escritor Luis López Nieves


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Mi abuela Millard

[Cuento - Texto completo.]

William Faulkner

I

 

Era por lo general después de cenar, justo antes de que nos levantásemos de la mesa. Al principio, desde el día en que se recibió la noticia de que los yanquis habían tomado Memphis, lo hicimos durante tres noches seguidas. Pero después, a medida que lo fuimos haciendo mejor, a medida que lo fuimos haciendo más deprisa, con hacerlo una vez por semana a la Abuela le bastaba. Luego, después de que la prima Melisandre por fin se marchase de Memphis y se viniese a vivir con nosotros, solo se hacía una vez al mes, y cuando el regimiento de Virginia votó para que el Padre dejase de ejercer el coronelato y por tanto se volvió a casa, donde pasó tres meses y recogió la cosecha y se le pasó el enfado y organizó una tropa de caballería para ponerla a las órdenes del general Forrest, dejamos de hacerlo ya del todo. Mejor dicho, lo hicimos también una vez en que estaba el Padre, mirando, y esa noche Ringo y yo le oímos reír a carcajadas en la biblioteca, la primera vez que se le oyó reír desde que volvió a casa, hasta que al cabo de medio minuto salió la Abuela remangándose las faldas y subió las escaleras como alma que lleva el diablo. Por eso no lo volvimos a hacer hasta que el Padre organizó a sus tropas y se marchó de nuevo a la guerra.

La Abuela doblaba la servilleta y la ponía junto al plato. Hablaba con Ringo, que estaba de pie, detrás de su silla, sin volver siquiera la cabeza.

—Ve a llamar a Joby y a Lucius.

Y allá que volvía Ringo a la cocina sin detenerse siquiera.

—Muy bien —decía la Abuela—. Atentos todos —lo decía a espaldas de Louvinia y se dirigía sobre la marcha a la cabaña y volvía no solo con Joby y Lucius y el farol prendido, sino también con Philadelphia, aun cuando Philadelphia no fuese a hacer otra cosa que permanecer allí de pie, atenta a lo que sucediera, y seguirnos después al huerto y otra vez a la casa, hasta que la Abuela dijera que por esa vez ya habíamos terminado y ella y Lucius pudieran entonces volver a la casa e irse a dormir. Y bajábamos del desván el baúl enorme (tantas veces lo habíamos hecho ya que ni necesitábamos el farol para ir al desván a buscar el baúl) cuya cerradura tenía yo por trabajo engrasar todos los lunes por la mañana con una pluma empapada en grasa de gallina, y Louvinia venía de la cocina con la plata sin limpiar que se había usado en la cena, un par de fuentes bajo un brazo y el reloj de la cocina bajo el otro, y dejaba el reloj y las dos fuentes en la mesa y sacaba del bolsillo del delantal un par de medias de la Abuela aún enrolladas y la Abuela las desenrollaba y de la puntera de una de las dos sacaba un trapo y abría el trapo que estaba hecho un gurruño y de dentro sacaba la llave del baúl y se desabrochaba el reloj que llevaba colgado del cuello y lo envolvía con el trapo y colocaba el trapo en la puntera de la media y enrollaba las dos medias haciendo una bola y colocaba la bola en el baúl. Luego, mientras la miraban la prima Melisandre y Philadelphia y también el Padre aquella vez en que estuvo presente, la Abuela se quedaba de frente al reloj con las dos manos en alto, a un palmo una de la otra, el cuello ladeado, para ver bien la esfera del reloj por encima de la montura de sus anteojos, hasta que la mayor de las manecillas llegase a la hora más cercana.

Los demás le mirábamos las manos. Ella no volvía a decir ni pío. No le hacía ninguna falta. Bastaba con el único y leve y sonoro ¡chas! de sus manos en el momento en que la manecilla llegase a la hora más cercana; a veces ya nos poníamos en movimiento antes de que uniese las manos en ese aplauso, todos nosotros, claro está, salvo Philadelphia. La Abuela nunca le dejaba ayudar en nada, por culpa de Lucius, aun cuando era Lucius el que se había encargado de cavar casi todo el hoyo y el que se ocupaba de transportar todas las veces el baúl.

Pero Philadelphia tenía que estar presente. La Abuela solo se lo tuvo que decir una vez.

—Quiero también aquí a las mujeres de todos los hombres libres —dijo la Abuela—. Quiero que todos vosotros, los hombres libres, veáis qué es lo que todos los demás, los que no somos libres, tenemos que hacer para que las cosas sigan siendo como son.

Todo esto empezó hace ocho meses. Un día reparé en que algo le había pasado a Lucius. Luego me enteré de que Ringo ya lo había visto y que sabía de qué iba la cosa, así que cuando por fin vino Louvinia y se lo dijo a la Abuela no fue como si Lucius hubiera desafiado a su madre a que se lo dijese a ella, sino como si más bien hubiese obligado a alguien, sin importarle a quién, a que se lo dijese a ella. Él lo había dicho más de una vez, en la cabaña, una noche acaso por vez primera, y luego se lo dijo en otros sitios a otras personas, incluidos los negros de otras plantaciones. Memphis ya había caído para entonces, y luego fue Nueva Orleáns, y todo lo que nos quedó del río fue Vicksburg, y aunque entonces fuera imposible de creer, tampoco la íbamos a conservar por mucho tiempo. Total que una mañana vino Louvinia a donde estaba la Abuela cortando los pantalones desgastados del uniforme que el Padre trajo cuando vino a casa desde Virginia, arreglándolos para que me sirvieran a mí, y le cuchicheó a la Abuela que Lucius no hacía más que decir que los yanquis muy pronto iban a quedarse con todo Mississippi y también con el condado de Yoknapatawpha, y que todos los negros iban a ser libres, y que cuando eso pasara a él ya no lo iban a encontrar ni debajo de las piedras. Lucius estaba trabajando en el huerto aquella mañana. La Abuela salió por la galería de atrás, sin soltar ni los pantalones ni la aguja. Ni siquiera se subió los anteojos sobre el puente de la nariz.

—Tú, Lucius —le dijo una sola vez, así, en seco, y Lucius salió del huerto con la azada en la mano y la Abuela se le quedó mirando por encima de los anteojos, que era como solía mirar todo lo que miraba, ya fuera su lectura o su costura o ya fuera la esfera del reloj cuando llegaba el instante de ponerse a enterrar la plata—. Ya te puedes marchar —le dijo—. No hace falta que esperes a que vengan los yanquis.

—¿Que me marche? —dijo Lucius—. Si no soy libre.

—Eres libres desde hace ya casi tres minutos —dijo la Abuela—. Márchate.

Lucius pestañeó durante tanto tiempo que se podría haber contado hasta diez.

—¿Y adónde me marcho? —dijo.

—Eso yo no lo sé —le dijo la Abuela—. Yo no soy libre. Pero digo yo que tendrás todas las tierras de los yanquis para ir donde te plazca.

Lucius aún siguió pestañeando. Ya no miraba a la Abuela.

—¿Y eso es todo lo que quería? —preguntó.

—Sí —dijo la Abuela.

Así que se volvió al huerto y eso fue lo último que supimos de sus ganas de ser libre. Mejor dicho, se le dejó de notar en la manera en que actuaba, y si aún habló alguna vez más del asunto, ni siquiera a Louvinia le pareció que valiera la pena molestar a la Abuela contándoselo. Era más bien la Abuela quien se lo recordaba sobre todo a Philadelphia, y más aquellas noches en que nos colocábamos como los caballos de carreras en los cajones de salida, atentos a las manos de la Abuela y al momento en que dieran la palmada.

Todos y cada uno de nosotros sabía con toda exactitud qué era lo que tenía que hacer. Yo subía a la primera planta a buscar el alfiler de oro que usaba la Abuela con los sombreros, y su sombrilla de empuñadura de plata y el sombrero de plumas de los domingos, porque los pendientes y el broche ya los había enviado mucho antes a Richmond, y subía también a la habitación del Padre a buscar sus cepillos de mango de plata, y al cuarto de la prima Melisandre, después de que se viniera a vivir con nosotros, a recoger sus cosas, porque la única vez que la Abuela dejó que la prima Melisandre echase una mano, la prima Melisandre bajó cargada con todos sus vestidos sin olvidarse uno solo. Ringo iba al salón a por los candiles y a por el dulcémele de la Abuela y el medallón de la otra abuela, la madre del Padre, que era natural de Carolina. Y volvíamos corriendo al comedor, donde Louvinia y Lucius ya tenían el aparador casi del todo despejado, y la Abuela aún seguía allí de pie, pendiente de la esfera del reloj y del baúl, con las dos manos listas para dar otra palmada, y daba la palmada y Ringo y yo parábamos en la puerta de la bodega lo justo para recoger las azadas y echar a correr al huerto y despejar los matojos y los hierbajos y los palos entrecruzados del fondo y tener la zanja abierta y lista para el momento en que los viésemos llegar: primero, Louvinia con el farol; luego, Joby y Lucius con el baúl, y la Abuela al lado, y la prima Melisandre y Philadelphia (y aquella vez en que estuvo pues también el Padre, que iba caminando a la par, y riendo sin parar) detrás del todo. Y aquella primera noche el reloj de la cocina ni siquiera iba dentro del baúl. La Abuela lo llevaba, mientras era Louvinia la que llevaba en alto el farol para que la Abuela pudiese ver bien la manecilla, y la Abuela nos indicó que pusiéramos el baúl en la zanja y que le echásemos tierra encima y que la alisáramos y que dejásemos los matojos y los hierbajos por encima y que luego sacásemos de debajo de los matojos y los hierbajos y la tierra el baúl y lo llevásemos de vuelta a la casa. Y una noche pareció como si hubiésemos bajado el baúl desde el desván y hubiésemos metido dentro la plata y lo hubiésemos llevado a la zanja y hubiésemos abierto la zanja y luego la hubiésemos cerrado y hubiésemos dado la vuelta y vuelta a empezar, sacando el baúl de la zanja para llevárnoslo a la casa y sacar la plata y colocar cada cosa en el sitio del que la habíamos tomado, y así todo el invierno y todo el verano; una noche, y no sé a quién se le ocurrió el primero, puede que se nos ocurriese a todos a la vez. Pero pasó de todos modos la aguja del reloj cuatro marcas de la esfera antes de que la Abuela diera una palmada para indicarnos a Ringo y a mí que echásemos a correr y abriésemos la zanja. Y llegaron con el baúl y Ringo y yo no habíamos tenido tiempo de apartar la última brazada de matojos y de palos, para ahorrarnos el tener que agacharnos otra vez, y Lucius ni siquiera había dejado en el suelo su parte del baúl por la misma razón y digo yo que Louvinia era la única que sabía la que se avecinaba, porque lo que es Ringo y yo nunca supimos que el reloj de la cocina estaba en la mesa del comedor. Y entonces habló la Abuela. Fue la primera vez que le oí decir algo entre el momento en que le decía a Ringo «Ve a llamar a Joby y a Lucius» y el momento en que nos decía a los dos, una media hora más tarde, «Haced el favor de lavaros los pies e iros a la cama». No lo dijo en alto, y no habló mucho; nada más que fueron dos palabras o, si bien se mira, una sola:

—Enterradlo.

Y bajamos el baúl a la zanja y Joby y Lucius echaron la tierra encima y ni siquiera por ésas nos movimos Ringo y yo con los matojos hasta que la Abuela volvió a decir algo, tampoco esta vez ni muy alto, ni mucho:

—Adelante. Esconded la zanja.

Y apartamos los matojos y dijo la Abuela:

—Desenterradlo.

Y desenterramos el baúl y lo llevamos de vuelta a la casa y colocamos cada cosa en el sitio del que la habíamos tomado y fue entonces cuando vi que el reloj de la cocina estaba sobre la mesa del comedor. Y allí nos quedamos todos mirando las manos de la Abuela hasta que por fin dio una palmada y para ese momento llenamos el baúl y lo sacamos al huerto y lo bajamos a la zanja mucho más deprisa que nunca.

 

II

 

Y cuando llegó la hora de enterrar de veras la plata, ya era demasiado tarde. Cuando todo terminó y la prima Melisandre y el primo Philip por fin se casaron y el Padre se hartó de reír todo lo que quiso, dijo el Padre que eso era lo que sucedía siempre que una colección heterogénea de personas cohesionadas tan solo por un sencillo deseo de libertad se engranaban en una máquina tiránica. Dijo que así se pierden siempre las primeras batallas, y que si hay inferioridad numérica y todo hace pensar que las condiciones tampoco ayudan a cualquiera que venga de fuera le parecerá que lo van a perder todo. Pero no tiene por qué ser así. No se les puede derrotar; solo con que deseen con todas sus fuerzas esa libertad, solo con que la deseen tantísimo que estén dispuestos a sacrificar lo que sea a cambio de la tranquilidad y las comodidades y la gordura del espíritu y lo que sea, hasta que les bastara todo lo que pudiera quedar, por escaso que fuese lo que quedase de esa libertad, esa misma libertad al final habría de imponerse a la máquina, igual que podría acabar con ella cualquier fuerza negativa, ya fuera una sequía, ya fuera una inundación. Y más tarde aún, al cabo de otros dos años más, cuando ya sabíamos que íbamos a perder la guerra, seguía él diciendo lo mismo.

—Yo no lo he de ver, pero vosotros sí —decía—. Lo veréis en la siguiente guerra que desate, y lo veréis en todas las guerras que los norteamericanos tengan que librar de entonces en adelante. Habrá hombres del Sur en el frente de todas las batallas, e incluso llegarán a encabezar la vanguardia en algunas, ayudando a los que nos conquistaron a defender la misma libertad que creían habernos arrebatado.

Y así había sido: treinta años después fue así, y el general Wheeler, al que el Padre habría tachado de apóstata, estuvo al mando en la guerra de Cuba, aun cuando el general Early sí lo llamó apóstata y matricida para colmo en el despacho de un director de periódico, en Richmond, cuando dijo:

—Me hubiera gustado vivir tanto que cuando me llegue la hora vuelva a encontrarme con Robert Lee. Pero como no es el caso, pienso pasármelo en grande viendo cómo le quema el Demonio esa casaca azul a Joe Wheeler según se la arranca de la piel.

No tuvimos ni tiempo. Ni siquiera nos enteramos de que estaban los yanquis en Jefferson, y menos aún a una milla de Sartoris. Nunca hubo muchos. Entonces no había ferrocarril, ni tampoco un río con calado suficiente para barcos grandes, y tampoco había en Jefferson nada que les hubiese apetecido aun cuando hubiesen venido, puesto que esto fue antes de que el Padre tuviese tiempo siquiera de preocuparse lo suficiente porque el general Ulysses S. Grant había emitido una orden decretando una recompensa por su captura. Así que nos habíamos ido acostumbrando a la guerra. Nos parecía que era una cosa tan definitiva, tan fija, tan inamovible, como lo son las vías del tren, o como lo es un río, cuando de hecho se desplazaba hacia el este en paralelo al ferrocarril de Memphis y hacia el sur, bordeando el río, hacia Vicksburg. Habíamos oído contar cuentos sobre el pillaje y el saqueo a los que se daban las tropas de los yanquis, y casi todo el mundo, en Jefferson y alrededores, estaba más que preparado para enterrar la plata a todo correr, aunque no creo que nadie llegara a ensayarlo tanto como nosotros. Pero nadie, que nosotros supiéramos, era ni de lejos parentela de alguien que sí había sufrido el saqueo, así que mucho dudo que ni siquiera Lucius esperase de veras que aparecieran los yanquis, o no al menos hasta que llegó aquella mañana.

Eran más o menos las once. La mesa ya estaba puesta para el almuerzo y todo el mundo empezaba quien más quien menos a aflojar para asegurarse de oír el momento en que Louvinia saliera a la galería de atrás y tocase la campana, cuando llegó Ab Snopes sin resuello y, para variar, a lomos de un caballo un tanto extraño. Era miembro de la tropa que estaba a las órdenes del Padre. No era miembro combatiente; se hacía llamar capitán de caballos, a saber lo que quería decir con eso, aunque nosotros teníamos una idea bastante exacta, y ninguno de nosotros sabía qué estaba haciendo en Jefferson cuando la tropa tenía que estar en Tennessee a las órdenes del general Bragg, y es probable que nadie supiera la verdad verdadera de cómo se apoderó del caballo que en ese momento entró al galope en la propiedad y pisoteó uno de los arriates de la Abuela porque digo yo que supuso que trayendo un mensaje podía correr el riesgo, y acto seguido pasó a la trasera, porque con mensaje o sin él más le valía no entrar por la puerta de casa de la Abuela dando alaridos de esa manera, a lomos de un caballo extraño y medio despanzurrado, con el hierro del ejército de los Estados Unidos en la grupa, que se le veía a trescientos metros de distancia, y gritándole a la Abuela que el general Forrest estaba en Jefferson, pero que había un regimiento de caballería de los yanquis a menos de media milla de allí.

Así que nunca tuvimos ni tiempo. Después, el Padre reconoció que el error de la Abuela no había sido de estrategia, ni de táctica tampoco, aun cuando lo hubiera copiado de otro. Y es que dijo que ya pasaba mucho tiempo desde la última vez en que la originalidad fue ingrediente indispensable de un éxito militar. Simplemente fue todo muy deprisa. Fui a buscar a Joby y a Lucius y a Philadelphia porque la Abuela mandó a Ringo por el camino, con un trapo que debía ondear cuando los tuviera a la vista. Luego me mandó a la ventana del salón, desde donde podría ver bien a Ringo. Cuando volvió Ab Snopes del sitio en que se hubiera escondido con su nuevo caballo yanqui, se ofreció a subir a la primera planta, a recoger las cosas. La Abuela desde mucho antes nos había dicho que ni se nos pasara por la cabeza dejar que Ab Snopes pusiera un pie en la casa, a no ser que alguien lo acompañara. Dijo que prefería tener a yanquis en la casa, el día que fuese, porque al menos darían mayores muestras de delicadeza, aunque fuera solo por elemental sensatez, que para robar una cuchara o un candil y luego intentar vendérselos a cualquier vecino se las pintaba solo Ab Snopes. Ni siquiera le respondió.

—Tú quédate ahí mismo, pegado a esa puerta, y no se te ocurra moverte —le dijo a bocajarro. Así que la prima Melisandre a fin de cuentas subió a la primera planta y la Abuela y Philadelphia fueron al salón a buscar los candiles y el medallón y el dulcémele, y esta vez no solo echó una mano Philadelphia, fuese libre o no, sino que la Abuela tampoco echó mano del reloj.

Todo sucedió de golpe. Estaba sentado Ringo junto al poste de la cancela, atento al camino, y a renglón seguido se había puesto de pie y agitaba el trapo y eché a correr y a dar voces hacia el comedor, y recuerdo los blancos de los ojos de Joby y de Lucius y de Philadelphia y recuerdo los ojos de la prima Melisandre, apoyada en el aparador y con el dorso de la mano en la boca, y la Abuela y Louvinia y Ab Snopes mirándose los unos a los otros alrededor del baúl y aún oigo la voz de Louvinia, que resonó aún más fuerte que la mía:

—¡Señá Cawmpson! ¡Señá Cawmpson!

—¿Cómo? —exclamó la Abuela—. ¿Qué? ¿La señora Compson?

De pronto nos acordamos todos. Fue cuando la primera patrulla yanqui que vino de exploración entró en Jefferson, más de un año antes. La guerra acababa de empezar y digo yo que el general Compson era el único soldado de Jefferson del que habían tenido noticia los yanquis. Fuera como fuese, el oficial preguntó a alguien, en la plaza del pueblo, dónde vivía el general Compson, y el viejo doctor Holston mandó a su chico, al negro, por las callejuelas, y atravesando parcelas y solares, para avisar a tiempo a la señora Compson, y se contaba que el oficial yanqui mandó a algunos de sus hombres a la casa desierta y que él mismo entró a caballo por la parte de atrás, donde se encontró a la vieja tía Roxanne delante de la caseta del retrete, tras la puerta cerrada de la cual estaba sentada la señora Compson, vestida por completo, incluso con sombrero y parasol, encima de la cesta de mimbre en la que se encontraba toda la plata, incluso la cubertería.

—La señás tallá —dijo Roxanne—. Usté se para en donde pisa.

Y contaba la historia que el oficial de los yanquis le dijo así:

—Discúlpeme usted —y se quitó el sombrero e incluso obligó a su montura a recular unos cuantos pasos antes de darse la vuelta y ordenar a sus hombres que se marcharan.

—¡En el retrete! —exclamó la Abuela.

—¡El fuego del infierno, señá Millard! —dijo Ab Snopes.

Y la Abuela no dijo nada de nada. No es que no se hubiese enterado, porque lo estaba mirando de frente. No es que le diese igual; eso lo podría haber dicho ella misma. Y eso demuestra cómo eran entonces las cosas: es que no tuvimos tiempo para nada.

—El fuego del infierno —dijo Ab Snopes—, ¡que eso ya se sabe por to el norte de Mississippi! No queda ni una señá blanca de aquí a Memphis que no haya puesto a buen recaudo toa la plata que tenga.

—Pues va a ser que llegamos tarde —dijo la Abuela—. Daos prisa.

—¡Un momento! —dijo Ab Snopes—. ¡Un momento! ¡Hasta los mismos yanquis habrán caído ya en la cuenta!

—Pues entonces esperemos que estos yanquis no sean los mismos yanquis de la otra vez —dijo la Abuela—. Vamos, daos prisa.

—Pero… ¡señá Millard! —gritó Ab Snopes—. ¡Espere, espere un momento!

Claro que ya oíamos a Ringo dar voces desde la cancela, y me acuerdo de Joby y de Lucius y de Philadelphia y de Louvinia y de las faldas como globos mecidos por la brisa que llevaba la prima Melisandre cuando echaron a correr por la trasera de la casa, con el baúl en algún lugar entre todos ellos; me acuerdo de que Joby y Lucius volcaron el baúl del otro lado de la puerta de la caseta, alta y estrecha, y frágil, y de que Louvinia empujó no sé si queriendo o sin querer a la prima Melisandre y cerró de un portazo y entonces sí que oímos a Ringo dar voces como loco, casi en la misma casa, y volví yo a la ventana del salón y los vi en el momento en que daban la vuelta a la casa en medio de la polvareda, seis hombres de azul, galopando veloces, aunque con algo curioso en las acciones de los caballos, como si no solo fuesen sujetos por parejas con un yugo, sino también todos ellos enganchados a una sola vara de carro, y Ringo entonces llegó a pie y ya sin dar gritos, y al final del todo el séptimo jinete, con la cabeza descubierta y de pie sobre los estribos y con el sable en ristre. Volví entonces a la galería de atrás, me planté junto a la Abuela y, por encima del tumulto de hombres y caballos en la propiedad, resulta que se equivocó. Fue como si aquéllos no solo fueran los mismos que visitaron a la señora Compson el año anterior, sino como si además alguien les hubiera dicho dónde estaba exactamente la caseta del retrete. Los caballos iban sujetos por parejas, pero no enganchados a una vara de carro, sino a un poste, casi un tronco de unos seis metros de largo, sujeto de silla en silla entre las tres parejas de jinetes; y recuerdo los rostros, sin afeitar y macilentos y no tanto burlones cuanto más bien frenéticos en su alborozo, mirándonos ceñudos un instante antes de que los hombres desmontasen de un salto y descolgasen el poste y apartasen a los caballos y enarbolasen el poste, tres por cada lado, y echasen a correr por la parcela con el poste a la vez que el último de los jinetes apareció por la casa, de uniforme gris (un oficial: era el primo Philip, aunque claro está que eso nosotros no lo sabíamos aún, y se iba a armar un considerable alboroto y no menor confusión hasta que por fin se supo que era el primo Philip, aunque claro está que eso él tampoco lo sabía aún), el sable desenvainado, en ristre, y no ya de pie sobre los estribos, sino prácticamente tumbado sobre el cuello del caballo. Los seis yanquis nunca lo llegaron a ver. Y nosotros solíamos ver al Padre cuando hacía la instrucción con su tropa en el prado de atrás, pasando de columna en columna por el frente de la tropa a galope tendido, y se oía su voz incluso por encima del ruido de los cascos al galope, aunque no fuese más sonora que la de la Abuela.

—¡Que ahí dentro hay una señora! —dijo ella.

Pero los yanquis no la oyeron, como tampoco habían visto aún al primo Philip, todo el alboroto que se armó, los seis a la carrera con el poste y el primo Philip a caballo, asomándose por encima de ellos con el sable en ristre, atravesando veloces la parcela hasta que la punta del poste se estampó contra la puerta de la caseta. No es que se volcase, sino que reventó. Estaba ahí donde siempre estuvo, alta y estrecha, y enclenque, y acto seguido había desaparecido y todo era un barullo de hombres con casaca azul que no paraban de gritar y acoquinarse y esquivar los embates que les tiró el primo Philip con el sable en ristre, hasta que hallaron ocasión de darse la vuelta y salir corriendo. Entonces se desparramaron los tablones y las tejas de madera y la prima Melisandre apareció sentada al lado del baúl y en medio del barullo, con todo el miriñaque extendido y la falda sujeta con las manos y la boca abierta y al poco se oyó un tenue restallido de disparos que llegaban desde el arroyo, aunque apenas resonasen ni parecieran más belicosos que un niño que hubiera prendido unos buscapiés.

—¡Ya decía yo que esperasen ustedes! —dijo Ab Snopes detrás de nosotros—. ¡Ya decía yo que los yanquis estaban al tanto de eso!

Después de que Joby y Lucius y Ringo y yo terminásemos de enterrar el baúl en la zanja y ocultásemos las huellas de las azadas, me encontré con el primo Philip en el cenador de verano. Había dejado el sable y el cinto apoyados contra la pared, pero no creo que ni él mismo supiera qué se hizo de su sombrero. Se había quitado también la casaca y la estaba limpiando con el pañuelo y miraba a la casa por el rabillo del ojo. Cuando llegué, se irguió del todo y al principio creí que me miraba a mí. Luego no supe qué era lo que estaba mirando.

—Qué moza tan bella —dijo—. Ve a buscarme un peine.

—Le están esperando en la casa —le dije—. La Abuela quiere que se le diga qué está pasando.

La prima Melisandre ya estaba del todo repuesta. Hicieron falta Louvinia y Philadelphia y al final también la Abuela para convencerla de que entrara en la casa, pero Louvinia trajo el vino de saúco antes de que la Abuela tuviera tiempo de mandarle que lo trajera y la prima Melisandre y la Abuela esperaban en el salón.

—Será hermana tuya —dijo el primo Philip—. Y un espejo de mano.

—No, señor —le dije—. Solo es una prima nuestra. Es de Memphis. La Abuela dice…

Pero es que él no conocía a la Abuela. Ya le iba bien esperar en cualquier momento a quien fuese, solo que él no me dejó terminar.

—Qué moza tan bella, y qué tierna —dijo—. Y manda a un negro con una jofaina llena de agua y una toalla —me volví hacia la casa. Esta vez, al darme la vuelta para mirarlo, ya no vi que mirase por el rabillo del ojo al interior de la casa—. Y un cepillo para la ropa —añadió.

La Abuela no pensaba esperar mucho más. Estaba en la entrada.

—¿Y ahora qué? —preguntó. Se lo dije—. ¿Es que se cree el hombre que aquí vamos a dar un baile a plena luz del día? Dile que entre y pase a asearse en la galería de atrás, como todos los demás. Louvinia va a servir el almuerzo y ya se nos hace tarde —pero es que la Abuela tampoco conocía al primo Philip. Se lo volví a decir. Me miró—. ¿Qué ha dicho? —preguntó.

—No ha dicho nada —le dije—. Solo… Qué moza tan bella.

—Es todo lo que a mí me dijo —dijo Ringo. No lo había oído entrar—. Además de pedir agua y jabón. Solo… Qué moza tan bella.

—¿Y te estaba mirando a ti cuando lo dijo? —pregunté.

—No —dijo Ringo—. Por un momento pensé que sí.

La Abuela nos miró a Ringo y a mí.

—Ajá —dijo, y solo después, cuando me hice mayor, descubrí que la Abuela ya conocía al primo Philip, que le bastaba con mirar a uno de ellos para saber cómo eran todas las primas Melisandre y todos los primos Philip sin tener que verlos con detalle—. A veces pienso que las balas son casi lo menos fatal de todo lo que vuela, y más en la guerra. De acuerdo —dijo—, llévale el agua y el jabón, pero date prisa.

Así lo hicimos. Esta vez no dijo «Qué moza tan bella». Lo dijo dos veces. Se despojó de la casaca y se la pasó a Ringo.

—Cepíllamela bien —dijo—. Es hermana tuya, según has dicho.

—No, eso no lo he dicho yo —repliqué.

—Da lo mismo —dijo—. Quiero un ramillete. Para llevárselo en mano.

—Esas flores son de la Abuela —le dije.

—Me da igual —dijo él. Se remangó y comenzó a asearse—. Aunque sea pequeño. Solo una docena de capullos en flor. Que algunos sean de color rosa.

Fui a buscarle las flores. No sé si la Abuela seguía apostada en la puerta o no. Es posible que no lo estuviera. Al menos, no dijo nada más. Así que cogí las flores que el caballo nuevo y yanqui de Ab Snopes ya había pisoteado, y limpié un poco el polvo y las enderecé como pude y volví al cenador de verano, en donde Ringo sostenía el espejo de mano mientras el primo Philip se peinaba y se acicalaba. Se puso la casaca y se cerró la hebilla del cinto y envainó el sable y extendió los pies, primero uno y luego el otro, para que Ringo le lustrase las botas con el trapo, y Ringo se dio cuenta. Yo no hubiera dicho nada, porque ya siempre se nos hacía tarde para almorzar, y así habría sido aunque no hubieran estado los yanquis de visita en la propiedad.

—Se ha desgarrado los pantalones con esos yanquis —dijo Ringo.

Así que volví a la casa. La Abuela estaba de pie en el vestíbulo.

—¿Sí? —dijo esta vez, pero casi sin levantar la voz.

—Se ha desgarrado los pantalones —dije. Y ella ya sabía del primo Philip más de lo que Ringo llegaría a averiguar solo mirándolo. Tenía ya la aguja enhebrada en la pechera del traje. Y volví al cenador de verano y luego volvimos a la casa, pero solo hasta la puerta, y esperé a que entrase en el vestíbulo, pero no lo hizo, y se quedó plantado con el ramillete en una mano y el sombrero en la otra, no muy mayor, o al menos en ese momento no pareció que fuera mucho mayor que Ringo y yo a pesar de los galones y el fajín y las botas y las espuelas, ni siquiera tras dos años de gastar la misma planta que todos nuestros soldados y casi todos los del otro bando: tenía toda la pinta de que hubiera pasado tanto tiempo desde que pudo comer cuanto quisiera de una sentada que hasta su memoria y su paladar lo hubieran olvidado del todo, y solo el cuerpo recordase, allí de pie con el ramillete en la mano y la sonrisa embobada del que no para de decir «qué moza tan bella», como si no fuera capaz de ver nada por más que lo mirase.

—No —dijo—. Anúnciame. Debería ser tu negro, pero no importa.

Dijo su nombre completo, los dos nombres y el apellido, y lo dijo dos veces, como si creyera que se me podía olvidar antes de llegar al salón.

—Adelante —dije—. Le están esperando. Le están esperando desde antes de que se diera cuenta de que lleva los pantalones desgarrados.

—Tú anúnciame —dijo. De nuevo dijo su nombre—. De Tennessee. Teniente, del batallón de Savage, a las órdenes de Forrest, Ejército Provisional, Departamento Oeste.

Así lo hice. Atravesamos el vestíbulo hasta el salón, donde estaba la Abuela entre la silla de la prima Melisandre y la mesa en la que descansaba la damajuana con vino de saúco y tres vasos limpios y hasta un platillo con pastas de té, las que había aprendido a hacer Louvinia con harina de maíz y melaza, y él de nuevo se detuvo en la puerta y me di cuenta de que no era capaz de mirar a la prima Melisandre durante un minuto, aunque ya no tuviera ojos para nada más que para ella.

—El teniente Philip St.-Just Backhouse —dije. Lo dije bien alto, porque me lo había repetido tres veces, para asegurarse de que lo diría bien, y quise decirlo bien y a su entero gusto, puesto que aun cuando nos hubiera retrasado casi una hora el almuerzo, al menos había salvado la plata—. De Tennessee —dije—. Del batallón de Savage, a las órdenes de Forrest, Ejército Provisional, Departamento Oeste.

Hasta cinco pudimos contar y no pasó nada. Entonces la prima Melisandre soltó un chillido. Se irguió del todo en la silla que ocupaba, igual que cuando estuvo sentada junto al baúl en medio del desastre de los tablones y las tejas, en la trasera de la casa, por la mañana, con los ojos cerrados y la boca abierta, en pleno chillido.

 

III

 

Así que llegamos con otra media hora de retraso a almorzar, aunque esta vez bastó con el primo Philip para que la prima Melisandre subiese las escaleras. Le bastó con intentar hablar con ella de nuevo.

—Bueno —dijo la Abuela al bajar—, si no queremos olvidarnos del asunto y empezar a hablar de la cena, más valdrá que pasemos al comedor, y a ver si lo conseguimos al menos dentro de la próxima hora y media.

Así que entramos en el comedor, donde ya esperaba Ab Snopes. Digo yo que llevaba más tiempo de espera que nadie, porque a fin de cuentas la prima Melisandre no era pariente suya. Ringo acercó la silla de la Abuela y nos sentamos. Parte del almuerzo estaba frío. El resto llevaba tanto tiempo en los fogones que al comérnoslo no se sabía si estaba frío o no. Pero al primo Philip no pareció que le importase. Y es posible que no tardase mucho su memoria en recordar qué se sentía al comer todo lo que le apeteciera comer, aunque no creo que su paladar llegase a degustar nada de lo que probó. Estuvo allí sentado, comiendo como si nunca hubiese visto comida de ninguna clase, o como si no la hubiera visto al menos en una semana, y como si esperase que todo lo que llevara en el tenedor se desvaneciera en el aire antes de poder llevárselo a la boca. Y se paraba con el tenedor a medio camino y se quedaba embobado mirando el plato vacío de la prima Melisandre, riéndose. Mejor dicho, no sabría cómo llamarlo si es que no era risa. Hasta que por fin dije:

—¿Y si se cambiara de apellido?

La Abuela también dejó de comer. Me miró por encima de los anteojos. Luego alzó ambas manos y se subió los anteojos hasta que pudo mirarle a través de ellos. Y aún se los subió más, hasta la frente, y me miró de hito en hito.

—Ésa es la primera cosa de veras sensata que alguien ha dicho en esta casa desde que eran las once de la mañana —dijo—. Es tan sensato y tan sencillo que solo se le podía haber ocurrido a un niño —lo miró a él—. En efecto, caballero: ¿por qué no se lo cambia?

Él aún se rió más. Mejor dicho, hizo con la cara el mismo gesto de antes, y de la boca le salió el mismo ruido.

—Mi abuelo estuvo en King’s Mountain, con Marion, y en todo el camino hasta Carolina. A mi tío lo derrotó en la campaña para gobernador de Tennessee un contubernio corrupto y traidor de taberneros y de Abolicionistas Republicanos, y mi padre murió en Chapultepec. A fin de cuentas, no soy quién para cambiar el apellido que han llevado todos ellos. Ni siquiera mi propia vida me pertenece, al menos mientras mi país se desangre ante los saqueos y yazga pisoteado por la bota de hierro de un ejército invasor —entonces dejó de reírse, o lo que quiera que fuese. En su rostro pareció que se pintase la sorpresa, y la sorpresa se desdibujó al principio deprisa, y luego más deprisa, pero no mucho más deprisa, igual que el calor desaparece de un pedazo de hierro en el yunque del herrero, hasta que en su rostro se pintó el asombro y la quietud y casi el sosiego—. A no ser que la pierda en la batalla —dijo.

—Eso no le pasará mientras siga aquí sentado —dijo la Abuela.

—No —dijo. Pero no creo que llegase a entrarle nada por los oídos. Se puso en pie. Hasta Ab Snopes lo miraba atentamente, con el cuchillo detenido en el aire, unas cuantas verduras en el extremo de la hoja—. Sí —dijo el primo Philip.

En su rostro asomó de nuevo el aire embobado del que solo sabe decir «qué moza tan hermosa».

—Sí —dijo. Dio las gracias a la Abuela por el almuerzo. Mejor dicho, digo yo que eso es lo que dijo a su boca que dijera. Para nosotros no es que tuviera mucho sentido, pero no creo que estuviera prestando ninguna atención a lo que dijo. Inclinó la cabeza. No estaba mirando a la Abuela ni a nada. Dijo «Sí» por tercera vez. Y entonces salió. Ringo y yo lo seguimos hasta la puerta y lo vimos montar en su caballo y permanecer un minuto inmóvil, con la cabeza descubierta, mirando a las ventanas de la primera planta. Era la habitación de la Abuela la que miraba, al lado de la cual estaba la mía y la de Ringo. Pero es que la prima Melisandre no lo podría haber visto ni siquiera estando en ninguna de las dos, puesto que se había acostado en una habitación que daba a la otra parte de la casa, y Philadelphia probablemente aún escurría los paños en el agua fría para ponérselos en la cabeza. Tenía buena estampa montado a caballo, y montaba bien: liviano, tranquilo, bien echado para atrás en la silla y con las punteras para dentro y la pierna en perpendicular de la rodilla al tobillo, tal como me había enseñado el Padre. Y era un buen caballo.

—Es un caballo cojonudo —dije.

—Ve a buscar el jabón, malhablado —dijo Ringo.

Pero también entonces me volví deprisa a mirar a la entrada, aun cuando oyese a la Abuela hablar con Ab Snopes en el comedor.

—Sigue estando ahí —dije.

—Ajá —dijo Ringo—. Yo ya probé el sabor del jabón por haber dicho una palabra mucho menos malsonante.

Entonces el primo Philip espoleó el caballo y se fue. O eso pensamos Ringo y yo. Dos horas antes ninguno de nosotros habíamos oído hablar de él; la prima Melisandre lo había visto dos veces y las dos se quedó paralizada, con los ojos cerrados, chillando a pleno pulmón. Pero más adelante, cuando fuimos mayores, Ringo y yo caímos en la cuenta de que el primo Philip era seguramente el único de todos nosotros que de veras llegó a creer que se había despedido para siempre, que no solo la Abuela y Louvinia lo entendieron mejor, sino que también lo entendió la prima Melisandre, igual daba que tuviese la mala suerte de tener el apellido que tenía.

Volvimos al comedor. Entonces reparé en que Ab Snopes había estado a la espera de que regresáramos. Los dos nos dimos cuenta de que algo le iba a pedir a la Abuela, porque nadie quería estar solo cuando le tocaba pedir algo a la Abuela, aun cuando no se supiera si la petición iba a dar lugar a problemas o no. Conocíamos a Ab desde ya algo más de un año. Debería haber sabido de qué se trataba, tal como ya lo sabía la Abuela. Se puso en pie.

—Pues verá, señá Millard —dijo—. Y digo yo que ahora estará a salvo y más que bien con Bed Forrest y sus chicos ahí mismo, acuartelaos en Jefferson. Pero hasta que no se calmen un poquito más las cosas, voy a dejar los caballos en su parcela al menos un día o dos.

—¿Qué caballos? —dijo la Abuela. No era que Ab y ella se mirasen uno al otro. Era que no se quitaban los ojos de encima.

—Pues los caballos capturados esta misma mañana —dijo Ab.

—¿Qué caballos? —dijo la Abuela. Y Ab lo tuvo que decir.

—Mis caballos —dijo, y la observó.

—¿Y eso por qué? —dijo la Abuela. Pero Ab ya entendía a qué quiso referirse.

—Yo aquí soy el único hombre adulto —dijo. Y dijo—: Yo los vi primero. Me iban persiguiendo antes… —y, hablando muy deprisa, con los ojos vidriosos durante un segundo, aunque de pronto se le volvieron a iluminar, como si en medio de la barba color rastrojo parecieran dos esquirlas de un plato roto en un felpudo desgastado—: ¡Botín de guerra! ¡Los he traído yo! ¡Los he metido yo: una emboscada militar en toda regla! Y por ser yo el único soldado confradrado y militar de rango entre los presentes…

—Usted no es soldado —dijo la Abuela—. Se lo dijo usted mismo al coronel Sartoris y yo estaba delante. Usted mismo le dijo que estaba dispuesto a ser su capitán de caballos independiente, pero nada más.

—¿Y no va a ser exactamente eso lo que intento ser? —replicó—. ¿No va a ser que me traje yo a los seis caballos en mi poder, igual que si los trajera del ronzal?

—Ajá —dijo la Abuela—. Ese botín de guerra, o cualquier clase de botín, ya puestos, no pertenece a nadie, ni hombre ni mujer, a menos que se lo pueda llevar a su casa y dejarlo allí con la conciencia tranquila. Usted no ha tenido tiempo de llevarse a su casa ni siquiera el caballo que montaba. Usted se coló por la primera cancela abierta que se encontró, sin pararse a pensar de quién era.

—Sí, solo que me equivoqué de cancela —dijo él. Sus ojos dejaron de parecer de porcelana. Ya no se parecieron a nada. Pero igual su cara sí que aún se parecía a un felpudo viejo, incluso después de que se pusiera muy pálido—. Así que digo yo que vía tener que irme a pie hasta el pueblo —dijo—. La mujer que ro… —calló en seco. La Abuela y él se miraron a los ojos.

—Ni se le ocurra decirlo —dijo la Abuela.

—No se apure… —dijo. No lo dijo— a un hombre con siete caballos no es probable que le preste una mula.

—Claro que no —dijo la Abuela—. Pero no tendrá que ir a pie.

Salimos todos al terreno de delante de la casa. No creo que Ab se diera cuenta hasta ese instante de que la Abuela ya había descubierto el sitio en el que creía él haber escondido el primer caballo, y se lo había llevado al terreno donde estaban los otros seis. Claro que al menos ya tenía él su silla y sus riendas. Pero era demasiado tarde. Seis de los caballos pastaban sueltos por el terreno. El séptimo estaba amarrado por dentro de la cancela con un cordel. No era el caballo en el que había aparecido Ab, porque ése tenía una mancha blanca en la testuz. Ab conocía a la Abuela desde hacía mucho tiempo. Tendría que haber recelado. Acaso recelase, pero al menos probó su suerte. Abrió la cancela.

—Bueno —dijo—, no se está haciendo más pronto que antes, ¿eh? Digo yo que lo mejor…

—Espere —dijo la Abuela. Miramos entonces al caballo que estaba atado a la cerca. A primera vista parecía el mejor de los siete. Había que fijarse bien para darse cuenta de que una de las patas traseras se le había combado un poco, a lo mejor por haber tenido que soportar demasiado peso siendo demasiado joven—. Llévese ese mismo —dijo la Abuela.

—Si ése no es mío —dijo Ab—. Es uno de los de usted. Yo solo qui…

—Llévese ése —dijo la Abuela. Ab la miró a fondo. Se podría haber contado hasta diez.

—El fuego del infierno, señá Millard —dijo.

—Ya le he dicho antes lo que pienso de las palabras malsonantes en esta casa —dijo la Abuela.

—Sí, señá —dijo Ab. Y volvió a decir—: El fuego del infierno.

Se fue al terreno y le calzó el bocado al caballo que estaba atado y le encajó la silla y arrancó el cordel y lo tiró por encima de la cerca y se montó y la Abuela se quedó en donde estaba hasta que él se largó del terreno y Ringo cerró la cancela y ésa fue la primera vez en que reparé en que había una cadena y un candado en la puerta del ahumadero y Ringo lo cerró y le dio la llave a la Abuela y Ab permaneció un minuto montado, mirándola.

—Pues ná, que tenga usté un buen día —dijo—. Espero por el bien de la Confradración que Bed Forrest no se las tenga que ver con usté en un lío así, porque con todos los caballos que tiene… —y lo volvió a decir, esta vez acaso aún peor, porque ya estaba a caballo e iba camino de la cancela—: O, si no, lo va dejá usté tieso, sin más que un jodido pelotón de infantría y sin darle tiempo a escupir dos veces.

Y se largó. Quitando que a la prima Melisandre se la oía de cuando en cuando, y quitando los seis caballos marcados con el hierro de los Estados Unidos en la grupa, y que aún pastaban en el terreno, todo aquello podría no haber ocurrido. Ringo y yo al menos creímos que eso había sido todo. De cuando en cuando Philadelphia bajaba con el jarro y sacaba del pozo más agua fría para ponerle paños mojados a la prima Melisandre, pero creímos que pasado un rato también aquello acabaría. Entonces volvió a bajar Philadelphia y fue a donde estaba la Abuela cortando y arreglando unos pantalones de los yanquis que el Padre había usado la última vez que estuvo en casa, para que los pudiera usar Ringo. No dijo nada. Se quedó plantada en la puerta hasta que la Abuela le dirigió la palabra.

—Ya, ya. ¿Y ahora qué pasa?

—Es que quiere el banjo —dijo Philadelphia.

—¿Cómo? —dijo la Abuela—. ¿Mi dulcémele? Si no lo sabe tocar… Anda ya, vete arriba.

Pero Philadelphia no se movió.

—¿No le pueo pedí a la mami que me venga ayudá?

—No —dijo la Abuela—. Louvinia está descansando. Ya ha aguantado con todo esto más de lo que quiero que aguante. Anda ya, vete arriba. Si no se te ocurre nada mejor, pues le das un poco de vino —y a mí y a Ringo nos dijo que nos largásemos a otra parte, a donde nos diese la gana, pero es que desde toda la parcela se oía a la prima Melisandre hablar con Philadelphia. Y una vez incluso oímos a la Abuela, aunque sobre todo se oía a la prima Melisandre contándole a la Abuela que ya la había perdonado, que no había pasado nada de nada, y que lo único que quería era paz y tranquilidad. Y al cabo de un rato llegó Louvinia desde la cabaña sin que nadie la hubiera mandado venir, y subió a la primera planta y empezó a parecer que también se iba a retrasar la cena. Pero al final bajó Philadelphia y preparó la cena y se llevó arriba la bandeja para la prima Melisandre y entonces dejamos de cenar; oíamos a Louvinia trajinar arriba, ahora en el cuarto de la Abuela, y al cabo bajó y dejó la bandeja intacta en la mesa y se plantó junto a la silla de la Abuela con la llave del baúl en la mano.

—De acuerdo —dijo la Abuela—. Ve a llamar a Joby y a Lucius.

Sacamos el farol y las azadas. Fuimos al huerto y apartamos los matojos y sacamos el baúl de la zanja y sacamos el dulcémele y enterramos el baúl y echamos los matojos por encima y le llevamos la llave a la Abuela. Y Ringo y yo bien que la oímos desde nuestra habitación, y vaya si tenía razón la Abuela. La oímos durante un buen rato y la Abuela tenía toda la razón que se puede tener; aquello era mucho peor de lo que dijo. Salió la luna al cabo de un rato y desde nuestra ventana se veía el jardín, el trozo en donde la prima Melisandre se había sentado en un banco, donde la luz de la luna brillaba en la taracea de nácar del dulcémele, y Philadelphia estaba acuclillada en el escalón de la cancela, con el delantal por encima de la cabeza. A lo mejor se había dormido, porque ya era tarde. Pero no creo que pudiera.

Por eso no oímos a la Abuela hasta que ya estuvo en el cuarto, con el echarpe por encima del camisón y con una palmatoria en la mano.

—De aquí a un minuto me parece que me voy a hartar de aguantar todo lo que estoy aguantando —dijo—. Ve a despertar a Lucius y le dices que ensille la mula —le dijo a Ringo—. Me traes la pluma, el tintero y una hoja de papel.

Se lo llevé. No se sentó. Siguió de pie delante del secreter mientras yo le sostenía el candil, y escribió con letra regular, firme, no mucho, y estampó su firma y dejó que la hoja se secase hasta que llegó Lucius.

—Ab Snopes dijo que el señor Forrest está en Jefferson —dijo a Lucius—. Vas y me lo encuentras. Le dices que lo quiero ver mañana a la hora de desayunar y que se traiga a ese chico —había conocido al general Forrest en Memphis antes de que llegara a ser general. Él tenía tratos con el comercio que regentaba el abuelo Millard, y a veces venía incluso a pasar un rato sentado con el Abuelo en la galería de la entrada, y a veces hasta comía con ellos—. Vas y le dices que he capturado seis caballos y que son para él —dijo—. Y no te preocupes por los paturulleros ni por los soldados. ¿O no llevas mi firma en ese papel?

—No me preocupan esos que van a la caza de los fugitivos —dijo Lucius—. Pero suponga usté que los yanquis…

—Ah, ya veo —dijo la Abuela—. Ajá, se me había olvidado. Tú no haces más que esperar a los yanquis, ¿sí o sí? Pero no sé qué me da que los de esta mañana bastantes complicaciones tenían para seguir libres, así que no es que tuvieran mucho tiempo para hablar de lo tuyo, ¿sí o no? Pues dímelo hilando —dijo—. ¿Tú te crees que alguno de los yanquis se va a atrever a olvidar lo que ni de broma olvidaría un soldado del Sur o incluso un paturullero? Y luego te vas a la cama —dijo.

Nos tumbamos los dos en el jergón de Ringo. Oímos a la mula cuando Lucius se marchó. Luego oímos a la mula y al principio no supimos que nos habíamos dormido, la mula ya de regreso y la luna que empezaba a descender por el oeste y la prima Melisandre y Philadelphia que ya no estaban en el jardín, habiendo ido a donde Philadelphia al menos podría dormir mejor que acuclillada en un peldaño con el delantal por encima de la cabeza, o donde al menos no hubiese tanto ruido. Y oímos a Lucius enredar en las escaleras, pero nunca oímos a la Abuela, porque ya estaba arriba, hablando con el ruido que Lucius intentaba armar.

—Habla más alto —le dijo—. No estoy dormida, pero tampoco sé leer los labios. No al menos con esta oscuridad.

—El genirral Faurrest dice que sus respetos —dijo Lucius—, y que no pué vení a desayuná porque se tié que marchá a dale pal pelo al genirral Smith en la encrucijá de Tallahatchie má o meno a esa hora. Pero dice que siempre y cuando no saya alargao mucho por donde no es, y cuando termine lo que tié pendiente con el genirral Smith, estará encantao de aceptá su invitasión la próxima vez que pare por estos pagos. Y pregunta que qué chico.

Hasta cinco se podría haber contado, que la Abuela no dijo ni pío.

—¿Cómo dices? —dijo.

—Pregunta que qué chico —dijo Lucius.

Entonces se podría haber contado hasta diez. Solo oímos respirar a Lucius.

—¿Has restregado bien a la mula? —dijo entonces la Abuela.

—Sí, señá —dijo Lucius.

—¿La has llevado al prado?

—Sí, señá —dijo Lucius.

—Pues ve a dormir —dijo la Abuela—. Y vosotros también —añadió.

El general Forrest averiguó qué chico era. Esta vez tampoco nos enteramos de que nos habíamos dormido, y ya no hubo mula que nos despertase. Estaba saliendo el sol. Cuando oímos a la Abuela y nos asomamos a la ventana, del día anterior no quedaba ni punto de comparación. Había al menos cincuenta, todos ellos de gris; toda la propiedad estaba llena de hombres a caballo, con el primo Philip al frente de todos ellos, a horcajadas de su caballo casi exactamente en el mismo sitio en que estuvo el día anterior, mirando a la ventana de la Abuela y sin verla, sin ver tampoco nada más. Llevaba un sombrero, pero lo llevaba sujeto sobre el pecho, y no se había afeitado, y eso que el día anterior parecía más joven que Ringo, porque Ringo siempre había parecido diez años mayor que yo. En ese momento, con los primeros rayos del sol dándole un halo de blandura en la barba de color de oro, aún parecía más joven que yo, y estaba macilento, demacrado, como si no hubiera pegado ojo en toda la noche, y algo más se le notaba en la cara, como si no solo no hubiera pegado ojo, sino que tampoco, ni por diez, fuese a pegar ojo esa noche, al menos mientras de él dependiera.

—Adiós —dijo—. Adiós.

Y volvió la grupa de su montura, espoleando al caballo a la vez que alzaba el sombrero nuevo por encima de la cabeza, igual que el día anterior enarboló el sable, y todos ellos se fueron pisoteando los arriates y el césped hacia la cancela, mientras la Abuela los miraba en camisón desde su ventana, con una voz más potente que la de cualquier hombre de la tierra, igual me da quién fuese o qué estuviera haciendo:

—¡Backhouse! ¡Backhouse! ¡Usted, Backhouse!

Así que desayunamos temprano. La Abuela mandó a Ringo, aún en camisón, a que despertase a Louvinia y a Lucius. Y Lucius tuvo la mula ensillada antes de que Louvinia prendiese los fogones. Esta vez la Abuela no le escribió un papel.

—Ve a la encrucijada de Tallahatchie —le dijo a Lucius—. Te sientas allí y lo esperas si es necesario.

—¿Y si yan empezao la batalla? —dijo Lucius.

—¿Y qué más da si ya han empezado? —dijo la Abuela—. ¿A ti o a mí qué nos importa? Me encuentras a Bedford Forrest. Le dices que es importante, y que no llevará mucho tiempo. Pero no se te ocurra asomar la jeta por aquí si no vienes con él.

Lucius se marchó en la mula y estuvo cuatro días fuera. Ni siquiera volvió a tiempo para la boda; apareció por la avenida cuando ya se ponía el sol, al cuarto día, con dos soldados, en una de las carretas de abastecimiento del general Forrest, la mula atada a la trasera. No sabía dónde había estado y no llegó a verse enzarzado en la batalla.

—Yo ni me enteré —nos dijo a Joby y a Lucius y a Louvinia y a Philadelphia y a Ringo y a mí—. Si las guerras van siempre tan deprisa y van tan lejos, no veo yo cómo van a tener tiempo de guerrear.

Pero para entonces todo había terminado. Fue al segundo día después de que se fuese Lucius. Esta vez fue después de almorzar, y para entonces ya estábamos acostumbrados a ver soldados. Solo que éstos eran distintos, eran solo cinco, y hasta esa vez nunca habíamos visto tan pocos, y habíamos terminado por pensar que los soldados o montan o desmontan de los caballos a la entrada o van de un lado para otro pisoteando los arriates de la Abuela a galope tendido. Éstos eran oficiales todos ellos, y no sé por qué me da que a lo mejor no había visto yo tantos soldados, porque nunca vi tantos entorchados. Llegaron por la avenida al trote, como quien sale a dar un paseo, y se detuvieron a la entrada sin pisotear un solo arriate, y el general Forrest desmontó y vino caminando hacia donde lo esperaba la Abuela, en la galería de la entrada, un hombretón cubierto de polvo con una barba bien poblada y tan negra que casi parecía azul y los ojos como los de un búho adormilado, quitándose el sombrero antes de llegar.

—Señora Rosie, usted dirá —dijo.

—No me llame Rosie —dijo la Abuela—. Adelante, pase. Diga a sus hombres que desmonten y que entren.

—Esperarán en donde están —dijo el general Forrest—. Es que, verá, vamos con un poco de prisa. Mis planes se han… —y entraron en la biblioteca. No se quiso sentar. Parecía cansado, pero siempre tenía más vivacidad que cansancio—. Usted dirá, señora Rosie —dijo—. Yo…

—Que no me llame Rosie —dijo la Abuela—. ¿O es que no sabe decir Rosa?

—Sí, señora —dijo. Pero no podía. Al menos, no lo dijo nunca—. Supongo que los dos estamos hartos de esto. Ese chico…

—Ajá —dijo la Abuela—. Anteanoche me decía usted qué chico. ¿Dónde está? Le envié recado para que lo trajera consigo.

—Está arrestado —dijo el general Forrest. Estaba mucho más que cansado—. Me he pasado cuatro días intentando que Smith estuviera donde yo quería que esté. Después, hasta ese chico podía haber librado la batalla —hablaba que no se le entendía mucho, pero claro que cuando uno librase las batallas como él a lo mejor ni siquiera a la Abuela le importaba gran cosa su manera de hablar—. No le voy a molestar con los detalles. Él tampoco los conocía. Bastaba con que hiciera exactamente lo que le ordené hacer. Se lo dije con toda claridad, solo me faltó dibujarle un mapa en el faldón de la casaca, nada más y nada menos, explicándole todos los pasos, desde el momento en que se fuese hasta el momento en que volviese a verme: bastaba con que hiciera contacto con el enemigo y se replegase. Le di exactamente el número idóneo de hombres para que no pudiera hacer otra cosa. Le dije con toda exactitud a qué velocidad tenía que replegarse y qué escaramuzas tenía que intentar y le dije incluso cómo llevarlo a cabo. ¿Y qué cree usted que le dio por hacer?

—Eso se lo puedo decir yo —dijo la Abuela—. Ayer a las cinco de la mañana montó en su caballo y apareció en mi propiedad con un montón de hombres, para despedirse a gritos.

—Dividió a sus hombres y a la mitad los mandó a internarse por la maleza, a hacer ruido, y con la otra mitad, que eran lo más parecido a un hatajo de tontos de remate, encabezó una carga a sable contra la avanzadilla enemiga. No hizo un solo disparo. Se lanzó a la carga con el sable en ristre contra el grueso de las fuerzas de Smith, y a Smith lo asustó tanto la iniciativa que sacó toda su caballería y la colocó en retaguardia, y ahora ya no sé si estoy a punto de cogerlo por sorpresa o si es él quien va a sorprenderme a mí. Mi capitán de la policía militar por fin le echó el guante ayer noche. Al chico. Había vuelto sobre sus pasos y se llevó a los otros treinta hombres de su compañía y ya se había adelantado una veintena de millas, otra vez igual, empeñado en encontrar lo que fuera, algo contra lo cual encabezar una carga. «Pero ¿es que quiere que le maten?», le dije. «Pues no en particular», dijo él. «Mejor dicho, no tengo particular deseo de que sea de un modo o de otro.» «Pues yo tampoco», le dije, «pero ha puesto usted en grave riesgo a todos los hombres de una compañía a mis órdenes». «¿Y no es ésa la razón de que se hayan alistado?», me dijo. «Se han alistado en una compañía militar cuyo único propósito es disponer de cada uno de los hombres solo a cambio de un provecho. O a lo mejor no me considera usted bastante astuto como tratante de carne humana.» «Eso no sabría decírselo», me dijo. «Desde anteayer no he pensado mucho en su manera de gestionar esta guerra. Ni en la suya ni en la de nadie he pensado, la verdad.» «¿Y se puede saber qué hizo usted anteayer, y a qué viene ese cambio de ideas y costumbres?», le dije. «Pues anteayer luché un rato en esta guerra», dijo. «Dispersando al enemigo.» «¿En dónde?», le dije. «En casa de una señora, a pocas millas de Jefferson», dijo. «Uno de los negros la llamaba la Abuela, al igual que el chiquillo blanco. Los demás la llamaban señora Rosie» —esta vez la Abuela no dijo nada. Se limitó a esperar.

—Siga, siga —le dijo.

—«Pues yo sigo intentando ganar batallas», le dije, «aunque usted desde anteayer no lo intente. Lo voy a mandar a las órdenes de Johnston, a la ciudad de Jackson», le dije. «Ya lo meterá él dentro de Vicksburg, donde podrá dedicarse a lanzar todas las cargas que le da la gana, por su cuenta, día y noche sin parar si quiere.» «Y un infierno», dijo él. Y yo le dije, discúlpeme usted, «y un infierno que no».

Y la Abuela no dijo nada. Fue igual que dos días antes con Ab Snopes: no es que no le hubiese oído, sino que más bien fue como si le diese igual, como si ninguna de las dos veces valiera la pena tomarse ninguna molestia.

—¿Y lo hizo usted? —dijo ella al fin.

—No puedo, y él lo sabe. No se puede castigar a un hombre que arremete contra una fuerza enemiga cuatro veces superior con el fin de dispersarla. Qué iba yo a decir de regreso a Tennessee, si es que los dos siguiésemos vivos, y para qué decir nada de ese tío del chico, ese al que derrotaron en las elecciones a gobernador de hace seis años y que ahora está en el estado mayor de Bragg, y que asoma la jeta por encima del hombro de Bragg todas las veces que Bragg abre un despacho que acaba de llegar o cuando empuña la pluma. Yo sigo intentando ganar batallas. Pero no puedo. Y todo por culpa de una moza, una sola hembra solitaria que contra él no tiene nada, nada bajo el sol, salvo que como tuvo él la desgracia de salvarla de un pelotón enemigo en una incursión fortuita y en una situación que todo el mundo, salvo la moza, prefiere olvidar, parece pues incapaz de oír el apellido del chico. Así es, por eso ha sido: todas las batallas que pueda planear de ahora en adelante estarán a merced de un memo barbilampiño que pueda resolver lanzarse a la carga por su cuenta todas las veces que pueda dar órdenes a voz en cuello así sea a una pareja de soldados de gris que puedan emprenderla en su misma dirección —calló. Miró a la Abuela—. ¿Y bien? —dijo.

—Así que ahora la tiene bien liada —dijo la Abuela—. ¿Y bien qué, señor Forrest?

—Pues bien claro está: hay que acabar con esta tontería. Ya le he dicho que tengo al chico y que lo tengo arrestado, vigilado por un guardia con la bayoneta calada. Pero aquí no habrá complicaciones. Ayer por la mañana supuse que no estaba en sus cabales. Pero calculo que ha debido de entrar en cintura desde que la policía militar lo apresó ayer noche, calculo que ahora se hace a la idea de que yo me sigo considerando su comandante, por más que él no me considere así. Por todo lo cual lo que necesito es que tome usted cartas en el asunto y que las tome muy seriamente. Ahora mismo. Usted es la abuela de la moza. Ella vive en su casa de usted. Y no sé qué me da que va a vivir en su casa bastante tiempo, hasta que de Memphis la llame su tío, o quien sea el que se considere su tutor. Tome usted cartas en el asunto. Oblíguela, se lo ruego. El señor Millard ya lo habría hecho, con seguridad, si estuviera aquí. Y ya sé cuándo. Habría sido hace un par de días.

La Abuela esperó hasta que hubiese terminado. Estaba plantada con los brazos cruzados, un codo sujeto en cada mano.

—¿Eso es todo lo que quiere que haga? —dijo.

—Sí —dijo el general Forrest—. Si no quiere la moza hacerle caso al principio, a lo mejor, al ser yo el comandante del chico…

La Abuela ni siquiera dijo «ajá». Ni siquiera me mandó a buscar nada ni a nadie. Ni siquiera se paró a la entrada a llamar. Fue derecha a la primera planta y me pareció que a lo mejor iba a bajar con el dulcémele, y pensé que si fuese yo el general Forrest volvería en el acto a buscar al primo Philip para obligarle a estar sentado en la biblioteca hasta la hora de la cena, aguantando a la prima Melisandre, mientras ella tocase el dulcémele y canturrease. Luego ya podrían llevarse al primo Philip para que terminase la guerra sin más preocupaciones.

No vino con el dulcémele. Solo bajó con la prima Melisandre. En cuanto llegaron, la Abuela se hizo a un lado con los brazos cruzados, sujetándose los codos con las manos.

—Aquí la tiene —dijo—. Dígaselo. Éste es el señor Bedford Forrest —dijo a la prima Melisandre—. Dígaselo —dijo al general Forrest.

No tuvo ni tiempo. Al poco de venirse a vivir con nosotros, la prima Melisandre quiso leernos en voz alta a Ringo y a mí. No fue gran cosa. Mejor dicho, lo que insistía en leernos no era del todo malo, aunque fueran más que nada cosas de señoritas que se asomaban por las ventanas y que tocaban un instrumento (a lo mejor hasta era un dulcémele) mientras alguien estaba lejos y luchaba en la guerra. Era por su manera de leer. Cuando la Abuela le presentó al señor Forrest, a la prima Melisandre se le puso la cara exactamente igual que sonaba su voz cuando nos leía. Dio dos pasos al entrar en la biblioteca e hizo una reverencia extendiendo bien el miriñaque antes de incorporarse.

—General Forrest… —dijo—. Tengo un conocido que tiene relación con usted. ¿Tendrá el general la bondad de mandarle mis más sinceros deseos de que alcance la victoria en la guerra y el triunfo en el amor, siendo como soy alguien que no ha de volver a verle? —y de nuevo hizo una reverencia y extendió el miriñaque y salió.

—¿Y bien, señor Forrest? —dijo la Abuela al cabo de un rato.

El general Forrest carraspeó. Con una mano se levantó el faldón de la guerrera y se llevó la otra al bolsillo, como si fuese a sacar un mosquetón, pero sacó el pañuelo y tosió un poco protegiéndose la boca. No es que estuviera muy limpio. Parecía más o menos como aquel con el que el primo Philip quiso limpiarse la guerrera en el cenador de verano dos días atrás. Luego guardó el pañuelo. Tampoco él dijo «ajá».

—¿Se puede llegar al camino de Holly Branch sin tener que pasar por Jefferson? —preguntó.

La Abuela cambió de postura.

—Abre el cajón del escritorio —dijo—. Saca una hoja de papel.

Así lo hice. Y recuerdo cómo me planté a un lado del escritorio y el general Forrest al otro, viendo a la Abuela empuñar la pluma con firmeza, no muy despacio, y rasgar el papel, porque nunca le costaba demasiado decir lo que fuese, igual daba qué tuviera que decir, tanto hablando como por escrito. Aunque entonces no lo vi, aunque solo después la viese, cuando estuvo colgada y enmarcada y protegida por un cristal, en la repisa de la prima Melisandre y el primo Philip, la firme y fina caligrafía sesgada de la Abuela quedó rematada por la firma recargada del general Forrest: al pie de sus palabras, una firma tan extensa que parecía incluso una carga de un regimiento de caballería:

 

El Teniente P. S. Backhouse, de la Compañía D, Caballería de Tennessee, fue en el día de hoy ascendido al rango honorario de Comandante general sin derecho a la paga correspondiente, y murió en combate con el enemigo; en su lugar se nombra a Philip St.-Just Backus Teniente de la Compañía D, Caballería de Tennessee.

N. B. Forrest, general

 

Entonces no la vi. El papel lo tomó el general Forrest.

—Ahora mismo he de librar otra batalla —dijo—. Saca otra hoja, chaval.

Se la puse sobre el escritorio.

—¿Una batalla? —dijo la Abuela.

—Para dar justificación a Johnston —dijo él—. Maldita sea, señá Rosie… ¿Es que no se da usted cuenta de que yo solo soy un simple mortal que intenta por todos los medios ejercer el mando militar de acuerdo con ciertas normas fijas e inviolables, sin que importe que todo ello pueda parecerles una rematada estupidez a las personas superiores que lo miran desde fuera?

—De acuerdo —dijo la Abuela—. Ya han librado la batalla. Yo misma la presencié.

—Y yo —dijo el general Forrest—. Ajá. La batalla de Sartoris.

—No —dijo la Abuela—. En mi casa no.

—Todo el tiroteo fue por ahí abajo, en el arroyo —dije.

—¿En qué arroyo? —dijo él.

Así que se lo dije. Corría por los pastos. Se llamaba arroyo del Huracán, aunque ni siquiera los blancos lo llamaban así, «huracán», quitando a la Abuela. El general Forrest tampoco tomó asiento para escribir cuando redactó el informe para el general Johnston, acuartelado en Jackson:

 

Una unidad a mi mando, en servicio de destacamento, se enfrentó con las fuerzas enemigas, a las que obligaron a retirarse, dispersándolas a día de hoy, 28 de abril de 1862, en el arroyo del Curricán. Sufrió la pérdida de un hombre.

N. B. Forrest, general

 

Eso sí que lo vi. Se lo vi escribir. Luego se enderezó y dobló ambas hojas para guardárselas en el bolsillo, y se encaminó a la mesa en la que había dejado el sombrero.

—Un momento —dijo la Abuela—. Saca otra hoja —dijo—. Vuelva acá, señor Forrest.

El general Forrest se detuvo y se dio la vuelta.

—¿Otra hoja?

—¡Sí! —dijo la Abuela—. Un permiso, un pase, o como lo quieran llamar ustedes en sus muy ajetreados mandos militares. Una licencia para que John Sartoris pueda venir a casa el tiempo suficiente para… —y lo dijo ella misma, me miró de frente e incluso retrocedió un paso y lo dijo como si quisiera asegurarse de que no había ningún margen de duda—. Para que pueda venir a casa y ser el padrino de esa dichosa novia.

 

IV

 

Pero el general Forrest no estaba entre ellos, y el primo Philip no iba esposado a nadie, y no había bayoneta, y ni siquiera un soldado, porque todos los que llegaron también eran oficiales. Y estuvimos en pie en el salón mientras las velas, fabricadas en casa, ardían en los candiles con la caída de la tarde, los candiles a los que Philadelphia y Ringo y yo habíamos sacado brillo con el resto de la plata porque la Abuela y Louvinia estaban las dos ajetreadas en la cocina, e incluso la prima Melisandre sacó algo de brillo a la plata, aunque Louvinia sabía distinguir las piezas que había abrillantado ella sin tener que mirarlas dos veces, y se las pasaba a Philadelphia para que las volviera a abrillantar: la prima Melisandre con el vestido que no hizo ninguna falta arreglar porque la Madre no era mucho mayor que la prima Melisandre cuando murió, el vestido que la Abuela aún se podía abotonar como el día en que lo estrenó para casarse, y el capellán y el Padre y el primo Philip y los otros cuatro con sus uniformes grises, de gala, y sus sables y entorchados, y la prima Melisandre con la cara como la tenía que tener y el primo Philip lo mismo, porque seguía con esa cara de embeleso, la cara del que solo piensa «qué moza tan bella», y ninguno de nosotros vimos jamás que se le pusiera una cara distinta. Luego cenamos, y Ringo y yo llevábamos tres días esperando al banquete, y así como llegó se terminó, se diluyó un poco día a día, hasta que el paladar no alcanzó a recordarlo y solo se nos hacía la boca agua cuando nombrábamos el uno y el otro los platos que habíamos paladeado, hasta que el agua que se nos hacía en la boca fue siendo cada vez menos y hacía falta que algo que tuviésemos la esperanza de probar llegara a servirse un día si es que terminaban de una vez de combatir, y solo así se nos haría la boca agua.

Y eso fue lo que hubo. El último chirrido de las ruedas y los últimos ruidos de los cascos se desvanecieron a lo lejos, Philadelphia salió del salón con los candiles, apagando las velas a la vez que llegaba, y Louvinia puso el reloj de la cocina sobre la mesa y recogió los restos de la plata usada en la cena en una bandeja, y fue como si nunca hubiese ocurrido lo que ocurrió.

—Bueno —dijo la Abuela. No se movió; como mucho, apoyó los antebrazos un poco en la mesa, y eso fue algo que nunca le habíamos visto hacer. Habló con Ringo sin volverse a mirarlo—: Ve a llamar a Joby y a Lucius —y ni siquiera cuando bajamos con el baúl y lo dejamos apoyado contra la pared y abrimos la tapa, ni siquiera entonces movió un dedo. Ni siquiera miró a Louvinia—. Meted el reloj dentro —dijo—. No creo que esta noche nos vayamos a tomar la molestia de medir el tiempo que tardamos.

 

V

 

Sam Fathers volvió a prender la pipa. Lo hizo con delectación, sacando de la forja, entre el índice y el pulgar, un rescoldo encendido. Y luego fue a sentarse donde estaba. Se iba haciendo tarde. Caddy y Jason habían vuelto del arroyo; vi al Abuelo y al señor Stokes conversar junto al coche, y en ese momento, como si acabara de percibir que lo miraba, el Abuelo se volvió y me llamó por mi nombre.

—¿Y qué hizo tu padre entonces? —pregunté.

—Herman Cesto y él levantaron la valla —dijo Sam Fathers—. Herman Cesto contó que Doom les ordenó clavar dos estacas en el suelo y atravesar un retoño de árbol de la una a la otra. Allí estaban el negro y mi padre. Doom aún no les había dicho nada de la valla. Herman Cesto dijo que fue igual que cuando él y mi padre y Doom eran chicos y dormían en el mismo jergón, y Doom se despertaba de noche y los obligaba a despertar y a levantarse para ir de caza con él, o como cuando los hacía ponerse en pie y luchar a puñetazos, solo por divertirse, hasta que Herman Cesto y mi padre se escondían de Doom.

»Fijaron el retoño, puesto de través sobre las dos estacas, y Doom dijo al negro: “Esto es una valla. ¿La puedes saltar?”.

»Herman Cesto dijo que el negro posó la mano en el retoño y saltó la valla como si volase.

»Doom dijo a mi padre: “Salta esa valla”.

»“La valla es demasiado alta para saltarla”, dijo mi padre.

»“Tú salta la valla y la mujer es tuya”, dijo Doom.

»Herman Cesto dijo que mi padre miró la valla un buen rato.

»“Deja que la pase por debajo”, dijo.

»“No”, dijo Doom.

»Herman Cesto me contó que mi padre hizo amago de sentarse en el suelo.

»“No es que no me fíe de ti”, dijo mi padre.

»“Levantaremos una valla de esta altura”, dijo Doom.

»“¿Qué valla?”, preguntó Herman Cesto.

»“La valla, alrededor de la cabaña de este hombre negro”, dijo Doom.

»“No puedo yo levantar una valla que no pueda saltar”, dijo mi padre.

»“Te ayudará Herman”, dijo Doom.

»Herman Cesto dijo que fue igual que cuando Doom los despertaba y los obligaba a ir de caza con él. Dijo que los perros los encontraron a mi padre y a él a la mañana siguiente, a mediodía, y que comenzaron a levantar la valla esa misma tarde. Me contó que tuvieron que talar los retoños en la llanura, cerca del río, y arrastrarlos entre los dos, porque Doom no les permitió utilizar una carreta. Por eso, a veces colocar una estaca les llevaba tres o cuatro días.

»“Da lo mismo”, dijo Doom. “Tiempo tenéis de sobra. Y con tanto ejercicio es seguro que Craw-ford duerme a pierna suelta al caer la noche.”

»Me contó que se pasaron todo el invierno trabajando en levantar la valla, y hasta el verano siguiente, hasta después de que llegara y se marchara el tratante que vendía whiskey. Entonces sí la terminaron. Dijo que el día en que clavaron la última estaca, el negro salió de su cabaña y puso la mano sobre una de las estacas (al final no fue una valla, sino una empalizada, con estacas clavadas en el suelo, pero sin remate) y la saltó como si volara.

»“Es una buena valla”, dijo el negro. “Espera. Hay una cosa que he de enseñarte.”

»Herman Cesto dijo que volvió a saltar por encima de la valla y entró en la cabaña y volvió. Herman Cesto dijo que traía en brazos un hombre nuevo y que lo sostuvo en vilo para que lo vieran por encima de la valla.

»“¿Qué te parece el color? No está mal, ¿eh?”

El Abuelo me volvió a llamar. Esta vez me levanté. El sol ya se había ocultado tras los melocotoneros. Yo tenía doce años, y a mí no me pareció que la historia fuese a ninguna parte, ni que tuviera pies ni cabeza. Pero obedecí al Abuelo, y no porque estuviera cansado de la cháchara de Sam Fathers, sino con la inmediatez con que los niños se espantan y huyen provisionalmente de algo que no terminan de entender del todo, además de obrar con la instintiva presteza con que obedecíamos todos al Abuelo, no por temor a la impaciencia o a la reprimenda, sino porque todos creíamos que todo lo hacía bien, que su vida era pasar de una bonita estampa (de una estampa incluso un tanto grandiosa) a la siguiente.

Estaban en el coche, me estaban esperando. Monté. Los caballos arrancaron en el acto, impacientes por regresar al establo. Caddy había pescado un pez diminuto y se había mojado hasta la cintura. Los caballos ya iban al trote. Cuando pasamos por delante de la cocina del señor Stokes nos llegó el olor del jamón que guisaban. El aroma nos siguió hasta la cancela. Al enfilar la calzada de regreso ya casi se había puesto el sol. Dejamos de percibir entonces el olor a jamón guisado.

—¿De qué hablabais Sam y tú? —dijo el Abuelo.

Seguimos camino en esa extraña suspensión del crepúsculo, sutilmente siniestra, que me llevó a creer que aún veía a Sam Fathers sentado ante su banco de carpintero, preciso, inmóvil, completo, como algo que se conserva después de mucho tiempo bañado en una solución en un museo. Eso era. Yo tenía doce años, y tendría que esperar a que pasara a través y más allá de la suspensión del crepúsculo. Supe entonces que entonces lo sabría. Pero para entonces Sam Fathers habría muerto.

—De nada, señor —le dije—. Solo charlábamos por pasar el rato.

*FIN*


“My Grandmother Millard”,
Story, 1943


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