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Mi padre, capitán de bomberos

[Cuento - Texto completo.]

Bruno Schulz

A principios de octubre, habitualmente, volvíamos con mamá de nuestra residencia veraniega situada en un condado vecino, en el corazón del boscoso valle del Slotvinka, donde reina el murmullo de mil arroyuelos. Con el oído aún lleno del rumor de los alisos entretejidos con el parloteo de los pájaros, viajábamos en un antiguo coche extrañamente cubierto por una enorme capota, que recordaba una sombría y silenciosa sala de hostería. Comprimidos por nuestros equipajes, nos sentíamos como en una profunda alcoba en cuya ventana venían a morir, lentamente, hoja tras hoja, como en un juego de cartas, los cuadros de tonos vivos y claros del paisaje.

Al anochecer llegamos a una gran planicie barrida por el cierzo, vasta encrucijada asombrada de toda la región. Era una rosa de los vientos multicolor, en equilibrio sobre el pivote de su cénit, dominada por un cielo profundo y sin aliento. Allí estaba el último puesto de control de la región, su última curva, y más allá se abría, hacía abajo, el ancho y demorado paisaje otoñal. Allí estaba la frontera, con su viejo y apolillado poste indicador, cubierto de borrosas inscripciones, que vibraba a merced de los vientos.

Las viejas ruedas del coche se hundieron chirriando en la arena; sus radios mariposeantes y ruidosos se callaron y solo la enorme capota continuó resonando en sordina, restallando apagadamente a favor de los vientos cruzados de la encrucijada, como un arca varada en medio de la estepa.

Mi padre pagó el peaje, la barrera de la aduana se levantó, crujiente, y nuestro coche ingresó pesadamente en el otoño.

Penetramos en la monotonía, la languidez marchita de la llanura, en un pleno infinito de dulzona insipidez. Una apariencia de eternidad, inmensa y retardada, levantaba, desde sus siniestras lejanías, un espejismo cuyo único hálito era el viento descolorido que soplaba sobre el horizonte color ocre. Cada vez más pálidas, más enervadas, sin fuerzas, las páginas amarillentas del paisaje pagaban como las de una envejecida novela, prontas a disolverse en un inmenso vacío poblado por el viento. En ese vacío desmayado, en ese nirvana amarillo, hubiéramos podido llegar más allá de cualquier realidad, fuera del tiempo, y permanecer para siempre en la plenitud del paisaje, en medio de corrientes de aire estériles y tibias: un coche inmóvil, apoyado en sus ruedas, presa de las nubes del pergamino celeste, viejo grabado, estampa olvidada en un infolio descosido. Pero nuestro cochero, con un último sobresalto, sacudió las riendas y, arrancando al coche de su dulce letargo en medio de los vientos, lo hizo girar bruscamente hacia el bosque.

El coche penetró en el césped, seco y denso como el tabaco marchito. De inmediato, todo comenzó a oscurecer, haciéndose íntimo y calmo como el interior de una caja de habanos. Secos y olorosos como cigarros, los troncos de los árboles desfilaban frente a nosotros en esa penumbra de cedro. Avanzábamos por el bosque, que se oscurecía más y más en medio de un fino aroma de tabaco, para encerrarnos por fin en la caja reseca de un violoncello sordamente templado por el viento. El cochero no podía encender su linterna pues carecía de yesca; los caballos resoplaban en la negrura y no lograban retomar el camino. El crepitar de las ruedas se hizo más lento, se esfumó; gracias a sus llantas se deslizaban sin obstáculo sobre un lecho de agujas olorosas. Mi madre se había adormecido. El tiempo fluía sin cálculo ni medida, formando en su curso extraños atajos, nudos y elipses. Las tinieblas subsistían, impenetrables; se escuchaba aún, por encima de la capota, el seco rumor del bosque. Y de pronto el suelo se endureció bajo los cascos de los caballos y se transformó en calle adoquinada.

El coche giró sobre sí mismo y se detuvo, tan cerca del muro que casi lo rozó. Justo frente a la portezuela, mi madre encontró a tientas la pared de nuestra casa. El cochero ya estaba descargando las maletas.

Entramos al gran vestíbulo de múltiples rincones oscuros. La penumbra reinaba allí, íntima y tibia como en un viejo horno en las horas del amanecer, cuando apenas se han extinguido las llamas, o bien como en un establecimiento de baños por la noche, cuando las bañeras y los baldes abandonados van enfriándose en el silencio nocturno, medido por las gotas de agua que caen. En la oscuridad un grillo deshacía pacientemente ilusorios puntos de costura, dobladillos luminosos que, sin embargo, no iluminaban nada. A ciegas encontramos los escalones. Llegamos al codo de la escalera, sobre el rellano, que crujía bajo nuestros pasos.

–Vamos, José, despierta. No te puedes mantener en pie; solo faltan unos pocos escalones…

Vencido por la fatiga, me apreté contra mi madre y me dormí profundamente. De todo lo que vi aquella noche a través de mis párpados cerrados, aplastado por un pesado sueño, cayendo continuamente en una ausencia sorda y sin memoria, nunca he podido discernir, a pesar de las variadas preguntas que hice a mi madre, cuál fue la parte de realidad y cuál la que forjó mi imaginación. Lo cierto es que esa noche hubo una discusión, que debió tener una importancia capital, entre mi padre, mi madre y Adela. En vano me esfuerzo por atrapar el sentido de esa discusión, que siempre se escapa. Debo acusar de ello a mi memoria, a esas capas ciegas de sueño que trato de llenar a fuerza de variadas hipótesis. Sin poder ni conciencia, derivaba continuamente hacia una ausencia muda, mientras que el aliento de la noche estrellada tendida en la ventana totalmente abierta descendía sobre mis ojos cerrados. Respirando con ritmos puros, la noche apartaba de pronto el velo transparente de las galaxias, para deslizar en mi sueño una mirada de su rostro eterno. Enredado en mis pestañas, el rayo de un astro lejano extendía una capa plateada sobre la blancura ciega de mis ojos y, por la hendedura de mis párpados percibía la sala, iluminada por una vela coronada por una red vacilante de destellos y zigzags dorados.

Puede ser muy bien que esta escena haya ocurrido otro día. Muchos datos parecen indicar que yo asistí a ella mucho más tarde, una noche que, después de cerrar el negocio, volví a casa con mi madre y los dependientes.

En el umbral del departamento mi madre lanzó una exclamación de asombro y maravilla. Los dependientes quedaron estupefactos. En medio de la sala había un espléndido caballero de bronce, un verdadero san Jorge, realzado por su coraza, sus espaldares dorados y todos sus sonoros arneses de metal brillante. ¡Con cuánta alegría, cuánta admiración, reconocí en él los erguidos bigotes, la barba erizada de mi padre, que aparecían bajo su pesado yelmo de pretoriano! La coraza se hinchaba, ondulaba sobre su tórax vibrante, los anillos de cobre respiraban por todas las junturas como el cuerpo de un inmenso insecto. Gigantesco dentro de su armadura, resplandecía con todo el brillo de sus cascarones de oro; parecía el archiestratega de los escuadrones celestes.

–Mi querida Adela –decía papá–, desgraciadamente, nunca has comprendido las cosas de interés superior. Siempre y a cada instante has contrariado mis hechos y gestos con tus estallidos de cólera irreflexiva. Ahora que estoy forrado de cobre, me burlo de tus cosquillas que, hasta hace poco, desarmado como estaba, me llevaban a la desesperación. Un furor impotente anima ahora a tu lenguaje y llega hasta una cierta inspiración, ciertamente deplorable, cuyo mal gusto solo iguala a su tontería. Créeme, tus accesos solo me inspiran, ahora, un pesar mezclado con piedad. Cerrada a los nobles impulsos de la fantasía, ardes de odio inconsciente contra todo lo que se eleva por encima de lo común.

Adela miró a mi padre de arriba a abajo, con una expresión cargada de insondable desdén y luego, sin poder contener sus lágrimas de cólera, se dirigió a mi madre, con una voz en la que vibraba la indignación:

–¡Nos saca todo nuestro jarabe! Acaba con nuestra buena provisión de jarabe de frambuesa en el que trabajamos las dos durante todo el verano. ¡Quiere dárselo a beber a esos viciosos bomberos! ¡Y, para colmo, me humilla ahora con sus insolencias!

Y dejó escapar un breve sollozo.

–¡Capitán de bomberos! O mejor, diga usted: de holgazanes –dijo mirando a mi padre con expresión airada–. ¡Los hay por todas partes! ¡Por la mañana temprano, cuando quiero salir a comprar el pan, me es imposible abrir la puerta! Naturalmente, dos de ellos se han dormido como troncos, cruzados en el umbral, y me impiden el paso. Lo mismo en la escalera: en cada escalón usted encuentra a uno de ellos que ronca dentro de su casco de cobre. Me cargosean a cada instante para que los deje entrar en la cocina; deslizan sus caras de conejos por la puerta entreabierta, chasquean los dedos como los niños en clase y chillan con voz mendicante: “¡Azúcar, un poco de azúcar, por favor!”. Me quitan el balde de las manos, van a buscar el agua, bailan en ronda alrededor de mí, se hacen los presumidos y no sé cómo no menean la cola. Agitan sus párpados enrojecidos y se relamen el hocico hasta dar asco. Y si miro a uno con mirada penetrante, su rostro se hincha en seguida con una obscena turgencia de carne violácea, como un pavo. ¡Ah, no! ¡Dar nuestro jarabe de frambuesas a semejantes zánganos!

–Tu condición vulgar –respondió mi padre– envilece todo lo que toca. De esos hijos del fuego has trazado un retrato digno de tu espíritu obtuso. Esa infortunada tribu de salamandras, esas pobres criaturas de la llama, tan desheredadas, cuentan con toda mi simpatía. La única falta de esta raza, otrora ilustre, proviene de que se halla enrolada al servicio de los hombres, vendida a los humanos por un miserable mendrugo de pan terrestre. Y, para mayor injusticia, se le paga con el desprecio. La estupidez de la plebe no tiene límites; ha reducido a la peor de las caducidades, a un envilecimiento total a esos seres finos y sutiles. ¿Cómo extrañarse si no les gusta la comida insípida y grosera que prepara la portera de la escuela comunal tanto para ellos como para los presos de la cárcel, en la misma marmita? Su paladar genial, delicado, templado por el espíritu de fuego, necesita filtros nobles y severos, fluidos irisados, esencias aromáticas. Así esta noche, durante la solemne velada, cuando en medio de la ceremonia que hará vibrar de alegría la gran sala de la Estauropigia municipal y lanzará sus rayos por las altas ventanas hacia los confines de la noche; cuando –digo–, estemos todos sentados a las mesas cubiertas de manteles inmaculados y, afuera, la ciudad entera se abrase en mil fuegos festivos, cada uno de nosotros –embargado de piadoso respeto y entregado al arte de delectarse que son propios de los hijos del fuego– humedecerá el pan en su copa de jarabe de frambuesa y degustará con recogimiento el augusto y espeso brebaje. Es así cómo se restaura el ser íntimo del bombero, cómo se regeneran los innumerables colores que esa gente exhala bajo forma de cohetes, fuegos de artificio y luces de Bengala. Sí, mi corazón se apiada de su miseria, de su inmerecida degradación. Si he aceptado de sus manos el sable de capitán, es con la única esperanza de arrancar del hundimiento a esta raza, de salvarla de su decadencia y de desplegar por encima de sus cabezas el estandarte del nuevo ideal…

–¡Ya no eres el mismo, Jacob –dijo mi madre–, ahora estás magnífico! Pero ¿no nos abandonarás ahora, durante la noche entera? No olvides que, desde mi retorno, no hemos tenido aún una ocasión para conversar. En cuando a los bomberos –agregó, volviéndose hacia Adela– me parece que tienes hacia ellos una extraña prevención. Son, sin embargo, muy buenos muchachos, aunque inútiles. Me causa gran placer verlos pasar, vestidos con sus hermosos uniformes, quizás un poquitín apretados. Tienen una gran elegancia natural y me parece conmovedor el desvelo –qué digo– el ardiente celo que exhiben cuando se trata de hacer un servicio a una dama. Si en la calle se me cae la sombrilla, o si el lazo de mi zapato acaba de soltarse, de inmediato acude uno de ellos, alarmado y ardiendo en deseos de sacrificarse por mí. ¿Tendría yo valor para desalentar semejante fervor y tanta buena voluntad? No; me detengo, para darle tiempo a acercarse a prestarme servicio, lo cual parece arrebatarlo de felicidad. Apenas se ha apartado, luego de cumplir con sus deberes de caballero, cuando un grupo de sus compañeros lo rodea, comentando animadamente el incidente, en tanto él, el héroe, representa para los demás la manera como se desarrolló la escena. En tu lugar, querida mía, pondría sin vacilar su galantería a tu servicio.

–¡En mi opinión –dijo Teodoro, el dependiente principal–, esos bomberos son todos unos parásitos! Son infantiles y tan irresponsables, que jamás los dejamos apagar los incendios. Para apreciar el grado de madurez de sus cerebros de conejos basta verlos cómo, con los ojos inquietos, se detienen cuando encuentran en su camino a un grupo de chiquillos que juegan a los botones. Si en la calle los sorprenden los destellos de unos juegos salvajes, se trata sin duda de uno de esos bomberos –guasones ansiosos, fatigados y con la lengua afuera– que se agita en medio de una banda de chiquilines, en una carrera desenfrenada que los lleva al borde del desfallecimiento. ¡Un incendio los pone locos de alegría! Aplauden, bailan rondas como los pieles rojas. Decididamente es imposible emplearlos en caso de siniestro; para eso tenemos los deshollinadores y la milicia. Quedan las kermeses, las fiestas populares; allí son irreemplazables. Por ejemplo, en nuestras fiestas de otoño, durante lo que llamamos el asalto del Capitolio: apenas amanece cuando, disfrazados de cartagineses, toman por asalto la colina de los basilianos, mientras nosotros coreamos: ¡Hannibal, Hannibal ante portas! Después, hacia el fin del otoño, caen presas de una pereza total; se duermen de pie, y a partir de las primeras nevadas ya no encontrarán a uno solo. Un viejo deshollinador me contó una vez que, mientras repara chimeneas, los halla acurrucados, como larvas inmóviles, en los conductos enladrillados, vestidos con su uniforme escarlata y su casco. Y así duermen, de pie, ahítos de jarabe, repletos de pringosa dulzura y de llamas. Entonces hay que sacarlos por las orejas de las chimeneas y arrastrarlos hasta el cuartel, ebrios de sueño y a medias extraviados, a través de las calles aún rosadas por la escarcha. Los vagabundos les arrojan piedras y ellos, con una sonrisa de vergüenza y de mala conciencia, avanzan tambaleándose como borrachos.

–Diga usted lo que quiera –dijo Adela–: ellos no tendrán mi jarabe. No me he arruinado el cutis sobre mis hornallas, vigilando su elaboración, para permitir ahora que me lo tomen esos pícaros.

Por toda respuesta, mi padre se llevó el silbato a los labios y lanzó una pitada estridente. Cuatro jóvenes que de seguro estaban escuchando detrás de la puerta hicieron irrupción en la pieza y fueron a alinearse contra la pared. El relumbrar de los cobres iluminaba la sala, mientras ellos, hieráticos en su impecable posición de firmes, con sus rostros, de bronce bajo los cascos brillantes, esperaban órdenes. A una señal de mi padre, los dos primeros tomaron por las asas de mimbre una gran damajuana llena de licor purpúreo y, antes de que Adela pudiera impedírselo, echaron a correr escaleras abajo con su precioso botín. Sus dos camaradas los siguieron, luego de hacer el saludo militar.

Por un instante pensamos que Adela se entregaría a los peores excesos, tan vivo era el fulgor de sus bellos ojos. Mi padre no prestó atención a este nuevo estallido de cólera. De un salto alcanzó el parapeto de la ventana y abrió los brazos. Corrimos hacia él. Resplandeciente, esmaltada de luces, la plaza del Mercado hormigueaba con una multitud multicolor. Al pie de la ventana, ocho bomberos extendían la gran lona circular. Por última vez, mi padre se volvió hacia nosotros y, fulgurante dentro de su armadura, ejecutó en silencio un magistral saludo militar. Luego, extendiendo los brazos, luminosos como un meteoro, saltó hacia la noche que brillaba con mil fuegos.

El espectáculo nos pareció tan hermoso que, enajenados de entusiasmo, aplaudimos en coro. Incluso Adela, olvidando sus rencores, aplaudió ante una proeza cumplida con tanto brillo. Mi padre había rebotado de la lona y se hallaba sobre la vereda. Sacudió vigorosamente el sonoro conjunto de su armadura metálica y se puso al frente de su compañía; esta se estremeció, se estiró paulatinamente, pasó entre una doble y oscura hilera de papanatas, y se alejó sin prisa, con todos los fulgores de la hojalatería cobriza de sus cascos.

FIN


Sklepy cynamonowe, 1934


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