Miedo en la Scala
[Cuento - Texto completo.]
Dino BuzzatiPara la primera representación de La matanza de los inocentes, de Pierre Grossgemüth (novedad absoluta en Italia), el viejo maestro Claudio Cottes no dudó en ponerse el frac. Ciertamente, el mes de mayo estaba ya avanzado, época en que, a juicio de los más intransigentes, la temporada de la Scala comienza a decaer y es buena norma ofrecer al público, compuesto en gran parte por turistas, espectáculos de éxito garantizado, no excesivamente ambiciosos, seleccionados del repertorio tradicional menos conflictivo; y no importa que los directores no sean primeras figuras, que los cantantes, en su mayoría elementos de vieja routine escalígera, no despierten curiosidad. En esta época los exquisitos se permiten confianzas formales que escandalizarían en los meses más sagrados de la Scala: parece casi de buen gusto en las señoras no insistir en las toilettes de noche y vestir sencillos trajes de tarde y en los hombres ir vestidos de azul o gris oscuro con corbata estampada, como si se tratase de una visita a una familia amiga. Y hay abonado que, por esnobismo, llega hasta el punto de no dejarse caer siquiera por allí, sin por ello ceder a otros el palco o la butaca, que permanecen, por tanto, vacíos (y tanto mejor si los conocidos quieren darse cuenta de ello).
Sin embargo, aquella noche había espectáculo de gala. En primer lugar, La matanza de los inocentes constituía un acontecimiento de suyo, a causa de las controversias que la obra había suscitado cinco meses antes en media Europa cuando se había escenificado en París. Se decía que en esta ópera (a decir verdad se trataba, según la definición de su autor, de un «Oratorio popular, para coro y solistas, en doce cuadros») el músico alsaciano, uno de los principales maestros de la época moderna, había emprendido -bien es verdad que a una edad tardía- un nuevo camino (después de haber probado tantos), adoptando formas todavía más desconcertantes y audaces que las precedentes, con la intención declarada, no obstante, de «rescatar por fin al melodrama del gélido exilio en que los alquimistas intentan mantenerlo vivo con potentes drogas, hasta las olvidadas regiones de la verdad»; es decir, según sus admiradores, había roto los puentes con el pasado reciente, volviendo (aunque hacía falta saber cómo) a la gloriosa tradición del diecinueve: había incluso quien le había encontrado vínculos con las tragedias griegas.
Comoquiera que fuese, el interés mayor nacía de las repercusiones de género político. Nacido en una familia evidentemente originaria de Alemania, de aspecto casi prusiano, si bien ennoblecido ya su rostro por la edad y la actividad artística, Pierre Grossgemüth, establecido en Grenoble hacía ya muchos años, había observado en los tiempos de la ocupación una conducta ambigua. Una vez que los alemanes lo habían invitado a dirigir un concierto con fines benéficos, no había sabido negarse, pero por otra parte, se contaba, había ayudado con generosidad a los maquis de la región. Había hecho, por tanto, todo lo posible para no tener que tomar una actitud declarada permaneciendo enclaustrado en su rica villa, de donde, en los meses más críticos antes de la liberación, ni siquiera salía ya la acostumbrada e inquietante voz del piano. Pero Grossgemüth era un gran artista y aquellos días difíciles no se habrían desenterrado si no hubiese escrito y dado a la escena La matanza de los inocentes. La interpretación más obvia de este oratorio -con libreto de un jovencísimo poeta francés, Philippe Lasalle, inspirado en el episodio bíblico- la calificaba como una alegoría de las matanzas llevadas a efecto por los nazis, identificando a Hitler con el torvo personaje de Herodes. Sin embargo, críticos de extrema izquierda habían atacado a Grossgemüth acusándolo de ocultar bajo la superficial e ilusoria analogía antihitleriana las eliminaciones perpetradas por los vencedores, desde las venganzas menudas acaecidas en todos los pueblos hasta las horcas de Nuremberg. Pero había quien iba más allá: según éstos, La matanza de los inocentes pretendía ser una especie de profecía y aludir a una futura revolución y a las matanzas con ella relacionadas; una condena anticipada, pues, de tal revuelta y una advertencia a cuantos tuvieran la potestad de sofocarla a tiempo: en resumen, un libelo de espíritu absolutamente medieval.
Como era previsible, Grossgemüth había desmentido las insinuaciones con pocas pero tajantes palabras: si acaso, La matanza de los inocentes debía considerarse un testimonio de fe cristiana y nada más. Pero en el estreno de París había habido incidentes y durante mucho tiempo los periódicos habían polemizado a sangre y fuego.
Añádase a esto la curiosidad por la difícil ejecución musical, la expectación por los decorados -que se anunciaban demenciales- y por la coreografía ideada por el famoso Johan Monclar, al que se había hecho venir expresamente de Bruselas. Grossgemüth hacía una semana que estaba en Milán con su mujer y su secretaria para seguir los ensayos; y naturalmente iba a asistir a la representación. Todo esto, en suma, daba al espectáculo un sabor de excepción. No había habido en toda la temporada una soirée tan importante. Los principales críticos y músicos de Italia se habían trasladado a Milán para la ocasión, y de París había llegado un pequeño grupo de fanáticos de Grossgemüth. El cuestor, por su parte, había organizado un extraordinario dispositivo de orden para la eventualidad de que se desencadenase la borrasca.
Con todo, varios funcionarios y muchos agentes de policía destinados en un primer momento a la Scala se vieron trasladados a otros lugares. A última hora de la tarde se había perfilado de improviso una amenaza diferente y mucho más preocupante. Varios indicios apuntaban a una inminente acción de fuerza, quizá para esa misma noche, por parte de la agrupación de los Morzi. Los jefes de este movimiento nunca habían ocultado que su último objetivo era subvertir el orden constituido e instaurar la nueva justicia. Los últimos meses había habido síntomas de agitación. Actualmente estaba en marcha una ofensiva de los Morzi contra la ley relativa a la migración interna, pendiente de ser aprobada en el Parlamento. Podía ser un buen pretexto para una intentona seria.
Durante todo el día se habían visto en las plazas y calles del centro pequeños grupos de aspecto decidido, diríase provocador. No llevaban ni distintivos ni banderas ni pancartas, no estaban encuadrados, no intentaban formar grupos. Pero no era difícil en absoluto adivinar su ralea. Nada raro, a decir verdad, porque manifestaciones como ésta, inocuas y en sordina, hacía años que se repetían con frecuencia. Y también esta vez la fuerza pública había dejado hacer. No obstante, las informaciones secretas de la Prefectura hacían temer en un plazo de pocas horas una maniobra de gran envergadura para conquistar el poder. Se había avisado inmediatamente a Roma, se había puesto a policía y carabineros en estado de alerta y acuartelado, asimismo, a las unidades del ejército. Tampoco se podía excluir, sin embargo, que fuese una falsa alarma. Ya había ocurrido otras veces. Los propios Morzi difundían rumores de este tipo, siendo éste uno de sus juegos favoritos.
Sin embargo, como suele suceder, una vaga y sorda sensación de peligro se había extendido por la ciudad, No había ocurrido nada concreto que la justificara, no había siquiera rumores que hicieran referencia a nada preciso, nadie sabía nada, y sin embargo reinaba en el ambiente una tensión palpable. Aquella noche, después de salir de las oficinas, muchos ciudadanos apretaban el paso en dirección a su casa, escrutando con aprensión el camino, temerosos de ver avanzar desde el fondo una masa oscura que bloqueara la calle. No era la primera vez que la tranquilidad de los ciudadanos se veía amenazada; muchos comenzaban a estar acostumbrados. Por esta razón, la mayoría continuó dedicándose a sus ocupaciones como si fuera una noche como otra cualquiera. Con todo, resultaba singular una circunstancia que muchos advirtieron: si bien, filtrado a través de quién sabe qué indiscreciones, un presentimiento de cosas grandes había empezado a serpentear por aquí y por allá, nadie hablaba de ello. En un tono acaso diferente del habitual, con sobreentendidos herméticos, se desarrollaban las conversaciones nocturnas de costumbre, se decía hola y adiós sin apostillas, se quedaba para el día siguiente, se prefería, en definitiva, no aludir de forma abierta a aquello que de un modo u otro reinaba en todos los ánimos, como si hablar de ello pudiera romper el encanto, traer mala suerte, provocar la desgracia; del mismo modo que en los buques de guerra es ley no formular a bordo ni siquiera en son de broma hipótesis de torpedeos o cañonazos.
Entre aquellos que pasaban por alto tales preocupaciones más que los demás se hallaba sin lugar a dudas el maestro Claudio Cottes, hombre cándido, en determinados aspectos incluso obtuso, para el cual nada existía en el mundo fuera de la música. Rumano de nacimiento (si bien pocos lo sabían), se había establecido en Italia siendo muy joven, en los años dorados, a principios de siglo, cuando su prodigiosa precocidad como virtuoso le había procurado la celebridad en poco tiempo. Extinguidos luego en el público los primeros fanatismos, había seguido siendo un magnífico pianista, quizá más delicado que potente, que recorría periódicamente las principales ciudades europeas para ciclos de conciertos, invitado por las más renombradas instituciones filarmónicas; esto aproximadamente hasta el año 40. Lo que más le agradaba recordar eran los éxitos que más de una vez había alcanzado en las temporadas sinfónicas de la Scala. Obtenida la ciudadanía italiana, se había casado con una milanesa y ocupado con suma probidad la cátedra de piano del curso superior en el Conservatorio. Ahora se consideraba milanés y menester es admitir que, en su ambiente, pocos había que supieran hablar el dialecto mejor que él.
Si bien estaba jubilado -no conservaba más que el cargo honorario de miembro del tribunal en algunas sesiones de exámenes en el Conservatorio-, Cottes seguía viviendo sólo para la música, no frecuentaba más que a músicos y melómanos, no se perdía un concierto y seguía con una especie de azorada timidez los éxitos de su hijo Arduino, compositor de veintidós años de prometedor talento. Decimos timidez porque Arduino era un joven muy reservado, extremadamente parco en confianzas y expansiones, de una sensibilidad incluso exagerada. Desde que se había quedado viudo, el viejo Cottes se hallaba, por decirlo así, inerme y cohibido frente a él. No lo entendía. No sabía qué vida llevaba. No dejaba de darse cuenta de que sus consejos, también en materia musical, caían en el vacío.
Cottes nunca había sido un hombre guapo. Ahora, a los sesenta y siete años, sí era un viejo guapo, de aquellos que se acostumbra llamar aparentes. Con los años se le había acentuado un vago parecido a Beethoven; él, quizá sin saberlo, se complacía en tratar con cariño esos cabellos blancos, largos y vaporosos que daban a su cabeza un halo muy artístico. Un Beethoven no trágico, más bien bondadoso, de sonrisa fácil, sociable, dispuesto a ver lo bueno en casi todos sitios; casi, porque en materia de pianistas lo raro era que no torciera el gesto. Era su único punto débil y se le perdonaba con facilidad. «¿Qué, maestro?», le preguntaban sus amigos durante los descansos. «Por mí bien. Pero si hubiera sido Beethoven…», respondía en dialecto; o bien: «¿Que por qué? ¿Lo habrá oído alguna vez? Pero si se ha dormido… », o parecidas gracias fáciles de viejo cuño, ya tocara Backhaus, Cortot o Gieseking.
Esta natural sencillez -de hecho, tampoco se había amargado al verse excluido, por causa de la edad, de la activa vida artística-, hacía que resultara simpático a todo el mundo y le garantizaba un tratamiento preferente por parte de la dirección de la Scala. En la temporada lírica lo de menos son los pianistas y, en las veladas algo difíciles, la presencia en la platea del bueno de Cottes constituía un pequeño núcleo de optimismo garantizado. Cuando menos, se podía contar con sus personalísimos aplausos como norma; y era probable que el ejemplo de un concertista antaño famoso indujese a muchos discrepantes a moderarse, a los indecisos a aprobar, y a los tibios a un respaldo más manifiesto. Eso sin contar con su aspecto sumamente escalígero y sus pasados méritos como pianista. Su nombre, por tanto, figuraba en la secreta y parca lista de los «abonados perpetuos exentos de pago». La mañana de cada día de estreno aparecía sin falta en su buzón de la portería de la via della Passione 7 una entrada con una butaca. Sólo para los estrenos que se auguraban de escasa recaudación las butacas eran dos, una para él y otra para su hijo. Esto, por lo demás, a Arduino lo traía sin cuidado; prefería apañárselas solo, con sus amigos, y asistir a los ensayos generales, en que no hay obligación de ir bien vestido.
Precisamente, Cottes hijo había escuchado el día anterior el último ensayo de La matanza de los inocentes. Había hablado incluso de ello con su padre durante el almuerzo, en términos muy nebulosos, tal como acostumbraba. Había hecho alusión a ciertas «interesantes resoluciones tímbricas», a una «polifonía muy elaborada», a las «vocalizaciones más deductivas que inductivas» (palabras, éstas, pronunciadas con una mueca de desdén) y demás. Su ingenuo padre no había conseguido saber si la obra era buena o no, ni siquiera si había gustado o no a su hijo. Tampoco se empeñó en lograrlo. Los jóvenes lo habían acostumbrado a su jerga misteriosa, a cuyas puertas, intimidado, se quedó también esa vez.
Ahora estaba solo en casa. La sirvienta, que iba por horas, se había marchado. Arduino comía fuera y el piano, gracias al Cielo, estaba mudo. Él gracias al Cielo se hallaba sin duda en el ánimo del viejo concertista; con todo, nunca habría tenido valor para confesarlo. Cuando su hijo componía, Claudio Cottes entraba en un estado de extrema agitación interna. De aquellos acordes aparentemente inexplicables aguardaba a cada momento, con una esperanza casi visceral, que saliese finalmente cualquier cosa parecida a música. Comprendía que era una debilidad de músico caduco, que no se podían recorrer de nuevo los antiguos caminos. Se repetía que lo agradable debía evitarse como señal de impotencia, de decrepitud, de marchita nostalgia. Sabía que el nuevo arte debía ante todo hacer sufrir a los oyentes, y que ésa era la señal, decían, de su vitalidad. Pero era superior a él. A veces, mientras escuchaba en el cuarto de al lado, entrelazaba los dedos de las manos con tanta fuerza que los hacía crujir, como si con ese esfuerzo fuera a ayudar a su hijo a liberarse. Sin embargo, su hijo no se liberaba; fatigosamente, las notas se enredaban cada vez más, los acordes adoptaban sonidos aún más hostiles, todo quedaba allí suspendido o caía a plomo abruptamente en nuevas fricciones obstinadas. Que Dios lo bendijera. Burladas, las manos del padre se separaban y, temblando un poco, se apresuraban a encender un cigarrillo.
Cottes estaba solo, se sentía a gusto, un aire tibio entraba por las ventanas abiertas. Eran las ocho y media, pero el sol todavía brillaba. Se estaba vistiendo cuando sonó el teléfono.
-¿Está el maestro Cottes? -dijo una voz desconocida.
-Sí, soy yo -respondió.
-¿El maestro Arduino Cottes?
-No, yo soy Claudio, el padre.
La comunicación se cortó. Volvió al dormitorio y el teléfono sonó de nuevo.
-Pero Arduino ¿está o no? -preguntó la misma voz de antes con un tono de voz casi grosero.
-No, no está -respondió el padre intentando devolver la brusquedad.
-¡Pues peor para él! -dijo el otro, e interrumpió la comunicación.
Qué modales, pensó Cottes, ¿y quién podía ser? ¿Qué clase de amigos frecuentaba ahora Arduino? ¿Y qué podía significar aquel «peor para él»? La llamada lo dejó un poco fastidiado. Afortunadamente, le duró poco.
Ahora el viejo artista contemplaba en el espejo del armario su frac a la antigua, largo, con una caída perfecta, apropiado a su edad y al mismo tiempo muy bohémien. Inspirándose, al parecer, en el ejemplo del legendario Joachim, Cottes, para distinguirse del chato conformismo, tenía la vanidad de ponerse el chaleco negro. Como los camareros, exacto, pero ¿quién en el mundo, aunque fuera ciego, habría podido confundirle a él, Claudio Cottes, con un camarero? Aunque tenía calor, se puso un abrigo ligero para evitar la curiosidad indiscreta de los transeúntes y, después de coger unos pequeños binoculares, salió de casa sintiéndose casi feliz.
Era una noche deliciosa de principios de verano, de esas en que incluso Milán consigue representar el papel de ciudad romántica, con las calles tranquilas y semidesiertas, el perfume de los tilos que salía de los jardines y la luna como la hoja de una hoz en medio del cielo. Saboreando por anticipado la brillante velada, el encuentro con tantos amigos, las conversaciones, la contemplación de mujeres hermosas, el vino espumoso que habría seguramente en la recepción anunciada para después del espectáculo en el salón de descanso del teatro, Cottes tomó por la vía Conservatorio; el camino era así un poco más largo, pero le permitía ahorrarse la visión, para él sumamente desagradable, de los Navigli cubiertos.
Allí el maestro se topó con un espectáculo extraño. Un joven de largos cabellos rizados cantaba en la acera una romanza napolitana sosteniendo un micrófono a pocos centímetros de su boca. Del micrófono salía un cable que iba a una caja con un acumulador, una instalación de amplificación y altavoz de la cual la voz salía con tanta insolencia que resonaba entre los edificios. Había en aquel canto una especie de desahogo salvaje, cólera, y aunque las conocidas palabras fueran de amor, se habría dicho que el joven profería una amenaza. Alrededor, siete u ocho muchachitos de aspecto pasmado y punto. A un lado y otro de la calle las ventanas estaban cerradas y echadas las persianas, como si se negaran a escuchar. ¿Estaban vacías todas aquellas viviendas? ¿O acaso los inquilinos se habían encerrado, simulando estar ausentes, por temor a alguna cosa? Cuando Claudio Cottes pasó, el cantante, sin moverse, aumentó tanto la intensidad de las emisiones que el altavoz comenzó a vibrar: era una perentoria invitación a poner dinero en el platillo colocado encima de la caja. Pero el maestro, perturbado en su ánimo, ni siquiera sabía él cómo, pasó de largo apretando el paso. Y durante muchos metros sintió en sus hombros el peso de un par de ojos vengativos.
«¡Además de bribón, malo!», imprecó en su interior el maestro al mendigo. La desvergüenza de la exhibición le había estropeado, vaya a saber por qué, el buen humor. Pero todavía le fastidió más un breve encuentro con Bombassei, un joven formidable que había sido alumno suyo en el Conservatorio y que ahora trabajaba de periodista.
-¿A la Scala, maestro? -le preguntó al ver por el escote del abrigo la corbata blanca.
-¿Acaso pretendes insinuar, insolente muchacho, que a mi edad ya sería hora…? -dijo él solicitando, ingenuo, un cumplido.
-Bien sabe usted -dijo el otro- que la Scala no sería la Scala sin el maestro Cottes. Pero ¿y Arduino? ¿Cómo es que no va?
-Arduino vio ya el ensayo general. Esta noche tenía que hacer.
-Ah, ya entiendo -dijo Bombassei con una sonrisa de astuto entendimiento- Esta noche… habrá preferido quedarse en casa…
-¿Y por qué tendría que hacerlo? -preguntó Cottes advirtiendo la segunda intención.
-Esta noche hay demasiados amigos de paseo… -y el joven hizo un gesto con la cabeza señalando a la gente que pasaba-. Por otra parte, en su lugar, yo haría lo mismo… Pero perdone, maestro, viene mi tranvía… ¡Que lo pase bien!
El viejo se quedó allí suspenso, inquieto, sin comprender. Miró a la gente y no consiguió advertir nada raro, salvo que quizá había menos que de costumbre, y la poca que había tenía un aspecto descuidado y en cierto modo sumamente ansioso. Las palabras de Bombassei seguían siendo un enigma, pero a su mente afloraban recuerdos fragmentarios y confusos, medias palabras pronunciadas por su hijo, nuevos compañeros salidos de no se sabía dónde en los últimos tiempos, ocupaciones nocturnas que Arduino nunca había explicado, soslayando sus preguntas con vagas excusas. ¿Se había metido su hijo en algún lío? ¿Pero qué tenía de extraordinario aquella noche? ¿Y quiénes eran esos «demasiados amigos de paseo»?
Dándole vueltas a estos problemas llegó a la plaza de la Scala. Allí, los pensamientos desagradables se esfumaron inmediatamente ante la visión consoladora del bullicio a la puerta del teatro, de las señoras que se desplazaban con un presuroso ondear de colas y de velos, de la multitud que curioseaba, de los formidables automóviles detenidos en una larga hilera y a través de cuyos cristales se entreveían joyas, escotes blancos, hombros desnudos. Cuando estaba a punto de comenzar una noche amenazadora, quizá incluso trágica, la Scala, imperturbable, mostraba el esplendor de los viejos tiempos. Nunca en las últimas temporadas se había visto un concierto tan opulento y dichoso de hombres, espíritus y cosas. La propia inquietud que había empezado a extenderse por la ciudad acrecentaba probablemente la animación. Quien supiera podía pensar que todo un mundo dorado y exclusivo se refugiaba en su amada ciudadela, como los nibelungos en su palacio a la llegada de Atila, para una última noche loca de gloria. Pero en realidad pocos sabían. La mayoría más bien tenía la impresión -tal era la suavidad de la noche- de que con los últimos vestigios del invierno había acabado un período turbulento y de que se anunciaba un verano largo y sereno.
Arrastrado por el torbellino de la multitud, muy pronto, sin apenas darse cuenta, Claudio Cottes se halló en la platea, en medio del resplandor de las luces. Eran las nueve menos diez y el teatro estaba ya atestado. Cottes miró a su alrededor, extasiado como un muchachito. Los años habían pasado, pero su primera sensación al entrar en aquella sala seguía siendo pura y vívida, como la que se experimenta delante de los grandes espectáculos de la naturaleza. Muchos otros con quienes cambiaba ahora fugaces gestos de saludo experimentaban lo mismo, lo sabía. De allí nacía una peculiar fraternidad, una especie de inocua masonería que a los extraños, a aquellos que no formaban parte de ella, quizá les pareciera un poco ridícula.
¿Quién faltaba? Los expertos ojos de Cottes inspeccionaron sector por sector el abundante público, hallando a todo el mundo en su lugar. A su lado se sentaba el famoso pediatra Ferro, que habría dejado morir de difteria a miles de sus pequeños clientes antes de perderse un estreno (el pensamiento sugirió incluso a Cottes un gracioso retruécano en relación con Herodes y los niños de Galilea que se prometió utilizar más tarde). A su derecha, la pareja que alguna vez había definido como los «parientes pobres», un hombre y una mujer ya mayores, vestidos de ceremonia, sí, pero siempre con la misma ropa gastada, que no faltaban a ningún estreno, aplaudían con idéntico ardor cualquier cosa que pusieran, no hablaban con nadie, no saludaban a nadie y no cambiaban una palabra ni siquiera entre ellos; hasta el punto de que todos los consideraban claqueurs de lujo, desplazados al sector más aristocrático de la platea para dar vía libre a los aplausos. Más allá, el excelente profesor Schiassi, economista, famoso por haber seguido años y años a Toscanini allí adonde fuese a dar un concierto; y como entonces anduviera escaso de dinero, viajaba en bicicleta, dormía en los parques y comía las provisiones que llevaba en una mochila; parientes y amigos pensaban que estaba un poco loco, pero lo querían igual. Y ahí estaba el ingeniero Beccian, de canales y puertos, tan rico que quizá fuera hasta multimillonario, melómano humilde e infeliz que, habiendo sido nombrado hacía un mes consejero de la Sociedad del Cuarteto (por lo cual había suspirado durante decenas de años como un enamorado y había hecho indecibles esfuerzos diplomáticos), le había acometido tal ataque de soberbia en su casa y en su empresa, que se había vuelto insoportable, y él, que antes no osaba dirigir la palabra al último de los contrabajos, pontificaba ahora sobre Purcell y D’Indy. Y allí, con su minúsculo marido, la bellísima Maddi Canestrini, antigua dependienta que a cada nueva ópera se hacía catequizar por la tarde por un profesor de historia de la música para no hacer ningún papelón; nunca su célebre busto se había podido admirar en tanta plenitud y, verdaderamente, resplandecía entre la multitud, como dijo uno, igual que el faro en el cabo de Buena Esperanza. Allí estaba la princesa Wurz-Montague, con su gran nariz de pájaro, venida expresamente de Egipto con sus cuatro hijas. Allí, en el palco más bajo del proscenio, brillaban los ávidos ojos del barbudo conde Noce, asiduo tan sólo a las óperas que prometieran la aparición de bailarinas, y que en tal circunstancia, desde tiempo inmemorial, expresaba incansablemente su satisfacción con la fórmula invariable: «Ah, ¡qué figuras! Ah, ¡qué piernas!». En un palco del primer piso, toda la tribu de los Salcetti, vieja familia milanesa que se jactaba de no haberse perdido un estreno de la Scala desde 1837. Y en el cuarto piso, casi encima del proscenio, la pobre marquesa Marizzoni, con madre, tía e hija núbil, que miraban de reojo con amargura al suntuoso palco 14 del segundo piso, su feudo, que se habían visto obligadas a abandonar este año por restricciones económicas; resignadas a gastar en el abono un octavo de lo que acostumbraban, permanecían allí arriba, entre las palomas, rígidas y comedidas como abubillas, procurando pasar inadvertidas. Entre tanto, velado por un edecán en uniforme, un obeso príncipe indio no muy bien identificado daba cabezadas y, obedeciendo al ritmo de su respiración, la aigrette de su turbante subía y bajaba, asomando fuera del palco. Poco más allá, con un vestido color rojo vivo que causaba estupor, abierto por delante hasta la cintura, los brazos desnudos con un cordón negro enroscado en ellos como una serpiente, se hallaba de pie, para hacerse admirar, una impresionante mujer de unos treinta años; una actriz de Hollywood, decían, pero las opiniones acerca de su nombre eran discordantes. A su lado se sentaba, inmóvil, un niño guapísimo y espantosamente pálido que parecía que fuera a morirse de un momento a otro. En cuanto a los círculos rivales de la nobleza y de la burguesía adinerada, habían renunciado a la elegante costumbre de dejar los balcones de proscenio medio vacíos. Los “señoritos” mejor provistos de Lombardía se hacinaban ahí en apretados racimos de rostros bronceados, de camisas brillantes, de fracs de los mejores sastres. Para confirmar el éxito de la velada se veía, además, contra lo acostumbrado, gran número de mujeres hermosas con décolletés sumamente atrevidos. Cottes se propuso entregarse de nuevo, durante algún descanso, a una distracción que acostumbraba permitirse en sus años mozos: abismarse tales panoramas desde lo alto. Y en su interior escogió como observatorio el palco del cuarto piso en que destellaban las esmeraldas gigantescas de Flavia Sol, excelente contralto y buena amiga.
Solo un palco, semejante a un ojo tenebroso y fijo en medio de un tremolar de flores, contrastaba con este frívolo esplendor. Estaba en el tercer piso y en él se hallaban, sentados uno a cada lado y un tercero de pie, tres señores de treinta a cuarenta años con trajes cruzados de color negro, corbatas oscuras y rostros enjutos y sombríos. Inmóviles, átonos, ajenos a todo aquello que sucedía a su alrededor, volvían obstinadamente la mirada hacia el telón, como si éste fuese la única cosa digna de interés: parecían, no espectadores que hubieran acudido para disfrutar, sino jueces de un siniestro tribunal que, pronunciada la sentencia, aguardaran su ejecución y durante la espera prefirieran no mirar a los condenados, no ya por piedad, sino por repugnancia. Más de uno se paró a observarlos, experimentando cierto malestar. ¿Quiénes eran? ¿Cómo se permitían entristecer a la Scala con su aspecto fúnebre? ¿Era una provocación? ¿Y con qué objeto? También el maestro Cottes, cuando reparó en ellos, se quedó un poco perplejo. Una maligna disonancia. Y experimentó una oscura sensación de temor, hasta el punto de que no se atrevió a levantar hacia ellos sus binoculares. Entre tanto se apagaron las luces. Resaltó en la oscuridad el blanco reflejo que ascendía de la orquesta y surgió allí la descarnada figura de su director, Max Nieberl, el especialista en música moderna.
Si aquella noche había en la sala hombres temerosos o inquietos, la música de Grossgemüth, la ansiedad del Tetrarca, las impetuosas y casi ininterrumpidas intervenciones del coro, encaramado como una bandada de cuervos sobre una especie de roca cónica (sus imprecaciones caían como cataratas sobre el público, sobresaltándolo a menudo), los extravagantes decorados, no estaban concebidos para tranquilizarlos. Sí, había energía, pero a qué precio. Instrumentos, músicos, coro, cantantes, cuerpo de baile (que se hallaba casi siempre en el escenario para dar minuciosas explicaciones mímicas, mientras que los protagonistas raras veces se movían), director, e incluso espectadores, se veían sometidos al máximo esfuerzo que se les podía exigir. Cuando concluyó la primera parte, estalló el aplauso no tanto a modo de aprobación como por la común necesidad física de liberar la tensión. Toda la maravillosa sala vibraba. A la tercera llamada compareció entre los intérpretes la elevada figura de Grossgemüth, quien correspondía con brevísimas y casi forzadas sonrisas, inclinando rítmicamente la cabeza. Claudio Cottes se acordó de los tres lúgubres señores y, sin parar de aplaudir, levantó los ojos para mirarlos: todavía estaban allí, inmóviles e inertes como antes, no se habían desplazado un milímetro, no aplaudían, no hablaban, ni siquiera parecían personas con vida. ¿Serían maniquíes? Permanecieron en la misma posición aun después de que la mayor parte de la gente hubo salido al salón de descanso.
Precisamente durante el primer descanso los rumores de que fuera, en la ciudad, se estaba gestando una especie de revolución se extendieron entre el público. Pero también entonces se difundieron en sordina, poco a poco, gracias a una instintiva inhibición de la gente. No consiguieron prevalecer, ciertamente, sobre las encendidas discusiones sobre la ópera de Grossgemüth, en las que el viejo Cottes participó sin expresar juicios, con jocosos comentarios en milanés. Al fin sonó el timbre para anunciar la conclusión del entreacto. Cuando bajaba por la escalera de la parte del Museo del teatro, Cottes se encontró al lado de un conocido cuyo nombre no recordaba, quien, al reparar en él, le sonrió con expresión astuta.
-Ah, querido maestro -dijo- me alegro de verlo, precisamente tenía deseos de decirle una cosa…
Hablaba lentamente y con pronunciación muy afectada. Entre tanto, bajaban. Hubo un atasco, por un instante se separaron.
-Ah, aquí está -prosiguió el conocido cuando se volvieron a juntar- ¿dónde se había metido? ¿Sabe que por un momento he pensado que se lo había tragado la tierra… ¡Como a Don Giovanni!
Y le pareció haber encontrado un símil muy gracioso porque se echó a reír con ganas; y no paraba. Era un señor pálido, de aspecto incierto, un intelectual de buena familia venido a menos, se habría dicho a juzgar por su smoking de corte anticuado, su camisa floja de dudosa frescura y sus uñas de luto. El viejo Cottes, incómodo, aguardaba. Casi habían llegado abajo.
-Bueno -prosiguió, circunspecto, el conocido visto quién sabía dónde-, debe prometerme que considerará lo que le voy a decir como una comunicación confidencial… confidencial, ¿me explico? Quiero decir que no se imagine cosas que no son… Ni se le ocurra considerarme, ¿cómo decirlo?, un representante oficioso… un portavoz, ese es el término que se usa hoy, ¿no?
-Sí, sí -dijo Cottes sintiendo renacer en él el mismo malestar experimentado al encontrarse con Bombassei, si bien todavía más agudo-, sí… Pero le aseguro que no entiendo nada… -Sonó el segundo timbrazo de llamada. Estaba en el pasillo que corre, a la izquierda, a un lado de la platea. Iban a abordar la escalerilla que lleva a las butacas.
Allí el extraño señor se detuvo.
-Debo dejarle -dijo-. Yo no estoy en la platea… Bueno… bastará que le diga esto: su hijo, el compositor… quizá sería mejor… un poco más de prudencia, eso es… ya no es ningún niño, ¿verdad, maestro?… Pero vaya, vaya, que ya han apagado las luces… Y yo he hablado incluso demasiado, ¿sabe?
Rió, inclinó la cabeza sin darle la mano, y se fue con rapidez, casi a la carrera, por la alfombra roja del pasillo desierto.
De forma mecánica, el viejo Cottes se adentró en la sala ya a oscuras, pidió disculpas y llegó a su asiento. En su interior reinaba el tumulto. ¿Qué estaba tramando aquel loco de Arduino? Parecía que todo Milán lo supiera mientras que él, su padre, no alcanzaba siquiera a imaginárselo. ¿Y quién era ese misterioso señor? ¿Dónde se lo habían presentado? Intentaba recordar, sin éxito, las circunstancias de su primer encuentro. Le pareció poder excluir los ambientes musicales. ¿Dónde, entonces? ¿Quizá en el extranjero? ¿En algún hotel estando de veraneo?
No, no conseguía recordarlo en absoluto. Mientras tanto, en el escenario, la provocativa Martha Witt, en bárbara desnudez, avanzaba con sinuosidad de serpiente como encarnación del Miedo, o algo similar, que entraba en el palacio del Tetrarca.
Como se pudo, se alcanzó también el segundo entreacto. Apenas se encendieron las luces, el viejo Cottes buscó alrededor, ansiosamente, al señor de antes. Le preguntaría, haría que le explicara; una aclaración no se la podía negar. Pero el hombre no aparecía. Por fin, su mirada, extrañamente atraída, se posó en el palco de los tres lúgubres individuos. Ya no eran tres; manteniéndose un tanto atrás, ahora había un cuarto, éste en smoking, pero también macilento. Un smoking de corte anticuado (ahora Cottes no vaciló en mirar con los binoculares), una camisa floja de dudosa frescura. Y, a diferencia de los otros tres, el nuevo reía con expresión astuta. Un escalofrío recorrió la espalda del maestro Cottes.
Se volvió hacia el profesor Ferro como aquel que, hundiéndose en el agua, aferra sin vacilar el primer asidero que se le presenta.
-Perdone, profesor -preguntó con precipitación-, ¿sabría usted decirme quiénes son aquellos individuos de ese palco, allí en el tercer piso, justo a la izquierda de aquella señora que va de violeta?
-¿Esos nigromantes? -dijo riendo el pediatra-. ¡Son el Estado Mayor! ¡El Estado Mayor casi al completo!
-¿El Estado Mayor? ¿Qué Estado Mayor?
Ferro parecía divertido:
-Por lo menos lo que es usted, maestro, vive siempre en las nubes. Dichoso usted.
-¿Qué Estado Mayor? -insistió Cottes irritado.
-¡El de los Morzi, bendito de Dios!
-¿Los Morzi? -repitió el viejo… Los Morzi, terrible nombre. Él, Cottes, no estaba ni a favor ni en contra. De eso no entendía, nunca había querido interesarse en tales cuestiones, sólo sabía que eran peligrosos, que era mejor no meterse con ellos. Y aquel desventurado de Arduino se les había enfrentado, se había atraído su enemistad. No había otra explicación. A la política, a las intrigas se dedicaba así pues aquel muchacho sin dos dedos de frente en vez de poner algo de sentido común en su música. Un padre indulgente, sí, discreto, comprensivo a más no poder; ¡pero al día siguiente sabía Dios que le habría de oír! ¡Exponerse a una desgracia por un capricho idiota! Al mismo tiempo renunció a la idea de interpelar al señor de poco antes. Comprendía que sería inútil, cuando no perjudicial. Los Morzi eran gente que no se andaba con bromas. Y gracias que habían tenido la delicadeza de avisarle. Miró detrás de sí. Tenía la sensación de que toda la sala lo estaba mirando con desaprobación. Mala gente, los Morzi. Y poderosos. Escurridizos. ¿Por qué meterse a provocarlos?
Volvió en sí con esfuerzo.
-¿Se siente bien, maestro? -le preguntaba el profesor Ferro.
-¿Cómo? ¿Por qué…? -respondió, regresando poco a poco a la superficie.
-He visto que se ponía pálido… Pasa a veces con este calor.. Perdone…
Le dijo:
-Al contrario… se lo agradezco… de hecho he tenido un desfallecimiento… ¡Ya soy viejo! -concluyó en dialecto. Se incorporó y se dirigió a la salida. E, igual que por la mañana el primer rayo de sol desvanece las pesadillas que han obsesionado al hombre durante toda la noche, el espectáculo de toda aquella humanidad acaudalada, rebosante de salud, elegante, perfumada y viva entre los mármoles del salón de descanso, rescató al viejo artista de las tinieblas en que la revelación le había hecho sumirse. Resuelto a distraerse, se acercó a un grupito de críticos que estaban conversando.
-En todo caso -decía uno-, los coros siguen estando ahí, eso no se puede negar.
-Pero los coros son a la música -dijo un segundo- como las cabezas de viejo a la pintura. El efecto pronto se logra, pero del efecto nunca se desconfía bastante.
-Está bien -dijo un colega célebre por su espontaneidad-. Pero entonces, ¿qué ocurre?… La música actual no busca efectos, no es frívola, no es pasional, no se puede repetir de memoria, no es instintiva, no es fácil, no es vulgar… perfecto. Pero ¿me pueden decir qué queda?
Cottes pensó en la música de su hijo.
Fue un gran éxito. Es poco probable que hubiera en toda la Scala alguien a quien gustara sinceramente la música de la Matanza. Pero anidaba en la generalidad el deseo de mostrarse a la altura de las circunstancias, de figurar en la vanguardia. En este sentido se entabló tácitamente una especie de competición para superarse. Además cuando uno escruta una música con sus cinco sentidos para descubrir en ella toda posible belleza, genialidad creativa y significado oculto, la autosugestión trabaja sin freno. Por otra parte, ¿cuándo se habla visto que alguien se divirtiese con las óperas modernas? Se sabía de partida que los nuevos grandes maestros rehúyen divertir. Era tontería pretenderlo. Para el que quisiera divertirse ¿no estaba acaso el teatro de variedades? Por lo demás, aquella exasperación nerviosa a la que llevaban la orquestación de Grossgemüth, las voces siempre empleadas en el máximo registro y, especialmente, los machacones coros, no era desdeñable en absoluto. Aunque fuera de forma brutal, el público en cierto sentido había experimentado una conmoción, ¿cómo negarlo? El desasosiego que se acumulaba en los espectadores y les obligaba, apenas se hacía el silencio, a aplaudir, a gritar “bravo”, a revolverse, ¿no era lo máximo a que podía aspirar un compositor?
Con todo, el verdadero entusiasmo lo desató la última, larga y apremiante escena del “oratorio”, cuando los soldados de Herodes irrumpieron en Belén en busca de los niños y las madres se los disputaron a la puerta de las casas hasta que aquéllos se salieron con la suya; entonces el cielo se oscureció y, desde el fondo del escenario, un acorde altísimo de trompetas anunció la salvación del Señor. Hay que decir que escenógrafo, figurinista y, sobre todo, Johan Monclar, autor de la coreografía e inspirador de todo el montaje escénico, habían conseguido evitar toda posible interpretación ambigua: el conato de escándalo sucedido en París los había puesto en guardia. De modo que Herodes, no es que se pareciese a Hitler, pero tenía sin duda un aspecto decididamente nórdico que recordaba más a Sigfrido que al señor de Galilea. Y sus soldados, especialmente por la forma del casco, tampoco se prestaban a equívocos. «Pero esto», dijo Cottes en dialecto, «poco tiene que ver con el palacio de Herodes. ¡Deberían haber escrito ahí encima “Oberkommandantur”!».
Los cuadros escénicos gustaron mucho. Efecto irresistible, como se ha dicho, ejerció la trágica danza final de los verdugos y de las madres, mientras el coro, en su roca, rabiaba por intervenir. La caracterización, por decirlo así, de Monclar (no excesivamente innovadora, por lo demás) fue de suma sencillez. Los soldados iban completamente de negro, incluido el rostro; las madres, completamente de blanco, y representaban a los niños una especie de pupi hechos al torno (según diseño, constaba en el programa, del escultor Ballarin), de color rojo vivo, impolutos y, precisamente por su pulcritud, emocionantes. Las sucesivas composiciones y descomposiciones de aquellos tres elementos, blanco, negro y rojo, sobre el fondo violáceo del pueblo, que se precipitaban a un ritmo cada vez más apremiante, se vieron interrumpidas a menudo por los aplausos. «Mira qué radiante está Grossgemüth», exclamó una señora detrás de Cottes cuando el autor avanzó hasta la corbata. «¡Menudo mérito!», replicó él en dialecto. «¡Pero si tiene la cabezota como una bombilla!» De hecho, el célebre compositor estaba calvo (¿o acaso afeitado?) como un huevo.
El palco del tercer piso que habían ocupado los Morzi ya estaba vacío.
En esta atmósfera de satisfacción, mientras la mayor parte del público se iba a casa, la créme afluyó con rapidez al salón de descanso para la recepción. En los ángulos del resplandeciente salón se habían colocado suntuosos floreros con hortensias blancas y rosas, escondidos hasta el momento. En cada una de las dos puertas recibían a los invitados, por una parte, el director artístico, el maestro Rossi-Dani, y por otra el director del teatro, el doctor Hirsch, con su fea pero exquisitamente educada mujer. Un poco más atrás de ellos, pues le gustaba hacer sentir su presencia pero al mismo tiempo no quería ostentar una autoridad que no tenía oficialmente, la señora Passalacqua, más frecuentemente llamada “doña Clara”, charlaba con el venerable maestro Corallo. Antigua secretaria y brazo derecho, muchos años atrás, del maestro Tarra, el director artístico de entonces, la Passalacqua, viuda desde hacía por lo menos treinta años, rica por su casa, emparentada con la mejor burguesía industrial de Milán, había conseguido que la consideraran indispensable aun después de la muerte de aquél. Naturalmente, tenía enemigos, que la definían como una intrigante, pero incluso éstos se apresuraban a obsequiarla si se la encontraban.
Aunque probablemente no existiera ningún motivo para ello, se la temía. Los sucesivos directores administrativos y artísticos del teatro no habían tardado en intuir la ventaja de tenerla de su parte. Le preguntaban cuando se trataba de planear la programación del año, le consultaban acerca de los repartos y, cuando surgía cualquier problema con la autoridad o con los artistas, se le llamaba siempre para solucionarlo; algo en lo cual, menester es decirlo, era sumamente diestra. Por lo demás, para cubrir las apariencias, doña Clara era consejera del Ente autónomo desde tiempo inmemorial: un cargo prácticamente vitalicio que nunca nadie había tomado en consideración cuestionar. Sólo un director nombrado por el fascismo, el commendatore Mancuso, hombre de óptima pasta pero carente de cualquier noción del arte de marear en la vida, había intentado arrinconarla; pero al cabo de tres meses, nadie sabe por qué, fue sustituido.
Doña Clara era una mujer feíta, pequeña, magra, de aspecto insignificante, descuidada en el vestir. Una fractura de fémur que había sufrido en su juventud al caerse de un caballo la había dejado un poco coja (de ahí el mote de “diabla coja” que le daba el clan adversario). Sin embargo, al cabo de pocos minutos sorprendía la inteligencia que iluminaba su rostro. Aunque parezca extraño, más de uno se había enamorado de ella. Ahora, pasados los sesenta años, también por aquella especie de prestigio que le daba la edad, veía consolidarse su poder como nunca. En realidad, tanto el director como el director artístico eran poco más que funcionarios dependientes de ella; pero sabía maniobrar con tanto tacto que no se daban cuenta de esto y se creían poco menos que los dictadores del teatro.
La gente entraba en oleadas. Hombres célebres y respetados, torrentes de sangre azul, toilettes recién llegadas de París, joyas célebres, bocas, hombros y senos a los que ni los ojos más morigerados se podían resistir. Pero junto con todo esto entraba también aquello, runrún remoto e indigno de crédito, que hasta entonces apenas había destellado fugazmente entre la multitud sin herirla: el miedo. Los diferentes y discordes rumores habían acabado por encontrarse y, confirmándose recíprocamente, hacer presa. Aquí y allá se cuchicheaba, se decían secretos al oído, risitas escépticas, exclamaciones incrédulas de aquellos que lo echaban todo a risa. En aquel momento, seguido por los intérpretes, Grossgemüth compareció en el salón. Un tanto laboriosamente, se hicieron las presentaciones, en francés. Luego el compositor, con la indiferencia que da la costumbre, fue guiado hacia el buffet. A su lado estaba doña Clara.
Como sucede en estos casos, los conocimientos de lenguas extranjeras se vieron sometidos a dura prueba.
«Un chef-d’oeuvre, véritablement, un vrai chef-d’oeuvre!», repetía sin cesar el doctor Hirsch, el director, napolitano a pesar de su nombre, que parecía no saber decir otra cosa. Tampoco Grossgemüth, a pesar de vivir hacía decenios en el Delfinado, se mostraba demasiado suelto, y su acento gutural hacía la comprensión todavía más difícil. Por lo que se refería al maestro Nieberl, el director de la orquesta, también alemán, francés sabía poco. Hizo falta algún tiempo antes de que la conversación se encarrilara. Único consuelo para los más galantes: la sorpresa de que Martha Witt, la bailarina de Bremen, hablase pasablemente el italiano, incluso con un curioso acento boloñés.
Mientras los camareros se deslizaban entre la gente con vasos de vino espumoso y pastas, se formaron los grupos.
Grossgemüth hablaba en voz baja con la secretaria, de cosas al parecer muy importantes.
–Je parie d’avoir apercu Lenotre -le decía-. Etesvous bien sure qu’il n’ y soit pas? -Lenotre era el crítico musical de Le Monde, que lo había destrozado en el estreno de París; de haber estado presente esa noche, Grossgemüth habría conseguido un formidable desquite. Pero monsieur Lenotre no estaba.
–A quelle heure pourra-t-on lire le «Corriere della Sera»? -continuaba inquiriendo el gran maestro a doña Clara con el desparpajo propio de los grandes-. C’est le journal qui a le plus d’autorité en Italie n’est-ce-pas, Madame?
–Au moins on le dit -respondió con una sonrisa doña Clara-. Mais jusqu’á demain matin…
–On le fait pendant la nuit, n’est-ce-pas, Madame?
–Oui, il parait le matin. Mais je crois vous donner la certitude que ce sera una espéce de panégyrique. On m’a dit que le critique, le maitre Fratt, avait l’air rudement bouleversé.
–Oh, bien, ca serait trop, je pense. –Trató de improvisar un cumplido-. Madame, cette soirée a la grandeur, et le bonheur aussi, de certains réves… Et, á propos, je me rappelle un autre journal… le «Messaro», si je ne me trompe pas…
-Le «Messaro»? -doña Clara no comprendía.
–Peut-étre le «Messaggero»? -sugirió el doctor Hirsch.
–Oui, oui, le «Messaggero» je voulais dire…
–Mais c’est á Rome, le «Messaggero»!
–Il a envoyé tout de meme son critique -anunció uno a quien desgraciadamente nadie conocía con tono triunfal; después pronunció la frase que había de hacerse célebre y cuya belleza sólo Grossgemüth pareció no captar.
-Maintenant il est derriere á téléphoner son reportage!
–Ah, merci bien. J’aurais envie de la voir, demain, ce «Messaggero» -dijo Grossgemüth inclinándose hacia la secretaria, y explicó-: Aprés tout c’est un journal de Rome, vous comprenez?
En ese momento apareció el director artístico para ofrecer a Grossgemüth, en nombre del Ente autónomo de la Scala, una medalla de oro grabada con la fecha y el título de la ópera en un estuche de raso azul. Siguieron las consabidas protestas del agasajado, los agradecimientos, por unos instantes el gigantesco compositor pareció realmente emocionado. Luego el estuche pasó a la secretaria. Ésta lo abrió para admirar su contenido, sonrió extasiada y susurró al maestro: «Épatant! Mais ca, je m’y connais, c’est du vermeil!».
El conjunto de los invitados, en cambio, se interesaba por otra cosa. No le preocupaba la matanza de los inocentes, sino otra distinta. Que se esperaba una acción de los Morzi había dejado de ser el secreto de unos pocos bien informados. El rumor, a fuerza de circular, había regado aun a aquellos que acostumbraban a estar en la luna, como el maestro Claudio Cottes. Pero en el fondo, a decir verdad, no muchos se lo creían. «Este mes incluso han reforzado la policía. Hay más de veinte mil agentes sólo en la ciudad. Y luego están los carabineros… Y luego el ejército…», decían. «¡El ejército! Pero ¿quién nos garantiza lo que hará la tropa cuando llegue el momento? Si se le ordenara abrir fuego, ¿dispararía?» «El otro día mismo hablé con el general De Matteis. Dice que puede responder de la moral de la tropa… Claro que las armas no son las más idóneas…» «¿Idóneas para qué?» «Idóneas para las operaciones de orden público… Harían falta más bombas lacrimógenas… decía, además, que para estos casos no había nada mejor que la caballería… Pero ¿qué se ha hecho hoy día de la caballería?… Es prácticamente inofensiva, más ruido que otra cosa…» «Escucha, querido, ¿no sería mejor irnos a casa?» «¿A casa? ¿Y por qué a casa? ¿Crees acaso que allí estaríamos más seguros?» «Señora, por favor, tampoco exageremos. Primero hay que ver qué pasa; además, si pasa algo, será mañana, pasado mañana… Cuándo se ha visto que una revolución estalle de noche con las fábricas cerradas… las calles desiertas… ¡eso, para la fuerza pública, sería coser y cantar!…» «¿Una revolución? Dios santo, ¿has oído, Beppe?… Ese señor ha dicho que hay una revolución… Beppe, ¿qué vamos a hacer?… Pero di algo, Beppe, haz algo… ¡estás ahí como un pasmarote!» «¿Se han fijado? En el tercer acto, en el palco de los Morzi ya no había nadie.» «Tampoco en el de la Cuestura y la Prefectura, querido… ni siquiera en los del ejército, ni las señoras… desbandada general… parecía que hubieran dado una consigna.» «Ah, pero en la Prefectura no se chupan el dedo… allí saben… el Gobierno tiene informadores entre los Morzi, incluso en las células periféricas.» Y así todo. En su interior, todos habrían preferido estar a esa hora en casa. Pero, por otra parte, nadie se atrevía a marcharse. Todos tenían miedo de sentirse solos, miedo del silencio, de no tener noticias, de esperar en la cama, fumando, el estallido del primer grito. En cambio allí, entre tanta gente conocida, en un ambiente ajeno a la política, con tantos personajes cargados de autoridad, se sentían como protegidos, en suelo inviolable, como si la Scala fuese una sede diplomática. ¿En qué cabeza cabía, además, que todo este viejo mundo, alegre, noble y educado, todavía tan sólido, que todos estos hombres de talento, todas estas mujeres tan bellas y amantes de las cosas buenas, pudieran verse barridos de un plumazo?
Con un mundano cinismo que a él le parecía de muy buen gusto, Teodoro Clissi, el “Anatole France italiano”, como se le había definido hacía treinta años, bien parecido, ajado su rostro rosado de querubín y unos bigotes grises que obedecían a un preteridísimo modelo de intelectual, describía alegremente aquello que todos temían que sucediera.
-Primera fase -decía adoptando un tono magistral y agarrando con los dedos de la mano derecha el pulgar de la izquierda, como cuando se enseña a contar a los niños-: ocupación de los llamados centros neurálgicos de la ciudad… y quiera el Cielo que la cosa no esté ya demasiado adelantada -consultó, riendo, su reloj de pulsera-. Segunda fase, estimados señores: neutralización de los elementos hostiles…
-¡Dios mío! -exclamó sin poderlo evitar Mariú Gabrielli, la mujer del financiero-. ¡Y mis pequeños están solos en casa!
-Nada de pequeños, querida señora, no tema -dijo Clissi-. Esto es caza mayor: nada de niños, sólo adultos, ¡y bien desarrollados!
Rió su propia gracia.
-¿No tienen a la nurse en casa? -exclamó la bella Ketti Introzzi, tan tonta como de costumbre.
Intervino una voz fresca y arrogante al mismo tiempo.
-Usted perdone, Clissi, pero ¿de verdad le hacen gracia estas historias?
Era Liselore Bini, quizás la señora joven más brillante de Milán, agradable tanto por su cara rebosante de vida como por esa sinceridad irreprimible que sólo proporcionan o un espíritu grande o la notoria superioridad social.
-Bueno -dijo el novelista un poco cortado, pero sin abandonar el tono festivo-. Me parece oportuno guiar a estas damas hacia la novedad que…
-Me va a perdonar, Clissi, pero contésteme: ¿diría usted aquí, esta noche, las cosas que dice si no se sintiese seguro?
-¿Seguro de qué?
-Oh, Clissi, no me obligue a decir lo que todos saben. Por otra parte, ¿por qué reprocharle que tenga usted buenos amigos también entre, cómo decirlo, entre los revolucionarios?… Al contrario, ha hecho bien, muy bien… Quizá dentro de poco podremos comprobarlo… Usted sabe bien que puede contar con librarse…
-¿Librarme? ¿Librarme de qué? -dijo él, súbitamente pálido.
-¡Diantre! ¡Del paredón! -y le dio la espalda entre las risas sofocadas de los presentes.
El grupo se dispersó. Clissi se quedó prácticamente solo. Los otros, algo más allá, hicieron círculo en torno a Liselore. Como si aquello fuese una especie de vivac, el último desesperado vivac de su mundo, la Bini se acomodó lánguidamente en el suelo, extendiendo entre las colinas y el champagne caído la toilette de Balmain que había costado, a ojo de buen cubero, unas doscientas mil liras. Se puso entonces a discutir vivamente con un acusador imaginario, asumiendo la defensa de su clase. Pero como no había nadie que la contradijese, tenía la impresión de no ser bien comprendida y, levantando el rostro hacia los amigos que estaban de pie, se ensayaba infantilmente:
-¿Acaso no saben los sacrificios que se han hecho? ¿Que no tenemos ya un céntimo en el banco?… ¡Las joyas! ¡Aquí están las joyas! -y fingía quitarse un brazalete de oro con un topacio de cuarto de kilo-. ¡Menuda fortuna! Y aun suponiendo que diéramos toda la quincalla, ¿qué se arreglaría?… Pero no, no es por eso -y su voz se aproximaba al llanto-. Es porque odian nuestro aspecto… No soportan que haya gente educada… no soportan que nosotros no apestemos como ellos… ¡esa es la “nueva justicia” que quieren esos cerdos!…
-Prudencia, Liselore -dijo un joven-. Nunca se sabe quién puede estar escuchando.
-¡Un cuerno, prudencia! ¿Acaso crees que no sé que mi marido y yo somos los primeros de la lista? ¿Quién quiere tener prudencia? Ya hemos sido demasiado prudentes, eso es lo malo. Y ahora quizá… -calló-. Bueno, mejor dejarlo correr.
El único de la concurrencia que perdió en seguida la cabeza fue el maestro Claudio Cottes. Igual que el explorador -por hacer una comparación de antiguo cuño- que, a fin de evitar contrariedades, ha dado un gran rodeo para evitar el territorio de los caníbales y, después de bastantes días de viaje constante por tierra segura, cuando ya no lo espera, ve asomar a centenares, por encima de la maleza que crece detrás de su tienda, las azagayas de los ñam ñam y distingue entre las hojas el brillo de famélicas pupilas, del mismo modo el viejo pianista se puso a temblar ante la noticia de que los Morzi entraban en acción. Todo se le había venido encima en el espacio de pocas horas: la primera inquietud premonitoria causada por la llamada de teléfono, las ambiguas palabras de Bombassei, la advertencia de aquel señor que no lograba situar y, ahora, la catástrofe inminente. ¡Y ese imbécil de Arduino! Si había un zambombazo sería uno de los primeros con quienes los Morzi ajustaran cuentas. Y ahora era demasiado tarde para evitarlo. Luego, para consolarse, se decía: «¿Pero acaso no es buena señal que ese señor de hace poco me advirtiera? ¿No significa eso, acaso, que contra Arduino no tienen más que sospechas? Seguro», intervenía dentro de él otra voz, « ¡como que en las insurrecciones se andan con tantas delicadezas ¿Por qué descartar, además, que la advertencia se haya hecho esta misma noche por pura maldad, cuando a Arduino no le queda ya tiempo para salvarse?». Fuera de sí, el viejo iba de grupo en grupo presa de los nervios, el rostro ansioso, con la esperanza de oír cualquier noticia tranquilizadora. Pero buenas noticias no las había. Acostumbrados a verlo siempre jovial y hablador, sus amigos se hacían cruces de que estuviera tan trastornado. Pero bastante preocupación tenían ya con sus propios casos como para ocuparse de aquel inocuo viejo que justamente, además, nada tenía que temer.
Así vagando, con tal de apoyarse en cualquier cosa que le proporcionara alivio, trasegaba distraídamente una tras otra las copas de vino espumoso que los camareros le ofrecían sin tasa. Y, en su cabeza, la confusión aumentaba.
Hasta que se le ocurrió la decisión más sencilla. Y se maravilló de no haber dado antes con ella: volver a casa, advertir a su hijo, esconderlo en cualquier sitio. Sin duda no faltaban amigos que estarían dispuestos a acogerlo. Miró el reloj; la una y diez. Se dirigió hacía la escalera.
Pero a pocos pasos de la puerta se vio interceptado.
-¡Maestro! ¿Adónde va, bendito de Dios, a estas horas? Tiene usted mala cara. ¿No se siente bien? -Era nada menos que doña Clara, que se había apartado del grupo de gente más importante y estaba allí de pie, cerca de la salida, con un joven.
-Ah, doña Clara -respondió Cottes haciendo acopio de ánimo-. ¿Y adónde cree usted que puedo ir a una hora como esta, a mi edad? Pues a casa, naturalmente.
-Escuche, maestro -y la Passalacqua adoptó un tono de estrecha confianza-. Hágame caso: espere un poco. Mejor no salga… Fuera hay un poco de movimiento, ¿me entiende?
-¿Cómo? ¿Ya han comenzado?
-No se espante, querido maestro. No hay peligro. Nanni, ¿por qué no acompañas al maestro a tomar un cordial?
Nanni era el hijo del maestro Gibelh, un compositor que era viejo amigo suyo. Mientras doña Clara se alejaba para detener a otros en la salida, el joven, en tanto acompañaba a Cottes al buffet, lo puso al corriente. Hacía unos pocos minutos había llegado el abogado Frigerio, hombre siempre bien informado, íntimo del hermano del prefecto. Había corrido a la Scala para advertir que nadie se moviera de allí. Los Morzi se habían concentrado en varios puntos de la periferia y se disponían a converger en el centro. La Prefectura estaba ya prácticamente rodeada. Varios cuarteles de la policía se hallaban aislados y privados de medios de transporte. En resumen: la cosa estaba mal. Salir de la Scala, y más en traje de etiqueta, no era aconsejable. Mejor esperar. A los Morzi no se les ocurriría ocupar el teatro.
La nueva noticia, transmitida de boca en boca con sorprendente rapidez, causó enorme impresión en los invitados. Así pues, se había acabado el tiempo de las bromas. El murmullo se apagó y sólo siguió habiendo cierta animación en tomo a Grossgemüth, con quien no se sabía qué hacer. Su mujer, cansada, hacía ya una hora que había llegado al hotel en coche. ¿Cómo acompañarlo ahora a él por las calles sumidas, se suponía, en el desorden? Sí, era un artista, un anciano, un extranjero. ¿Por qué habrían de amenazarle? Pero siempre cabía la posibilidad. El hotel estaba lejos, enfrente de la estación. ¿Y si se le daba una escolta de policía? Probablemente sería peor.
Hirsch tuvo una idea:
-Escuche, doña Clara. Si pudiéramos encontrar algún pez gordo de los Morzi… ¿No ha visto a ninguno por aquí?… Sería un salvoconducto ideal.
-Ya veo… -asintió doña Clara meditando-. Claro que sí, ¿sabe que es una idea estupenda?… Y estamos de suerte… Hace poco me ha parecido ver a uno. Ningún peso pesado, pero al fin y al cabo un diputado es un diputado. Me refiero a Lajanni… Sí, sí, corro a ver.
El excelentísimo señor Lajanni era un hombre pálido y modesto en el vestir. Aquella noche llevaba un smoking de corte anticuado, camisa de dudosa frescura y uñas de luto. Encargado por lo general de trabajar en cuestiones agrarias, raramente iba a Milán y sólo unos pocos lo conocían de vista. Por lo demás, hasta entonces, en vez de correr al buffet, se había ido solo a visitar el Museo del teatro. Había vuelto al. salón hacía sólo unos minutos y se había sentado en un sofá algo alejado, fumando un Nazionali.
Doña Clara fue derecha hacia él. Éste se levantó.
-Dígame la verdad su señoría -dijo la Passalacqua sin más preámbulos-, ¿está usted aquí de guardia?
-¿De guardia? ¿He oído bien? ¿Y por qué habría yo de estar de guardia? -exclamó el diputado levantando las cejas para manifestar su estupor.
-¿Y usted me lo pregunta? ¡Mejor dígamelo usted, que es de los Morzi!
-Ah, es por eso… algo tengo que ver, sin duda… Y, para ser sincero, lo sabía todo con antelación… Sí, desgraciadamente conocía el plan de batalla.
Doña Clara, sin reparar en aquel «desgraciadamente», continuó con decisión:
-Escuche su señoría, comprendo que pueda parecerle un poco cómico, pero nos hallamos en una situación incómoda. Grossgemüth está cansado, quiere irse a dormir y no sabemos cómo hacerle llegar al hotel. Ya me entiende, hay alboroto en las calles… Nunca se sabe… un malentendido… un incidente… es un momento… Por otra parte, tampoco sabemos cómo explicarle la dificultad. Me parecería poco apropiado con alguien de fuera. Y luego…
Lajanni la interrumpió:
-En resumen, si no me equivoco, querrían que yo lo acompañara, que lo arropara con mi autoridad, ¿no es eso? Ja, ja… -rompió a reír de tal modo que doña Clara se quedó de piedra. Reía compulsivamente al tiempo que hacía un gesto con la mano derecha como diciendo que lo entendía, sí, que era una grosería reír así, que pedía disculpas, estaba desolado, pero el caso era demasiado cómico. Hasta que recuperó el resuello y se explicó-: ¡El último, muy señora mía -dijo con su pronunciación afectada, todavía sacudido por los hipos de la risa-… ¿sabe lo que quiere decir el último?… el último de cuantos están en la Scala, incluidos acomodadores y camareros… el último que puede proteger al bueno de Grossgemüth, soy precisamente yo!… ¿Mi autoridad? ¡Esa sí que es buena! ¿Pero sabe usted a quién liquidarían primero los Morzi de todos los que están aquí? ¿Lo sabe?… -y esperaba su respuesta.
-Pues no sé… -dijo doña Clara.
-¡Pues al que suscribe, muy señora mía! Arreglarían cuentas conmigo con absoluta prioridad.
-Es decir, que ha caído usted en desgracia, algo así… -dijo ella, que no tenía pelos en la lengua.
-Eso es precisamente.
-¿Pero así? ¿De pronto? ¿Esta noche?
-Sí. Son cosas que pasan. Exactamente entre el segundo y el tercer acto, en el curso de una breve discusión. Pero creo que lo tenían pensado hacía meses.
-Bueno, por lo menos no ha perdido usted el buen humor..
-Bueno, nosotros -explicó con amargura-… siempre estamos preparados para lo peor.. Es un hábito mental… Pobres de nosotros, sí no.
-Está bien. La embajada ha sido inútil, parece. Disculpe… y buena suerte, si me lo acepta… -añadió doña Clara volviendo la cabeza, pues ya se alejaba. «Nada que hacer», le anunció después al director. «Su señoría no nos sirve para nada… No se preocupe… Yo me encargo de Grossgemüth …»
Desde una cierta distancia, prácticamente en silencio, los invitados habían seguido el encuentro y habían cazado al vuelo algunas frases. Pero nadie abrió tanto los ojos como el viejo Cottes: aquel que ahora le Mataban como el Excelentísimo señor Lajanni no era otro que el misterioso señor que le había hablado de Arduino.
El coloquio de dolía Clara con el diputado de los Morzi y su desenvoltura, sumados al hecho de que fuera ella en persona a acompañar a Grossgemüth atravesando la ciudad, suscitaron muchísimos comentarios. Así pues, había algo de cierto en aquello que se rumoreaba hacía algún tiempo: que doña Clara intrigaba con los Morzi. Aparentando mantenerse ajena a la política, se bandeaba entre uno y otro campo. Algo lógico, por otra parte, sabiendo la clase de mujer que era. ¿Acaso no era perfectamente posible que, con tal de permanecer en su cargo, doña Clara hubiese previsto todas las eventualidades y se hubiera procurado entre los Morzi las amistades suficientes? Muchas señoras estaban indignadas. Los hombres, sin embargo, se inclinaban a disculparla.
Con todo, la partida de Grossgemüth con la Passalacqua, dando fin así a la recepción, acentuó la excitación general. Todo pretexto social para permanecer allí se había agotado. La ficción se venía abajo. Sedas, décolletés, fracs, joyas, todo el atalaje de la fiesta, adquirieron de pronto la amarga desolación de las máscaras una vez que ha terminado el carnaval, cuando la fatigosa vida de todos los días vuelve a hacer acto de presencia. Sin embargo, lo que había delante esta vez no era la cuaresma, sino algo mucho más temible que acechaba detrás del alba.
Un grupo salió a curiosear a la terraza. La plaza estaba desierta; los coches estaban adormecidos, más negros que nunca, abandonados. ¿Y los choferes? ¿Dormían acaso, invisibles, en el asiento trasero? ¿O también ellos habían huido para tomar parte en la revuelta? Pero las farolas lucían con normalidad, todo dormía y se aguzaban los oídos para advertir si algún lejano murmullo, algún eco de alborotos, algún rumor de columnas militares se aproximaba. No se oía nada. «¿Pero es que estamos locos?», chilló alguien. «¿Imaginan lo que pasará si ven todas estas luces? ¡No hay mejor reclamo!» Volvieron dentro y ellos mismos cerraron los postigos de fuera mientras otro iba a buscar al electricista. Al poco rato las grandes ararías del salón se apagaron. Los acomodadores trajeron una docena de candeleros que dejaron por el suelo. También esto pesó sobre los ánimos como un mal augurio.
Cansados, los hombre y las mujeres, como había pocos divanes, comenzaron a sentarse en el suelo después de extender en él los abrigos para no ensuciarse. Delante de un pequeño despacho cercano al Museo, donde había un teléfono, se formó una cola, También Cottes aguardó su turno, para intentar cuando menos advertir del peligro a Arduino. A su alrededor ya nadie bromeaba, nadie se acordaba ya ni de la Matanza ni de Grossgemüth.
Tuvo que esperar al menos tres cuartos de hora. Cuando se halló solo en el pequeño cuarto (allí, como no había ventanas, estaba encendida la luz eléctrica), tuvo que marcar tres veces el número, pues las manos le temblaban. Por fin oyó la señal de llamada. Le pareció un sonido amistoso, la tranquilizadora voz de su casa. Pero ¿por qué no respondía nadie? ¿Acaso Arduino no había vuelto todavía? Sin embargo, eran más de las dos. ¿Lo habrían detenido ya los Morzi? Apenas podía reprimir su ansiedad. Por Dios, ¿por qué no contestaba nadie? Ah, por fin.
-¿Sí? ¿Diga? -era la voz soñolienta de Arduino-. ¿Quién demonios es a estas horas?
-Sí -dijo su padre. Pero se arrepintió de inmediato. Cuánto mejor haber callado, pues en aquel instante se le había ocurrido que la línea podía estar intervenida. ¿Qué decirle ahora? ¿Aconsejarle huir? ¿Explicarle lo que estaba pasando? ¿Y si ésos estaban escuchando?
Buscó un pretexto anodino. Por ejemplo, que fuese en seguida a la Scala para convenir un concierto de piezas suyas. Pero no, Arduino habría tenido que salir. ¿Un pretexto trivial, entonces? ¿Que se había olvidado la cartera y que estaba preocupado? Peor. Su hijo no habría sabido lo que estaba pasando y los Morzi, que sin duda lo estaban escuchando, entrarían en sospechas.
-¿Oye? ¿Oye?… -dijo para ganar tiempo. Quizá lo único que pudiera ser decirle era que se había olvidado la llave del portal, la única justificación plausible e inocente para una llamada tan intempestiva-. Oye, mira, que me he dejado ahí las llaves. Dentro de veinte minutos estoy abajo -se apoderó de él una oleada de terror. ¿Y si Arduino bajaba a esperarlo a la calle? Quizá hubieran enviado a alguien a neutralizarlo y estuviera allí aparcado-. No, espera -rectificó-, espera a que yo llegue para bajar. Silbaré.
-Imbécil -se dijo- eso era decirle a los Morzi la forma más fácil de capturarlo-. Escúchame bien -dijo-, escúchame bien… no bajes hasta que no oigas que silbo el motivo de la Sinfonía románica… ¿Sabes cuál es, verdad?… Quedarnos así, pues. Cuídate.
Cortó la comunicación para evitar preguntas peligrosas. ¿Pero qué clase de lío había organizado? Arduino todavía en ayunas del peligro y los Morzi prevenidos. Era posible que entre ellos hubiera algún musicólogo que conociera la Sinfonía convenida. Quizá, cuando llegara, encontraría en la calle enemigos esperándolo. No había podido actuar de forma más estúpida. ¿Y si llamaba otra vez y hablaba claro? Pero en aquel momento la puerta se entreabrió y vio asomar el rostro receloso de una muchachita. Cottes salió enjugándose el sudor.
En el salón, apenas iluminado por las débiles luces, halló agravado el ambiente de desaliento. Señoras encogidas de frío, acurrucadas una junto a otra como podían en los divanes, suspiraban. Muchas se habían quitado las joyas más vistosas y las habían vuelto a meter en sus bolsos; otras, trabajando delante de los espejos, habían reducido sus peinados a formas menos provocadoras; otras se habían arreglado extrañamente con sus chales y sus velos para parecer casi penitentes. «Esta espera es horrible, mejor acabar con ella como sea.» «No, si esto era lo que faltaba… y yo que parecía que me lo oliera… Hoy teníamos que ir a Tremezzo, pero Giorgio dijo pero es un pecado perderse el estreno de Grossgemüth, digo pero nos esperan allí, no importa, dice, llamamos y lo arreglamos, a mí no me apetecía nada, y ahora, además, esta jaqueca… mi pobre cabeza…» «Oh, pero tú, perdona, no puedes quejarte, a ti te dejarán en paz, tú no estás comprometida…» «¿Sabes que Francesco, mi jardinero, dice que ha visto las listas negras con sus propios ojos?… Es de los Morzi… dice que hay más de cuarenta mil nombres sólo en Milán.»
«Dios mío, ¿será posible tal horror?… » «¿Hay algo nuevo?» «No, no se sabe nada.» «¿Viene gente?» «No, decía que no se sabe nada.» Alguna tiene las manos juntas como por casualidad y reza, otra cuchichea al oído de una amiga incesantemente, sin parar, como presa de algún frenesí. Y luego hombres tumbados en el suelo, muchos de ellos sin zapatos, con los cuellos desabrochados, las corbatas blancas colgando, fuman, bostezan, roncan, conversan en voz baja, escriben quién sabe qué con lápices de oro a la vuelta del programa. Cuatro o cinco personas que miran a través de las ranuras de las persianas hacen de centinelas, dispuestas a avisar de cualquier novedad que suceda fuera. Y en un rincón, solo, el Excelentísimo señor Lajanni, pálido, un poco encorvado, con los ojos como platos, que fuma Nazionali.
Sin embargo, durante la ausencia de Cottes la situación de los asediados había cristalizado de forma curiosa. Poco antes de que fuera a telefonear, se vio al ingeniero Clementi, el propietario de las griterías, pararse a hablar con Hirsch, el director, y luego alejarse un poco con él. Sin dejar de hablar, se dirigieron hasta el Museo del teatro y allí permanecieron varios minutos en la oscuridad. Luego Hirsch volvió al salón y murmuró algo sucesivamente a cuatro personas, quienes lo siguieron; se trataba de, Clissi, el escritor, la soprano Borri, un tal Prosdocitni, comerciante en tejidos, y el joven conde Martoni. El grupito se llegó hasta donde estaba el ingeniero Clementi, que se había quedado en la oscuridad, y allí se montó una especie de conciliábulo. Sin dar ninguna explicación, un acomodador fue más tarde a coger uno de los candeleros del salón y lo llevó a la pequeña sala del Museo adonde aquéllos se habían retirado.
El movimiento, en un principio inadvertido, despertó curiosidad, o más bien alarma; en aquel estado de ánimo, poco era menester para infundir sospechas. Aparentando ir a parar allí por casualidad, algunos se acercaron a echar una ojeada; y de ellos, no todos volvieron al salón. De hecho, Hirsch y Clementi, según el rostro que se asomaba a la puerta de la pequeña sala, callaban o bien invitaban a entrar de forma bastante apremiante. En poco tiempo el número de los secesionistas llegó a la treintena.
Conociendo de quién se trataba, no era difícil comprender. Clementi, Hirsch y compañía intentaban ir a la suya, pasarse de forma anticipada a los Morzi, dar a entender que no tenían nada en común con todos esos podridos ricachones que estaban en el salón de descanso. De algunos se sabía ya que en otras ocasiones, más por miedo, probablemente, que por sincera convicción, se habían mostrado tibios o indulgentes con la poderosa secta. En el caso del ingeniero Clementi, aun siendo de mentalidad despótica y patronal, no había nada de extraño, considerando que uno de sus hijos, que había renegado de sus padres, ocupaba por si fuera poco un puesto de autoridad en las filas de los Morzi. No hacía mucho que se había visto al padre entrar en el tabuco del teléfono, habiendo debido aguantar los que aguardaban fuera más de un cuarto de hora; se supuso que, viéndose en peligro, Clementi había pedido por teléfono ayuda a su hijo y que éste, no queriendo comprometerse de forma personal, le había aconsejado actuar por su cuenta de inmediato, reuniendo una especie de comité favorable a los Morzi, algo así como una junta revolucionaria de la Scala que luego, cuando llegaran, éstos reconocerían tácitamente y, lo que era más importante, pondrían a salvo. Después de todo, observó alguien, la sangre era la sangre.
Pero, por lo que se refería a muchos otros secesionistas, era como para hacerse cruces. Se trataba de típicos campeones de la casta que los Morzi odiaban por encima de cualquier otra; y a ellos o a gente como ellos podían imputarse muchos de los conflictos que demasiado a menudo ofrecían a aquéllos socorridos pretextos para la propaganda o la agitación. Y ahora, repentinamente, renegando de todo su pasado y de las palabras pronunciadas hacía pocos minutos, se ponían de parte de los enemigos. Evidentemente hacía tiempo que intrigaban en el campo adversario sin reparar en nada con tal de asegurarse una vía de escape llegado el momento oportuno; pero a hurtadillas, a través de terceras personas, para no quedar mal en el mundo elegante que frecuentaban. Cuando por fin había llegado la hora del peligro, se habían apresurado a quitarse la careta sin preocuparse de salvar las apariencias: al infierno las relaciones, las amistades lustres, la posición social, ahora se trataba de la vida.
La maniobra, si bien al principio avanzó en sordina, muy pronto optó por manifestarse con claridad con el fin de dejar definidas las respectivas posiciones. En la pequeña sala del Museo se volvió a encender la luz eléctrica y la ventana se abrió de par en par a fin de que se pudiera ver bien desde fuera y los Morzi supieran así en seguida, cuando llegaran a la plaza, que tenían allí amigos fieles.
De modo que, de vuelta en el salón, el maestro Cottes, al advertir el blanco resplandor que, reflejándose de uno en otro espejo, venía del museo y al oír el rumor de las conversaciones que allí se tenían, reparó en esta novedad. Con todo, no alcanzaba a entender las razones. ¿Por qué habían vuelto a encender la luz en el Museo y, en cambio, en el salón no? ¿Qué ocurría?
-¿Y qué hacen esos de allí? -preguntó por fin en voz alta.
-¿Que qué hacen? -alzó su simpática vocecita Liselore Bini, que estaba sentada en el suelo con la espalda apoyada en la de su marido-. ¡Bienaventurados los inocentes, querido maestro!… Esos maquiavelos han fundado la célula escalígera. No han perdido el tiempo. Apresúrese, maestro, el plazo de inscripción se cierra dentro de pocos minutos. Una gente estupenda, ¿sabe?… Nos han informado de que harán lo que sea necesario para salvarse… Ahora se reparten el pastel, dictan leyes, nos han autorizado a volver a encender las luces… vaya a verlos, maestro, vale la pena… Son formidables, ¿sabe?… Pedazo de puercos, asquerosos -levantó la voz-… juro que si salimos de esta…
-Vamos, Liselore, cálmate -le dijo su marido, que sonreía con los ojos cerrados, divirtiéndose como si aquello fuera una nueva clase de deporte de aventura.
-¿Y doña Clara? -preguntó Cottes notando que sus ideas se nublaban.
-Ah, siempre a la altura de las circunstancias, la cojita… Ha optado por la solución más genial, aunque más cansada… Doña Clara camina. Camina, ¿comprende? Pasea arriba y abajo… dos palabritas aquí, dos palabritas allí, y así, vayan como vayan las cosas, ella está en su sitio… no se decanta… no se pronuncia… no se compromete… un poco de aquí, otro poco de allí… una veleta… ¡nuestra sin par presidenta!
Era verdad. Una vez de regreso después de haber llevado a Grossgemüth al hotel, Clara Passalacqua seguía reinando, dividiéndose de forma imparcial entre los dos partidos. Y por ello fingía ignorar el fin de aquella reunión por separado, como si fuera un capricho de los invitados. Esto la obligaba, no obstante, a no detenerse, porque detenerse equivalía a una elección comprometedora. Iba y venía, tratando de animar a las señoras más alicaídas; suministraba más asientos y, con muy buen sentido, animó a tomar un generoso segundo piscolabis. Ella misma iba de acá para allá, cojeando, con las bandejas y las botellas, con tal de obtener en ambos campos un éxito personal.
-Chist, chist -advirtió en aquel momento uno de los centinelas apostados tras las persianas, y señaló hacia la plaza.
Seis o siete se precipitaron a ver. A lo largo de la fachada de la Banca Commerciale, proveniente de la vía Case Rotte, avanzaba un perro: parecía un perro callejero y, con la cabeza baja, rozando el muro, desapareció vía Manzoni abajo.
-¿Por ese has llamado? ¿Por un perro?
-Creía que detrás del perro…
De modo que la situación de los asediados estaba a punto de volverse grotesca. Fuera, las calles vacías, el silencio, paz absoluta, cuando menos en apariencia. Allí dentro, un panorama de desolación: decenas de personas ricas, estimadas y poderosas que, resignadas, soportaban aquella especie de humillación a causa de un peligro aún no demostrado.
Con el paso de las horas, el cansancio y el entumecimiento de los miembros iban en aumento, pero a algunos se les despejó la cabeza. Si los Morzi habían desencadenado la ofensiva, era muy extraño que no hubiese llegado todavía a la plaza de la Scala siquiera una simple avanzada. Y habría sido amargo pasar tanto miedo en balde. A la luz temblorosa de las velas, con una copa de vino espumoso en la diestra, se vio adelantarse hacia el grupo en que se hallaban las señoras de más consideración al abogado Cosenz, antaño célebre por sus conquistas y tenido todavía por algunas viejas damas por hombre peligroso.
-Queridos amigos, escuchen -declamó con voz insinuante-, es posible, digo que es posible, que mañana por la noche muchos de los que nos hallamos aquí nos encontremos, uso un eufemismo, en una situación crítica… -una pausa-. Pero también es posible, y no sabemos cuál de las dos hipótesis es más digna de consideración, que mañana por la noche toda Milán se desternille de risa al pensar en nosotros. Un momento. No me interrumpan… Evaluemos los hechos con serenidad. ¿Qué hay que nos haga creer que el peligro está tan próximo? Enumeremos los indicios. Primero: la desaparición en el tercer acto de los Morzi, del prefecto, del cuestor, de las autoridades militares. Pero ¿quién puede descartar, y perdóneseme la herejía, que estuvieran hartos de la música? Segundo: las noticias, llegadas de distintas partes, de que se disponía a estallar una revuelta. Tercero, y esto sería lo más grave: las noticias que se dice, repito, se dice, ha traído mi benemérito colega Frigerio, el cual, no obstante, se ha marchado poco después y en realidad debe de haber hecho acto de presencia muy brevemente, ya que casi ninguno de nosotros lo ha visto. No importa. Admitámoslo: Frigerio ha dicho que los Morzi habían comenzado a tomar la ciudad, que la Prefectura estaba rodeada, etcétera… Pero yo pregunto: ¿de quién ha sacado Frigerio a la una de la madrugada estas informaciones? ¿Es posible que le hayan transmitido noticias tan reservadas a una hora tan avanzada de la noche? ¿Y quién lo ha hecho? ¿Y por qué motivo? Mientras tanto, en los alrededores no se ha advertido, y son ahora más de las tres, ningún indicio sospechoso. No se han oído ruidos de ningún tipo. En conclusión, podemos permitirnos cuando menos ponerlo en cuarentena.
-¿Y por qué nadie ha conseguido tener noticias por teléfono?
-Justamente -prosiguió Cosenz después de haber tomado un sorbo de champagne-. El cuarto elemento preocupante es, por llamarlo así, la sordera telefónica. Todo aquel que ha intentado hablar con la Prefectura y la Cuestura dice que no lo ha conseguido o, por lo menos, que no ha obtenido ninguna información. Pero si ustedes fueran un funcionario a quien una voz desconocida o dudosa les preguntase a la una de la mañana cómo van las cosas en la ciudad, ¿qué responderían?, digo yo. Y esto, adviértanlo bien, en medio de una fase política sumamente delicada. Incluso los periódicos, es verdad, se han mostrado reticentes… Varios amigos míos de las redacciones no me han dicho más que vaguedades. Uno de ellos, Bertini, del Corriere, me ha respondido textualmente:
-Hasta ahora aquí no se sabe nada preciso.
-¿Y no preciso? -le he preguntado yo.
Y me ha contestado:
-No preciso, que no se entiende nada.
Yo he insistido:
-Pero ahí, ¿están preocupados?
Y ha contestado:
-No exactamente, al menos hasta ahora.
Tomó aliento. Todos lo escuchaban con el loco deseo de poder aprobar su optimismo. El humo de los cigarrillos se condensaba junto con un vago olor mezcla de transpiración humana y perfumes. Un rumor de voces agitadas llegó a la puerta del Museo.
-Para concluir -dijo Cosenz-, por lo que se refiere a las noticias por teléfono o, mejor dicho, a la falta de noticias, no me parece que sea como para alarmarse demasiado. Probablemente tampoco en los periódicos saben demasiado. Y eso significa que la tan temida revolución, si es que existe, todavía no se ha perfilado bien. ¿Se imaginan que los Morzi, con la ciudad en su poder, dejaran salir el Corriere della Sera?
Dos o tres rieron en medio del silencio general.
-Pero no acaban aquí las cosas. El quinto elemento preocupante podría ser la secesión de esos de allí -y señaló con un gesto hacia el Museo-. Vamos: ¿creen ustedes que serían tan imbéciles como para comprometerse de forma tan abierta sin la completa seguridad de que los Morzi iban a tener éxito? Ya sé, ya me lo han dicho: en el caso de que la revuelta fracasara, admitida la revuelta, no sería difícil hallar buenos pretextos para justificar esa conjura particular. Figúrense, el único problema que tendrían sería escoger: intento de enmascararse, por ejemplo; la táctica de las dos barajas, preocupación por el destino de la Scala, y demás… Escúchenme: esos de ahí, mañana…
Vaciló un instante. Permaneció con el brazo izquierdo levantado sin acabar. En aquel brevísimo momento de silencio, desde una lejanía que era difícil estimar, llegó un sordo estruendo: el fragor de una explosión que retumbó en el corazón de los presentes.
-Jesús, Jesús -gimió Mariú Gabrielli cayendo de rodillas-. ¡Mis niños!
-¡Han comenzado! -gritó otra, histérica.
-¡Calma, calma, no ha pasado nada! Parecen chiquillas! -intervino Liselore Bini.
Entonces el maestro Cottes se adelantó. Con el rostro alterado, el abrigo sobre los hombros, las manos aferradas a las solapas del frac, miró fijamente a los ojos al abogado Cosenz, y anunció de forma solemne.
-Me voy.
-¿Pero adónde? ¿Adónde se va? -preguntaron al mismo tiempo numerosas voces con una esperanza indefinible.
-A mi casa. ¿Adónde quieren que vaya? No aguanto más aquí -y avanzó en dirección a la salida. Pero se tambaleaba, se habría dicho que estaba borracho perdido.
-Pero ¿ya mismo? No, no, ¡espere! ¡Dentro de poco será ya de día! -gritaron a sus espaldas. Fue inútil. Dos de ellos le abrieron paso con las velas hasta abajo, donde un portero soñoliento le franqueó el paso sin reparos. «Telefonee», fue lo último que le dijeron. Cottes echó a andar sin responder.
Arriba, en el salón, la gente se abalanzó sobre los ventanales para espiar desde las rendijas de los postigos. ¿Qué pasaría? Vieron al anciano atravesar los raíles del tranvía; con pasos torpes, como si tropezara, encaminarse al parterre del centro de la plaza. Atravesó la primera hilera de coches detenidos y se adentró en la zona despejada. Súbitamente cayó de bruces, cómo si le hubieran dado un empujón. Pero, aparte de él, en la plaza no se veía un alma. Se oyó el impacto. Quedó tendido en el asfalto con los brazos extendidos y la cara contra el suelo. De lejos parecía una gigantesca cucaracha aplastada.
Todos los que lo vieron se quedaron sin respiración. Permanecieron quietos, pasmados del susto, sin decir una palabra. Luego se alzó un horrible grito de mujer: « ¡Se lo han cargado!».
Nada se movía en la plaza. Nadie salió de los coches que aguardaban para ayudar al viejo pianista. Todo parecía muerto. Y, por encima de todo ello, la opresión de una pesadilla inmensa.
-Le han disparado. He oído el tiro -dijo uno.
-¿Pero qué dice? Habrá sido el ruido de la caída.
-He oído el tiro, lo juro. Una automática, sé lo que digo.
Nadie lo contradijo. Permanecieron así, quién sentado, fumando desesperado, quién tirado en el suelo, quién pegado a los postigos, espiando. Sentían avanzar al destino, de forma concéntrica, desde las puertas de la ciudad hacia ellos.
Hasta que un resplandor vago de luz gris se extendió sobre los palacios adormecidos. Un ciclista solitario pasó con una bicicleta chirriante. Se oyó un fragor parecido al de los tranvías en la lejanía. Luego apareció en la plaza un hombrecillo encorvado que empujaba un carro. Con suma calma, partiendo del cruce con vía Marino, el hombre comenzó a barrer. ¡Bravo! Bastaron unos pocos escobazos. Con los papeles y la suciedad, barría también el miedo. Otro ciclista, un obrero a pie, una camioneta. Milán despertaba poco a poco.
No había pasado nada. Sacudido al fin por el barrendero, el maestro Cottes se incorporó resoplando, miró con asombro a su alrededor, recogió su abrigo del suelo y, tambaleándose, apretó el paso hasta su casa.
Con el alba filtrándose a través de las persianas, se vio entrar con pasos quedos y silenciosos en el salón de descanso a la vieja florista. Una aparición. Parecía que hubiera acabado de vestirse y empolvarse para una velada inaugural y que la noche hubiera pasado sobre ella sin marchitarla: el vestido de tul negro largo hasta el suelo, el velo negro, las negras sombras rodeándole los ojos, el cestillo colmado de flores. Atravesó por medio de la lívida asamblea y, con su melancólica sonrisa, tendió a Liselore Bini una gardenia inmaculada.
FIN