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Miguel y Jorge

[Cuento - Texto completo.]

Emilia Pardo Bazán

Encontráronse a orillas de un río del Paraíso, muy azul y muy manso, y complacidos de encontrarse, a un mismo tiempo se pararon y se saludaron cortésmente, mirándose con singular gozo. Y a fe que los dos tenían que ver, y aun en qué regocijar la vista.

Miguel llevaba descubierta su cara imberbe, de facciones enérgicas y finas, de tez blanca y sonrosada como la de una linda doncella. La alzada visera del yelmo resplandecía sobre su frente como una diadema, y los rubios cabellos en bucles serpentinos y elásticos, flotaban acariciando el cuello de marfil, que no tapaba la escotada gola de acero nielado de oro. Su ceñida loriga de escamas de plata señalaba con hermosas líneas las formas vigorosas y exquisitas de un gallardo torso. Las puntas de su banda de crespón carmesí, recamada de perlas se anudaban al costado y caían hasta la pierna desnuda bajo el rico faldellín. Dos gruesos topacios abrochaban la tobillera de sus sandalias y su puño derecho luciendo la valiente musculatura, afianzaba una lanza de bruñido fresno, con flecos de seda en torno de la moharra aguda y terrible. Las fuertes alas del arcángel eran de la pluma más suave y blanca, pero hacia la extremidad se teñían de viva púrpura, como si se hubiesen humedecido en sangre de los enemigos de Dios.

Jorge no tenía alas. Era un hombre, un grave guerrero, hermoso a su manera, digno de la franca admiración con que le miraba Miguel. Alto y membrudo, llevaba con marcial desembarazo, y como si no advirtiera su peso, el arnés entero de batalla, de coraza bombeada, añadido de brazales, rodilleras, quijotes, grebas, gorguera y yelmo, todo labrado a la milanesa, historiado, cincelado y deslumbrador. Al andar, las piezas de la armadura se entrechocaban y exhalaban un sonido vibrante y metálico. Airoso penacho de plumas coronaba el casco, que tenía por cimera un endriago de esmalte verde. El rostro de Jorge respiraba ardor y lealtad: pálido, de garzos ojos, una puntiaguda barba castaña lo hacía más varonil.

-¡Oh, Jorge, príncipe batallador! -dijo por fin el arcángel sonriendo dulcemente-. ¡Cuánto me place haberte encontrado! Ven, acompáñame, si es que alguna orden de nuestro rey no te lo prohíbe.

-Libre estoy y tiempo me sobra -respondió Jorge-. A poco más mi armadura se cubrirá de orín, y mi brazo no sabrá botar la lanza, ni descargar el fendiente mis puños. Ya he colgado el escudo del árbol de las Hespérides, y los inocentes angelitos, los muertos en edad temprana, se divierten en herirlo para oír el sonido claro y agudo del acero.

-Aún te invocan, Jorge -declaró con respetuoso acento Miguel-. Aún tu imagen ecuestre, en actitud de hundir el lanzón en la garganta del escamoso drago, se ostenta sobre pechos ilustres. Aún tu nombre se pronuncia con fe, para que detengas en su camino a la tarántula inmunda y venenosa, y la paralices hasta que sea aplastada. Contra todo lo vil, lo asqueroso, lo repulsivo, Jorge, a ti te llaman.

Departiendo así habían llegado a una gruta que abría su boca en un remanso del celeste río. Polvo de plata tapizaba el suelo y a trechos abrían sus cálices los gladiolos y se erguían las espadañas, semejantes a hoja de espada desnuda.

Las prismáticas estalactitas centelleaban como diamantes, y un manantial límpido ofrecía sus aguas deliciosas a los dos héroes, que al beberlas después de las batallas habían recobrado mil veces fuerzas y valor. Jorge no quiso beber, ¿para qué?; pero Miguel absorbió en el hueco de su mano un trago copioso. Después se sentaron en un trozo de cristal de roca, diáfano y puro como el aire.

-Ya sé -dijo Jorge pensativo- que me han hecho patrono de los caballeros y que es uso entre la gente poderosa y desocupada llevar una medalla fina con mi efigie en la cadena del reloj. Hasta las mujeres la lucen en brazaletes y dijes, broches y agujas. Ya sé también que me recuerdan cuando se desliza por la pared la medrosa sombra de la negra y velluda araña, a la cual mi nombre tiene la virtud de dejar inmóvil, encogida de pavor. Pero bien sabes, caudillo invencible, que entre todos ésos que ostentan la medalla de San Jorge no hay ninguno digno de ser recibido en la estrecha Orden de la caballería andante. ¡Digno de ser recibido! ¡Merecedores de ser expulsados casi todos!… ¿Cuál de ellos ha guardado castidad, palabra y honor? ¿Cuál ha amparado al huérfano, respetado a la doncella, protegido a la viuda, deshecho entuertos, atemorizado a follones y malandrines? ¿Cuál ha acometido sin temer, sin flaquear; sufrido hambre, sed y fatiga, despreciando la materia por seguir incesantemente la luz misteriosa del ideal? Príncipe Miguel, mi misión en la tierra ha concluido; mi espada puede romperse en dos pedazos, mi brillante armadura enmohecerse; ya nadie sigue mis pasos aplastando al eterno dragón de la maldad y de la vileza. En el garito infame he visto gente que ostentaba mi medalla caballeresca, y la he encontrado con horror, sirviendo de membrete de un papel perfumado con el odioso almizcle de las mujeres perdidas…

Miguel escuchaba a Jorge atentamente, serio y grave, el lindo rostro sonrosado como el de una doncella. No podía negar que las aseveraciones del gran príncipe eran fundadas. En efecto, las costumbres y los ritos de la caballería iban desapareciendo del mundo.

Volvióse por fin hacia Jorge, y con aquella tierna reverencia que demostraba él, espíritu puro e inmortal, al que sólo un mortal había sido en su vida terrena, dijo en voz más sonora y melodiosa que el ruido de la fuente de cristal cayendo en el pilón formado por las brillantes agujas de la roca:

-Tú puedes ya, príncipe, descansar en tu gloria. Para ti, lo más bello del mundo: los recuerdos, las torres góticas con bizarras almenas, las fortalezas que antes que rendidas abrasó el incendio, los vidrios de colores donde campea arrogante el heráldico blasón, las ejecutorias en que narran altos hechos el fino pincel del miniaturista, los viejos romances que entonaron los juglares y los troveros, las tumbas silenciosas donde duermen los que fueron invictos capitanes y caballeros sin miedo y sin tacha. Envaina la espada si quieres; yo no puedo. Los tiempos de la caballería pasaron; los del Espíritu Santo no pasan nunca.

Al hablar así, Miguel se volvió hacia la entrada de la gruta, en la cual acababa de aparecerse un soldado de sus milicias, un ángel de cuerpo tan transparente y fluido, que al través de él se veía el río, como se ve un trozo de cielo azul a través de una argentada nube.

-Ya me llaman -exclamó Miguel levantándose, requiriendo la lanza, que había dejado arrimada a la pared de la gruta, y embrazando el escudo de diamante que le presentaba el angélico escudero-. Bajo a la Tierra. Lucifer me pide batalla ahora, y dispara contra mí proyectiles hasta hoy no usados; sus armas son acuñadas monedas, y si no acudo, la pobre Humanidad sucumbiría, porque esta batalla es más recia que ninguna.

-¿Quieres que te siga, que pelee a tu lado? -preguntó con ansia Jorge, cuyas narices se dilataban y cuyos ojos chispeaban llenos de marcial fiereza.

-No, príncipe -respondió el arcángel, sonriendo-. ¡La táctica ha variado tanto desde que lidiabas tú! ¡Sé que sufrirías mucho si bajases a la tierra, patrón de los caballeros!



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