Mira el retrato…
¡Fíjate bien!:
en lo que tengo tras la sien
hay arrebato.
Y la sonrisa
que por el rostro pasea,
como enfermiza,
es pena fea.
¿No has observado
esta nariz?
Es un rarísimo desliz…
¡Vaya pecado!
En la garganta
ya casi pura
cantando canta
mi sepultura.
No he de ocultarte que por la frente
anda cautivo
un ser ausente,
peor que vivo.
Mira mi boca
—¿será de hada, será de bruja?—:
me la he cosido con una aguja;
herida antigua que se sofoca.
Jardín de rasos elementales,
ya no es un vino;
y aunque le corto ala y camino
tiene una furia, sufre unos males…
Aquí en el pecho
inútilmente, no sin razón,
loco, maltrecho,
mi corazón
el tiempo olvida;
por una estrella lo cambia todo,
y muy a su modo
hace la vida.
Estas orejas
guardan secretos interesantes,
músicas viejas,
voces de antes.
Lo que me pierde
y me aniquila
es la pupila
trágica, verde:
jade en que huyo,
mito en desgracia,
hoja de acacia,
luz de cocuyo.
A maravilla
el mármol finge
de alguna estatua, de alguna esfinge
esta mejilla;
y sin embargo
es suave y dulce como una pera
y sólo espera
un beso largo.
¿Y mi cabello?
Pobre tesoro,
pájaro bello,
lluvia de oro,
sube que sube
se enreda siempre con una nube.
Soy algo boba,
soy algo miope.
(Uno me daña y otro me roba);
pero ando en sueños siempre a galope.
¿Ves este cuello?
Pues se me enfría…
Lleva la muerte como un destello
de poesía.
Vida absoluta.
Hay cierta monja que nunca azoro,
hay cierta puta
aquí en mi carne. Con ambas lloro.
Cuando mañana se vuelva ayer
no haré del polvo un parentesco:
¡en el retrato siempre parezco
una mujer!
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