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Mirada

[Cuento - Texto completo.]

Rubem Fonseca

¿Una mirada puede cambiar la vida de un hombre? No hablo de la mirada del poeta que después de contemplar una urna griega pensó en cambiar de vida. Me refiero a transformaciones mucho más terribles.

No me gustaba comer, hasta que ocurrieron los episodios que relataré dentro de poco. Tenía dinero para alimentarme con los más finos y delicados manjares, sin embargo los placeres de la mesa no me atraían. Por varias razones, nunca había entrado en un restaurante. Era vegetariano y me gustaba decir que necesitaba solo de los alimentos del espíritu —música, libros, teatro. Lo que era una estupidez, como el Dr. Goldblum me probaría después.

Mi profesión es escribir, todos lo saben. No necesito decir el tipo de literatura que hago. Soy un escritor a quien los profesores de letras, en una de esas convenciones arbitrarias que imponen a los alumnos, llaman clásico. Y eso nunca me incomodó. Una obra es considerada clásica por haber mantenido, a través de los tiempos, la atención ininterrumpida de los lectores. ¿Qué más puede querer un autor? Que me llamen, pues, clásico, o bien, académico. Aun antes de comenzar a escribir ya prefería las obras de arte consagradas por el tiempo, creaciones que por la pureza y perfección de la forma y el estilo se volvieron inmortales. Afortunadamente, el acceso a los clásicos de la literatura y de la música no presenta las dificultades que existen, por ejemplo, en relación al teatro. Las tiendas de música y las librerías, por más pobres que sean, siempre ofrecen, junto con la basura abominable que acostumbran vender, las obras de uno u otro gran maestro. No hace mucho tiempo descubrí, en una librería donde pululaban los Sheldons y Robins, una bella edición de Orlando furioso, de Ariosto, en italiano, una perla en medio del chiquero. En cuanto al teatro la situación es desalentadora. Raramente se puede asistir a la puesta en escena de un Sófocles, un Shakespeare, un Racine, un Ibsen, un Strindberg. Lo que se ofrece comúnmente al espectador son los desechos del provinciano teatro americano o las mediocridades decadentes del teatro europeo —para no hablar del teatro brasileño, aprisionado en el suburbio sórdido de Nelson Rodrigues. El cine es un arte menor —si es que se puede llamar artística una manifestación cultural incapaz de producir una obra verdaderamente clásica. En cuanto a la ópera, yo la juzgo una diversión de burgueses ascendentes que encuentran refinada esa mezcla primaria de drama y canto que, en realidad, aun en el pasado reciente, satisfacía apenas las ansias culturales de la ralea.

Así pensaba en los tiempos en que me pasaba los días en casa escribiendo, oyendo Mozart y releyendo a Petrarca, o Bach y Dante, o Brahms y Santo Tomás de Aquino, o Chopin y Camões —la vida era corta para leer y oír todo lo que se encontraba a disposición del espíritu y la mente de un hombre como yo. Había una interesante sinergia entre música y literatura, que me propiciaba una fruición sublime.

Debo confesar que era también, antes de los episodios que relataré, casi un misántropo. Me gustaba estar solo y aun la presencia de la empleada, Talita, me incomodaba. Por eso ella había recibido instrucciones de trabajar como máximo dos horas al día, y después retirarse. Yo la despedía, transcurrido ese plazo, aunque el suflé de espinacas, que ella hacía diariamente, no hubiera quedado listo, para, de esta forma, poder escribir, y leer, y oír mi música, sin que nadie me incomodara.

Un paréntesis: cuando voy a escribir, primero preparo la mesa. Es algo muy simple —un mazo de hojas de papel artesanal de lino puro especial, fabricado “en los talleres de Segundo Santos en Cuenca”, que recibo regularmente de España (solo sé escribir en él, “los papeles contienen mezclas de lanas teñidas a mano, esparto, hierbas, helechos y otros elementos naturales”) y una pluma antigua, de aquéllas que tienen un depósito transparente de tinta. Nada más. Me hace gracia cuando oigo hablar de los idiotas que escriben en microcomputadoras.

Pero volvamos a la historia. Una tarde, mientras leía a Propercio al son de Mahler, me sentí mal y me desmayé. Cuando volví en mí me di cuenta de que había anochecido. Un repulsivo sudor frío cubría mi cuerpo, que temblaba en espasmódicas convulsiones cortadas por escalofríos que hacían chocar mis dientes, como si fueran castañuelas. En seguida comencé a tener visiones, a oír voces.

Tambaleándome, fui hasta el escritorio, cogí la pluma y escribí un poema. Después me desmayé nuevamente.

El médico, Dr. Goldblum, a quien consulté al día siguiente, me dijo que mi problema era inanición.

“Eso explica por qué las visiones ocurrieron después de que tomé un vaso de leche tibia con azúcar.”

“Los santos tenían visiones porque ayunaban, y ayunaban porque tenían visiones, un interesante círculo vicioso. Le voy a confesar una cosa: también me gustaría tener ese tipo de visiones, una vez por lo menos. Ahora voy a leer su poema”, dijo Goldblum.

Le había entregado el poema al médico, suponiendo que se trataba de un abyecto material semiótico que ayudaría a diagnosticar el estado de morbidez que había sufrido. Ahora que sabía que todo era una simple y pasajera crisis de inanición, ya no quería que el Dr. Goldblum leyera lo que había escrito en mi delirio; palabras groseras que los clásicos, con algunas excepciones (pensé en Gil Vicente, Rabelais), jamás usarían. Intenté arrancar el papel que el esculapio tenía en la mano, pero él fue más rápido y, protegiéndose tras su mesa, leyó el poema:

 

LOS TRABAJADORES DE LA MUERTE

 

(Para Mégnin y H. Gomes)

 

Joyce, James se emocionaba con la marca café
de caca en la braguita
(ni tan braguitas así, en aquel tiempo)
de la mujer amada.
Ahora la mujer ha muerto
(la de él, la suya y la mía)
y aquella mancha café de bacterias
empieza a tomar cuenta del cuerpo entero.
Atacan por turnos:
muca, muscina y califora, bellos nombres,
dan inicio al trabajo de la destrucción;
lucilia, sarcófaga y onesia
fabrican los olores de la putrefacción;
dermestestes (por fin un nombre masculino)
crea la acidez de la prefermentación;
fiofila, antomia y necrobia hacen
la transformación caseínica de los albuminoides;
tireófiro, lonchea, ofira, necroforus y saprinus
son la quinta invasión, dedicada a la fermentación;
urópode, tiroglifos, glicífagos, tracinotos y serratos
se consagran a la desecación;
anglosa, tineola, tirea, atageno, antreno
roen el ligamento y el tendón,
finalmente tenebrio y ptino acaban con lo que quedó
del hombre, gato y perro.
No hay quien resista a este ejército
contenido en una cagada.

 

“Muy interesante, se trata de una visión poética y delirante de un ayunador”, dijo Goldblum, quien confesó cometer, en las horas libres, sus versificaciones bisiestas. “Se parece a las cosas de Augusto dos Anjos.” Recitó solemnemente: “Gusano es su nombre oscuro de bautismo, jamás emplea el acérrimo exorcismo en su diaria ocupación funeraria, y vive en contubernio con la bacteria, libre de las ropas del antropomorfismo. ¿Lo recuerda?”.

Avergonzado por haber realizado una pieza de literatura tan mediocre y sospechosa, no supe qué decir.

Goldblum quiso saber cómo había aprendido el nombre de todas aquellas bacterias, pero yo no sabía cómo había ocurrido. Los escritores tenemos muchas cosas dentro de la cabeza, algunas olvidadas y abandonadas como trastes en la bodega de una casa. Cuando son recuperadas, nos preguntamos, ¿cómo vino a dar esto aquí? ¿Esto es mío?

Goldblum me sugirió un final “menos grosero” para el poema. Así:

 

finalmente tenebrio y ptino acaban con lo que quedó
del hombre, perro y jumento.
No hay quien resista a ese ejército
contenido en un excremento.

 

“Las palabras groseras no se llevan con la poesía”, dijo.

“Fue una pesadilla, las pesadillas son groseras”, me justifiqué.

Médico y paciente, en el consultorio con aire acondicionado, nos quedamos conversando tranquilamente sobre música, literatura, pintura, hasta que la enfermera, preocupada con el número creciente de clientes que esperaban ser atendidos, entreabrió la puerta, asomó la cabeza y dijo:

“Ya llegó el señor J. J. Monteiro Filho.”

“Dígale que espere.”

“Y también la señora Evangelina Abiabade.”

“Dígale que espere.”

“Y el ingeniero Bertoldo Pingler.”

“Que esperen, que esperen”, dijo Goldblum, irritado.

La enfermera desapareció, cerrando la puerta.

“Necesitas comer”, dijo Goldblum. “La cosa más creativa que el hombre puede hacer es comer. Tengo un gran respeto por la gula. Comer es vital —una obviedad a veces olvidada. El arte es hambre.”

Arte es hambre. En aquel instante no comprendí la profundidad de la frase de Goldblum.

“Vamos a cenar juntos hoy”, dijo. Goldblum acababa de separarse de su mujer y cenaba todas las noches fuera de casa, cambiando de restaurantes. “Paso por su casa a las ocho.”

No supe decir no. A fin de cuentas, Goldblum había sido muy gentil y atento conmigo, sería una falta de delicadeza no aceptar la invitación.

Ya en casa, aquella noche, estaba oyendo Schumann cuando Goldblum llegó. Goldblum, olvidaba decirlo, era un hombre gordo, con una gran barriga, calvo, de ojos redondos y húmedos.

“Te llevaré al restaurante que tiene el mejor pez de la ciudad”, dijo.

El restaurante tenía un enorme acuario lleno de truchas azuladas. Goldblum me llevó hasta el acuario.

“Escoge cuál de esas truchas quieres comer”, dijo, mientras mirábamos los peces nadando de un lado para otro. “La trucha es una carne ligera, no te hará mal.”

No tenía ganas de comer trucha, ni ninguna otra cosa.

“¿Qué criterio debo adoptar en mi elección?”, pregunté, para ser amable.

“El criterio es siempre el del sabor”, respondió Goldblum.

“¿Cuál es la más sabrosa?”

“A unos les gustan las grandes. A otros las pequeñas.”

Ante esa respuesta, que consideré idiota y evasiva, decidí que no comería trucha. Seguramente sabrían hacer ahí un suflé de espinaca.

Súbitamente percibí que una de las truchas me miraba. Nadaba de manera más elegante que las otras y poseía una mirada tierna e inteligente. La mirada de la trucha me dejó encantado.

“Qué bella es la mirada de esa trucha.” Señalé al pez.

Un camarero se aproximó, atendiendo al chasquido de los dedos de Goldblum.

“Ésta y ésta”, dijo Goldblum. El camarero metió una red en el acuario.

“¡No, no!”, grité, pero ya era tarde. Los dos peces habían sido atrapados y el camarero se retiraba con ellos hacia la cocina.

“No tengo hambre.”

“Comer y rascarse… Conoces el dicho…”, dijo Goldblum.

Las truchas fueron servidas aux amandes, junto con un trocken alemán (Goldblum me permitió solo una copa). Yo no quería comer. Fue preciso que Goldblum me insistiera varias veces.

“Necesita los nutrientes de este bello salmonídeo”, me convenció finalmente.

Coloqué, entonces, el primer pedazo en la boca. En seguida otro pedazo, y otro, y la trucha fue devorada por completo.

Comer aquella trucha, debo admitirlo, fue una experiencia de lo más agradable. No esperaba sentir un placer y una alegría tan grandes solo por ingerir un mísero pedazo de carne de pescado. Aun así, cuando Goldblum quiso fijar otra cita para cenar al día siguiente, me excusé, con un pretexto falso.

“Yo le llamo un día de éstos”, dije, íntimamente decidido a nunca más hablarle al médico.

Durante algunos días comí —en verdad dejé de comer— el suflé de Talita. Pensaba en la trucha, de una manera extremadamente compleja: en el gusto de la carne; en los elegantes movimientos del pez nadando en el acuario; en la extraña sensación que tuve al abrir la trucha con el cuchillo, como un cirujano, siguiendo las instrucciones de Goldblum; y pensaba, principalmente, en la mirada de la trucha respondiendo a mi mirada.

Mientras tanto, me sumergía en lucubraciones etológicas y literarias. Me acordaba del cuento de Cortázar en el que el narrador se convierte en axolotl, y en el cuento de Guimarães Rosa en el que él se transforma en un jaguar. Pero yo no quería convertirme en trucha: quería COMER una trucha de mirada inteligente.

Yo no conocía restaurantes y no me acordaba del nombre de aquél en que había comido la trucha con Goldblum. Fui a un restaurante, que anunciaba que se especializaba en pescados. Entré, inseguro, me senté y cuando el camarero se aproximó le pregunté por el acuario, pues quería escoger mi trucha. El camarero llamó al maître, quien me explicó que ellos no tenían acuario, pero que las truchas estaban frescas, habían llegado de la sierra de Bocaina aquel día. Desilusionado, pedí una trucha aux amandes, como la otra vez.

Mi decepción fue inmensa. El pescado no era igual al otro que había degustado con tanta emoción. No tenía cabeza, ni ojos. Le dediqué la misma atención meticulosa, separando las espinas de la carne y de la piel, pero, a la hora de comerlo, su sabor no era parecido al de la carne que había probado anteriormente. Era una carne insípida, sin carácter ni espíritu, insulsa, sin frescura, enfadosa, sin gracia, con un sabor de cosa diluida —un escalofrío atravesó mi cuerpo—, de cosa muerta.

Al día siguiente, con la guía telefónica frente a mí, llamé a todos los restaurantes de la ciudad, para saber cuáles de ellos tenían acuarios en donde los clientes pudieran escoger los peces que comerían. Anoté los nombres de todos y, aquel mismo día, fui a comer a uno de ellos.

Esta vez entré más confiado. Escogí, entre las muchas que nadaban nerviosamente en el acuario, una trucha parecida a la primera —en el color, en la elegancia de los movimientos y, sobre todo, en el brillo significativo de la mirada. Cuando la colocaron en mi plato sentí un estremecimiento tan fuerte que temí que los ocupantes de las mesas vecinas lo hubieran percibido. Al comerla, tuve la alegría de poder confirmar que su gusto era deliciosamente igual al de la primera.

Mi vida cambió desde ese día. Dispensé a Talita de hacer el suflé. Salía todas las noches a cenar en uno de los restaurantes con acuarios.

Algunos tenían también langostas y langostinos, que también llegué a comer, con gran placer, aunque estos animales tuvieran ojos menudos y opacos. Pero la fuerza vital que se desprendía de la carne sólida de ellos compensaba la falta de una mirada sensible e inteligente. Me sentía atraído por la robusta asimetría arcaica, por la monstruosa estructura prehistórica de esos crustáceos.

A partir de entonces, mientras oía música, durante el día, mi mente no vagaba más en nebulosas divagaciones poéticas: pensaba en lo que comería en la noche.

Los camareros ya me conocían. Sabían que solo comía truchas, langostas y langostinos sacados vivos del acuario. Pero un día, un camarero nuevo me preguntó qué quería comer.

“¿Existe alguna otra cosa?”, pregunté.

“Tenemos conejo a la cazadora, cabrito, carnero…”

“¿Dónde están?”, pregunté, mirando hacia el acuario.

“¿Dónde están?”, preguntó a su vez, perplejo, el camarero.

“Sí”, dije, “quiero verlos.”

“Están en la cocina”, dijo el camarero. “Un momentito.”

El camarero volvió con el maître, quien me reconoció.

“¿Hoy no quiere comer trucha? ¿Una langosta?”

“El camarero me sugirió conejo”, dije. “Nunca he comido conejo. ¿Es bueno?”

“Nuestro conejo es óptimo”, dijo el maître.

“Quisiera verlos.”

“¿Verlos?”

“Sí. Para escoger.”

“Para escoger”, repitió el maître.

“Sí. Como hago con las truchas y las langostas.”

“Ah, sí, sí, entiendo. Pero ocurre que los conejos ya están…”, iba a decir muertos, sentí que iba a decir muertos, pero se dio cuenta que eso tal vez le chocara a un cliente como yo, y prefirió decir “…condimentados.”

“¿Condimentados?”

“Sí, condimentados.” El maître sonrió, satisfecho, por haber conseguido inventar una metáfora tan eficiente. “Los conejos, al contrario de las truchas, tienen que condimentarse algún tiempo antes de ser degustados.”

“Entonces muéstreme los cabritos”, le dije. Tal vez influido por el camarero, había decidido comer, aquel día, un animal diferente, de tierra y no de agua.

“Con los cabritos es lo mismo. Ya están, eh, condimentados.”

“¿Dónde se encuentran?”

“¿Dónde?”, el maître sintió que estaba sudando; discretamente, con mucha rapidez, se limpió la frente con un pañuelo que sacó del bolsillo. “¿Dónde? En las fuentes.”

“¿Puedo verlos?”

“Sí. Pero no están enteros. Los cabritos son animales grandes, no sé si usted ya habrá visto alguno.”

“No, nunca. ¿Tienen cuernos?”

“Sí, tienen cuernos. Pero son pequeños, los cuernos. Los puede comer sin temor, les quitamos los cuernos.” Una sonrisa nerviosa y otra limpiada rápida a la frente. “Asados, con brócoli, son una delicia.” (No me dijo, pero lo supe después, que los cabritos se comen descuartizados.)

“¿Y los conejos? Tampoco he visto nunca un conejo.”

“Ésos no tienen cuernos.”

“Eso lo sé. Los animales que tienen cuernos son el buey, el cabrito, el rinoceronte.”

“La jirafa…”

“¿Tienen jirafa?”

“No, no, no tenemos. Lo que quería decir es que ellas también tienen cuernos. Un cuernito pequeño. Las jirafas.”

“¿Mayor o menor que el del cabrito?”

“Digo pequeño en comparación con su tamaño. Las jirafas son altas”, dijo el maître. Parecía muy perturbado. (La definición del Bluteau es que “la jirafa es un animal mayor que un elefante”.)

“Puede comer el conejo sin miedo”, dijo el maître cortando mis pensamientos. “Señor Abílio”, dijo al camarero que asistía al diálogo, “traiga un conejo a la cazadora para el caballero.”

Entonces comí aquella comida extravagante. Era un sabor inesperado, diferente de todo lo que había conocido hasta entonces.

Comí consciente, todo el tiempo, de la peculiaridad de aquel sabor, una dulzura que no era la de la miel, mucho menos la del azúcar, un gusto que me daba una inesperada sensación de gozo singular.

Al llegar a casa coloqué a Satie, ese rebelde, en el aparato de sonido, y me quedé imaginando cómo sería aquel plato delicado si pudiera escogerlo media hora antes de ser preparado, como hacía con las truchas y las langostas; qué placer gustativo me propiciaría si pudiera ver los ojos de los conejos antes de que murieran. Recordé las diferencias de sabor entre la trucha que habían puesto en mi plato, sin que la hubiera visto antes (y sin que ella me viera a mí), y aquéllas que yo escogía, luego de una lenta contemplación mutua. Truchas que seleccionaba, luego de mirar y percibir todo lo que ellas significaban, objetiva y subjetivamente, color, movimiento y, sobre todo, la furtiva y sutil mirada de respuesta —sí, la trucha me devolvía la mirada, subrepticiamente, una cosa tímida y al mismo tiempo suspicaz, astuta, que procuraba establecer conmigo una comunicación disimulada, secreta, seductora.

Al día siguiente volví al restaurante y dije que quería ver el conejo “condimentado”.

El maître, recalcitrante, me llevó a la cocina y me mostró el conejo que estaba puesto en una fuente de aluminio que sacó del refrigerador. El conejo estaba entero, sin cabeza y con un agujero donde deberían estar las vísceras. Eso no me sorprendió, sabía que los animales eran destripados antes de que fueran comidos. Las truchas también tenían tripas, lo mismo ocurría con las langostas.

El conejo decapitado me pareció una cosa fea, algo indefinido entre gato y perro, ya que la cabeza es la que distingue, en esos animales, a uno de otro, cuando están muertos y desollados. A un animal sin cabeza le falta algo muy importante, los ojos.

Comí el conejo que me habían mostrado, habiendo antes pedido al cocinero que me explicara cómo debía ser preparado aquel plato —conejo a la cazadora.

El cocinero me enseñó aún más cosas.

Fui a una tienda de la ciudad que vendía animales domésticos. Quería ver un conejo vivo. Había varios en la tienda, grises o blancos, y su mirada evasiva, dentro de las órbitas pequeñas, era difícil de captar.

Ah, qué animal tan mañoso, pensé. Uno de ellos era tan bonito que lo compré, aunque era más caro que los otros. Era un bello conejo de angora, de largos y sedosos pelos blancos.

De camino a casa, cargando el conejo en una caja de cartón, paré en un mercado para comprar zanahorias y papas.

El conejo no se interesó por las papas, pero, instalado en el tapete persa de la sala, comió las zanahorias con gran dedicación. Mientras oía a Brahms, me quedé contemplando la masticación silenciosa del conejo.

Con cuánta delicadeza se alimentan los animales, pensé. Evidentemente nunca vi a un puerco comiendo, pero supongo que ellos también, mientras comen, aunque puedan parecer más voraces que otros animales, según consta en la literatura, demuestran en ese acto, como todos nosotros, la fragilidad y belleza esenciales de su singular condición animal. El arte es hambre.

La mirada esquiva del conejo me incomodó un poco, le faltaba el candor, la franqueza de la mirada de la trucha. Pero tal vez fuera una cuestión de sensibilidad y perspicacia —¿pero quién, cuál sería más sensible y/o inteligente que el otro? Sabía que en el agua vivían algunos de los animales más inteligentes de la naturaleza; pero no se acostumbraba incluir a la trucha entre ellos, era conocida más por su energía física, por su vigor peripatético.

Yo no sabía nada sobre los conejos. Eran un misterio para mí. Pero sabía, ahora, matarlos y cocinarlos, de acuerdo con lo que el cocinero del restaurante me había enseñado.

Agarré al conejo por las orejas, con la mano izquierda. Las piernas del animal se distendieron, pero luego las encogió y me lanzó una mirada. Una mirada significativa y directa, ¡por fin!

“Gracias, gracias por esa mirada espontánea y cándida”, dije, siempre agarrando al conejo por las orejas. Coloqué los rostros, el mío y el del animal, frente a frente, muy próximos. Leí su mirada, una mirada de oscura curiosidad, de leve interés, como si lo que fuera a ocurrir no le importara. No era, pues, una mirada inquisitiva, de sondeo. Me están agarrando por las orejas, es todo lo que él debía estar pensando.

Con el canto de la mano derecha, los dedos extendidos y juntos, le di un golpe en la nuca. El cocinero me había asegurado que apenas un golpe sería suficiente para matar al animal.

Pero todos aquellos años que pasé comiendo irregularmente suflés de espinaca, y sentado escribiendo, y acostado oyendo o leyendo los grandes clásicos, habían contribuido muy poco al desarrollo de mi fuerza muscular. El conejo, al recibir el golpe, tembló y continuó con los ojos abiertos, ahora expresando un vago miedo. No era, todavía, un sentimiento irracional, el conejo sabía lo que estaba ocurriendo, que estaba a merced de un ente poderoso, que no podría huir y solo le restaba resignación.

Nos encaramos, uno al otro —el conejo temblando sin ningún pudor, los estoicos ojos desencajados.

Fueron precisos unos tres o cuatro golpes. Finalmente el conejo dejó de debatirse.

Quedé exhausto. Debe ser esto lo que siente el sujeto que gana el maratón, pensé al notar que, junto con la fatiga, sentía una ardiente euforia.

Coloqué la Novena sinfonía de Beethoven en el aparato y me fui, enteramente desnudo, a la bañera con el conejo, un cuchillo y dos ollas. Tenía recelo, aquel primer día, aún inexperto, de ensuciar la cocina de sangre al destripar y desollar al conejo, de acuerdo con las instrucciones del cocinero.

El cuchillo era filoso y no tuve muchas dificultades. Sentado desnudo en la bañera, desollé y destripé al lepórido. Al finalizar el trabajo, coloqué las sobras —tripas asquerosas, pieles, ganglios— en una olla. El conejo, listo para ser condimentado, en la otra.

En seguida lavé la bañera y tomé un largo baño tibio.

Luego del baño quedé inmaculadamente limpio, fui a la cocina, donde preparé el conejo, guisado con zanahorias y papas, ahora oyendo los Nocturnos de Chopin.

Finalmente el conejo estaba listo, frente a mí.

Comencé a saborearlo delicadamente, en pequeñas porciones. ¡Ah!, ¡qué placer tan excelso! Fue una lenta alimentación que duró la Júpiter, de Mozart, entera. Mozart no se habría molestado de que hubiera usado su música como mera tafelmusik, si supiera el gozo que sentí.

Después fui a cepillarme los dientes. Contemplé, a través del espejo, pensativo, la bañera. ¿Quién me había dicho que los cabritos tenían una mirada al mismo tiempo amable y perversa, una mezcla de pureza y depravación? ¿Y la mirada de los seres humanos? Hum… Aquella bañera era pequeña. Necesitaba comprar una mayor. Tal vez un jacuzzi, de los grandes, con chorros estimulantes.

Permanecí viendo mi rostro en el espejo. Miré mis ojos. Mirando y siendo mirado —una cosa finalmente irreflexiva, un eje de acero, lava de un volcán siendo expelida, nube interminable.

La mirada. La mirada.

*FIN*


Olhar”,
Romance negro e outras histórias, 1992


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