Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

Mongilet

[Cuento - Texto completo.]

Guy de Maupassant

En la oficina, Mongilet pasaba por ser un tipo especial. Era un empleado antiguo, buena persona, que no había salido de París nada más que una vez en su vida. Estábamos entonces en los últimos días del mes de julio, y cada uno de nosotros, los domingos, iba a solazarse en la hierba o a mojarse en el agua, en la campiña de los alrededores. Asnières, Argenteuil, Chatou, Bougival, Maisons, Poissy, tenían todos sus habituales y sus fanáticos. Se discutían con pasión los méritos y ventajas de todos aquellos lugares célebres y deliciosos para los empleados de París. Mongilet declaraba: «¡Atajo de borregos de Panurge! ¡Sí que es bonito el campo de ustedes!». Y nosotros le preguntábamos: «Y usted, Mongilet, ¿usted no sale a pasear jamás?

-Perdón. Yo, yo me paseo en ómnibus. Cuando termino de desayunar a gusto, sin apresurarme, en la cafetería que hay por debajo de casa, preparo mi itinerario con un plano de París y la guía de líneas y combinaciones. Luego, me encaramo a mi imperial, abro mi sombrilla, y ¡adelante, cochero! ¡Oh! veo cosas, ¡y muchas más que ustedes! Cambio de barrio. Es como si hiciera un viaje a través del mundo, hasta tal punto es diferente la gente de una calle a otra. Y conozco París mejor que nadie. No hay nada más divertido que los entresuelos. Lo que se ve en ellos, sólo en una ojeada, es inimaginable. Se adivinan las escenas de pareja sólo con ver la cara de un hombre que grita; uno se divierte al pasar por delante de un barbero que abandona la nariz de un señor completamente embadurnado de jabón para ir a mirar a la calle. Se le echan miraditas a las modistas, de ojo a ojo, sólo de broma, pues no da tiempo a bajarse. ¡Ah! ¡cuántas cosas pueden verse! Es teatro, y del bueno, del verdadero, el teatro de la naturaleza, visto al trote de dos caballos. ¡Caramba!, no cambiaría mis paseos en ómnibus por sus insulsos paseos por los bosques.

Le decíamos: «Pruébelos, Mongilet, venga alguna vez al campo, sólo para probar». Contestaba: «Ya estuve una vez, hace veinte años, pero no me cogerán allí de nuevo».

-Cuéntenos qué le pasó Mongilet.

-Como quieran. Así ocurrió la cosa: ¿Conocieron a Boivin, el antiguo empleado que llamábamos Boileau?

-Sí, perfectamente.

-Era mi compañero de despacho. Aquel granuja tenía un casa en Colombres y me invitaba a ir a pasar un domingo a su casa. Me decía: «Ven pues, Maculotte (me llamaba Maculotte de broma). Ya verás qué paseo tan bonito damos». Yo me dejé convencer como un idiota, y me marché una mañana, en el tren de las ocho. Llego a una especie de pueblo, un pueblo en medio del campo donde no hay nada que ver, y termino al fin por encontrar, al extremo de un pasillo, entre dos muros, una vieja puerta de madera con un llamador de hierro. Llamo. Espero bastante rato, y luego abren. ¿Qué fue lo que me abrió? En una primera ojeada no lo supe: ¿una mujer o una mona? Era vieja, era fea, envuelta en ropas viejas, parecía sucia y era mala. Aquello tenía plumas de ave en los cabellos y aspecto de querer devorarme. Preguntó:

“-¿Qué desea?

“-Busco al señor Boivin.

“-¿Y para qué quiere al señor Boivin?

“Yo me sentí incómodo ante el interrogatorio de aquella furia. Y dije: «Me está esperando». Ella prosiguió: «¡Ah! ¿es usted el que viene a almorzar?». Yo pronuncié un «Sí» tembloroso. Entonces, volviéndose hacia la casa, gritó con voz rabiosa: «¡Boivin, aquí está tu hombre!».

“Era la esposa de mi amigo. El compadre Boivin apareció enseguida en el dintel de una especie de barraca de yeso, cubierta de zinc que se parecía a una estufa. Tenía un pantalón de dril blanco lleno de manchas y un sombrero panamá grasiento. Tras haber estrechado mis manos, me condujo a lo que él llamaba su jardín; era, al extremo de un nuevo corredor formado por muros enormes, un pequeño bancal del tamaño de un pañuelo, y rodeado de casas tan altas que el sol no penetraba en él nada más que dos o tres horas al día. Pensamientos, claveles, alhelíes y algunos rosales agonizaban al fondo de aquel pozo sin aire y caldeado como un horno por la reverberación de los tejados.

“-No tengo árboles -decía Boivin- pero los muros de los vecinos me hacen el mismo papel. Tengo sombra como en un bosque.

“Luego me agarró por un botón de mi chaqueta y me dijo en voz baja: «Hazme un favor. Ya has visto a la parienta. No es cómoda, ¿sabes? Hoy, como te he invitado, me ha dado ropa limpia; pero si la ensucio, todo estará perdido; cuento contigo para regar las plantas». Acepté. Me quité la chaqueta, me remangué, y me puse a darle con toda la fuerza a una especie de bomba que silbaba, roncaba como un tuberculoso para soltar un hilillo de agua semejante al chorro de una fuente Wallace. Se necesitaron diez minutos para llenar una regadera. Estaba empapado. Boivin me guiaba: «Aquí, a esta planta, un poco más. Suficiente. A esta otra». La regadera, agujereada, chorreaba, y mis pies recibían más agua que las flores. El bajo de mi pantalón, empapado, se impregnaba de barro. Y veinte veces seguidas, volvía a empezar, me mojaba los pies, resudaba haciendo gemir el volante de la bomba. Y cuando, extenuado, quería pararme, el amigo Boivin, suplicante, me tomaba por el brazo y decía: «Una regadera más, una sola, y acabamos». Para agradecérmelo, me ofreció una rosa, una rosa grande que tan pronto como tocó mi ojal, se deshojó por completo dejándome, como decoración, una perita verdosa, dura como una piedra. Me quedé sorprendido, pero no dije nada.

“La voz lejana de la señora Boivin se escuchó: «¿Van a venir por fin? ¡Estoy diciendo que la comida está lista!». Nos dirigimos hacia la estufa. Si el jardín se encontraba a la sombra, la casa, por el contrario, se encontraba a pleno sol, y el segundo sudadero del Hammam era menos caluroso que el comedor de mi compañero.

“Tres platos, flanqueados de tenedores de estaño mal fregados, se pegaban sobre una mesa de madera amarilla. En medio, una fuente de loza contenía vaca cocida recalentada, con papas. Y nos pusimos a comer. Una gran jarra llena de agua, ligeramente tintada de rojo, atrajo mi atención. Boivin, confundido, dijo a su mujer: «Di pues, amiga mía, para esta ocasión, ¿no vas a darnos un poco de vino puro?». Ella lo miró furiosa: «Para que se emborrachen los dos, ¿no es cierto? Y se pasen todo el día berreando en mi casa ¡No, gracias!». Él se calló. Después del guiso trajo otro plato de papas aliñadas con tocino. Cuando acabamos ese nuevo plato, comido en silencio, ella dijo: «Esto es todo. Ya pueden marcharse». Boivin la contemplaba, estupefacto. «Pero… ¿y la paloma… la paloma que estabas desplumando esta mañana?». Ella se puso en jarras y dijo: «¿Es que acaso no tienen bastante? El hecho de que invites a alguien no es razón para devorar todo cuanto hay en la casa. ¿Qué es lo que yo voy a cenar esta noche, entonces?».

“Nos levantamos. Boivin me dijo al oído: «Espérame un minuto y nos largamos». Luego entró en la cocina a la que había regresado su mujer. Y le oí decir: «Dame un franco, querida». «¿Qué quieres hacer con un franco?». «No se sabe lo que puede ocurrir. Siempre es bueno tener dinero». Entonces gritó para que yo la oyera: «¡No, no te lo daré! Puesto que ese hombre ha almorzado en tu casa, lo menos que puede hacer es pagarte los gastos del día.»

“Boivin volvió a recogerme. Y como yo quería ser educado, me incliné ante la señora de la casa balbuciendo: «Señora… gracias… amable acogida…». Ella contestó: «Está bien. Pero no me lo vaya traer borracho, porque entonces tendrá que vérselas conmigo ¿sabe?». Y nos marchamos.

“Tuvimos que atravesar una llanura desnuda como una mesa, a pleno sol. Yo quise coger una planta a lo largo del camino y lancé un grito de dolor. Me produjo un daño tremendo en la mano. Llaman a esas hierbas ortigas. Además olía a estiércol por todas partes, hedía hasta levantarte el estómago. Boivin me decía: «Un poco de paciencia, ya llegamos a la orilla del río». Efectivamente, llegamos al borde del río. Allí olía a cieno y a agua sucia, y caía tal sol sobre el agua, que yo tenía los ojos abrasados. Le rogué a Boivin que entráramos en alguna parte. Me hizo entrar en una especie de casilla llena de hombres, una taberna de marineros de agua dulce. Me decía: «No tiene buen aspecto, pero se está muy bien aquí». Yo tenía hambre. Pedí una tortilla. Pero, he aquí que, desde el segundo vaso de vino, aquel miserable de Boivin perdió la cabeza y entonces comprendí por qué su mujer no le servía nada más que vino aguado. Peroró, se levantó, quiso demostrar su fuerza, se mezcló como pacificador en la pelea de dos borrachos que se pegaban y nos habrían matado a los dos si no hubiera intervenido el patrón.

“Me lo llevé, sujetándolo como se sujeta a los borrachos, hasta el primer matorral donde lo solté. Yo me dejé caer a su lado. Aparentemente me dormí. Sin duda había dormido bastante rato, pues cuando me desperté era ya de noche. Boivin roncaba a mi lado. Lo sacudí. Se levantó, pero estaba todavía achispado, aunque un poco menos, no obstante.

“Y ahí nos ven de nuevo en marcha, en la oscuridad, a través de la llanura. Boivin pretendía encontrar su camino. Me hizo girar a la izquierda, luego a la derecha, luego a la izquierda. No se veía ni cielo ni tierra y nos encontramos perdidos en medio de una especie de bosque de estacas que nos llegaban a la altura de la nariz. Al parecer era una viña con sus rodrigones. No había ni un punto de luz en el horizonte. Habíamos dado vueltas allí dentro tal vez una hora o dos, girando, dudando, extendiendo los brazos, locos, sin encontrar el final, pues sin duda debíamos volver sobre nuestros pasos constantemente. Al final, Boivin se dejó caer sobre un bastón que le desgarró la cara, y sin emocionarse permaneció sentado en el suelo, lanzando con todas sus fuerzas gritos prolongados y sonoros, mientras que yo gritaba: «¡Socorro!» con todas mis fuerzas, encendiendo cerillas para iluminar a nuestros salvadores y para darme ánimos. Finalmente, un campesino trasnochador nos oyó y nos devolvió al buen camino.

“Conduje a Boivin a su casa. Pero cuando iba a dejarlo a la entrada de su jardín, la puerta se abrió bruscamente y su mujer apareció, con una palmatoria en la mano. Me dio un susto horroroso. Luego, tan pronto como vio a su marido, al que debía estar esperando desde la caída de la tarde, gritó, se lanzó hacia mí: «¡Ah!, sinvergüenza, yo sabía muy bien que me lo traería borracho!». Les juro que me escapé corriendo hasta la estación, y como pensé que la furia me perseguía, me encerré en el retrete, porque no había ningún tren hasta media hora más tarde.

“Por eso no me casé nunca, y por eso no salgo nunca de París.”

FIN


Traducción de Esperanza Cobos Castro




Más Cuentos de Guy de Maupassant