En el más cariñoso lecho me siento morir, cuando en la naturaleza, toda mansa como jardín.
Muelle, el ala del ángel blanco ¡qué piedad, que ternura al fin!— primera vez roza mis hombros como el arco roza el violín.
Esta frescura de saber que también nos vamos de aquí, ¡qué novedad en la conciencia, qué persuasión blanda y sutil!
¡Qué conformidad, que tersura, qué dejarse ir! Sus filos y puntas los actos redondean al llegar a mí.
Ni la sangría del estoico que se amenguaba sin sentir, ni el áspid que penas besaba el botón de ansioso carmín:
Lento declive, y tan seguro —hinchado de sí— que ni da lugar a lamentos ni a temores, ni
siquiera al vago cosquilleo de ese minuto por venir en que se ha de abrir a mis ojos algo que se tiene que abrir.
¡Qué natural lo que se acaba cuando ya se acaba por sí! Voy con la razón satisfecha, dormido, contento, feliz.
¡Y yo que viví tantos años, tantos años como perdí, sin dar oídos a la esfinge que susurraba junto a mí!
Yo no sabía que la vida se reclina y se tiene así en esa gula de la nada que es su diván, es su cojín.
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