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Muerte en la montaña

[Cuento - Texto completo.]

Fredric Brown

Vivía en una cabaña en las laderas de una montaña. A menudo ascendía a la cumbre y miraba hacia el valle. Sus sandalias rojas parecían gotas de sangre sobre la nieve del pináculo.

En el valle, la gente vivía y moría. Él las miraba. Veía las nubes que, a la deriva, pasaban sobre la cima. Las nubes adquirían formas extrañas. A veces eran naves, castillos o caballos, Más a menudo eran cosas extrañas nunca vistas por nadie, excepto por él en sus sueños. Y, sin embargo, las reconocía en la formas de las errantes nubes.

De pie en la puerta de su cabaña, siempre miraba brotar el sol entre el rocío de la mañana. En el valle le decían que el sol no se elevaba, sino que la tierra era redonda como una naranja y giraba de tal modo que, cada mañana, el ardiente sol semejaba saltar hacia el cielo.

Él les preguntaba por qué giraba la tierra, por qué el sol quemaba y por qué no caían al vacío cuando la Tierra los ponía cabeza abajo. Le dijeron que era así ahora, porque así había sido ayer y el día de anteayer, y porque las cosas nunca cambiaban.

Por la noche miraba las estrellas y las luces del valle. Al toque de queda, las luces se desvanecían, pero las estrellas continuaban brillando. Estaban demasiado lejos para escuchar la campana.

Él contaba el tiempo transcurrido por medio de las estrellas y los tres días de sus progresos; para él, tres días hacían una semana. Para las gentes del valle, siete días eran una semana. Nunca soñaron con la tierra de Saarba, donde el agua fluye contra la corriente, donde las hojas de los árboles se encienden con una brillante flama azul y no se consumen, y donde tres días hacen una semana.

Una vez al año bajaba al valle. Hablaba con la gente, y algunas veces soñaba por ellos. Lo llamaban profeta, pero los chicos le arrojaban trozos de madera. No le gustaban los niños, porque en sus rostros podía ver escrito el mal que vivirían.

Había transcurrido ya un año desde la última visita al valle; entonces abandonó su choza y descendió de la montaña. Fue al mercado y habló a la gente, pero nadie le respondía o lo miraba. Les gritó, pero no se dieron por aludidos.

Extendió la mano para tocar el hombro de una mujer y llamar su atención, pero la mano pasó a través del hombro y ella continuó caminando. Entonces se dio cuenta de que había muerto en el transcurso de ese año.

Volvió a la montaña. Al lado del sendero vio una cosa que yacía donde él había caído una vez, para levantarse y continuar su camino. Se volvió al llegar al umbral de su cabaña y vio a la gente del valle transportando aquella cosa. Cavaron una fosa en la tierra y enterraron lo que llevaban.

Pasaron los días. Desde el umbral de su cabaña miró las nubes errando por las montañas. Las nubes adoptaban formas extrañas. A veces eran pájaros, espadas o elefantes. Con frecuencia eran cosas que solo veía él. Solo con verlas en la tierra de Saarba, donde el pan está hecho de polvo de estrellas, donde dieciséis libras hacen una onza y donde los relojes corren hacia atrás después de que oscurece.

Dos mujeres escalaron la montaña, entraron a la choza y miraron a su alrededor.

-No hay nada aquí -comentó la más vieja de las mujeres-. Ni siquiera sus sandalias.

-Regresa -le aconsejó la mujer joven-. Se hace tarde. Ven mañana, yo las encontraré.

-¿No tendrás miedo?

-El pastor cuida de sus ovejas -aseveró la joven.

La más vieja recorrió de vuelta el camino hacia el valle. Lo oscuridad descendió y la joven encendió una vela. Parecía temer a la oscuridad.

Él la miró, pero ella no lo veía. Sus cabellos eran negros como la noche, y sus ojos grandes y lustrosos, pero sus tobillos resultaban demasiado gruesos.

Se quitó la ropa y se tendió en la cama. En sueños se agitó con inquietud y las mantas cayeron al suelo. La vela todavía ardía sobre la mesa.

La luz de la llama se derramaba sobre un pequeño crucifijo negro que yacía en la blanca oquedad de sus senos, levantándose y descendiendo con su respiración.

Él escuchó la campana del toque de queda y supo que llegaba la hora de ir a la cima de la montaña, porque aquella era la tercera noche.

Una tempestad descendió sobre la montaña. El viento aulló alrededor de la cabaña, pero la mujer no despertó. Él salió a la tormenta. El viento era cruel como nunca. La mano del miedo oprimió su corazón. Sin embargo, la estrella esperaba. El frío se hizo más intenso; la noche, más negra. Un manto de nieve descendió sobre la montaña, cubriendo el punto donde él cayera.

Por la mañana, la mujer encontró las sandalias rojas en el deshielo de la nieve y las llevó consigo en su regreso al valle.

-Tuve un sueño extraño -le contó la mujer más vieja-. Un hombre torcido sobre una cruz.

La joven se persignó.

-¿El Cristo?

-No -negó la más vieja -. Gritaba acerca de Saarba y el olvido.

– No los conozco -confesó la joven-. No existen tales lugares.

-Eso gritaba -apuntó la más vieja-. Ahora lo recuerdo.

-Sueños, solo sueños -rió la joven.

La vieja se encogió de hombros. Las nubes adoptan extrañas formas. A veces son hileras de cisnes o árboles. Con frecuencia son cosas nunca vistas, salvo en la tierra de Saarba.

Las nubes son impersonales. Pasan rápidamente por las cúspides vacías.

FIN


“Death on the Mountain”, 1961


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