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 Pues, señor, dije yo, ya que es preciso 
puesto que así lo han dicho en el programa, 
que rompa ya la bendecida prosa 
que preparado para el caso había, 
y que escriba en vez de ella alguna cosa 
así, que parezca poesía, 
pongámonos al punto, 
ya que es forzoso y necesario, en obra, 
sin preocuparnos mucho del asunto, 
porque al fin el asunto es lo que sobra. 
Así dije, y tomando 
no el arpa ni la lira, 
que la lira y el arpa 
no pasan hoy de ser una mentira, 
sino una pluma de ave 
con la que escribo yo generalmente, 
violenté las arrugas de mi frente 
hasta ponerla cejijunta y grave 
y pensando en mi novia, en la adorada 
por quien suspiro y lloro sin sosiego, 
mojé mi pluma en el tintero, y luego 
puse ocho letras: «A mi amada». 
Su retrato, un retrato 
firmado por Valleto y compañía, 
se alzaba junto a mí plácido y grato, 
mostrándome las gracias y recato 
que tanto adonran a la amada mía; 
y como el verlo sólo 
basta para que mi alma se emocione, 
que Apolo me perdone 
si, dije aquí que me sentí un Apolo. 
Ella no es una rosa 
ni un ser ideal, ni cosa que lo valga; 
pero en verso o en prosa 
no seré yo el estúpido que salga 
con que mi novia es fea, 
cuando puedo decir que es muy hermosa 
por más que ni ella misma me lo crea; 
así es que en mi pintura 
hecha en rasgos por cierto no muy fieles, 
aumenté de tal modo su hermosura 
que casi resultaba una figura 
digna de ser pintada por Apeles. 
Después de dibujarla como he dicho, 
faltando a la verdad por el capricho, 
iba yo a colocar el fondo negro 
de su alma inexorable y desdeñosa, 
cuando al hacerlo me ocurrió una cosa 
que hundió mi plan, y de lo cual me alegro; 
porque, en último caso, 
como pensaba yo entre las paredes 
de mi cuarto sombrío, 
¿qué les importa a ustedes 
que mi amada me niegue sus mercedes, 
ni que yo tenga el corazón vacío? 
Si mi vida vegeta en la tristeza 
y el yugo del dolor ya no soporta, 
caeré de referirlo en la simpleza 
para que alguien me diga en su franqueza: 
«¡¿si viera usted que a mí nada me importa?!» 
No, de seguro, que antes 
prefiero verme loco por tres días, 
que imitar a ese eterno Jeremías 
que se llama el señor de Cervantes. 
Y convencido de esto, 
ya que era conveniente y necesario, 
borré el título puesto, 
y buscando a mi lira otro pretexto 
escrbí este otro título: «El santuario». 
¡El santuario!… exclamé; pero y ¿qué cosa 
puedo decir de nuevo sobre el caso, 
cuando en cada volumen de poesías, 
en versos unos malos y otros buenos, 
sobre templos, santuarios y abadías? 
Para entonar sobre esto mis cantares, 
a más de que el asunto vale poco, 
¿Qué entiendo yo de claustros ni de altares, 
ni que sé yo de sacristán tampoco? 
No, en la naturaleza 
hay asuntos más dignos y mejores, 
y más llenos de encantos y de belleza, 
y que he de escribir, haré una pieza 
que se llame: Los prados y las flores. 
Hablaré de la incauta mariposa 
que en incesante y atrevido vuelo, 
ya abandona el cielo por la rosa; 
ya abandona la rosa por el cielo, 
del insecto pintado y sorprendente 
que de esconderse entre las hierbas trata, 
y de el ave inocente que lo mata, 
lo cual prueba que no es tan inocente; 
hablaré… pero y luego que haya hablado 
sacando a luz el boquirrubio Febo, 
me pregunto, señor, ¿qué habré ganado, 
si al hacerlo no digo nada nuevo?… 
Con que si esto tampoco es un asunto 
digno de preocuparme una sola hora, 
dejemos sus inútiles detalles, 
ya que no hay ni un señor ni una señora 
que no sepa muy bien lo que es la aurora 
y lo que son las flores y los valles… 
Coloquemos a un lado estas materias 
que valen tan poco para el caso, 
y pues esto se ofrece a cada paso 
hablemos de la vida y sus miserias. 
Empezaré diciendo desde luego, 
que no hay virtud, creencias ni ilusiones; 
que en criminal y estúpido sosiego 
ya no late la fe en los corazones; 
que el hombre imbécil, a la gloria ciego, 
sólo piensa en el oro y los doblones, 
y concluiré en estilo gemebundo: 
¡Que haya un cadáver más qué importa al mundo! 
Y me puse a escribir, y así en efecto, 
lo hice en ciento cincuenta octavas reales, 
cuyo único defecto, 
como se ve por lo que dicho queda, 
era que en vez de ser originales 
no pasaba de un plagio de Espronceda. 
Como era fuerza, las rompí en el acto 
desesperado de mi triste suerte, 
viendo por fin que en esto de poesía 
no hay un solo argumento ni una idea 
que no peque de fútil, o no sea 
tan vieja como el pan de cada día. 
En situación tan triste 
y estando la hora ya tan avanzada, 
¿qué hago, dije yo, para salvarme 
de este grave y horrible compromiso, 
cuando ningún asunto puede darme 
ni siquiera un adarme 
de novedad, de encanto, o de un hechizo? 
¿Hablaré de la guerra y de la gente 
que enardecida de las cumbres baja 
desafiando al contrario frente a frente, 
y habré de convertirme en un valiente, 
yo que nunca he empuñado una navaja? 
No, señor, aunque estudio medicina 
y pertenezco a esa importante clase 
que no hay pueblo y lugar en donde no pase 
por ser la mas horrible y asesina, 
aparte de que en esto hay poco cierto, 
como lo prueba y mucho la experiencia, 
yo, a lo menos hasta hoy, me hallo a cubierto 
de que se alce la sombra de algún muerto 
a turbar la quietud de mi conciencia. 
Sobre los libros santos, se podría 
con meditar y con plagiar un poco, 
arreglar o escribir una poesía; 
pero ni esto es muy fácil en un día 
ni para hablar sobre esto estoy tampoco; 
porque en fiestas como esta, 
donde el saber está en su templo, 
salir con el Diluvio, por ejemplo, 
fuera casi querer aguar la fiesta; 
y como yo no quiero que se diga 
que he venido a tal cosa, 
ya que en mi numen agotado me hallo 
el asunto y el plan a que yo aspiro 
rompo mi humilde cítara, me callo, 
y con perdón de ustedes me retiro. 
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