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Napoleón

[Poema - Texto completo.]

José Zorrilla

«No hay más que yo; dobléguense las leyes
Ante la ronca voz de mis legiones;
Romperé el áureo cetro de los reyes
En su espantada frente a las naciones»

 D. JUAN DONOSO CORTÉS.

I

Dos gigantes los siglos nos trajeron,
Los dos en el desierto se encontraron;
Cuando grandes los dos se concibieron,
De hito en hito los dos se contemplaron.

Sentóse el hombre al pie del monumento,
Y el monumento dijo: Éste es el hombre;
Y el hombre, al ver desde tan alto asiento,
Esta es, dijo, la cifra de mi nombre.

De sus cañones el discorde arrullo,
Su altivo ser le trajo a la memoria.
«Aquí debí nacer», dijo su orgullo;
«Aquí debo morir», dijo su gloria.

Con sus ojos midió la vasta mole,
Y murmuró pasándolos al cielo:
«Quien allí su bandera no enarbole,
»Una oruga no más será en el cielo.

»¡No valen cien coronas una estrella,
»Ni valemos un sol todos los reyes!
»Que el tiempo airado la cerviz nos huella,
»El sol alumbra, y queman nuestras leyes.»

Unos grandes, allí su tumba abrieron,
E intentarlo era grande solamente;
Mas pensar, en su orgullo, no pudieron,
Que era sólo a sus pies tender la frente.

Allí depositaron sus despojos,
Por guardarlos así de ojos humanos,
Porque al mirar su tumba humanos ojos,
Se creyeran imbéciles o enanos.

«¡Aquí está Napoleón!», dijo pasando
De la inmensa pirámide las puertas;
Y las momias de Egipto, despertando,
Miraron por las urnas entreabiertas.

Las huecas calaveras, asombradas,
El gesto innoble a Napoleón tornaron:
«¡Aquí está Napoleón!», y atrailladas,
En derredor del vivo se juntaron.

Inclinaron las pardas osamentas
La seca frente y los desiertos ojos,
Para oírle, y cayeron macilentas,
A su tremenda voz, todas de hinojos.

Contó los esqueletos transparentes,
El vivo con los suyos triunfadores,
Y unió a los nombres de las calvas frentes,
Sus vasallos, monarcas o señores.

Y no encontrando a su grandeza leyes,
Gritó, hiriendo los huesos con la planta
«Yo soy emperador. ¡Fuera los reyes!»
Y su brillante voz la turba espanta.

Revolvió entonces la imperial mirada…..
Nada en el ancho cóncavo vivía.
Sólo su desdeñosa carcajada
Entre las tumbas resbalar se oía.

Grabó su nombre colosal en ellas,
Sello gigante de gigante gloria;
Porque, agobiado con sus hondas huellas,
Libro fuera el desierto de su historia.

Salió del corpulento cementerio,
Diciendo a los cadáveres hollados:.
«Napoleón vino a visitar su imperio.»
Y en el desierto entró con sus soldados.

Las sombrías pirámides le vieron
Cruzar el arenal con pie tranquilo;
Y allá a lo lejos saludarle oyeron,
Con asombrado adiós, al ronco Nilo.

II

El hombre no existe ahora,
Que el tiempo, al plegar las alas,
La lámpara de la vida,
El aire azotando apaga.
Las moles allí quedaron;
Y las osamentas calvas,.
En las urnas todavía,
La voz del ángel aguardan.
Ellas descansan tranquilas
En su portentosa estancia,
Que las cobija orgullosa
Como ataúd y montaña;
Y él duerme al pie de una roca,
Entre las ondas amargas,
Donde su nombre salpican
Las espumas y las algas;
Porque la isla compasiva
Le recogió en sus entrañas;
Donde con su peso abruma
La lápida hospitalaria
Al que quiso alzar el cielo
Sustentándolo en la espalda.
¿Quién es el gigante ahora?
¿Quién de los dos es la página,
Las moles de aquel desierto
o el nombre de las batallas?
Sobre ambos, los huracanes
Mugiendo y quemando pasan;
En ambos, el mismo cielo
Su noche y su luz derrama;
Ambos yacen solitarios,
Sin antorchas y sin guardas,
En palacios de reptiles,
Que en torno lentos se arrastran,
Sin respeto a su grandeza
Ni noticias de su fama.

«¡Aquí está Napoleón!», dice su nombre,
Sobre las moles del desierto escrito;
Y donde alguna vez firmó aquel hombre,
Todo nombre mortal quedó proscrito.

Delante de su nombre, anonadados,
Se olvidan hoy cuantos la tumba encierra,
Y su gloria y poder, desesperados,
Envidian los monarcas de la tierra.
Miró al nacer la miserable gente
A que el destino su destino amarra;
Y viéndose león, alzó la frente
Mostrando al mundo la robusta garra.

El mundo se humilló despavorido,
Y al rastro de su pie le ató altanero;
El mundo entero sorprendió atrevido,
Y un pueblo echó sobre él el mundo entero.

Numeró sus millones de soldados
Y trepó vencedor a la montaña;
Contó allí nuestros pueblos descuidados,
Y entre los suyos dividió la España.

Bajó osado y alegre a la llanura,
Como a la fiesta va galán mancebo,
Avaro de la sombra y la frescura
De su soñado territorio nuevo.

De este jardín que coronó de flores
Pródiga y perfumada primavera,
Do marcan el compás los ruiseñores
Del paso del arroyo en la pradera.

Donde brota entre juncos y espadañas,
Para dar sed, la fuente cristalina,
Y crece, al pie de las pajizas cañas,
Rica de olor, la rosa purpurina.

Donde el ardiente sol que nos da el día
Tiñe la tez, los ojos y el cabello
De la altiva morena que daría,
Antes que al yugo, a la cuchilla el cuello.

Pero en vez de las zambras bulliciosas
Y de lindas bellezas orientales,
Entre guirnaldas encontró de rosas
Hierros de lanzas y hojas de puñales.

Pirámide más dura que el desierto
Le mostró nuestro suelo en sus jardines,
Que supimos aquí doblar a muerto
Con copas de cristal en los festines.

No tiene, no, el león de ambas Castillas,
La doble garra por adorno vano;
Pirámides de lanzas y cuchillas
No admiten nombre, ni buril, ni mano.

III

¡¡Paz al coloso!! Formidable sombra,
Tal vez mi lengua te insultó importuna
No te ladra mordaz cuando te nombra:
Sólo quien te rindió fue la Fortuna.

Tú bien sabías que la inmensa mole
Que no llenan los hombres, es el cielo;
Quien allí su bandera no enarbole,
Una oruga y no más será en el suelo.

Él te enseñó que los colosos huella
El tiempo, al fin, con iracundas leyes;
Que cien tronos no valen una estrella,
Y no valéis un sol todos los reyes.

Dijiste: «Soy el grande de la tierra;
«No tengo en ella ya digno enemigo.),
Grande mi patria, te llamó a la guerra;
Porque eras grande tú, lidió contigo.



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