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Nedda

[Cuento - Texto completo.]

Giovanni Verga

El hogar doméstico era siempre a mis ojos una figura retórica, buena para encuadrar los afectos más dulces y serenos, como el rayo de luna para besar las rubias cabelleras; pero me sonreía al oír que el fuego de la chimenea es casi un amigo. Parecíame, en verdad, un amigo harto necesario, a las veces fastidioso y despótico, que poco a poco quisiera atarnos de pies y manos y arrastrarnos a su antro humoso para besarnos a la manera de Judas. No se me alcanzaba el pasatiempo de atizar al fuego, ni la voluptuosidad de sentirse inundado por el resplandor de la llama; no comprendía el lenguaje del leño crepitando desdeñoso o rezongando en llamaradas; no tenía acostumbrados los ojos a los caprichosos dibujos de las chispas, corriendo como luciérnagas sobre los ennegrecidos tizones a las fantásticas formas que al carbonizarse asume la leña, a las mil gradaciones de claroscuro de la llama azul y roja, que ora lame tímida o acaricia graciosamente, ora se eleva con orgullosa petulancia. Cuando me inicié en los misterios de las tenazas y el fuelle, me enamoré con grandes transportes de la voluptuosa ociosidad de la chimenea. Abandono pues, mi cuerpo sobre la butaca, junto al fuego, como dejaría un traje, encomendando a la llama el cuidado de hacer que mi sangre circule más cálida y que mi corazón lata con más fuerza, y a las chispas fugitivas que revolotean como mariposas enamoradas el que mantengan abiertos mis ojos, y hagan al par errar caprichosamente mis pensamientos. El espectáculo del propio pensamiento revoloteando vagamente en nuestro derredor, o abandonándonos para correr lejos, e infundir, sin que nos demos cuenta, soplos de dulzura y amargura en el corazón, tiene indefinibles atractivos. Con el cigarro medio apagado, entornados los ojos, las tenazas escapándose de los flojos dedos, vemos venir de lejos una parte de nosotros mismos y recorrer distancias vertiginosas; parécenos que pasen por nuestros nervios corrientes de atmósferas desconocidas; probamos, sonrientes, sin mover un dedo ni dar un paso, el efecto de mil sensaciones que nos harían encanecer y surcarían de arrugas nuestra frente.

Y en una de esas peregrinaciones vagabundas del espíritu, la llama, que se elevaba acaso sobrado cerca, me hizo ver de nuevo otra llama gigantesca, que había visto arder en el hogar inmenso de la hacienda del Pino, en las faldas del Etna. Llovía, y el viento bramaba encolerizado; las veinte o treinta mujeres que recogían la aceituna de la finca hacían humear sus faldas mojadas de la lluvia, ante el fuego; las alegres, las que tenían cuartos en el bolso, o estaban enamoradas, cantaban; las otras charlaban de la cosecha de aceituna, que había sido mala, de las bodas de la parroquia, o de la lluvia que les robaba el pan de la boca. La vieja mayorala hilaba, aunque no fuese más que porque el candil colgado de la campana del hogar no ardiese en balde; el perrazo color de lobo alargaba el hocico sobre las patas hacia el fuego, enderezando las orejas a cada gemido del viento. Luego, en tanto que hervía la sopa, el mayoral se puso a tocar un aire montañés, que se iban los pies tras él, y las mozas empezaron a saltar sobre el inseguro pavimento de la vasta cocina humeante, en tanto el perro rezongaba con miedo de que le pisaran el rabo. Revoloteaban las faldas alegremente, y las habas bailaban a su vez en la olla, murmurando entre la espuma que hacía surgir la llama. Cuando las mozas se cansaron, llególe el turno a las coplas.

—¡Nedda, Nedda la cantarina! —exclamaron varias —. ¿Dónde se ha escondido la cantarina?

—Aquí estoy —respondió brevemente una voz desde el más obscuro rincón, donde estaba acurrucada una moza sobre un haz de leña.

—¿Qué haces ahí?

—Nada.

—¿Por qué no has bailado?

—Porque estoy cansada.

—Cántanos uno de tus cantares.

—No, no quiero cantar.

—¿Qué tienes?

—Nada.

—Tiene que su madre se está muriendo —respondió uno de sus compañeras, como si hubiese dicho que le dolían las muelas.

La moza, que tenía la barba en las rodillas, miró a la que había hablado, con sus ojazos negros, brillantes, pero secos e impasibles, y volvió a bajarlos sin decir palabra, fijos en sus pies desnudos.

Entonces, dos o tres volviéronse hacia ella, mientras las otras se desbandaban charlando todos a la vez como urracas, festejando el rico cebo, y le dijeron:

—Si es así, ¿por qué has dejado a tu madre?

—Por encontrar trabajo.

—¿De dónde eres?

—De Viagrande; pero vivo en Ravanusa.

Una de las burlonas, la hija del mayoral, que estaba para casarse por Pascua con el tercer hijo del señor Jacobo, y que tenía una linda crucecita de oro al cuello, le dijo, volviéndole la espalda:

—¡No está lejos! ¡Un pájaro te traería la mala noticia!

Nedda le lanzó una mirada semejante a la que el perro acurrucado junto al fuego lanzaba a los zuecos que amenazábanle el rabo.

—¡No; el tío Juan habría venido a llamarme! —exclamó como respondiéndose a sí misma.

—¿Quién es el tío Juan?

—El tío Juan de Ravanusa; todos le llaman así.

—Mejor habría sido que el tío Juan de prestase algo, y no dejar a tu madre —dijo otra.

—El tío Juan no es rico, y ya le debemos diez liras. ¿Y el médico? ¿Y las medicinas? ¿Y el pan de cada día? ¡Ay, se dice muy pronto! —añadió Nedda moviendo la cabeza y dejando escapar por primera vez una entonación más dolorosa en su voz ruda, casi salvaje —¡Pero el ver desde la puerta ponerse el sol, pensando que no hay pan en la alacena, ni aceite en el candil, ni trabajo para el día siguiente, es una cosa muy amarga cuando se tiene a una pobre vieja enferma, sobre aquel camastro!

Y movía la cabeza después de hablar sin mirar a nadie, con los ojos secos, que delataban un dolor inconsciente, cual no sabían expresar los más habituados a las lágrimas.

—¡Las escudillas, muchachas! —gritó la mayorala, destapando la olla con aire triunfal.

Todas se agolparon en torno al hogar, donde la mayorala distribuía con paciente parsimonia el potaje de habas. Nedda esperaba la última, con su escudilla bajo el brazo. Al cabo, hubo sitio para ella también, y la llama la iluminó por entero.

Era una muchacha morena míseramente vestida; tenía esa timidez y tosquedad que dan la soledad y la miseria. Tal vez habría sido guapa si los trabajos y fatigas no hubiesen alterado en ella, no ya las nobles facciones de la mujer, pero incluso la figura humana. Eran sus cabellos negros, espesos, ensortijados, anudados apenas con un cordelillo; tenía unos dientes blancos como el marfil, y cierta grosera simpatía de facciones que hacía atrayente su sonrisa. Sus ojos eran negros, grandes, bañados en azulado flúido, que habríaselos envidiado una reina a aquella pobre muchacha acurrucada en el último escalón de la escala humana, a no estar ensombrecidos por la timidez de la miseria o a no haber parecido estúpidos por una triste y continua resignación. Sus miembros, aplastados por enormes pesos o desarrollado violentamente por penosos esfuerzos, eran toscos sin ser robustos. Hacía de peón cuando no tenía con qué transportar piedras en los terrenos en roturación; llevaba encargos a la ciudad por cuenta ajena o se empleaba en los trabajos más duros, estimados en aquellos lugares como inferiores a la dignidad humana. La vendimia, la siega, la recolección de la aceituna eran para ella fiestas, días de holgorio, un pasatiempo más que un trabajo. Bien es verdad que sacaba apenas la mitad de un buen jornal veraniego de peón, que le daba ¡sus sesenta y cinco céntimos!, los harapos que llevaba por vestido, haciendo grotesca lo que hubiera debido ser belleza femenina. La imaginación más despierta no hubiera podido figurarse que aquellas manos obligadas a un áspero trabajo cotidiano, a raspar entre el hielo o en la tierra ardiente, o en cambrones y grietas; que aquellos pies acostumbrados a andar desnudos sobre la nieve o por las rocas abrasadas de sol, a herirse en los espinos y a encallecerse en las piedras, hubieran podido ser bellos. Nadie era capaz de decir los años que tenía aquella humana criatura; la miseria le había agobiado desde niña con todos los trabajos que deforman y endurecen el cuerpo, el alma y la inteligencia. Tal había sucedido con su madre, con su abuela, y tal hubiera pasado con su hija. De sus hermanos en Eva bastaba que tuviese lo poco que necesitaba para entender sus órdenes y prestarlos los más humildes y duros servicios.

Nedda alargó su escudilla, y la mayorala le echó cuanto de habas quedaban en la olla, que no era mucho.

—¿Por qué vienes siempre la última? ¿No sabes que los últimos no tienen más que sobras? —le dijo a manera de compensación la mayorala.

La pobre muchacha bajó los ojos sobre el caldo negro que humeaba en su escudilla, como si mereciese el reproche, y se fue despacito, para que no se vertiese el contenido.

—Yo te daría de buena gana de las mías —díjole a Nedda una de sus compañeras, que tenía mejor corazón—; pero si mañana sigue lloviendo…, ¡la verdad!, no querría, además de perder el jornal, comerme todo mi pan.

—¡Yo no tengo ese miedo! —respondió Nedda con triste sonrisa.

—¿Por qué?

—Porque no tengo pan… Lo poco que tenía se lo he dejado juntamente con unos pocos cuartos a mi madre.

—¿Y vives solo con la sopa?

—Sí; estoy acostumbrada —respondió Nedda simplemente.

—¡Maldito tiempo, que nos roba el jornal! —imprecó otra.

—Toma, toma de mi escudilla.

—No tengo más hambre —respondió la cantarina torpemente, a modo de gracias.

—Tú, que maldices la lluvia de Dios, ¿es que no comes pan tampoco? —díjole la mayorala a la que había imprecado contra el mal tiempo —. ¿Qué, no sabes que lluvia de otoño quiere decir buen año?

Un murmullo general aprobó estas palabras.

—Sí; pero entre tanto son ya tres buenos medios jornales que su marido nos quitará de la cuenta de la semana.

Otro murmullo de aprobación.

—¿Has trabajado, por un casual, estos tres medios días para que se te paguen? —respondió triunfalmente la vieja.

—¡Es verdad; es verdad! —respondieron las demás, con ese sentimiento instintivo de justicia de las masas, aun cuando semejante justicia perjudique a los individuos.

La mayorala entonó el rosario; siguiéronse las avemarías con su monótono sonsonete, acompañadas de tal cual bostezo; después de la letanía se rezó por los vivos y por los muertos, y entonces los ojos de la pobre Nedda llenáronse de lágrimas y se olvidó de responder “amén”.

—¿Qué es eso de no contestar “amén”? —le dijo la vieja en tono severo.

—Pensaba en mi pobre madre, que está tan lejos —balbució Nedda tímidamente.

Luego, la mayorala dió las santas noches, tomó el candil y se marchó. Aquí y allá, por la cocina o en torno al fuego se improvisaron las yacijas en forma pintoresca. Las últimas llamas arrojaron vacilantes claroscuros sobre los diversos grupos. Era una buena hacienda aquella, y el amo no ahorraba, como tantos otros, habas para la sopa, leña para el hogar ni paja para las yacijas. Las mujeres dormían en la cocina, y los hombres, en el henar. Donde el amo es avaro, o pequeña la hacienda, hombres y mujeres duermen revueltos, como mejor pueden, en la cuadra o en otra parte, sobre la paja o sobre unos trapos; los hijos, junto a los padres, y cuando el padre es rico y tiene una manta de su propiedad, la extiende sobre su familia; el que tiene frío se pega al vecino, mete los pies en la ceniza caliente o se tapa con paja, ingeniándose como puede, luego de un día de trabajo, para empezar otro día de trabajo; el sueño es profundo, igual que un déspota benéfico, y la moralidad del amo no desdeña sino el trabajo de la muchacha que, próxima a ser madre, no pudiese cumplir las diez horas.

Antes de ser de día salieron las más madrugadoras a ver qué tiempo hacía, y la puerta, que giraba a cada momento sobre sus goznes, lanzaba ráfagas de lluvia y viento frío sobre los que, ateridos, dormían aún. A los primeros albores, el mayoral fue a abrir la puerta para despertar a los perezosos; que no es justo defraudar al patrón un minuto de las diez horas de jornal, porque para eso paga su buena tarja, y a veces tres carlinos (¡sesenta y cinco céntimos!) a más de la sopa.

¡Llueve!, era la palabra fastidiosa que corría de boca en boca con acento de mal humor. La Nedda, apoyada en la puerta, miraba tristemente los gruesos nubarrones color de plomo, que arrojaban sobre ella las lívidas tintas del crepúsculo. El día era frío y neblinoso; las hojas secas se desprendían, arrastrándose por entre las ramas, y revoloteaban un momento antes de caer en la tierra fangosa; el arroyuelo se empantanaba en un charco, donde se revolcaban voluptuosamente los cerdos; las vacas asomaban el negro hocico a través de la cancela que cerraba el establo, y miraban la lluvia que caía de sus ojos melancólicos; los pájaros, acurrucados bajo las tejas del alero, piaban lastimeramente.

—¡Otro día perdido! —murmuró una de las muchachas, hincándole el diente a un pan negro.

—Las nubes se separan del mar allá abajo —dijo Nedda extendiendo el brazo —; hacia mediodía tal vez cambie el tiempo.

—Pero el tunante del mayoral no nos pagará más que un tercio del jornal.

—Eso saldremos ganando.

—Sí; pero ¿y el pan que nos comemos?

—¿Y el daño que tendrá el amo de las aceitunas que se estropean y las que se pierdan en el barro?

—Es verdad —dijo otra.

—Pues prueba a coger ni una sola de las aceitunas que se habrán perdido dentro de media hora, para comértelas con tu pan seco, y verás lo que te da de más el amo.

—¡Claro, porque las aceitunas no son nuestras!

—¡Pero tampoco son de la tierra que se las come!

—¡La tierra es del amo! —respondió Nedda, con lógica triunfante y ojillos expresivos.

—Eso también es verdad —contestó otra que no sabía qué responder.

—Yo, por mi, preferiría que siguiese lloviendo todo el día, antes que pasarme la tarde a gatas, metida en el barro, en este tiempo, por tres o cuatro cuartos.

—¡A ti no te hace nada tres o cuatro cuartos! —dijo Nedda tristemente.

La noche del sábado, cuando llegó la hora de ajustar las cuentas de la semana, ante la mesa del mayoral, llena de papelotes y montones de dinero, a los hombres más alborotados pagóseles primero, después a las mujeres más resueltas, por último, y peor, a las tímidas e débiles. Cuando el mayoral le hizo su cuenta, Nedda vino a saber, que, quitando los dos días y medio de forzado reposo, le quedaban cuarenta cuartos.

La pobre muchacha no osó abrir la boca. Unicamente los ojos se le llenaron de lágrimas.

—¡Quéjate además, llorona! —gritó el mayoral, que gritaba siempre, como mayoral concienzudo que defiende los cuartos del amo —. ¡Después que te pago como a las otras, a pesar de que eres más pobre y más pequeña que las demás, y de que te pago un jornal como ningún amo paga en toda la tierra de Pedara, Nicolosi y Trecastagni, tres carlinos y la sopa!

—Si no me quejo… —dijo tímidamente Nedda, guardándose los pocos cuartos que el mayoral, para aumentar su valor, había contado uno por uno —. La culpa ha sido del mal tiempo, que me ha quitado la mitad de lo que habría podido sacar.

—¡Pues enfádate con Dios! —dijo el mayoral ásperamente.

—Con Dios, no… conmigo, que soy tan pobre.

—Págale entera su semana a esa pobre muchacha —dijo al mayoral el hijo del amo, que asistía a la recolección de la aceituna —. Total son muy pocos cuartos de diferencia.

—No se le debe dar más que lo que es justo.

—¡Pero si te lo digo yo!

—Todos los propietarios de alrededor nos harían la guerra a usted y a mí si “hiciésemos esas novedades”.

—¡Tienes razón! —respondió el hijo del amo, que era un rico propietario y tenía muchos vecinos.

Nedda recogió los pocos harapos que eran suyos y dijo adiós a la compañía.

—¿Te vas a Ravanusa a estas horas? —le dijeron algunas.

—¡Mi madre está mala!

—¿No tienes miedo?

—Sí; tengo miedo por los cuartos que llevo en el bolsillo; pero mi madre está mala, y como ya no tengo que trabajar aquí, me parece que no podría dormir si me quedase una noche más.

—¿Quieres que te acompañe? —le dijo en son de burla el zagal.

—Voy con Dios y la Virgen —contestó simplemente la pobre muchacha, emprendiendo el camino con la cabeza baja.

El sol se había puesto tiempo hacía, y las sombras ascendían rápidamente hacia la cima de la montaña. Nedda andaba ligera, y cuando las tinieblas se hicieron profundas, empezó a cantar como un pájaro asustado. A cada diez pasos volvíase aterrorizada, y cuando una piedra removida por la lluvia resbalaba de una tapia abajo, o el viento le salpicaba la cara a modo de pedrisco con la lluvia recogida en las hojas de los árboles, se detenía temblorosa como una cabra perdida. Un buho la seguía de árbol en árbol, con su canto lastimero, y ella, contenta de la compañía, le hacía el reclamo para que el pájaro no se cansase de seguirla. Cuando pasaba ante una capillita, junto a la puerta de alguna hacienda, se detenía un instante en la vereda para rezar a toda prisa un avemaría, con cuidado de que no se le echase encima, desde la tapia, el perro guardián, que ladraba furiosamente; luego seguía más apresurada, volviéndose dos o tres veces a mirar el farolillo que ardía en homenaje a la santa, alumbrando al propio tiempo al mayoral, cuando volvía tarde del campo. Aquel farolillo le daba ánimos y le hacía rezar por su pobre madre. De cuando en cuando un doloroso pensamiento le encogía el corazón con súbito ahogo, y entonces echaba a correr, cantaba en voz alta para aturdirse, o pensaba en los alegres días de la vendimia, o en las noches de verano, cuando con la luna más hermosa del mundo se volvía del llano saltando tras la cornamusa que sonaba alegremente; mas su pensamiento corría siempre hasta la mísera yacija de su enferma. Tropezó en una esquirla, de lava cortante como una navaja de afeitar, y se hirió un pie; la obscuridad era tan densa, que en las revueltas del sendero la pobre muchacha dábase muchas veces contra una tapia o un seto, y empezaba a perder ánimos y a no saber dónde se encontraba. De pronto, oyó el reloj de Punta, que daba las nueve, tan cerca, que le parecía como si las campanadas cayesen sobre su cabeza. Nedda sonrió como si un amigo la hubiese llamado por su nombre en medio de una muchedumbre de extranjeros.

Tomó alegremente el camino del pueblo, cantando a todo voz su canción, apretando en la mano, dentro del bolsillo del delantal, sus cuarenta cuartos.

Al pasar por delante de la botica, vió al boticario y al notario, que, muy abrigados, jugaban a las cartas. Un poco más allá encontró al pobre loco de Punta, que recorría la calle de un lado a otro, metidas las manos en los bolsillos, canturreando el cantar que desde hace veinte años le acompaña en las noches de invierno y en los mediodías caniculares. Cuando llegó a los primeros árboles de la recta avenida de Ravanusa, topó con una yunta de bueyes, que iban rumiando tranquilamente, con lento paso.

—¡Ohé, Nedda! —gritó una voz conocida.

—¿Eres tú, Janu?

—Sí; yo soy; con los bueyes del amo.

—¿De dónde vienes? —preguntó Nedda sin detenerse.

—Vengo de la Plana. He pasado por tu caso. Tu madre te está esperando.

—¿Cómo está mi madre?

—Lo mismo.

—¡Que Dios te bendiga! —exclamó la muchacha, como si hubiese tenido peores noticias, y empezó a correr de nuevo.

—¡Adiós, Nedda! —le gritó Janu.

—Adiós —balbució de lejos Nedda.

Le pareció que las estrellas brillaban como soles; que los árboles, uno por uno, extendían las ramas para protegerla, y que los guijarros del camino le acariciaban pies doloridos.

Al día siguiente, que era domingo, hubo la visita que el médico concedía a sus enfermos pobres el día que no podía consagrarse a sus haciendas. Una visita triste, en verdad, porque el bueno del doctor no estaba acostumbrado a gastar cumplidos con sus clientes, y en la casucha de Nedda no había antecámara ni amigos a quienes anunciar el verdadero estado de la enferma.

El mismo día se siguió una triste función; fueran el cura con roquete, el sacristán con los Santos Oleos, y dos o tres comadres murmurando no sé qué rezos. La campanilla del sacristán difundía su agudo sonido por los campos, y los carreteros, al oírla, paraban sus mulas en medio del camino y se quitaban la gorra. Cuando Nedda la oyó por la pedregosa senda, tiró de la colcha toda rota de la enferma, para que no se viese que no tenía sábanas, y puso su mejor delantal blanco sobre el cojo velador, afianzado con dos ladrillos. Luego, en tanto el cura cumplía su deber, se arrodilló a la puerta, balbuciendo maquinalmente unas oraciones, mirando como entre sueños aquella piedra ante el umbral en que su viejecica solía calentarse al sol de marzo, y escuchando distraídamente los sólitos ruidos de la vecindad y el vaivén de toda aquella gente, que hacía sus menesteres sin angustias ni penas. El cura se marchó, y el sacristán esperó en vano a la puerta a que le dieron la acostumbrada limosna para los pobres.

El tío Juan vió ya muy tarde aquella noche a Nedda corriendo por el camino de Punta.

—¡Eh! ¿Adónde vas a estas horas?

—Voy por una medicina que ha mandado el médico.

El tío Juan era económico y gruñón.

—¡Más medicinas —murmuró —, después de haber mandado la medicina de la unción! ¡Como que ésos van a medias con el boticario para chuparles la sangre a los pobres. Oye lo que te digo, Nedda, ahórrate esos cuartos y ve a estarte con tu vieja.

—¡Quién sabe si le hará bien! —respondió tristemente la muchacha, bajando los ojos y apretando el paso.

El tío Juan contestó con un gruñido. Luego le gritó:

—¡Eh, tú, cantarina!

—¿Qué quiere usted?

—Yo iré a la botica. Iré más de prisa que tú, no lo dudes. Entre tanto, no dejarás sola a tu madre.

A la muchacha se le saltaron las lágrimas.

—¡Que Dios le bendiga! —le dijo, y quiso ponerle el dinero en la mano.

—Los cuartos me los darás luego —respondió ásperamente el tío Juan, y se dió a andar con las piernas de sus veinte años.

La muchacha volvió a su casa y le dijo a su madre:

—Ha ido el tío Juan —y lo dijo, cual no solía, con voz dulce.

La moribunda oyó el sonido de los cuartos que Nedda dejaba sobre el velador, y la interrogó con los ojos.

—Me ha dicho que después se los daré —respondió la muchacha.

—¡Que Dios le pague su caridad! —murmuró la enferma —. Así no te quedarás sin un céntimo.

—¡Ay, madre!

—¿Cuánto le debemos al tío Juan?

—Diez liras. ¡Pero no tenga miedo, madre; yo trabajaré!

La vieja la miró largo rato, semiapagada ya la vista, y después la abrazó sin decir palabra. Al día siguiente fueran los enterradores, el sacristán y las comadres. Cuando Nedda hubo colocado a la muerta en el ataúd, con sus mejores ropas, le puso entre las manos un clavel florecido dentro de un puchero roto, y el más lindo mechón de sus cabellos; le dió a los sepultureros los pocos cuartos que le quedaban para que la llevasen con modo y no zarandeasen demasiado a la muerta por la pedregosa senda del cementerio; luego arregló el camastro y la casa, colocó sobre el vasar el último vaso de medicina, y fue a sentarse en el umbral de la puerta, mirando el cielo.

Un pardillo, el friolero pajarillo de noviembre, se puso a cantar entre la leña seca que coronaba la tapia frontera y la puerta, y saltando entre los espinos y el rastrojo, la miraba con maliciosos ojillos, cual si quisiera decirle algo. Nedda pensó que su madre le había oído cantar el día antes. En el huerto de al lado había unas aceitunas por el suelo, y las urracas iban a picotearlas; ella las había espantado a pedradas para que la moribunda no oyese su fúnebre graznido; ahora las miró impasible, y no se movió, y cuando por el camino próximo pasaron los vendedores de altramuces, el vinatero o las carreteros, hablando a gritos para sobrepujar el ruido de los carros y de las sonajas de las mulas, se decía: “Ese es Fulano; aquel es Mengano.” Al sonar el Avemaría y encenderse la primera estrella de la tarde, recordó que ya no tenía que ir a Punta por la medicina; y a medida que los ruidos fueran perdiéndose en el camino y cayendo las tinieblas sobre el huerto, pensó que ya no tenía necesidad de encender la luz.

El tío Juan se la encontró de pie, ante la puerta. Se había levantado al oír pasos por la senda, porque ya no esperaba a nadie.

—¿Qué haces aquí! —le preguntó el tío Juan.

Ella se encogió de hombros y no contestó.

El viejo se sentó a su lado, en el umbral, y no dijo más.

—Tío Juan —dijo la muchacha, luego de largo silencio —; ahora ya no tengo a nadie y puedo ir lejos a buscar trabajo; me iré a la Roccella, donde aun dura la recolección de la aceituna, y a la vuelta le devolveré los dineros que nos prestó.

—¡Yo no he venido a pedirte tus dineros! —le respondió, ofendido, el tío Juan.

La muchacha no habló más, y entrambos se quedaron callados, oyendo cantar al buho. Nedda pensó que tal vez era el de dos noches antes, y sintió que se le apretaba el corazón.

—¿Tienes trabajo? —preguntó al cabo el tío Juan.

—No; pero ya encontraré algún alma caritativa que me lo dé.

—He oído decir que en Aci Catena pagan a las mujeres, por empaquetar la naranja, a razón de una lira diaria, sin sopa, y he pensado en seguida en ti; ya has hecho ese oficio en mayo pasado y debes estar práctica en ello. ¿Quieres ir?

—¡Ojalá!

—Sería menester que mañana, con el alba, estuvieras en el jardín del Mirlo, en la revuelta del atajo que va a Santa Ana.

—Puedo marchar esta noche. Mi pobre madre no ha querido costarme muchos días de descanso.

—¿Sabes el camino?

—Sí; ya preguntaré.

—Pregúntale al mesonero de la carretera de Valverde, pasado el castañar, a la izquierda del camino. Pregunta por el señor Vinivannu, y dile que vas de mi parte.

—Así lo haré —dijo la pobre muchacha.

—He pensado que no tendrías pan para la semana —dijo el tío Juan, sacando un pan moreno del fondo de su bolsillo y dejándolo sobre el velador.

Nedda se ruborizó, como si fuese ella la que hacía tan buena acción. Luego de un instante continuó:

—Si el señor cura dijese mañana la misa por mi madre, yo le haría dos días de trabajo cuando coja las habas.

—Ya he mandado decir la misa —respondió el tío Juan.

—¡Ay, la pobre muerta rogará también por usted! —murmuró la muchacha con gruesos lagrimones en los ojos.

Al cabo, cuando el tío Juan se marchó y oyó perderse a lo lejos el rumor de sus pesados pasos, cerró la puerta y encendió la luz. Entonces le pareció que estaba sola en el mundo, y tuvo miedo de dormir en aquel pobre camastro en que solía acostarse junto a su madre.

Las mozas del pueblo murmuraron de ella por haber ido a trabajar al día siguiente de la muerte de su vieja y por no haberse puesto de negro; el señor cura la regañó mucho cuando el domingo la vió a la puerta de su casa cosiéndose el delantal que había mandado teñir, único y pobre luto, y tomó argumento de ello para predicar en la iglesia contra la mala costumbre de no observar las fiestas y los domingos. La pobre muchacha, para que le fuese perdonado tan gran pecado, fue a trabajar dos días a las tierras del cura, a fin de que dijese la misa por su muerta el primer lunes del mes; y los domingos, cuando las mozas vestidas de fiesta se apartaban de ella en el banco y se reían, y los mozos, al salir de la iglesia, le decían groseros piropos, se arrebujaba en su mantilla todo rota y apresuraba el paso, bajando los ojos, sin que un mal pensamiento turbase la serenidad de su rezo, o se decía a sí misma, a modo de merecido reproche: “¡Soy tan pobre!”; o también, mirándose los brazos: “¡Bendito sea el Señor que me los ha dado!”, y seguía andando tan sonriente.

Una noche —había apagado poco hacía la luz —, oyó en el sendero una voz que cantaba hasta desgañitarse, con la melancólica cadencia oriental de las canciones campesinas:
“Ya falta poco pa que te vea, niña del alma…”

—¡Es Janu! —dijo en voz baja, saltándole el corazón dentro del pecho como un pájaro espantado, y escondió la cabeza entre las sábanas.

Al día siguiente, cuando abrió la ventana, vió a Janu con su traje nuevo de fustán, en cuyos bolsillos quería meter a la fuerza sus manazas morenas y encallecidas en el trabajo, asomando coquetonamente de la escarcela del farseto un flamante pañuelo de seda; Janu estaba tomando el sol de abril, apoyado en la tapia del huerto.

—¡Janu! —dijo ella como si nada supiese.

—¡Se te saluda! —exclamó el mozo con su mejor sonrisa.

—¿Qué haces ahí?

—Vengo de la Plana.

La muchacha sonrió y miró a las alondras que saltaban aún por el verde en la temprana hora matinal.

—Has vuelto con las alondras.

—Las alondras van adonde encuentran mijo, y yo, adonde hay pan.

—¿Cómo, qué dices?

—El amo me ha echado.

—¿Por qué?

—Porque había cogido las fiebres y no podía trabajar más que tres días por semana.

—¡Ya se ve! ¡Pobre Janu!

—¡Maldita Plana! —imprecó Juan, extendiendo el brazo hacia la llanura.

—¿Sabes que mi madre?… —dijo Nedda.

—Me lo ha dicho el tío Juan.

Ella no dijo más, y miró al huertecillo del otro lado de la tapia. Humeaban los guijarros húmedos; las gotas de rocío relucían sobre cada brizna de hierba; los almendros en flor susurraban levemente, y dejaban caer sobre el tejadillo de la casa sus flores blancas y rosadas que embalsamaban el aire; un gorrión, petulante y temeroso a un tiempo, piaba estrepitosamente, amenazando a su manera a Janu, que con su rostro desconfiado parecía acechar el nido, del que asomaban entre las tejas algunas pajas indiscretas. La campana de la iglesia llamaba a misa.

—¡Qué gusto que da oír “nuestra” campana! —exclamó Janu.

—Esta noche he conocido tu voz —dijo Nedda poniéndose colorada y hurgando con una horquilla la tierra del tiesto en que tenía sus flores.

El se volvió y encendió la pipa como hacen los hombres.

—¡Adiós, me voy a misa! —dijo bruscamente Nedda, echándose atrás luego de largo silencio.

—Toma, te he traído esto de la ciudad —le dijo el mozo desatando su pañuelo de seda.

—¡Ay, qué bonito! ¡Pero esto no es para mí!

—¿Por qué? ¡Si no te cuesta nada! —respondió el mozo con lógica campesina.

Ella se puso colorada, como si tanto gasto le hubiera dado cabal idea de los cálidos sentimientos del mozo; se lanzó, sonriente, una mirada entre acariciadora y salvaje, y cuando oyó los recios zapatones de él sobre los guijarros del sendero, se asomó para acompañarle con los ojos, según iban andando.

En misa, las mozas del lugar pudieron ver el precioso pañuelo de Nedda, con aquellas rosas estampadas que daban ganas de comérselas, sobre las que el sol, brillando a través de los vidrios de la iglesia, reflejaba sus más alegres rayos. Cuando pasó junto a Janu, que estaba al lado, junto al primer ciprés del atrio, apoyado de espaldas al muro, fumando su pipa, sintió un gran calor en el rostro y que el corazón le latía en el pecho con violencia, y echó a andar ligera. El mozo la siguió, silbando, viéndola cómo andaba de prisa, sin volver la cabeza, con su traje nuevo de fustán que hacía pesados y elegantes pliegues, sus zapatos y su mantilla flamante. La pobre hormiga, ahora que su madre, ya en el cielo, no era una carga para ella, había logrado hacerse un poco de ropa con su trabajo. ¡Entre tantas miserias como tiene el pobre, hay al menos el alivio que traen consigo las pérdidas más dolorosas!

Nedda oía tras de sí, con grande placer o miedo —no sabía cuál de las dos cosas —los pesados pasos del mozo, y veía sobre el polvo blancuzco de la carretera, recta e inundada de sol, otra sombra que de cuando en cuando se apartaba de la suya. De pronto, cuando estuvo a la vista de su casucha, se dió a correr como una cervatilla asustada. Janu la alcanzó, ella se apoyó en el umbral, toda ruborizada y sonriente, y le puso la mano en el hombro.

—¡Eh, tú!

El se apartó con galantería un tanto rústica.

—¿Cuánto te ha costado el pañuelo? —preguntó Nedda quitándoselo de la cabeza, para extenderlo al sol y contemplarlo gozosa.

—Cinco liras —respondió Janu un poco amoscado.

Ella sonrió sin mirarle; dobló con mucho cuidado el pañuelo, fijándose en la señal que habían dejado los pliegues, y se puso a canturrear una cancioncilla que no se le venía a la boca de mucho tiempo atrás.

El puchero roto sobre la barandilla abundaba en capullos de claveles.

—¡Qué lástima —dijo Nedda —que no los haya abiertos! —y cortando el capullo más hermoso, se lo dió.

—¿Qué quieres que haga con él, si no está abierto? —dijo él sin comprenderla, y lo tiró.

Ella volvió la cara.

—Y ahora, ¿dónde vas a ir a trabajar? —le preguntó luego de un momento.

El levantó la cabeza:

—¡Donde vayas tú mañana!

—Iré a Bongiardo.

—Trabajo encontraré; lo que hace falta es que no me vuelvan las fiebres.

—Para eso es menester no estarse al sereno por las noches, cantando al pie de las puertas —díjole ella muy colorada, apoyándose en el quicio con cierta coquetería.

—Si tú no quieres, no lo haré más.

Ella le dió un capirotazo y escapó adentro.

—¡Ohé, Janu! —llamó desde la calzada el tío Juan.

—¡Voy! —gritó Janu; y a la Nedda —: Si me llevas contigo, también iré yo a Bongiardo.

—Hijo mío —le dijo el tío Juan cuando estuvo en la calzada —la Nedda no tiene ya a nadie, y tú eres un buen muchacho; pero no está bien que vayáis juntos. ¿Entiendes?

—Entiendo, tío Juan; pero, si Dios quiere, después de la siega, cuando haya apartado los pocos cuartos que hacen falta, no estará mal que vayamos juntos.

Nedda, que había oído detrás de la tapia, se puso colorada, aunque nadie la veía.

Al día siguiente, antes de amanecer, cuando se asomó a la puerta para salir, se encontró a Janu con su hatillo colgado del bastón.

—¿Adónde vas? —le preguntó.

—También voy a Bongiardo a buscar trabajo.

Los pajarillos, despiertos a las voces matutinas, comenzaron a piar dentro del nido. Janu colgó de su bastón asimismo el hatillo de Nedda, y echaron a andar con paso ligero, mientras el cielo se teñía en el horizonte con las primeras llamas del día y el vientecillo se agudizaba.

En Bongiardo había trabajo para todo el que lo quisiera. El precio del vino había subido, y un rico propietario roturaba un gran trecho de cercados para plantar viñedos. Los cercados daban 1.200 liras al año de altramuces y aceite; plantados de viñedo, darían en cinco años doce o trece mil liras, con solo emplear diez o doce mil; la corta de los olivos cubriría la mitad de los gastos. Era, como se ve, una especulación excelente, y el propietario pagaba de buen grado un gran jornal a los trabajadores empleados en la roturación: treinta cuartos a los hombres y veinte a las mujeres, sin sopa; cierto que el trabajo era un tanto cansado y que se dejaban en él incluso los harapos que constituían todo el traje de los días de trabajo; pero Nedda no estaba acostumbraba a ganar veinte cuartos diarios.

El mayoral se percató de que Janu, al llenar las esportillas de piedra, dejaba siempre las más ligera para Nedda, y le amenazó con echarle. El pobre diablo, para no perder el pan, tuvo que contentarse con descender de treinta a veinte cuartos.

Lo malo era que aquellas tierras casi incultas no tenía gañanía, y hombres y mujeres tenían que dormir todos revueltos en una cabaña sin puertas, de suerte que las noches eran más bien frías. Janu decía siempre que tenía calor, y dábale a Nedda su chaqueta de fustán, para que se tapase bien. El domingo, toda la brigada se puso en camino en distintas direcciones.

Janu y Nedda habían tomado por el atajo e iban atravesando el castañar, charlando, riendo, cantando a ratos y haciendo sonar los cuartos en los bolsillos. Calentaba el sol como en junio; los lejanos prados empezaban a amarillear; las sombras de los árboles tenían algo de festivo, y la hierba que allí crecía estaba aún verde y fresca.

Hacia mediodía sentáronse en la hierba, para comer su pan moreno y sus blancas cebollas. Janu tenía también vino, buen vino de Mascalí, que ofrecía a Nedda con largueza, y la pobre muchacha, que no estaba hecha a ello, sentía la lengua áspera y que le pesaba la cabeza. De trecho en trecho se miraban y se reían sin saber por qué.

—Si fuesemos marido y mujer, podríamos comer y beber juntos todos los días —dijo Janu con la boca llena.

Nedda bajó los ojos, porque él la miraba de cierta manera.

Reinaba el profundo silencio del mediodía; las más pequeñas hojas estaban inmóviles; las sombras eran escasas; difundido en el aire, había una calma, un sopor, un zumbido de insectos que pesaba voluptuosamente sobre los párpados. De pronto, una ráfaga de aire fresco que venía del mar hizo susurrar las más altas copas de los castaños.

—El año será bueno para pobres y ricos —dijo Janu —, y si Dios quiere, para la siega apartaré… ¡y si tú me quieres!… —y le ofreció la botella.

—No, no quiero beber más —dijo ella, rojas las mejillas.

—¿Por qué te pones colorada? —dijo él riéndose.

—No te lo quiero decir.

—¿Porque has bebido?

—¡No!

—¿Porque me quieres?

Ella le dió un puñetazo en el hombro y se echó a reír también.

Oyóse de lejos el rebuzno de un asno que olía la hierba fresca.

—¿Sabes por qué rebuznan los burros? —preguntó Janu.

—Dilo tú que lo sabes.

—Sí que lo sé; rebuznan porque están enamorados —díjole él con risa grosera; y la miró fijamente.

La muchacha bajó los ojos, como si viese llamas en ellos, y le pareció como si todo el vino que había bebido se le subiese a la cabeza, y todo el ardor de aquel cielo de metal le penetrase en las venas.

—¡Vámonos! —exclamó entristecida, moviendo la cabeza, que le pesaba.

—¿Qué tienes?

—No lo sé, pero vámonos.

—¿Me quieres?

Nedda bajó la cabeza.

—¿Quieres ser mi mujer?

Ella le miró serenamente y estrechó entre las suyas, morenas, las callosas manos de él; pero se puso de rodillas, que le temblaban para levantarse. El la detuvo por el vestido, como extraviado, balbuciendo palabras sin sentido, sin saber lo que se hacía.

Cuando se oyó cantar al gallo en una haciendo próxima, Nedda se levantó sobresaltada y miró en derredor suyo, espantada.

—¡Vámonos! ¡Vámonos! —dijo toda colorada y con prisa.

Según estaba para volver la esquina de su casita, se detuvo un momento temblorosa, como si temiera encontrar a su viejecica a la puerta, desierta seis meses hacía.

Llegó la Pascua, la gaya fiesta de los campos con sus gigantescas hogueras, sus alegres procesiones por entre los verdes prados, bajo los árboles cargados de flores, vestida de gala la iglesia, enguirnaldadas las puertas de las casas y las mozas con sus trajes nuevos de verano. A Nedda viósele alejarse del confesionario llorando, y no compareció entre las muchachas arrodilladas ante el coro en espera de comunión. Desde aquel día ninguna moza honrada le dirigió la palabra, y cuando iba a misa no encontraba sitio en el banco de siempre, y le era menester estarse todo el tiempo de rodillas; si la veían llorar, pensaban quién sabe en qué pecados, y le volvían horrorizadas la espalda, y los que le daban trabajo aprovechábanse de ello para rebajarle el jornal.

Nedda esperaba a su novio, que había ido a segar a la Plana para reunir los cuartos necesarios para poner la casa y pagar al señor cura.

Una noche, según estaba hilando, oyó que se paraba al cabo del sendero un carro de bueyes, y vió aparecer antes su ojos a Janu, pálido y demudado
.

—¿Qué tienes? —le dijo.

—He estado malo. Me han vuelto a dar las fiebres allá abajo, en esa maldita Plana; he perdido más de una semana de trabajo y me he comido los pocos cuartos que había reunido.

Ella entróse a toda prisa, descosió el jergón y quiso darle los pequeños ahorros que había atado en el fondo de una media.

—No —dijo él —. Mañana iré a Mascalucia, a la poda de los olivos, y no necesitaré ya nada. Después del la poda nos casaremos.

Hízole esta promesa tristemente, apoyado en el quicio de la puerta, con el pañuelo alrededor de la cabeza y mirándola con ojos relucientes.

—¡Tú tienes fiebre! —le dijo Nedda.

—Sí, pero ahora que estoy aquí ya, se me quitará; de todos modos, no me da más que cada tres días.

Ella le miraba sin hablar, y el corazón se le encogía al verle tan pálido y enflaquecido.

—¿Y podrás tenerte en las ramas altas? —le preguntó.

—¡Dios proveerá! —respondió Janu —. Adiós, no puedo hacer esperar al carretero que me ha hecho un lugar en su carro desde la Plana hasta aquí. ¡Hasta la vista!

Y no se movía. Cuando el cabo se marchó, ella le acompañó hasta la carretera, y le vió alejarse, sin una lágrima, aunque le parecía que le veía irse para siempre; el corazón se le encogió nuevamente, como una esponja no exprimida bastante; nada más; él la llamó despidiéndose desde la revuelta del camino.

Tres días después oyó un gran murmullo por aquel mismo lado. Se asomó a la tapia y vió, en medio de un corro de campesinos y comadres, a Janu tendido sobre una escalera de mano, pálido como un trapo lavado, vendada la cabeza con un pañuelo todo lleno de sangre. Por la vía dolorosa, antes de llegar a su casa, él teniéndola por la mano, le contó cómo, con la debilidad de las fiebres, se había caído desde lo alto de un árbol, hiriéndose de aquel modo.

—¡Te lo decía el corazón! —murmuró con triste sonrisa.

Ella le escuchaba con sus grandes ojos muy abiertos, pálida como él, y cogida de su mano. Al día siguiente se murió.

Entonces Nedda, sintiendo que se movía en su seno algo que el muerto le dejaba en triste recuerdo, corrió a la iglesia a rogar por él a la Virgen Santa. En el atrio se encontró al cura, que sabía su vergüenza, escondió el rostro en la mantilla y se volvió atrás, acobardada.

Ahora, cuando buscaba trabajo se le reían en la cara, no por escarnecer a la doncella culpable, sino porque la pobre madre no podía trabajar como antes. Luego de las primeras negativas y de las primeras risas, no osó buscar más, y se encerró en su casa, como herido pajarillo que se refugia en su nido. Los pocos cuartos reunidos en la media fueronse uno tras otro, y después de los cuartos, el vestido nuevo y el pañuelo de seda. El tío Juan las socorría lo poco que podía, con esa caridad indulgente y reparadora, sin la cual la moral del cura es injusta y estéril, y así impidió que se muriera de hambre. La muchacha dió a luz una niña raquítica y débil; cuando le dijeron que no era varón, lloró como había llorado la noche en que se cerró la puerta de su casa, luego de haber salido el féretro, y se encontró sin su madre; pero no quiso que la echasen al torno.

—¡Pobre hija! ¡Que empiece a sufrir lo más tarde posible! —dijo.

Las comadres la llamaban desvergonzada porque no había sido hipócrita, porque no era desnaturalizada. La pobre niña le faltaba la leche, pues que a su madre le faltaba el pan. Se desnutrió rápidamente, y en vano Nedda intentó exprimir en aquellos diminutos labios hambrientos la sangre de su seno. Una noche de invierno, al anochecer, en tanto la nieve caía sobre el tejado, y el viento golpeaba la puerta mal cerrada, la pobre niña, fría, lívida, contraídas las manecitas, fijó sus ojos vidriados en los ardientes de la madre, dió una sacudida y no se movió más.

Nedda la zarandeó, la apretó contra su seno con ímpetu salvaje, intentó calentarla con su aliento y sus besos y cuando se convenció de que estaba muerta, la dejó sobre la cama en que había dormido su madre, y se arrodilló ante ella, secos y extraviados los ojos, fuera de las órbitas.

—¡Dichosas vosotras que estáis muertas! —exclamó —. ¡Bendita seas, Virgen Santa, que me has quitado a mi hija para que no sufra como yo!

*FIN*


“Fantasticheria”
Vita dei Campi, 1880


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