No confundirse
[Cuento - Texto completo.]
Villiers de L’Isle AdamAl señor Henry de Bornier
Clavando no se sabe dónde sus globos tenebrosos
-C. Baudelaire
En una mañana gris de noviembre, caminaba yo apresuradamente por los muelles. Una fría llovizna humedecía la atmósfera. Negros transeúntes se entrecruzaban, protegidos con deformes paraguas.
El amarillento Sena acarreaba sus gabarras que semejaban desmesurados abejorros. En los puentes, el viento hacía volar bruscamente los sombreros, que sus dueños disputaban al espacio con actitudes y contorsiones cuya contemplación resulta siempre tan penosa para un artista.
Mis ideas eran pálidas y brumosas; la preocupación por una reunión de negocios, aceptada la víspera, acosaba mi imaginación. La hora de la cita me apremiaba: decidí protegerme al abrigo de un tejadillo desde donde podría, con mayor comodidad, llamar a algún coche.
En el mismo instante vi, justamente a mi lado, la entrada de un macizo edificio, de aspecto burgués.
Había surgido de entre la bruma como una pétrea aparición, y, a pesar de la rigidez de su arquitectura, a pesar del vaho sombrío y fantástico que lo envolvía, tuve que reconocer, inmediatamente, que tenía un cierto aire de cordial hospitalidad que apaciguó mi espíritu.
-¡Seguro -me dije-, que los habitantes de esta mansión son gente sedentaria! Este sitio invita a detenerse: ¿está abierta la puerta?
Así pues, entré con una sonrisa, la más educada posible, con aspecto satisfecho, el sombrero en la mano -incluso meditaba un madrigal para la dueña de la casa-, y me encontré, al mismo nivel, ante una especie de sala con una techumbre de cristal, por la que entraba la lívida luz del día.
En los percheros había ropas, vestidos, bufandas y sombreros.
Había mesas de mármol repartidas por todas partes.
Varios individuos, con las piernas estiradas, la cabeza levantada, los ojos fijos, y un aire real, parecían meditar.
Eran miradas sin ideas, rostros color del tiempo.
Había carteras abiertas, papeles extendidos junto a cada uno de ellos.
Y entonces me di cuenta de que la dueña del local, con cuya amable cortesía yo había contado, era la Muerte.
Observé a mis huéspedes.
Seguramente para escapar a las preocupaciones de la agobiante existencia, la mayor parte de los que ocupaban la sala habían asesinado sus cuerpos, esperando, de esta manera, alcanzar un poco más de bienestar.
Mientras escuchaba el ruido de los grifos de cobre adosados a la pared y destinados al riego cotidiano de esos restos mortales1, oí el rodar de un coche. Se detenía ante el establecimiento. Yo supuse que los hombres de negocios me esperarían. Me di la vuelta para aprovechar esa suerte.
En efecto, el carruaje acababa de dejar, ante la sede del edificio, a unos alegres colegiales que necesitaban contemplar la muerte para creer en ella.
Hice una seña al coche vacío y dije al cochero:
-¡Al Pasaje de la Ópera!
Unos momentos después, en los bulevares, el tiempo me pareció más nublado todavía, sin horizonte. Los arbustos, esqueléticas vegetaciones, daban la impresión de señalar vagamente, con las puntas de sus negras ramas, a los peatones y a los todavía somnolientos agentes de policía.
El coche rodaba deprisa.
Los transeúntes, a través del cristal, me parecían como agua que corre.
Una vez llegado a mi destino, salté a la calzada y me lancé por la calle repleta de gente preocupada.
Al fondo percibí, justamente enfrente de mí, la puerta de un café -hoy en día consumido en un famoso incendio (porque la vida es sueño)-, que estaba situado al final de una especie de hangar, bajo una bóveda cuadrada, de sombrío aspecto. Las gotas de lluvia que caían sobre la cristalera superior oscurecían aún más la pálida luz del sol.
-¡Ahí me esperan -pensé-, con una copa en la mano, los ojos brillantes y mofándose del Destino, mis hombres de negocios!
Toqué, pues, el timbre de la puerta y me encontré, al mismo nivel, en una sala en la que desde el techo se filtraba lívida la luz del día, a través de unos cristales.
Abrigos, bufandas y sombreros estaban colgados en las perchas.
Había mesas de mármol colocadas por todas partes. Varios individuos, con las piernas estiradas, la cabeza levantada, los ojos fijos, y un aire real, parecían meditar.
Eran rostros color del tiempo, miradas sin ideas.
Había carteras abiertas y papeles desplegados junto a cada uno de ellos.
Observé a estos hombres.
Ciertamente, para escapar a las obsesiones de la insoportable conciencia, la mayoría de quienes ocupaban la sala habían asesinado, desde hacía tiempo, sus «almas», esperando, así, alcanzar un poco más de bienestar.
Mientras escuchaba el ruido de los grifos de cobre2, adosados a la pared, y destinados al riego cotidiano de esos restos mortales, el recuerdo del rodar del coche me vino a la mente.
-¡Seguramente -me dije-, es probable que el cochero se haya visto afectado, con el tiempo, por algún tipo de entorpecimiento, para haberme traído, después de tantas vueltas, a nuestro punto de partida! De todas formas, lo confieso (para que no haya confusión), ¡LA SEGUNDA VISIÓN ES MÁS SINIESTRA QUE LA PRIMERA!…
Cerré, pues, en silencio, la puerta acristalada y volví a mi casa, decidido, sin tener en cuenta lo sucedido -y aunque me ocurriera lo que me ocurriese-, a no hacer negocios nunca más.
FIN