No voy a nombrar a Oriente,
no voy a nombrar la Sierra,
no voy a nombrar la guerra
–penosa luz diferente–,
no voy a nombrar la frente,
la frente sin un cordel,
la frente para el laurel,
la frente de plomo y uvas,
voy a nombrar toda Cuba,
voy a nombrar a Fidel.
Ese que para en la tierra
aunque la Luna le hinca,
ese de sangre que brinca
y esperanza que se aferra;
ese clavel en la guerra,
ese que en valor se baña,
ese que allá en la montaña
es un tigre repetido
y dondequiera ha crecido
como si fuese de caña.
Ese Fidel insurrecto
respetado por las piñas,
novio de todas las niñas
que tienen el sueño recto.
Ese Fidel –sol directo
sobre el café y las palmeras–;
ese Fidel con ojeras
vigilante en el Turquino
como un ciclón repentino,
como un montón de banderas.
Por su insomnio y sus pesares,
por su puño que no veis,
por su amor al veintiséis,
por todos sus malestares,
por su paso entre espinares
de tarde y de madrugada,
por la sangre del Moncada
y por la lágrima aquella
que habrá dejado una estrella
en su pupila guardada.
Por el botón sin coser
que le falta sobre el pecho,
por su barba, por su lecho
sin sábana ni mujer
y hasta por su amanecer
con gallos tibios de horror;
yo empuño también mi honor
y le sigo a la batalla
con este verso que estalla
como granada de amor.
Gracias por ser de verdad,
gracias por hacernos hombres,
gracias por cuidar los nombres
que tiene la libertad…
Gracias por tu dignidad,
gracias por tu rifle fiel,
por tu pluma y tu papel,
por tu ingle de varón.
Gracias por tu corazón.
¡Gracias por todo, Fidel!
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