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Noche de luna

[Cuento - Texto completo.]

Carlo Emilio Gadda

Una idea, una idea no ayuda, en la fatiga de las obras, mientras los sibilantes mecanismos de los actos transforman las cosas en cosas y el trabajo está lleno de sudor y polvo. Luego oros lejanísimos y un zafiro en el cielo: como pestañas, temblando sobre misericordiosa mirada. Aquella que, si reposáramos, aún vigilará. Parece que una consternación arrollara los latidos de la vida como en una carrera precipitada. Nos ha limpiado la caridad de la tarde: y donde alguien espera que nos movamos: para que nuestra ventura tenga curso, y nadie la impedirá. Porque luego tendremos que reposar.

Lúcidas magnolias reflejaban la luz de las primeras gemas temblorosas en el cielo: pero las sombras, entre todas las plantas, se hacían negras.

La multitud de las plantas parecía recogerse en oración, así como del día concluido debía darse gracias a Alguien, a Quien ha diseñado los acontecimientos, el negro de los montes dentro de la lóbrega infinidad de la noche. Los altos árboles, más inmersos en la noche, pensaban primero. Y los arbustos, luego, y los árboles jóvenes, que aún son compañeros de las hierbas y aspiran desde cerca su malicioso perfume: y las hierbas densas y las matas con turgentes flores y todos los tallos mezclados con la arbórea simiente retomaban aún aquel pensamiento que los mayores habían inicialmente propuesto.

No parecía posible romper la maravillosa unidad de aquel conocer, la pureza silente y sorprendida de la común plegaria. Aquellas naturalezas cumplían enteramente y siempre según su ley, vivían agentes, en sí mismas, de una única ley: que es su única vida.

El viento, a ráfagas, acudió desde las cumbres y las gargantas negras de los montes, donde un fragor está al fondo. Emprendiendo su carrera hacia el aire libre, allí respiraban de vez en cuando, con una lenta respiración, los abetos: o las hayas de raíces enmarañadas. Así de los lejanos se sabe todo, y también los dolores.

Algunas hojas parecían mayólicas de un jardín de oriente soñado y las dulces, vanas estrellas se reflejaban allí, volviéndose a contemplar. En la fragancia y la encarnada palidez de algunas corolas había un deseo un poco melancólico y extraño, una turbación, antes inadvertida, que luego se hacía ansia, anhelo tenebroso: estallaba en un mal violento y salvaje. Y entonces este mal atenuaba toda memoria; y se alejaba de la idea. Volvía a descomponer la predestinada voluntad. Borraba las antiguas normas, las enseñanzas recogidas a lo largo de un sendero ya extraviado, como puras flores de niños. Y así avanzamos hacia nuestro futuro: ni tenemos sentido o conocimiento, cuál será.

Ocurre que demasiado cansados, o perdidos en un ansia, miramos de nuevo los signos lejanos de la noche. De los siglos han germinado las torres. Ángeles diáfanos, formaciones opalescentes de la luz lunar, exhalaban desde las copas de los álamos, unidas las manos, para dirigir a Dios las oraciones de la tarde. Pero ahora resaltaban solos, sin mensaje, abandonado su amarre terrestre como vela de Alvise que se despliega vanamente al retorno, para volver a superar la inutilidad.

Una trompeta ordenó a los soldados que debían entrar, desvestirse y acostarse: interrumpiendo cada palabra o juego o paso o tardío pensamiento: o un susurro, que quizá la noche habría concedido prorrogar. Esa trompeta, que laceraba la lobreguez, dijo que por doquier llega y vale el mando: el mando de los superiores. Y por todos era entendida, pero no escuchada por todos. Algunos se demoraban en la noche, cuyas sombras no permiten reconocer a los forajidos.

Otras personas velaban, dado que no siempre se puede reposar en la noche. (Durante años se habían oído fragores desde las montañas, como truenos largos, implacables. Sobre el negro bastión de los altiplanos la cornisa de los abetales se encendía de chispas. De la ciudad expresaban dolor las torres, entumecidas en las tinieblas).

Ahora ya no. Los cubos de las casas y las villas parecían blancos y claros, por una gran dulzura que fuese, como verdad, en la tierra serena. Desde las colinas orientales debía ciertamente llegar un fabuloso bajel, con sus velas de nubes y cirros, que ensombrecían su toldilla y sus costados. Una sirena chillaba a ratos, alejándose por la carretera. Desde cerca, se veía que las villas tenían un tejado de cubierta oscura y lenta, del que emergía el tibio muro de la torre. Alta y blanca, en la inminente claridad de la noche, como un peñón para mirar todas las tierras en torno. ¡Oh, un sueño de poesía! Y grandes perros y mastines gruñendo detrás de las cancelas, al pasar, o en otros desplazamientos oportunos encadenados y constreñidos.

En los colmados jardines traslucía el diseño de los más bellos ornamentos, y asientos, donde la persona pudiera recostarse: y el ánimo reconfortarse agradablemente para el mañana. O en el silencio altísimo de las cosas y los montes, o con el imaginar a través de las sombras y las matas, ahogada casi en una carrera, la concupiscencia de los selváticos, y el desnudo y fugitivo pavor de perseguidas nereidas: fluyendo linfas perennemente, o goteando, en un borboteo suyo, como montañesas fuentes, o cavernas. Los preciosos artefactos, en piedra de muela, mordidos ya por la noble mordedura del liquen: y eran como amantes al encuentro de la ventura, en el favor de la noche.

¡Qué fino sentir, qué dulce imaginar impulsa a los poseedores de los jardines misteriosos para poblar de sueños vivos el tenebroso perfume! Una murmuración religiosa acompaña el aleteo de la noche: y ciertamente un pensamiento, y muchos otros, vendrán a la mente de los poseedores. Y acogen, a veces, a huéspedes: que, viajados los mares, recorridos los lejanos países, quieren demorarse en este, y beber este cálido, este profundo aliento.

En aquella hora los caballos estaban cansados. El ferrocarril, sólida manufactura, cortaba directamente la llanura y las vías relucían como plateadas en un presagio lunar: luego entraban bajo la abertura negra, muy bien hecha y en la cima un poco ahumada, en el monte. Ningún tren se oía correr, como suelen, rodando en la lobreguez. La caseta estaba totalmente cerrada: las barras de contrapeso levantadas, olvidadas de su oficio, en un ocio. Una calle salida de la carretera atravesaba las vías. Cruzaba con un buen arco la lenta marcha de un agua, velada por los álamos. Paralelo al ferrocarril otro puente, en pedrisco gris tallado, supera la calle. Se lo diría desprovisto de parapeto. Es un puente canal. Allí corre una tácita y verde corriente: y algunas gotas se filtran y caen debajo de la bóveda para humedecer la calle, enlodando el polvo. Cuando, desde cercanas villas, los jovencitos pasean con sus bicicletas y llegan al arco de ese canal, aflojan un poco, sabiendo, a punto de disfrutar de un más delicado instante de aquella restauradora frescura, como para evitar salpicaduras, de ese fango, a los compañeros, a las gentiles compañeras. Una niña, a la que una fría gota ha caído en el cuello, emite un pequeño grito. Y luego ríen alejándose todos juntos.

Al atardecer pasan por allí sin aflojar otros ciclistas y peatones, de vuelta del trabajo, con distintas ropas y generalmente desaliñados: y chicas un poco cansadas, con el pelo recogido, salidas de las fábricas. Desdichadamente, no existe un traje regional: con el verde, el negro, o anaranjado del ocaso: ni corsé o chaleco floreados, tirantes como bandas anchas, pluma o plumita sobre el sombrero, de gallo de monte o de cuello del faisán dorado, u otra volátil de calidad que haya sido alcanzada por el tiro magistral del portador. No el espadín con empuñadura de nácar, no plumajes de gran reverencia, ni hoja de arabesca guardia, ni afiligranado collar, ni hebilla, o escarpín, o capa, o túnica talar, o echarpe, representando cosas de España o las fiestas del Tirol; u otra magnitud y trajes populares, como en los teatros.

Algunos visten anchos pantalones de fustán, como un terciopelo basto, apretados, además, en los tobillos: otros, calzones cortos con fajas o medias de montaña de lana de buena y maternal factura: y saltan sobre sus bicicletas, con la cabeza gacha, como si pensaran: «Peor para quien me tenga en el estómago». Los que avanzan a pie, llevan a la espalda una pobre chaqueta sudando aún en la tarde, mineros sedientos, trituradores de antiguas rocas. Las manos de unos son amarillas, o color tierra, y, por dentro, callosas. Las manos de los otros son rosadas como si un ácido les desollase la palma: es la cal, es la piedra. Los tintoreros, por el efecto del cloro, y los aprendices de charcutero, por el de la sal, tienen manos hinchadas, que sudan perennemente por la palma. En algunos rostros enjutos, bronceados, entre los pelos de la barba, sobre las rugosidades de la aún no jubilable piel, ha quedado una salpicadura de cal viva: un lunar blanco. Los herreros, los mecánicos y los chóferes visten a veces combinaciones de tela turquesa, pero luego ennegrecidas por hollín y limadura con amplias manchas oleosas: y su rostro es más lúgubre que el de los maestros. Pero es menos seco, y se comprende que al enjuagarlo podrá reaparecer más lleno. Mozos descendidos de los puentes y los balancines con la cara emblanquecida por el rebozado del yeso, como Pierrot en la palidez de la luna, como enharinados molineros. Es raro encontrar albañiles obesos o regordetes. En los adolescentes, quien mira, se asombra por la longitud y grosor del antebrazo y la muñeca, con respecto al tórax aún delgado. Alguno lleva un jersey: es azul, o rojo, o gris, o rayado: con agujeros. Si el cuello del jersey comporta botones, casi siempre falta uno. Los tirantes, raros, por lo general se revelan un poco viejos, y sudados: o desgastados y escrofulosos: y están afectados por complicaciones reparadoras con hilos y cintas, que tienen relaciones bastante complejas con los botones supervivientes. Pero algún otro, como adinerado, o quizás el favorito de la Fortuna, tiene tirantes de goma muy anchos, nuevos9 y tensos como disparo de honda: los cuales suelen adherirse en cada movimiento, en cada instante, al cálido y vigoroso empeñarse del tórax sobre las fatigas del trabajo.

¡Zapatones! Los albañiles y los jornaleros, con clavos de acero como setas, en el tacón y en torno a la suela: que chirrían sobre el adoquinado y sobre las piedras, y alguno lo pierden por el camino, para pinchar gomas a los ciclistas: porque cada uno, en su camino, ocurre que deja algún testimonio de su andar y ser, y ni siquiera se percata. Buenos zapatos, o a veces menos buenos, o raídos: y si la suela está gastada, un poco de piel, entonces, sustituye la suela que falta. Los mecánicos tienen escarpines de ciclista, ligeros y rápidos como babuchas, pero sujetos por algunas tiras de cuero. Otros carecen de talón: se conoce que sus calzados, antes relucientes, agotaron en sus inicios las alegres necesidades dominicales, en el relieve de la fiesta, o en el breve boato del baile: luego, como a los días festivos suceden los laborables, así en la sucesión y la agresión del trabajo, sus grandes pies, de músculos rudos, han deformado la originaria elegancia del envoltorio. El tacón está reducido a la nada, y a la altura del dedo meñique la punta se ha separado del empeine, como por una hernia del carnoso pie.

Pasan mujeres y chicas: y a veces por alguna se vuelven los hombres o mocetones y murmuran entre sí aquello que piensan o que les parece que deben desear: caminan y ríen: tropieza, al volverse, el más osado. A veces alguno tiene una mirada, que una niña suavemente recoge: y entonces aquel, siempre andando, siente en el ánimo como una esperanza y una dulzura consoladora, después de las cansadas horas. Un automóvil a la carrera lo ha adelantado como un proyectil, rozando su andante persona. Lo ensordece y lo empolva: él no hace caso. Los ánimos pacientes y fuertes, cuando son presa de una afección súbita o una turbación de los sentidos, ignoran el empolveramiento de la calle, la airada laceración de las sirenas. Su paso ignoraba el brinco y la gorda caída de la rana, desde las cunetas dentro del polvo, y las otras débiles eventualidades, de todos modos, de donde pudiera notarse de alguna curiosidad o fastidio su igual camino.

FIN


La Adalgisa, 1943


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