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Nochebuena

[Cuento - Texto completo.]

Maeve Brennan

Había que barrer y quitar el polvo de la chimenea del cuarto de las niñas para que Santa Claus pudiera poner los pies en el suelo cuando bajase por ella. Lily y Margaret Bagot miraban a su madre, que estaba arrodillada frente al hogar barriendo los últimos montoncitos de ceniza de las esquinas. Lily tenía ocho años y Margaret seis, y sus largos camisones blancos les caían en una línea arrugada hasta los tobillos. No llevaban batines, aunque la habitación estaba fría: iban a meterse en la cama un minuto después. Era una habitación cuadrada, el dormitorio de la parte de atrás tenía un descolorido papel con guirnaldas pintadas de azul, rosa y verde, e iluminada por una simple bombilla que colgaba en mitad del techo. Un gran ventanal miraba al jardín de la casa y a los jardines contiguos. La señora Bagot había echado la cortina hasta el alféizar. Quería que las niñas tuvieran su intimidad y, sobre todo, que estuvieran seguras. No sabía lo que significaba “seguras”, tal vez que estuvieran a salvo, que fueran respetables o que tuvieran éxito en algo que no podía imaginar. Quería el mundo para ellas, o que ocuparan el lugar que ella atribuía a abogados y médicos y profesiones similares. Quería que siguieran creyendo en Papá Noel y, sobre todo, quería seguir creyendo ella misma. Le habría gustado pensar que había alguien grande y amable fuera de la casa que conocía a las niñas, alguien que sabía sus nombres y sus edades, alguien que supiera que Lily podía salir al mundo y convertirse en alguien a través de sus lecturas constantes, pero que Margaret era insegura y vulnerable. Lily estaba muy segura, pero también era muy dulce, muy buena con la gente, y algunos no entendían que esa fuese su naturaleza y que no tuviera un pelo de tonta. Santa Claus sabría que Lily era lista y que sacaba muy buenas notas en el colegio.

Vinieran de donde vinieran los regalos, Santa Claus bajaba por la chimenea, la señora Bagot estaba segura. Probablemente ya estaba sobrevolando Dublín, comprobando cómo había cambiado la ciudad desde el año pasado. Las niñas habían crecido: aquel era el mayor cambio. Era lo que más cambiaba, todos los días, no solo una vez al año. Dejó el cepillo en el cubo para el carbón y se levantó.

-Ahora Santa Claus tendrá sitio donde poner los pies -dijo Lily.

-Lleva grandes botas rojas -dijo la señora Bagot-. Y ahora, vamos, las dos a la cama. Margaret está casi dormida.

Las había dejado quedarse hasta mucho más tarde de lo habitual y Margaret empezaba a caerse de sueño. Lily estaba tan despierta como siempre; se habría quedado toda la noche despierta si la hubieran dejado. Pero era Nochebuena y Martín había vuelto a casa temprano. Ahora estaba abajo, leyendo el periódico y esperando a subir y darles las buenas noches. Como Martín estaba en casa, los dos gatos y Bennie, el perro, estaban encerrados en la cocina. Martín detestaba ver a los animales por la casa y los animales parecían saberlo, de modo que se habían instalado cómodamente alrededor de la estufa en el momento en que ella les dijo que se quedaran allí. Todos eran animales callejeros que había ido encontrándose al volver a casa un día u otro, y nunca habían perdido su actitud alerta. Sabían muy bien cuándo y dónde eran bienvenidos. Bennie era la mascota especial de la señora Bagot. Era un terrier blanco de pelo duro. La señora Bagot lo había rescatado de una banda de chiquillos que lo estaban atormentando; desde entonces nunca se apartaba de ella. Dormía en su cama por la noche. Martín Bagot no lo sabía. Él tenía su propia habitación al fondo de la casa.

Generalmente llegaba muy tarde del trabajo, cuando la señora Bagot, las niñas, Bennie y los gatos estaban ya durmiendo. No quería que la señora Bagot lo esperase; ella tenía que madrugar por la mañana por el colegio de las niñas.

Martín creía que todos los animales dormían en la caseta de madera de detrás de la casa. Minnie, la delgada gata negra, era de Lily, y Rupert era de Margaret. Rupert era un gato gordo anaranjado, tan bueno que ronroneaba incluso cuando le pillaban la cola con la puerta de la cocina. Martín sabía el nombre de los animales y a veces les preguntaba a las niñas: “¿Cómo está Minnie?”, o: “¿Cómo está Rupert?”, pero le gustaba que se mantuvieran fuera de la casa. Tenía la vaga impresión de que los animales transmitían enfermedades y que las niñas podían sufrir las consecuencias.

Abajo, en la sala que daba a la fachada, Martín estaba contemplando el fuego. Había dejado el periódico de la tarde a un lado. No decía nada. Pensaba en lo agradable que era estar en casa a la hora en que solía llegar la mayoría de los hombres. Al menos por un día. No le habría gustado tener que volver tan pronto a casa todos los días, llena de griterío, con las niñas intentando hacer sus deberes en la misma mesa donde su madre servía el té. Pero, naturalmente, él era distinto de los demás hombres. No estaba en absoluto domesticado. Nadie podía considerarlo un animal doméstico. Cuántos otros hombres de Dublín tenían su propia habitación con sus libros, y su propia rutina en la casa, una rutina inquebrantable e independiente que se justificaba porque dependía de su trabajo y su trabajo dependía de ella. Delia tenía la casa y las niñas y él tenía su propia vida; sin embargo, estaban todos juntos. Eran una buena familia unida. Nadie podía negarlo. Delia era muy buena madre. En ese sentido, él no tenía ningún motivo de preocupación. Los hombres ordinarios podían desear ser dueños y señores de la casa, imponiendo su presencia todo el tiempo, pero no era el caso de Martín. Un poco más de dinero le habría venido bien, pero no podía tenerse todo.

La sala estaba llena de adornos de Navidad. Las niñas y él habían trabajado toda la tarde, mientras Delia subía y bajaba de la cocina para ver cómo se manejaban. Lo habían pasado muy bien. Incluso Margaret había participado y hecho sugerencias. Había una guirnalda de papeles rojos y verdes que cruzaba el techo y él había puesto un ramito de acebo detrás de cada cuadro. El muérdago estaba sobre la puerta que daba al vestíbulo. En cierto momento, Delia había venido presurosa a decir que tenían que guardar un ramito de acebo para clavarlo en el pudín de Navidad y él la había cazado bajo el muérdago y le había dado un beso. Tenía la piel muy suave. Cuando ella le puso la mano contra el pecho y fingió apartarlo, le recordó los viejos tiempos. Luego llegaron las niñas y también querían un beso. Primero las besó él y luego Delia. Estuvieron todos abrazados un minuto y luego las niñas empezaron a gritar:

-¡Papá, besa a mamá otra vez! ¡Vamos, bésala otra vez!

-Tengo que irme a la cocina -dijo Delia-. Con tanto jugar no acabaré mi trabajo.

-El trabajo de las mujeres nunca se acaba -replicó Lily, que siempre salía con frases suyas. Nunca se sabía qué diría después.

-Yo quiero besar al Niño Jesús -dijo Margaret y se acercó a la ventana donde estaba puesto el Nacimiento, con tejado y polvo blanco que simulaba nieve.

La sala era bastante grande, con un mirador que sobresalía hacia la calle. Delia lo había llenado con su colección de helechos. La mayoría eran culantrillos, algunos muy altos, y estaban ordenados en una mesa. A veces, a Martín le parecía que los helechos eran demasiado altos y que oscurecían la habitación, pero aquella noche quedaban como un fondo precioso para el Nacimiento, como si la Sagrada Familia, el establo, los pastores y sus animales quedaran rodeados y protegidos por un bosque benigno donde siempre estarían seguros y donde la nieve podría caer sin enfriarlos. Los tres Reyes Magos quedaban fuera del establo, como si estuvieran llegando. Lily los había rociado delicadamente de nieve en los hombros. Parte de la nieve había caído en la alfombra, donde brillaba a la luz del fuego.

Aquella tarde, de camino a casa, Martín había comprado dos lápices de color oro para las niñas. Cada lápiz tenía su caja y la chica de la tienda las había envuelto con papel de seda blanco y atado con cinta roja. Estaban guardados en el bolsillo de su abrigo, en el recibidor, junto con un regalo especial que había comprado para Delia en la misma tienda, y quería cogerlos y ponerlos en la mesa de la cocina para no olvidarse. Sabía que Delia tenía el resto de los regalos de las niñas escondidos en la cocina. Valía más que los cogiera ahora, aprovechando que se acordaba. Salió al vestíbulo, cerró la puerta rápidamente tras de sí para mantener el calor en la sala, y mientras hurgaba en sus bolsillos, oyó a Delia hablando con las niñas arriba.

Su voz era baja, serena y clara, como si les estuviera explicando algo o incluso instaurando una ley sobre algo. Él se quedó muy quieto con los lápices en la mano. No podía entender lo que Delia decía, solo oía su voz, y una o dos veces le pareció que las niñas susurraban. Sentía tranquilidad allí en el recibidor, tranquilidad y holgura, aunque también algo de frío comparado con el calor del salón. Pero se sintió cómodo y satisfecho, repentinamente en paz con el mundo y el futuro. Era como si el peso del mundo le hubiera caído de los hombros y antes ni siquiera se hubiera dado cuenta de que lo cargaba en su cuerpo o de que estaba preocupado. En pocos años ganaría algo más de dinero y las cosas serían más fáciles. No deseaba saber qué estaba diciendo Delia, ni tampoco subir y unirse a ellas. Aquello era algo íntimo entre ella y las niñas. Si subía ahora, solo molestaría a Delia; esperaría a que ella lo llamase.

El vestíbulo estaba oscuro, excepto por el farol de la calle. Escuchó la voz de Delia, tan calmada y firme, y tuvo la sensación de estarlas espiando. Y qué si las espiaba. No tenía muchas ocasiones de escucharlas así, en el crepúsculo. Qué grande era su pequeña casita si podía contenerlos a todos tan separadamente. Él podría haber estado a miles de kilómetros de distancia, tan inadvertida era su presencia para ellas en aquel momento. Pensaban que estaba en la sala leyendo el periódico de la tarde, cuando en realidad estaba a miles de kilómetros por encima de ellas, observándolas y observándolo todo a su alrededor. ¿Qué habría sido de ellas sin él? Ah, pero ellas lo sujetaban a la tierra. Tuvo que contener la risa al pensar en lo que podría haber sido. Podría haber viajado. Ahora había pocas posibilidades de que conociera las capitales del mundo. Nunca había sabido con certeza si Delia y las niñas eran su ancla o su carga y en aquel momento tampoco le importaba. Pocas veces se había sentido tan en paz consigo mismo como entonces. Habría sido agradable quedarse dormido así, feliz, y luego despertarse en la mañana para descubrir que el mundo era fácil. A menudo había pensado que la casa era muy estrecha y que lo aprisionaba, pero aquella noche sentía que podía estirar los brazos a través del techo del vestíbulo y atravesar también el tejado sin hacer daño y sin que nadie se lo reprochara. Había mucho espacio. Era libre como cualquier hombre, o al menos todo lo libre que uno pudiera ser en un día como aquel y a su edad. Ahora correría a la cocina a dejar los lápices. Delia podía llamarlo en cualquier momento. Pero se encendió la luz del rellano y Delia apareció arriba de las escaleras y lo vio.

-Oh, Martín, iba a bajar a buscarte -le dijo.

-Yo iba a subir -dijo él, y empezó a subir las escaleras de dos en dos.

Cuanto más se acercaba a su cama, más crecía la excitación de las niñas, aunque estaban muy quietas. Delia temía que no se durmieran o que se despertaran justo cuando Martín y ella se deslizaran en su habitación para ponerles los regalos. Delia estaba junto a su cama diciéndoles que se calmaran y se dio cuenta de que cuanto más somnolientas estaban, más aprensiva se volvía ella. Se estaba poniendo lo que ella llamaba “nerviosa” y no podía comprenderlo porque había esperado la Navidad con ganas. No sabía qué le estaba pasando. Se sentía tan temerosa aquella noche como mucho tiempo atrás, en casa, echada en la cama y oyendo el viento silbar alrededor y sobre la casa. El miedo era el mismo en aquella casa, exactamente el mismo, excepto que aquella casa estaba pegada por ambos lados a otras casas, así que el viento no podía soplar alrededor, sino solo por delante y por detrás. Pero la sensación de miedo era idéntica. Delia odiaba el viento. De día podía mantenerse ocupada, pero de noche, cuando estaba echada sola en la oscuridad, su mente volvía atrás y, en lugar de entrar en el sueño, o la ensoñación, se adentraba en conjeturas y de ahí solo pasaba a la confusión. En lugar de reconstruir el pasado según su deseo y hacer que las cosas ocurrieran tal como deberían haber ocurrido, la agitaba el rumor del viento contra amargos obstáculos que era capaz de evitar con mejor tiempo. Palabras como “por qué”, “cuándo” y “cómo” se levantaban contra la ensoñación que la calmaba, y se veía forzada a enfrentarse a sí misma, y en lugar de reordenar las cosas, tenía que encararlas. El pasado conducía al presente: ese era el problema. No podía ver ninguna relación entre su modo de ser de antes y el de ahora, y no podía entender cómo podía sentirse sola y asustada con un marido y dos hijas. Allí estaba, hablándoles a las niñas del día tan bonito que iban a pasar mañana, y era muy consciente de que estaba cayendo en un ánimo mórbido. No tenía ninguna excusa. No tenía por qué preocuparse, y menos aquella noche. Ni siquiera soplaba el viento, aunque había llovido y probablemente volvería a llover antes de la mañana. No había nada por lo que preocuparse, excepto cómo sacar a Bennie de la cocina y llevarlo hasta su habitación sin que Martín lo supiera. Sería terrible, horroroso que Martín descubriera que Bennie dormía todas las noches en su cama, pero ella no podía dejarlo en el frío cobertizo. Los gatos siempre dormían con las niñas, pero bien podían pasar una noche en el cobertizo. Tenían allí una cesta y podían ovillarse juntos. Pero Bennie no podía quedarse allí, la echaría demasiado de menos. Deseó poder hablar con Martín y decirle lo importante que era Bennie, pero sabía que era inútil. Ahora tenía que bajar a buscarlo para que le diera las buenas noches a Lily y a Margaret. Y entonces, cuando fue al rellano, lo vio de pie en el recibidor.

El recibidor era más bien estrecho, estaba cubierto de linóleo y cumplía eficazmente su función, como entrada y como lugar estratégico desde el cual podía verse la casa tal como era: un sencillo, pequeño nido familiar con un aire más compartimentado en invierno, por las puertas cerradas para mantener el calor en las habitaciones. En el vestíbulo había un perchero con ganchos para los abrigos, un paragüero y una silla en la que nadie se sentaba nunca. Nadie se sentaba en la silla ni nadie se quedaba demasiado tiempo en aquel vestíbulo. Era un tránsito, no a la fama ni a la fortuna, sino solo a las costumbres normales de la vida familiar, que son las únicas verdaderas realidades que la mayoría de nosotros conocemos y que en algunos de nosotros forman un recuerdo lo bastante fuerte para apoyarnos en él hasta el fin de nuestros días. Es una cuestión de amor, y todo depende de si el amor encuentra a diario y al pasar las horas su expresión en forma de cálidos abrazos y en esa atención instintiva que los animales dedican a sus cachorros.

Si el amor no encuentra canales de expresión, como ocurría entre los Bagot, entonces el recuerdo no sirve de mucho a largo plazo. Es la sólida existencia del amor la que insufla vida y fuerza a los recuerdos, y si en algunos casos a los recuerdos infantiles les faltan las suaves y tiernas tonalidades de esa demostratividad, cuando el niño se hace adulto y se echa en la oscuridad solo sabe que bajo su mano hay una roca que no cederá nunca.

En la cama grande del dormitorio de arriba, Lily Bagot dormía junto a su hermana; si soñaban nadie podía saberlo, porque nunca recordaban sus sueños al despertar. La mañana de Navidad se levantaron muy temprano, mucho antes que los demás días. Era como si los paquetes amontonados junto a su cama les enviaran un aliento mágico desde su sueño mientras el mundo aún estaba oscuro. Al principio se movían muy despacio, poniendo las manos junto a la cama y a los pies de la cama para sentir qué había allí, para adivinar qué les habían traído. Recorrían cada paquete con las manos, sintiendo los contornos e intentando adivinar lo que envolvían. No podían esperar más y Lily saltó de la cama y encendió la luz para ver qué regalos les habían dejado.

FIN


“Christmas Eve”,
The New Yorker, 1972


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