Ni tu silencio duro cristal de dura roca, ni el frío de la mano que me tiendes, ni tus palabras secas, sin tiempo ni color, ni mi nombre, ni siquiera mi nombre que dictas como cifra desnuda de sentido;
ni la herida profunda, ni la sangre que mana de sus labios, palpitante, ni la distancia cada vez más fría sábana nieve de hospital invierno tendida entre los dos como la duda;
nada, nada podrá ser más amargo que el mar que llevo dentro, solo y ciego, el mar, antiguo Edipo que me recorre a tientas desde todos los siglos, cuando mi sangre aún no era mi sangre, cuando mi piel crecía en la piel de otro cuerpo, cuando alguien respiraba por mí que aún no nacía.
El mar que sube mudo hasta mis labios, el mar que me satura con el mortal veneno que no mata pues prolonga la vida y duele más que el dolor. El mar que hace un trabajo lento y lento forjando en la caverna de mi pecho el puño airado de mi corazón.
Mar sin viento ni cielo, sin olas, desolado, nocturno mar sin espuma en los labios, nocturno mar sin cólera, conforme con lamer las paredes que lo mantienen preso y esclavo que no rompe sus riberas y ciego que no busca la luz que le robaron y amante que no quiere sino su desamor.
Mar que arrastra despojos silenciosos, olvidos olvidados y deseos, sílabas de recuerdos y rencores, ahogados sueños de recién nacidos, perfiles y perfumes mutilados, fibras de luz y náufragos cabellos.
Nocturno mar amargo que circula en estrechos corredores de corales arterias y raíces y venas y medusas capilares.
Mar que teje en la sombra su tejido flotante, con azules agujas ensartadas con hilos nervios y tensos cordones.
Nocturno mar amargo que humedece mi lengua con su lenta saliva, que hace crecer mis uñas con la fuerza de su marca oscura.
Mi oreja sigue su rumor secreto, oigo crecer sus rocas y sus plantas que alargan más y más sus labios dedos.
Lo llevo en mí como un remordimiento, pecado ajeno y sueño misterioso y lo arrullo y lo duermo y lo escondo y lo cuido y le guardo el secreto.
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