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Nube de paso

[Cuento - Texto completo.]

Emilia Pardo Bazán

Jamás lo hemos averiguado -declaró el registrador, dejando su escopeta arrimada al árbol y disponiéndose a sentarse en las raíces salientes, a fin de despachar cómodamente los fiambres contenidos en su zurrón de caza-. Hay en la vida cosas así, que nadie logra nunca poner en claro, aunque las vea muy de cerca y tenga, al parecer, a su disposición los medios para enterarse.

Salieron de las alforjas molletes de pan, dos pollos asados, una ristra de chorizos rojos, y la bota nos presentó su grata redondez pletórica, ahíta de sangre sabrosa y alegre. Nos disputamos el gusto de besarla y dejarla chupada y floja, bajo nuestras afanosas caricias de galanes sedientos. Los perros, con la lengua fuera y la mirada ansiosa, sentados en rueda, esperaban el momento de los huesos y mendrugos.

Cuando todos estuvieron saciados, amos y canes, y encendidos los cigarros para fumar deleitosamente a la sombra, insistí:

-Pero ¿ni aun conjeturas?

-¡Conjeturas! Claro es que nunca faltan. Cuando se notó que el pobre muchacho estaba muerto y no dormido; cuando, al descubrirle el cuerpo, se vio que tenía una herida triangular, como de estilete, en la región del corazón -la autopsia comprobó después que esa herida causó la muerte-, figúrese usted si los compañeros de hospedaje nos echamos a discurrir. Entre otras cosas, porque, al fin y al cabo, podíamos vernos envueltos en una cuestión muy seria. Como que, al pronto, se trató de prendernos. Por fortuna, la tan conocida como vulgar coartada era de esas que no admiten discusión. En la casa de huéspedes estábamos cinco, incluyendo a Clemente Morales, el asesinado. Los cuatro restantes pasamos la noche de autos en una tertulia cursi, donde bailamos, comimos pasteles y nos reímos con las muchachas hasta cerca del amanecer. Todo el mundo pudo vernos allí, sin que ninguno saliese ni un momento. Cien testigos afirmaban nuestra inculpabilidad y, así y todo, nos quedó de aquel lance yo no sé qué: una sombra moral en el espíritu, que ha pesado, creo yo, sobre nuestra vida…

-Ello fue que ustedes, al regresar a casa…

-¡Ah!, una impresión atroz. Era ya de día, y la patrona nos abrió la puerta en un estado de alteración que daba lástima. Nos rogó que entrásemos en la habitación de nuestro amigo, porque al ir a despertarle, por orden suya, a las seis de la mañana, vio que no respondía, y estaba pálido, pálido, y no se le oía respirar… ¡O desmayado, o…! Fue entonces cuando, alzando la sábana, observamos la herida.

-¿Qué explicación dio la patrona?

-Ninguna. ¡Cuando le digo a usted que ni la patrona, ni la Justicia, ni nadie ha encontrado jamás el hilo para desenredar la maraña de ese asunto! La patrona, eso sí, fue presa, incomunicada, procesada, acusada…; pero ni la menor prueba se encontró de su culpabilidad. ¡Qué digo prueba! Ni indicio. La patrona era una buena mujer, viuda, fea, de irreprochables antecedentes, incapaz de matar una mosca. La noche fatal se acostó a las diez y nada oyó. La sirvienta dormía en la buhardilla: se retiró desde la misma hora, y a las ocho de la mañana siguiente roncaba como un piporro. El sereno a nadie había visto entrar. ¡El misterio más denso, más impenetrable!

-¿Se encontró el arma?

-Tampoco.

-¿Tenía dinero en su habitación la víctima?

-Que supiésemos, ni un céntimo; es decir, unos duros…, que es igual a no tener nada, para el caso… Y esos allí estaban, en el cajón de la cómoda, por señas, abierto.

-¿Se le conocían amores?

-Vamos, rehacemos el interrogatorio… No tenía lo que se dice relaciones seguidas, ni querida, ni novia; no sería un santo, pero casi lo parecía; por celos o por venganza de amor, no se explica tan trágico suceso.

-Pero ¿cuáles eran sus costumbres? -insistí, con afán de polizonte psicólogo, a quien irrita y engolosina el misterio, y que sabe que no hay efecto sin causa-. Ese muchacho -¿no era un hombre joven?- tendría sus hábitos, sus caprichos, sus peculiares aficiones…

-Era -contestó el registrador, en el tono del que reflexiona en algo que hasta entonces no se había presentado a su pensamiento- el chico más formal, más exento de vicios, más libre de malas compañías que he conocido nunca. Retraído hasta lo sumo, muy estudioso; nosotros, por efecto de esta misma condición suya, le tuvimos en concepto de un poco chiflado. Ya ve usted: todos fuimos aquella noche a divertirnos y a correrla, menos él, y si hubiese ido, no le matan… Para dar a usted idea de lo que era el pobre, se acostaba muy temprano, y encargaba que le despertasen así que amanecía, sólo por el prurito de estudiar.

-¿Recuerda usted dónde estudiaba?

-¡Ah! Eso, en todas partes. A veces se traía a casa libros; otras se pasaba el día en bibliotecas on sabe Dios en qué rincones.

-Amigo registrador -interrumpí-, que me maten si no empiezo a rastrear algo de luz en el sombrío enigma.

-¡Permítame que lo dude!… ¡Tanto como se indagó entonces!… ¡Tantos pasos como dieron la justicia y la policía, y hasta nosotros mismos, sin que se haya llegado a saber nada!

Callé unos instantes. El celaje de la tarde se encendía con sangrientas franjas de fuego, incesantemente contraídas, dilatadas, inflamadas o extinguidas, sin que ni un momento permaneciese fija su terrible forma. Pensé en que la sospecha, la verdad, la culpa, el destino se disuelven e integran, como las nubes, en la cambiante fantasía y en la versátil conciencia. Pensé que si nada es inverosímil en la forma de las nubes, nada tampoco debe parecérnoslo en lo humano. Lo único increíble sería que un hombre fuese asesinado en su lecho y el crimen no tuviese ni autor ni móvil.

-Registrador -dije al cabo-, todos mueren de lo que han vivido. El muchacho estudiaba sin cesar: en sus estudios está la razón de su muerte violenta. No diga usted que no sabe por qué le mataron: lo sabe usted, pero no se ha dado cuenta de lo que sabe.

-Mucho decir es… -murmuró-. Sin embargo…

-Lo sabe usted. En cuanto me conteste a otras pocas preguntas se convencerá de que lo sabía perfectamente: lo sabía la parte mejor de su ser de usted: su instinto.

-¡Qué raro será eso! Pero, en fin… pregunte, pregunte lo que quiera.

-¿A qué clase de estudios se dedicaba Clemente?

-A ver, Donato, haz memoria -murmuró el registrador, rascándose la sien-. Ello era cosa de muchas matemáticas y mucha física… ¡Ya, ya recuerdo! ¡Pues si el muchacho aseguraba que, cuando consiguiese lo que buscaba, sería riquísimo, y su nombre, glorioso en toda Europa! Creo que se trataba de algo relacionado con la navegación acrea. Advierto a usted que murió como vivía, porque fue el hombre más reconcentrado y enemigo de enterar a nadie de sus proyectos.

-¿Tendría muchos papeles, cuadernos, notas de su trabajo?

-¡Ya lo creo! A montones.

-¿Dónde los guardaba?

-¡En la cómoda! Y su ropa andaba tirada por las sillas y revuelta.

-¿Aparecieron esos papeles después del crimen?

-Se me figura que sí. Pero confirmaron lo que creíamos: que el pobre no estaba en sus cabales. Eran apuntes sin ilación, y algunos, borradores que nadie entendía.

-¿Tenía algún amigo Clemente, enterado de sus esperanzas? ¿Alguien que conociese su secreto?

La cara del registrador sufrió un cambio análogo al de las nubes. Primero se enrojeció; palideció después; los ojos se abrieron, atónitos; la boca también adquirió la forma de un cero.

-¡Rediós! -gritó al cabo-. ¡Y tenía usted razón! Y yo sabía, es decir, yo tenía que saber… ¡Tonto de mí! ¿Cómo pude ofuscarme?… ¡Qué cosas! Había, había un amigo, un ingeniero belga, que le daba dinero para experiencias… ¡Un barbirrojo, más antipático que los judíos de la Pasión! ¡Y hasta judío creo que era! ¡Seré yo estúpido! ¡No haber comprendido! ¡No haber sospechado! ¡El bandido del extranjero fue, y para robarle el fruto de sus vigilias! ¡Dejó los papeles inútiles y cargó con los que valían, y sabe Dios, a estas horas, quién se está dando por ahí tono y ganando millones con el descubrimiento del infeliz! ¡Y a mí la cosa me pasó por las mientes; pero… no me detuve ni a meditarla, porque… no se veía por dónde hubiese podido entrar el asesino!

-¡Bah! Esa es la infancia del arte -contesté-. Entró con una llave falsa, que había preparado, o con el propio llavín de su víctima; estuvo en el cuarto de ésta hasta tarde, hizo su asunto, se escondió y de madrugada se marchó.

-¡Así tuvo que ser! ¡Bárbaros, que no lo comprendimos! ¡Requetebárbaros!

-No se apure usted… Quizá estamos soñando una novela.

-No, no; si ahora lo veo más claro que el sol… Soy capaz de perseguir al asesino…

-¿Cuántos años hace de eso?

-Trece lo menos…

-Déjelo usted por cosa perdida… Aun en fresco no se averigua nada… Conténtese con el goce del filósofo: saber… y callar.



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