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Nuestro Señor de las Barbas

[Cuento - Texto completo.]

Emilia Pardo Bazán

La riqueza de don Gelasio Garroso era un enigma sin clave para los moradores de Cebre. No podían explicarse cómo el pobrete hijo del sacristán de Bentroya había ido a la callada fincando, apandando todas las buenas tierras que salían y redondeando una propiedad tan pingüe, que ya era difícil tender la vista por los alrededores del pueblo sin tropezar con la «leira» trigal, el prado de regadío, el pinar o el «brabádigo» de don Gelasio Garroso. Molinos y tejares; casas de labor y hórreos; heredades donde la avena asomaba sus tiernos tallos verdes o el maíz engreía su panocha rubia, todo iba perteneciendo al ex monago…, y en la plaza de Cebre, en el sitio más aparente y principal, podían los vecinos admirar y envidiar los blancos sillares que una legión de picapedreros labraba con destino a la fachada suntuosa de la futura vivienda del ricacho.

Lo que más hacía cavilar al vulgo era la certeza de que Garroso no había prestado a réditos con usura, ni comerciado, ni heredado a tío de Indias, ni apelado a ninguno de los medios lícitos o ilícitos de cazar con liga a la volandera fortuna. Descartada la misteriosa procedencia de sus caudales, era la vida de Garroso clara y transparente como el cristal, y sus costumbres tan honestas, tan intachable su conducta, que ni se atrevía a rozarle la calumnia con sus alas de murciélago. No sólo no practicaba la usura, sino que solía ayudar desinteresadamente a vecinos a quienes veía con el agua al cuello; de cuando en cuando realizaba verdaderos actos caritativos; no intrigaba, no se metía con nadie, ni era pleiteante ni tirano para sus arrendatarios, ni hacía, en suma, cosa por la cual no mereciese el dictado del hombre más pacífico y justo del orbe. Notaban también su puntualidad en cumplir los deberes religiosos, en no perder misa y en rezar diariamente el rosario; y aunque no se le viese confesar ni comulgar, la gente de Cebre vivía persuadida de que lo hacía don Gelasio durante las temporadas que pasaba en Compostela. Siempre se distinguió por la piedad el hijo del sacristán de Bentroya, lo cual era tradición de familia, pues su padre y su abuelo habían muerto casi en olor de santidad, usando cilicios y edificando a sus contemporáneos. Estos antecedentes explican el asombro de los vecinos de Cebre cuando el que no tenía sobre qué caerse muerto, apareció nivelándose en caudal y rentas con los más altos señores del país.

Ya supondréis que la gente de imaginación no se resignó a no inventar. Quién afirmó intrépidamente que la fortuna de Garroso provenía de un contrabando de armas durante la guerra civil; quién juró y perjuró que en un viejo pazo había encontrado un tesoro fantástico, incalculable. Y no valía argüirles a estos novelistas de fecunda vena con que la guerra civil se había reducido en Galicia a que saliesen unos cuantos latrofacciosos mal armados de escopetas comidas de orín, y que, en cuanto al tesoro del pazo, no parecía verosímil que lo hubiese desenterrado Garroso, pues el único pazo que poseía -comprado a la arruinada y noble familia de Lacunde- no pudo adquirirlo hasta después de tener dinero. A pesar de esta objeción, la leyenda del tesoro fue la que prevaleció, la que obtuvo los sufragios de la multitud, la que lentamente se impuso hasta a los sensatos. Personas autorizadas aseguraban saber de buena tinta que don Gelasio vendía secretamente a los plateros, en Compostela, pedrería y oro labrado, monedas antiquísimas, sartas de perlas y deslumbradores joyeles de rubíes, esmeraldas y diamantes.

¡Y la versión era exacta! Más de una vez, y más de dos, y más de veinte -a cada desembolso, motivado por nuevas adquisiciones-, había realizado don Gelasio el viaje a Compostela, llevando consigo una reverenda bota de lo añejo, la clásica morena del país; pero morena preparada con los cubiletes para hacer juegos de manos, pues bajo el vino ocultaba un doble fondo en que yacían las monedas y las joyas. Los mayorales y zagales de la diligencia observaban que don Gelasio no prestaba su morena a nadie; si asfixiados por el calor le pedían un trago, sacaba dinero y los convidaba en las tabernas. Al llegar a la ciudad, don Gelasio vaciaba la bota, extraía el contenido del doble fondo, y siempre a deshora, y con la reserva más profunda, entraba en una ruin platería agazapada al pie de la catedral, y enajenaba la pedrería rica, los fragmentos de oro machacado, las onzas peluconas de abultado cuño; hecho lo cual regresaba a Cebre sin desamparar la bota. El platero guardaba reserva porque el negocio tenía enjundia.

Lo raro es que, después de excursiones tan fructíferas, solía don Gelasio pasarse dos o tres días en la cama, presa de un mal indefinido, una especie de morriña invencible. No llamaba médico; absorbía una dosis de quina o una de cocción de ruibarbo, y, al fin, se levantaba amarillo y desemblantado, como si saliese de una fiebre. Mal pudiera explicarse el médico la verdadera causa de su desazón, ni decirle que provenía directamente el espanto sentido cada vez que bajaba a la telarañosa cueva donde guardaba los restos del tesoro depositado en sus manos por los monjes de Bentroya cuando, al exclaustrarlos, hubieron de emprender el camino al destierro. Y no era, ciertamente, que le asustase ver las monedas, la plata repujada, ni las joyas que habían adornado sus altares; era que allí en la cueva estaba también -testimonio evidente e irrecusable de su delito- el Cristo viejo, la devotísima imagen conocida en el país por «Nuestro Señor de la Barbas».

Había sido antaño la venerada efigie, de grandor natural, la mejor prenda, el orgullo del famoso monasterio. Acudían en peregrinación los campesinos a adorarla, creyendo que las barbas de aquel rostro pálido crecían con regularidad, siendo preciso despuntarlas cada mes; que aquella angosta frente sudaba gotas de sangre, y que de aquellos ojos vidriosos, revulsos por la agonía, al cometerse en la comarca un escándalo o un crimen, se desprendían gotas de salado llanto. Al saberse que abandonaban el convento los monjes, creyóse que habían llevado consigo al Cristo milagroso. No era cierto. La memoria de la virtud ejemplar del sacristán, la excelente conducta de su hijo, les sugirieron la idea de confiar a este la custodia, no sólo de la imagen, sino de todo el tesoro monacal, desde los cálices visigóticos hasta las onzas de Carlos IV. Creían los buenos monjes que aquello de la exclaustración era una racha pasajera; que la ira de Dios caería sobre quien así profanaba los monasterios; que dentro de un año, dos a lo sumo, aplacaríase la tormenta, sería castigada la iniquidad, y entrarían de nuevo en su amado retiro, con el Santísimo bajo palio y pisando flores. Y hay que reconocerlo: lo mismo creía don Gelasio.

Aguardó, pues, bastante tiempo, más de dos lustros, conservando fielmente el depósito, y evitando que cualquier indicio revelase, en aquel país infestado de gavillas de salteadores, que la cueva de su humilde casucha oculta por la riqueza. Por precaución la distribuyó, deslizando porciones por debajo de las vigas, en huecos que él mismo abría en la pared y tapadas luego con cal y mezcla; en rincones del huerto, que nadie sino él labraba, y donde enterraba muy profundas las ollas rotas atestadas de oro y preseas. Pero corrieron los años; los acontecimientos políticos siguieron su curso; el magno, el erguido monasterio de Bentroya, especie de Escorial perdido en la montaña, empezó a cubrirse de hiedra, a tener goteras, a dar indicios de decrepitud; los moradores de Cebre utilizaron como leña de arder los confesionarios, los estantes de la biblioteca, el piso de las celdas, hasta los tallados sitiales del coro…, y la idea criminal que sordamente bullía en el cerebro y en la voluntad de Garroso se presentó clara y definida, apretó el cerco, se envolvió en sofismas… y logró dar al traste con la acrisolada honradez. En un viaje a Compostela enajenó el contenido de la primera olla, y de vuelta adquirió la primera finca. Lo difícil es empezar. Roto el freno, nada contuvo al infiel fideicomisario.

Ningún aviso, ningún incidente casual vino a recordarle que delinquía. Sin duda todos los monjes habían perecido en la exclaustración; quizá, y es lo verosímil, sólo uno de ellos, el abad, el que hizo entrega a Gelasio del tesoro, sabía el secreto; y el abad, cuando marchó, tenía setenta años y era propenso a la apoplejía. Lo cierto es que nadie se presentó a reclamar nada, y don Gelasio hubiere gozado tranquilidad absoluta en el crimen… a no ser por el Cristo viejo. «Nuestro Señor de las Barbas», la sacra efigie que tanto le habían encomendado los monjes, y que dormía en la cueva, descolgada de la cruz, envuelta en un polvoriento sudario. A cada nueva sangría al tesoro de los monjes, aplicada a satisfacer la codicia; a cada heredad con que redondeaba sus bienes; a cada viaje a Compostela para desprenderse de monedas o joyas, don Gelasio, enfermo de pavor, soñaba noches enteras con el Cristo, y le veía sacudir la envoltura y surgir pálido, barbudo, ensangrentado y horrible. Todos podían ignorarlo; podía no alzarse en la comarca una voz para condenar a Garroso; nadie le señalaría con el dedo, porque nadie sabía el infame origen de sus rentas…; pero bien lo sabía «Aquel», el del costado herido y los pies taladrados y la barba luenga, el de la cara lívida y los desmayados ojos.

Quedábale a don Gelasio el recurso de hacer hastillas y quemar la imagen… ¡Ah! No se atrevía; había mamado con la leche y llevaba en las venas el respeto y la devoción a «Nuestro Señor de las Barbas», la imagen soberana, milagrosa, en cuyo camarín ardía siempre una lámpara de oro, y cuyo altar habían desgastado los besos de la fe…, y sólo de recordar que allí, en su cueva, reposaba el largo cuerpo desprendido de la cruz y rebujado en la sábana, parecido a un verdadero cadáver humano se estremecía de angustia, de espanto y momentánea contrición. No se sentía capaz ni de desenvolver el paño por miedo de ver crecidas las barbas de Cristo, y de encontrar sus ojos bañados en lágrimas. Y al mismo tiempo, tener al Cristo allí era conservar la evidencia del delito, la innegable prueba de la fechoría, y don Gelasio, en noches de insomnio, sentía pesar sobre su corazón el cuerpo inerte de Cristo, y en medio de las tinieblas creía palpar a su lado unos brazos angulosos y recios, y sentir el roce sedoso de unas barbas finas, espesas, como cabellera de mujer. Por eso, últimamente, se había propuesto no bajar a la cueva, donde quedaban todavía rastros del botín, algunas joyas de las más conocidas, que podían delatarle. «Nuestro Señor de las Barbas me ha de castigar», pensaba, inundado en frío sudor. En efecto, llegó la hora del castigo.

Nada tan peligroso como la fama de rico en la aldea. Al tomar cuerpo la leyenda de que don Gelasio poseía un tesoro, los ladrones de la comarca abrieron tanto ojo y meditaron un golpe. Organizóse una gavilla para asaltar al ricachón solitario. En la noche más cruda del invierno penetraron, enmascarados, en su vivienda; le ataron y con amenazas y, por último, refinados tormentos, hechándole aceite hirviendo en la planta de los pies y sobre el vientre desnudo, le obligaron a que revelase el escondrijo.

Como ya no quedaba sino lo encerrado en la cueva, al hincarle lancetas de cañas entre las uñas, resolvióse don Gelasio, moribundo de dolor, a guiar allí a los ladrones. Distinguíase en un rincón la forma de Cristo encubierto por el sudario, y Garroso, trémulo de espanto y desesperación, presenció como los bandidos rasgaban el paño polvoriento y descubrían la sagrada efigie -cuyas barbas le parecieron desmesuradas, formidables-. Los chasqueados fascinerosos dieron una patada al Cristo, y, blasfemando, exigieron el oro y las joyas. Entonces Garroso, en vez de señalar al rincón donde había soterrado lo que aún poseía del tesoro, arrojóse sobre la ultrajada imagen, besándola con delirante arrepentimiento. Y los ladrones, que temían ser sorprendidos porque los perros ladraban, apoyaron en la sien de Garroso el cañón de una carabina, dispararon…, y el cadáver del criminal, perdonado sin duda ya por la justicia celeste, rodó al lado de la efigie, bañándola en sangre.



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