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Nuestro viaje (Diario)

[Cuento - Texto completo.]

Adolfo Bioy Casares

Selección, prólogo y epílogo de F.B.

PRÓLOGO

 

El gerente de la casa Jackson me había dicho que estaba preparando una colección de diarios de viaje y que si yo tenía alguno se lo mandara. Cuando releí los míos del 60 y del 64, por motivos que no sabría explicar, me faltó ánimo para publicarlos. Propuse entonces Nuestro viaje de Lucio Herrera. A decir verdad temí que lo rechazaran, tal vez por no corresponder a las expectativas de lectores de obras de ese género. Lo aceptaron e integró uno de los hermosos volúmenes, encuadernados en cuerina roja y con letras doradas, de una de las tantas colecciones que la casa Jackson vendía con su correspondiente biblioteca de madera lustrada. Como parece probable que el diario de viaje de mi amigo Herrera duerma en la salita de gente que no lee, junto al Libro de los Oradores de Timón, los volúmenes de Willie Durant, la edición ilustrada del centenario de Don Quijote y un Martín Fierro encuadernado en cuero de vaca overa, decidí publicarlo en este volumen, de venta en las buenas librerías.

F.B.

 

NUESTRO VIAJE

(Diario de Lucio Herrera).

 

Buenos Aires. Puerto Nuevo. Enero 3, de 1968. Con agradable sorpresa descubro en el gentío la cara de Paco Barbieri, redonda, de color ladrillo, con ojos redondos, oscuros. «¿Vos también viajas en el Pasteur?», le pregunto. Qué bueno tenerlo de compañero de viaje. Le presento a Carmen. Un rato después, cuando subimos por la escalerilla, Carmen pregunta: «¿Viaja solo?». «Creo que sí». «¿No será raro, tu amigo?» «En el sentido que pensás, no». «¿En qué sentido?». «¿Para qué vamos a meternos en eso? Cada cual es como es». «Qué estúpida. Nunca pensé que tuvieras secretos para mí. Creí que me querías como yo te quiero». Para no empezar el viaje con una pelea, sacrifico al amigo. «Mirá», contesto. «No sé cómo explicarte. Barbieri es un tipo nada convencional. Dice que las mujeres son el impuesto que pagamos por el placer.» «Y porque dice esa pavada ¿te parece que no es convencional? Yo diría que es un verdadero machista, lo que en este país no es de una originalidad extraordinaria. Para no viajar con una mujer ¿el imbécil viaja solo?» «Sí, aunque él diría que no». «¿Mentiroso además? Machista y mentiroso. Te participo que empiezo a cansarme de tu amigo.» «Viaja con una muñeca inflable». «¡No te creo! Si es verdad, está muy enfermo. Ya mismo hay que hablarle. Si no le hablas vos, le hablo yo.» «Te pido que no lo hagas. Por favor, no intervengamos.» «De acuerdo. Es tu amigo. Lindo amigo. Pensándolo bien, a lo mejor estás en lo cierto. A un degenerado así más vale no tocarlo, ni con pinzas». Le aseguro que Paco es buena persona. Me contesta en tono de burla, pero con mucho enojo: «¿Fuera de eso es buena persona? No digas pavadas. Ya que no debemos intervenir, me harás el favor de mantenerlo a distancia durante todo el viaje». «¿Sabes lo que me estás pidiendo? Paco es mi mejor amigo.» «Quédate con tu mejor amigo. Yo voy a morirme de tristeza, pero eso ¿qué importa? El consuelo es que no vas a tener por mucho tiempo a tu Paco tan querido. Para mí, un enfermo con semejante neurosis revienta pronto».

A bordo del Pasteur, en alta mar. Enero 14. No solo Paco Barbieri despierta su animosidad… A cuanto amigo menciono, Carmen, sin prisa pero sin pausa, procede a desmenuzar con toda suerte de imputaciones caricaturescas o calumniosas. Procuro no hablar, ante ella, de personas por las que siento afecto.

Roma. Febrero 8. Habíamos quedado en comer temprano, para llegar a tiempo al concierto, que empieza a las nueve. Celia me dice que la molesto si la miro mientras se viste y se peina. Bajo al salón del hotel. Hojeo revistas, me aburro y después de un rato, cansado de esperar, llamo al ascensor, para ir a buscarla. Cuando se abre la puerta aparece Celia, tan deslumbrantemente hermosa, que olvido los reproches preparados durante la espera, la tomo en brazos, le doy un beso en la frente y le digo: «Gracias por ser tan linda». Nos encaminamos al restaurante Archimede, para comer allá, como todas las noches, pero antes de llegar a la placita de los Caprettari nos detenemos a leer el menú de un restaurante francés. Como veo que el postre del día es Baba au chocolat pregunto a Celia: «¿Qué tal si entramos?». «No puedo creer», exclama. «Pensaba que nunca me llevarías a otro restaurante, que para vos el único era el Archimede». Ya se sabe: Celia me reprocha una supuesta manía de volver siempre al mismo restaurante; pero no es por manía que la llevo, dos veces diariamente, al Archimede. Si en un lugar nos dan bien de comer y nos tratan como a clientes de la casa, ¿no sería absurdo probar otros y resultar intoxicados? Celia toma entre ojos los restaurantes que prefiero. Como si yo no advirtiera la censura implícita que había en su respuesta, le explico: «Lo que pasa es que aquí tenemos de postre Baba au chocolat, y vos sabes cuánto me gusta». Entramos, pedimos la comida, que por suerte mereció la aprobación de Celia. Concluido el segundo plato, el mozo nos pregunta qué desearíamos de postre. Contesto: «Dos Babas au chocolat». «Siento mucho. No hay tiempo», declara Celia y ordena al mozo que traiga la cuenta. No sé qué le ha dado: su más inveterada costumbre es llegar tarde a todas partes, pero hoy quiere que salgamos para el concierto con media hora de anticipación. Cómo el teatro no queda lejos, llegamos en seguida. «Teníamos tiempo de comer nuestro Baba au chocolat», observo. Me da la razón, pero agrega: «No vamos a llorar por eso». Claro que no, pero tampoco he de ocultar algún fastidio y ¿por qué negarlo? algún resentimiento. Reflexiono: «Por algo a los chicos no les gusta que los dejen sin postre». El concierto de Pavarotti es largo. El público aplaude a más no poder. Admito que yo no entiendo mucho de música, pero hacia el final hay una canción que me gusta de veras y hasta me da ganas de marcar el compás con movimientos de la cabeza, de las manos y de todo el cuerpo. Descubro que se llama Sole mio o algo así.

Roma. Febrero 9. Hoy vamos al cine. Dan una vieja película, El hombre que hacía milagros. A mí me divierte mucho. A Celia, no. Sospecho que no solo la película la irrita; por increíble que parezca, sospecho que yo también la irrito con mis incontenibles risotadas. Confieso que al advertir su insensibilidad a los méritos de esta película me entristezco, y hasta me ofendo. Llego a pensar que ahí sentados, uno al lado del otro, estamos separados por un abismo. Hay una escena irresistiblemente cómica, en la que el protagonista, en el salón de un club de Londres, hace aparecer un león, ante sus consocios, que pasan del escepticismo sobre los milagros, a un auténtico estado de alarma. ¿Cuál es el comentario de Celia sobre esta situación? «Yo no aguanto más. La escena no está en el cuento de Wells». No puedo creer que diga en serio semejante pedantería. Continúa: «¡Qué falta de respeto al autor! ¡Qué falta de seriedad!». Se oyen vehementes chistidos del público. «Esta película es del todo estúpida», afirma Celia, sin acobardarse. «Vámonos». Muy ingratamente sorprendido, casi diré asombrado de mi mala suerte, salgo del cine, detrás de ella. Una hora después, mientras nos desvestimos en nuestro cuarto del hotel, se vuelve hacia mí y como si de repente se le ocurriera una idea muy extraña, pregunta: «¿Te molestó salir antes de que acabara la película?». «Bastante», le digo. Como hablando sola, reflexiona: «No comer el Baba au chocolat te contrarió. No ver el final de esa película estúpida te contrarió. Todo hombre es un chico».

Verona. Febrero 11. Mientras hojea displicentemente la Guía Azul, Pilar comenta: «Habría que ver la tumba de los Scaligero». De pronto la cara se le ilumina y exclama: «¿Cómo pude olvidarlos?». «¿A quiénes?», pregunto. «¿A quiénes va a ser? ¡A los amantes!». Acto seguido me obliga a seguirla hasta la tumba de Julieta, que no está lejos, pero tampoco cerca. Me dice que me ponga de un lado, se pone del otro, estrechamos nuestras manos sobre la tumba y juramos amor eterno. «Y verdadero», dice Pilar. «Y verdadero» repito, a lo que agrego: «Es claro que no estoy seguro de que el mejor sitio para jurar amor verdadero sea una tumba falsa». «¿De dónde sacas que es falsa?» «De tu misma guía. Cuando la leas un poco más detenidamente verás que dice: la supuesta tumba de Julieta. En cuanto al famoso amor de la mujer, que no está enterrada acá, y de su Romeo, figúrate lo que habrá sido: un amor cualquiera, exagerado por los escritores, y al que la afición del pueblo por los prodigios convirtió en sublime». Si hubiera sabido cómo la afectarían mis observaciones, me callo. Declara que nada me gusta como destruir ilusiones («Lo mejor que puede uno tener»), que soy «desagradablemente negativo» y que tal vez lo que trato de decirle es que no la quiero.

París. Febrero 15. Una noche tibia, para esta época del año. Por la calle Galilée volvemos del cine, rumbo al hotel. Mentalmente me digo: «Tranquilo. No te impacientes. Para lo que más te gusta ya falta poco». Tan abstraído estoy, o tan silenciosa y vacía está la calle, que la voz de Justina me sobresalta. «¿En qué pensás?», pregunta. «No sé…». «¿Cómo no vas a saber? Debió de ser algo muy lindo, porque sonreías.» «Pensaba», digo mientras miro su cara expectante, confiada y tan hermosa que por unos segundos olvido lo que voy a decir… Me recobro y sigo: «Pensaba que por suerte ya falta poco para que hagamos lo que más nos gusta y que un bienestar incomparable vendrá después, una verdadera beatitud por la que sin darnos cuenta vamos a deslizamos en el sueño». Me siento inspirado, poéticamente inspirado, al decir mi discursito. Juntos, de noche, en París, tan lejos del mundo de nuestras rutinas: ¿no será como casarnos de nuevo y alcanzar otra culminación en nuestra vida? La voz de mi mujer me sobresalta, esta segunda vez, de manera diferente. «Yo creía que te acostabas conmigo porque me querías», dice. «Pero no: es para sentirte bien, para dormir mejor. Para eso los hombres buscaron siempre a las prostitutas.» «Qué agradable sería descubrir que habla en broma» pienso. Habla en serio. «Lo más cómodo: estar casado con la prostituta. Más cómodo todavía si no se ofende. Yo me ofendo». Mi única esperanza es que se le pase el enojo. No se le pasa. En silencio llegamos al hotel, subimos al cuarto, nos metemos en cama. La oigo respirar. La miro: se ha dormido, con un ceño que expresa furia. Hay que buscarle una salida a la situación. Intento el recurso que no falla. Muy suavemente la pongo de espaldas, le aparto las piernas, la abrazo. Me empuja, sin enojo tal vez, pero con tristeza. Me dice: «No me entendiste. Me has ofendido. La gente frívola olvida las ofensas. Yo no». Me da la espalda y apaciblemente retoma el sueño.

París. Febrero 16. Mientras espero a Justina, converso, en la Recepción del hotel, con la rumana que ahí trabaja. Me refiere que un argentino muy correcto y agradable estuvo en el hotel, hace poco: un señor Paco Barbieri. Cuando aparece Justina, la rumana está contándome que Paco había estado bastante enfermo, con gripe. Al oír esto Justina comenta: «Ya te lo previne. Va a reventar pronto».

París. Febrero 17. En un Sport-Dimanche que alguien dejó en la del hotel de Roma pude enterarme de que hoy juega Reims con Paris-Saint Germain un partido que por nada quiero perder, porque el 9 de Reims —el centro forward, como decíamos en mi tiempo— es nada menos que Carlitos Bianchi. Desde que leí eso, no pierdo ocasión de recordar mi firme propósito de ir el domingo 17 al estadio del Park aux Princes: táctica de ablandamiento, para que Justina comprenda que no voy a estar a su disposición para ir al museo del Louvre o a un concierto en la sala Pleyel. En lo relativo al propósito, mi táctica dio buen resultado. Justina sabe que voy al partido. Lo que no preví es que al darle tiempo para pensar en la cuestión, podría ocurrírsele la insólita idea de acompañarme a la cancha. Desde luego se le ocurrió y desde luego acepté complacido. En cualquier lugar, a su lado me siento feliz. El hecho de que sea tan linda ayuda. No negaré que, por lo menos mentalmente, me pavoneo… Tampoco debo ocultar que por regla general soy contrario de ir a la cancha con mujeres. Hoy compruebo que tengo razón. Al comienzo Justina finge interés y pide explicaciones que estorban mi concentración en el partido. «¿Qué es un penal?». «¿Qué es un córner?». «¿Por qué se interrumpió?». Después, en medio de una extraordinaria jugada de Carlitos, que sortea las defensas de Paris-Saint Germain y mete un gol para la historia, contesto: «De acuerdo, de acuerdo, pero convendrás conmigo que no hay un goleador como Bianchi». He de ser un gran iluso porque imagino que puedo hablar de fútbol con la mujer amada. Ella responde con una pregunta: «¿Bianchi? ¿Quién es ése? ¿Otro amigo tuyo?». En el segundo tiempo se impacienta, de tan aburrida que está, y antes de que el partido concluya, con el pretexto de que debemos evitar la aglomeración, me toma de una mano, se levanta, me dice: «Vamos, vamos». No queda otro remedio que seguirla. Me indigna pensar que nunca sabrá el sacrificio que me impone. En mi fuero interno soy un mártir, porque me voy de la cancha en este momento, y un faquir, porque no tengo una palabra de queja.

París. Febrero 20. Justina cayó en cama con un fuerte resfrío, que pronto se transformó en gripe. «Lo pesqué en ese partido que no acababa nunca», se lamenta. Voy al cine, paso un rato agradable; sin embargo la extraño. Recapacito: «No debo extrañarla. Una mujer así, primero te arruina el ánimo, después la salud. La única solución es el divorcio». Lo sé, pero no me resuelvo… A veces, para darme coraje, apelo a reflexiones un poco absurdas. «Es cuestión de vida o muerte», digo, como si lo creyera. Ando solo por las calles de París. Como alma en pena, aunque tranquilo.

Manresa. Montserrat. Febrero 24. Pasamos por Manresa, una ciudad rodeada de viñedos. Luisita me pide: «Pará frente a ese café». «Vamos a llegar tarde.» «No importa. Quiero tomar un carajillo. Para tonificarme ¿sabes? ¡Quién te dice que lo de Montserrat no resulta cuesta arriba!» «Va a resultar». Entramos en el café. Por si acaso, yo no hablo; Luisita ordena: «Por favor, dos carajillos». El hombre pregunta: «¿De ron o cognac?». «De cognac». Nos traen dos tacitas de café a medio llenar, en las que echan un buen chorro de cognac. Estamos en eso cuando, sin poder creerlo (¿ya me emborrachó el carajillo?), veo a Paco Barbieri, que va hacia el mostrador. Me levanto, nos abrazamos. Lo noto cansado, como envejecido, con la cara menos colorada que de costumbre. Me acompaña hasta la mesa. Tal vez porque está cansado o porque Luisita no se esfuerza en retenerlo, se va en seguida. Pensando en voz alta murmuro: «Lamento que se vaya tan pronto». «Yo no», contesta Luisita. «¿Viste cómo está?» «Admito que me pareció algo cansado». «¿Algo cansado? ¡Está deshecho! El muerto que camina.» «Cruz diablo» le digo. Replica: «Te apuesto lo que quieras que no volvés a verlo. Vivo, se entiende». En el trayecto a Montserrat no abro la boca. Si debo contestar algo, me limito a monosílabos. Luisita no pregunta qué me pasa. Al llegar a Montserrat, dice: «Dejemos el coche aquí». «¿Vamos a subir a pie?» «A pie». Emprendemos la cuesta, pero muy pronto confiesa que no puede subir un metro más. «Yo tampoco», digo. Por una vez, con Luisita, estamos de acuerdo. Paramos un autocar. En él vamos hasta la cima; un rato después bajamos. Estamos tan cansados que, al pasar por donde dejamos el automóvil, por poco nos olvidamos de pedirle al chofer que pare. En Manresa, Luisita me dice: «Quiero tomar otro carajillo». Cuando entramos en el café ocurre el segundo encuentro con un amigo: Mileo, un compañero de quinto año del colegio Mariano Moreno, que antes de alcanzar la mayoría de edad había montado un taller para fabricar faros de automóviles, lo que provocaba mi admiración. Le pregunto: «¿Seguís copiando los faros Marshall?». «¿Te acordás?» me dice. «Fue un sueño de juventud que no duró mucho. De un día para otro desaparecieron los guardabarros, los estribos, los faros a la vista, y yo me encontré fabricando accesorios para automóviles inexistentes». Le digo: «¿A que no sabés con quién estuvimos hace un rato? Con Paco Barbieri». «Yo también. ¿Y sabes la brillante idea que tuvo? Subir a pie a Montserrat. Quedó deshecho.» «Aquí hay una conocida mía que tuvo la misma idea» digo, señalando a Luisita. «Por suerte no tardó en pedir la toalla y seguimos la cuesta en autocar». En cuanto se va Mileo, observa Luisita: «No sé con cuál quedarme. Con el degenerado o con el soñador de accesorios para automóviles en desuso. Lindo muestrario de amigos». Creo que en todo el trayecto a Barcelona no volvimos a hablar.

Río de Janeiro. Marzo 15. Parece que el barco va a recoger mucha carga y que no zarparemos hasta mañana por la mañana. Propongo un paseo a Petrópolis. Margarita quiere ir a la playa de Copa Cabana. Le doy la razón: el baño de mar es agradable y menos cansador que un viaje en auto. Almorzamos en un hotel. Después acompaño a Margarita en sus compras. No sé cómo consigue que tres o cuatro compras le lleven toda la tarde. Puedo decir, nos lleven. Felizmente la convenzo de comer en el barco. Los plantones en diversos negocios me cansaron extraordinariamente. Lo que más deseo es meterme en cama. Para mi desgracia la camarera dio a Margarita una dirección donde esta noche podremos ver una macumba muy interesante. «El artículo auténtico. No esas macumbas para turistas, que todo el mundo ha visto». Argumento como puedo, pero en vano: le digo que toda macumba es una impostura. Margarita se enoja, me llama cobarde y se aflige por mi falta de curiosidad. Encaro el programa de esta noche ¿por qué negarlo? con la falta de curiosidad más absoluta y con una pereza próxima al miedo. Después de comer en el barco, salimos en taxi en dirección a un barrio llamado Ciudad Vieja: muy pobre, muy poblado. Las casas —la palabra es casuchas— son de madera. Nos detenemos frente a una de piso alto. Subimos la empinada escalera y nos internamos en un estrecho corredor hacia una puerta. Margarita la abre, sin decir «permiso» y entramos en un saloncito redondo. Creo poder afirmar que los que están ahí nos miran con desaprobación. En el centro algunas mujeres bailan, más bien giran y por último caen en medio de convulsiones epilépticas. Muchachas de amplias faldas, con volado, las recogen. Hay un señor, una suerte de jefe, mulato, que viene a ser el sacerdote. No sé por qué, tal vez por nerviosidad, Margarita se tienta de risa. Mujeres furiosas se arremolinan y un hombre insinúa el ademán de sacar un arma. Si el macumbero no nos toma bajo su protección, cualquier cosa puede pasarnos. El hombre nos dice: «Ahora es mejor que se retiren. Si les ofrecen un charuto o una bebida, no acepten. No entren en ningún café. No tomen el primer taxi que vean, sino el que voy a llamar para ustedes». Mientras bajamos los crujientes escalones, Margarita me susurra: «Hay que desconfiar de ese brujo. No esperemos el taxi que llamó. A lo mejor nos quiere secuestrar». Antes de que pueda impedirlo, Margarita cruza corriendo la calle y se mete en un taxi. El taxista cierra la puerta y, haciendo rechinar las gomas, a toda velocidad, se lleva a Margarita, para robarla, para secuestrarla, para violarla o para matarla ¿qué sabe uno? Miro hacia todos lados con desesperación y veo que llega un taxi, seguramente el del candombero. Lo tomo, como puedo explico y emprendemos una carrera tan alocada que me pregunto si el chofer no trata de asustarme para que no advierta que la persecución ya es inútil. No bien formulo ese pensamiento, veo que damos alcance al otro coche, cuyo chofer abre una puerta y de un empujón arroja a Margarita. Faltó poco para que la atropelláramos. La recogemos temblorosa, tumefacta y sollozante. Con gran dificultad persuado al taxista de renunciar a la persecución. «La señora está muy asustada», explico. Debe de estarlo porque al oír esta afirmación no protesta.

A bordo del Pasteur. Marzo 17. Por la tarde. Últimamente el carácter de Emilia empeoró. A su lado padezco un régimen de contrariedades y vejaciones capaz de acabar con la salud de cualquiera. Tengo que dejarla. Se pondrá triste cuando se lo anuncie: de eso estoy seguro; y también de que al ver su tristeza, mi determinación va a debilitarse. Para no volverme atrás, desde el barco, telegrafío a un abogado, el doctor Sívori, y le pido que tramite mi separación.

19 de marzo, a la noche. A bordo del Pasteur. Golfo de Santa Catalina. Mar picado. En piyamas, descalzos, preparamos las valijas. En la de Emilia no caben las cosas compradas en Río y en la tienda de abordo; cuando quiere ponerlas en mi valija, le digo: «Por favor, en la mía no pongas nada. Yo no voy a casa». «¿A dónde vas?» «A un hotel». «¿Qué me estás diciendo?» «Que no voy a casa». «¿Por qué?» «Porque me separo. Ya telegrafié al doctor Sívori». Este anuncio la afecta más de lo que pude prever. Palidece tanto que me alarmo. No pestañea, mantiene los ojos muy abiertos, abre la boca. Antes de que yo pueda evitarlo, se tira a mis pies, los besa y repite ininterrumpidamente: «Nunca volveré a ser mala. Perdón. Nunca volveré a ser mala… Perdón»… Para que se calme, la tomo en brazos y, cuando quiero acordarme, nos acostamos. Después retoma el llanto y el pedido de que la perdone. Me avengo a perdonarla, por último, y a seguir con ella y a telegrafiar a Sívori («Nos reconciliamos»). Emilia me susurra al oído: «Para los que se quieren, no hay nada que no se arregle entre las sábanas». De verla tan contenta me creo feliz.

 

EPÍLOGO

 

Sin pensarlo mucho me largué al departamento de la calle Chilavert, que mi amigo alquiló después de la segunda ruptura. Como en la entrada no había nadie y arriba no me abrieron, deduje que no era ahí. Tuve que buscar un rato, para encontrar al encargado. «No», confirmó el hombre, «no es acá», y siguió conversando con unos electricistas. Antes de que le preguntara nada, desapareció con los electricistas por una escalera que baja al sótano.

Yo no sabía qué hacer. Desde un teléfono público llamé a Mileo. Me dijo: «Está en la casa de ella. Por eso no voy». Le contesté: «Yo sí, aunque te entiendo perfectamente».

La casa de la mujer queda en Palermo Chico. Al entrar, casi digo en voz alta: «Qué velorio más triste». Una reflexión absurda. Conversaban animadamente la mujer y unas parientas o amigas. Callaron al verme; la mujer sollozó. Recuerdo tan solo que atravesé el cuarto, para despedirme de Lucio. Pobre, me pareció que descansaba a gusto, en su ataúd.

F.B.

*FIN*


“Nuestro viaje (Diario)”.
Una muñeca rusa, 1991


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