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Obediencia

[Cuento - Texto completo.]

Fredric Brown

En un minúsculo planeta de una estrella lejana y débil, invisible desde la Tierra, y en el extremo más lejano de la galaxia, cinco veces la distancia que el hombre ha penetrado en el espacio, se eleva la estatua de un terráqueo. Fue construida con un metal precioso y es algo impresionante, de veinticinco centímetros de altura y exquisita factura.

Los bichos se deslizan sobre ella…

Estaban en una patrulla de rutina en el Sector 1534, más allá de Sirio y a muchos parsecs de Sol. La nave era la consabida biplaza de reconocimiento utilizada para todas las patrullas fuera del sistema. El capitán May y el teniente Ross jugaban al ajedrez cuando sonó la alarma.

El capitán May dijo:

-Don, ajústala, mientras pienso esta jugada.

No apartó la mirada del tablero; sabía que solo podía tratarse de un meteoro pasajero. En ese sector no había naves. El hombre había penetrado mil parsecs en el espacio y aún no había encontrado una forma de vida extraña lo bastante inteligente para comunicarse, menos aún para construir naves espaciales.

Ross tampoco se levantó, sino que se volvió en la silla para mirar el tablero de instrumentos y la telepantalla. Levantó distraídamente la mirada y quedó boquiabierto: había una nave en la pantalla. Recuperó lo suficiente el aliento para gritar «¡Capitán!» y después el tablero de ajedrez cayó al suelo y May miró por encima de su hombro. Pudo oír la respiración de May y luego su voz que dijo:

-¡Fuego, Don!

-¡Pero si es un crucero clase Rochester! Uno de los nuestros. Ignoro qué hace aquí, pero no podemos…

-Vuelve a mirar.

Don Ross no podía volver a mirar porque no había dejado de hacerlo pero repentinamente vio a qué se refería May. Era casi un Rochester, pero no del todo. Tenía algo extraño. ¿Algo? Era extraño, se trataba de una imitación alienígena de un Rochester. Y sus manos corrieron hacia el botón de disparo casi antes de que todo el impacto de la situación lo alcanzara.

Con el dedo en el botón, observó los diales del telémetro Picar y del Monold. Marcaban cero.

Lanzó una maldición.

-Capitán, nos interfieren. ¡No podemos calcular a qué distancia está, su tamaño ni su masa!

El capitán May asintió lentamente, pálido.

En el interior de la cabeza de Don Ross, un pensamiento dijo:

-Serénense, hombres. No somos enemigos.

Ross se volvió y miró a May. Este dijo:

-Sí, lo he recibido. Telepatía.

Ross volvió a maldecir. Si fueran telépatas…

-Fuego, Don. Visual.

Ross oprimió el botón. La pantalla quedó cubierta por una llamarada de energía y cuando esta cesó, no había restos de nave espacial…

*

El almirante Sutherland dio la espalda al gráfico estelar colgado de la pared y los estudió agriamente desde debajo de sus pobladas cejas. Dijo:

-May, no me interesa refundir su informe. Ambos han estado sometidos al psicógrafo; hemos extraído de sus mentes hasta el último segundo del encuentro. Nuestros lógicos lo han analizado. Están aquí por razones disciplinarias. Capitán May, ¿conoce el castigo por desobediencia?

-Sí, señor -reconoció May tensamente.

-¿Cuál es?

-La muerte, señor.

-¿Y qué orden desobedeció?

-Orden General Trece-Noventa, Sección Doce. Prioridad Cuadrado-A. Toda nave terrestre, sea militar o de otro tipo, tiene la orden de destruir inmediatamente y al verla a cualquier nave extraña que encuentre. Si no lo hace, debe volar hacia el espacio extraterrestre, en una dirección no exactamente contraria a la de la Tierra, y continuar hasta que se le acabe el combustible.

-¿Y por qué motivo, capitán? Lo pregunto simplemente para averiguar si lo sabe. Desde luego, no es importante y ni siquiera relevante si comprende o no el motivo de cualquier disposición.

-Sí, señor. Para que no exista la posibilidad de que la nave extraña siga a la nave avistada hasta Sol y se entere así de la situación de la Tierra.

-Pero usted desobedeció esa disposición, capitán. No está seguro de haber destruido al extraño. ¿Qué puede decir en defensa propia?

-No lo consideramos necesario, señor. La nave extraña no parecía hostil. Además, señor, debían conocer nuestra base; al hablarnos nos llamaron «hombres».

-¡Tonterías! El mensaje telepático fue enviado por una mente extraña, pero recibido por las de ustedes. Sus mentes tradujeron automáticamente el mensaje a nuestra terminología. Él no sabia necesariamente el punto de origen de ustedes ni que eran humanos.

El teniente Ross no tenía por qué hablar, pero preguntó:

-Señor, por lo tanto, ¿no se cree que fueran amistosos?

El almirante resopló.

-Teniente, ¿dónde se entrenó? Parece haber pasado por alto la premisa más elemental de nuestros planes de defensa, el motivo por el cual desde hace cuatrocientos años patrullamos el espacio en busca de cualquier vida extraña. Todo extraño es un enemigo. Aunque hoy se mostrara amistoso, ¿cómo podemos saber que lo será el año que viene o dentro de un siglo? Y un enemigo potencial es un enemigo. Cuanto más rápidamente sea destruido, más segura estará la Tierra. ¡Analice la historia militar del mundo! Como mínimo, demuestra eso. ¡Piense en Roma! Para estar a salvo, no podía permitirse el lujo de vecinos poderosos. ¡Y en Alejandro el Grande! ¡Y en Napoleón!

-Señor -intervino el capitán May-, ¿estoy bajo pena de muerte?

-Sí.

-Entonces más vale que hable. ¿Dónde está Roma ahora? ¿Y el imperio de Alejandro o el de Napoleón? ¿Y la Alemania nazi? ¿Y el tiranosaurio Rex?

-¿Quién?

-El antepasado del hombre, el más resistente de los dinosaurios. Su nombre significa «rey de los saurios tiranos». También pensaba que todos los demás seres eran sus enemigos. ¿Y dónde está ahora?

-Capitán, ¿es todo lo que tiene que decir?

-Sí, señor.

-Entonces lo pasaré por alto. Un razonamiento falaz y sentimental. No está bajo pena de muerte, capitán. Simplemente respondí que sí para averiguar lo que decía, hasta dónde llegaba. No se muestra piedad con usted a causa de una tontería humanitaria. Se ha encontrado una circunstancia realmente atenuante.

-¿Puedo saber cuál, señor?

-El extraño fue destruido. Nuestros técnicos y lógicos lo han averiguado. El Picar y el Monold funcionaban correctamente. El único motivo por el cual no registraron ninguna señal se debió a que la nave extraña era demasiado pequeña. Pueden detectar un meteoro que pesa nada más que dos kilos y cuarto. La nave extraña era más pequeña.

-¿Más pequeña…?

-Indudablemente. Ustedes pensaron en la vida extraña en términos de nuestro tamaño. No existen razones por las cuales deba de ser así. Incluso podría ser submicroscópica, demasiado pequeña para ser visible. La nave extraña debió contactar deliberadamente, a una distancia de pocos metros. Y los disparos, a esa distancia, la destruyeron por completo. Por eso no vieron un casco carbonizado como prueba de que había sido destruida -sonrió-. Lo felicito, teniente Ross, por su puntería. Desde luego, en el futuro las descargas visuales serán innecesarias. Hemos modificado inmediatamente los detectores y calculadores de las naves de todas clases a fin de que detecten y señalen objetos incluso de tamaño diminuto.

Ross dijo:

-Gracias, señor. ¿Pero no opina que el hecho de que la nave que vimos, al margen de su tamaño, fuera una imitación de una de nuestras naves de clase Rochester prueba que los extraños ya saben sobre nosotros mucho más que nosotros sobre ellos, incluido probablemente el emplazamiento de nuestro planeta natal? ¿Y que, aunque sean hostiles, el reducido tamaño de su aparato es lo que les impide expulsarnos del sistema?

-Es posible. O ambas cosas son ciertas o ninguna lo es. Es evidente que, al margen de su habilidad telepática, técnicamente son muy inferiores a nosotros… o, de lo contrario, no imitarían nuestro diseño de naves espaciales. Tuvieron que leer la mente de algunos de nuestros ingenieros para copiar ese diseño. Sin embargo, aunque supongamos que eso es verdad, quizá todavía no conocen el emplazamiento de Sol. Las coordenadas espaciales serían sumamente difíciles de traducir y el nombre Sol no significaría nada para ellos. Además, su descripción aproximada coincidiría con las de otros millares de estrellas. De todos modos, está en nuestras manos encontrarlos y exterminarlos antes de que ellos nos encuentren a nosotros. Hemos dado la alerta a todas las naves que están en el espacio para que los busquen y las hemos equipado con instrumentos especiales para detectar objetos pequeños. Estado de guerra. Quizás sea redundante decirlo: siempre existe un estado de guerra con los extraños.

-Sí, señor.

-Eso es todo, caballeros. Pueden retirarse.

En el pasillo, dos guardias armados esperaban. Cada uno de ellos se colocó a un lado del capitán May.

May dijo rápidamente:

-Don, no digas nada. Lo esperaba. No olvides que desobedecí una orden importante y que el almirante dijo que estaba condenado a muerte. Mantente al margen de esto.

Con los puños cerrados y los dientes fuertemente apretados, Don Ross vio cómo los guardias se llevaban a su amigo. Sabía que May tenía razón; no podía hacer nada salvo meterse en líos mayores que aquel en el que May ya estaba metido y empeorar la situación de su amigo.

Salió casi ciegamente del Edificio del Almirantazgo. Salió y se emborrachó en seguida pero de nada le sirvió.

Tenía la acostumbrada licencia de dos semanas antes de volver a presentarse para cumplir con sus deberes espaciales y sabía que le convendría aclarar su mente en ese período. Fue a ver a un siquiatra y habló hasta perder la mayor parte de su amargura y su sentimiento de rebeldía.

Volvió a sus libros de texto y se sumergió en la necesidad de una estricta e indiscutible obediencia a la autoridad militar, en la necesidad de una vigilancia incesante a la espera de razas extrañas y en la necesidad de exterminarlas siempre que las encontrara.

Ganó; se convenció a sí mismo de cuán impensable había sido creer que el capitán May pudiera haber sido totalmente perdonado por haber desobedecido una orden, por el motivo que fuese. Incluso se sintió horrorizado por haber consentido en esa desobediencia. Desde luego, técnicamente era intachable; May había estado al mando de la nave y la decisión de regresar a la Tierra en lugar de volar hacia el espacio -y la muerte- provino de él. Como subordinado, Ross no había compartido la responsabilidad. Pero ahora, como persona, le remordía la conciencia por no haber tratado de convencer a May de que no desobedeciera.

¿Qué sería del Cuerpo Espacial sin obediencia?

¿Cómo podía compensar lo que ahora consideraba su negligencia culpable, su delito? Durante ese período miró ávidamente los telenoticieros y supo que, en algunos otros sectores del espacio, habían destruido otras cuatro naves extrañas. Gracias a los instrumentos de detección mejorados, todas fueron destruidas al ser avistadas; no hubo comunicación después del primer contacto.

Durante el décimo día de licencia, puso fin a las vacaciones por decisión propia. Regresó al Edificio del Almirantazgo y pidió audiencia con el almirante Sutherland. Obviamente, se rieron de él, pero lo esperaba. Logró que llevaran hasta el almirante un conciso mensaje verbal. Simplemente decía: «Tengo un plan que probablemente nos permitirá encontrar el planeta de los extraños sin que nosotros corramos riesgos».

Sin duda alguna, esas palabras le abrieron paso.

Permaneció en posición de firmes ante el escritorio del almirante y dijo:

-Señor, los extraños han intentado contactamos. No han podido hacerlo debido a que los destruimos al contactarlos, antes de que enviaran un pensamiento telepático completo. Si les permitimos que se comuniquen, existe la posibilidad de que delaten, accidentalmente o de otro modo, el emplazamiento de su planeta natal.

El almirante Sutherland respondió secamente:

-Y lo hagan o no, podrían descubrir el del nuestro siguiendo la nave a su regreso.

-Señor, mi plan cubre esa contingencia. Sugiero que me envíen al mismo sector donde se estableció el contacto inicial… esta vez en una nave monoplaza y desarmado. Solicito que esta misión sea ampliamente difundida a fin de que todos los hombres del espacio lo sepan y sepan que estoy en una nave desarmada con el fin de establecer contacto con los extraños. Opino que ellos se enterarán. Seguramente logran recibir pensamientos a larga distancia pero enviarlos, por lo menos a mentes terráqueas, solo a distancias muy cortas.

-Teniente, ¿cómo lo ha deducido? No se preocupe, coincide con lo calculado por nuestros lógicos. Dicen que el hecho de que hayan robado nuestra ciencia, por ejemplo para copiar nuestras naves a escala menor, antes de que reparáramos en su existencia, demuestra su capacidad de leer nuestros pensamientos a… bueno, a distancia moderada.

-Sí, señor. Supongo que si la noticia de mi misión llega a toda la flota, los extraños se enterarán. Y al saber que mi nave está desarmada, establecerán contacto. Averiguaré qué tienen que decirme, que decirnos, y es posible que ese mensaje incluya una pista acerca del emplazamiento de su planeta natal.

-Y en ese caso el planeta duraría un máximo de veinticuatro horas -dijo el almirante Sutherland-. ¿Pero qué me dice de lo contrario, teniente? ¿No existe la posibilidad de que lo sigan a su regreso?

-Señor, aquí es donde no tenemos nada que perder. Regresaré a la Tierra solo si averiguo que ya conocen su emplazamiento. Creo que ya lo conocen gracias a sus habilidades telepáticas… y que no nos han atacado porque no son hostiles o porque son demasiado débiles. Pero sea como fuere, si conocen el emplazamiento de la Tierra no lo negarán al hablar conmigo. ¿Por qué habrían de hacerlo? Lo considerarán un elemento favorable para ellos y creerán que estamos pactando. Si afirman que lo conocen aunque no sea cierto… me negaré a aceptar su palabra a menos que me den pruebas.

El almirante Sutherland lo miraba atentamente. Dijo:

-Hijo, usted tiene algo. Probablemente le costará la vida pero… si no es así y regresa con la novedad sobre el lugar de donde proceden los extraños, será el héroe de la raza. Probablemente acabará con mi trabajo. A decir verdad, siento la tentación de robarle la idea y hacer yo mismo el viaje.

-Señor, usted es demasiado valioso. Yo soy sacrificable. Además, señor, tengo que hacerlo. No son honores lo que deseo. Algo me pesa en la conciencia y quisiera compensarlo. Debí tratar de evitar que el capitán May desobedeciera órdenes. Yo no debería estar aquí ahora, con vida. Debimos volar hacia el espacio, dado que no estábamos seguros de haber destruido al extraño.

El almirante carraspeó.

-Hijo, usted no es responsable de ello. En un caso como este, solo el capitán de la nave es responsable. Pero comprendo lo que quiere decir. Siente que, en espíritu, desobedeció órdenes porque en su momento coincidió con la decisión del capitán May. De acuerdo, eso pasó y su sugerencia lo compensa, aunque usted mismo no tripulara la nave de contacto.

-¿Pero puedo hacerlo, señor?

-Puede, teniente. Mejor dicho, puede hacerlo, capitán.

-Gracias, señor.

-Tendrá una nave preparada dentro de tres días. Podríamos tenerla antes, pero necesitaremos esos días para que la flota conozca la noticia de nuestras «negociaciones». Pero debe comprender que bajo ninguna circunstancia se desviará, por iniciativa propia, de las limitaciones que usted ha precisado.

-Sí, señor. A menos que los extraños ya conozcan el emplazamiento de la Tierra y lo demuestren fehacientemente, no regresaré. Volaré hacia el espacio. Le doy mi palabra, señor.

-Muy bien, capitán Ross.

*

La nave monoplaza volaba cerca del centro del Sector 1534, más allá de Sirio. Ninguna otra nave patrullaba ese sector.

El capitán Don Ross estaba tranquilo y esperaba. Observaba la visiplaca y esperaba a que una voz hablara en el interior de su mente.

Surgió cuando llevaba menos de tres horas de espera.

-Hola, Donross -dijo la voz, y simultáneamente aparecieron cinco minúsculas naves espaciales en su visiplaca.

El Monold le indicó que cada una de ellas pesaba menos de treinta gramos. Preguntó:

-¿He de hablar en voz alta o solamente debo pensar?

-No tiene importancia. Puede hablar si desea concentrarse en un pensamiento determinado, pero primero guarde silencio un momento.

Medio minuto después, Ross creyó oír en su mente el eco de un suspiro y luego:

-Lo siento. Supongo que esta charla no servirá de nada para ninguno. Verá, Donross, no conocemos el emplazamiento de su planeta natal. Quizá podríamos haberlo averiguado pero no nos interesaba. No éramos hostiles y, a partir de las mentes de los terráqueos, sabíamos que no podíamos correr el riesgo de ser amistosos. Por lo tanto, si usted obedece órdenes podrá regresar para informar.

Don Ross cerró los ojos un instante. Entonces ese era el fin, no tenía sentido seguir hablando. Había dado su palabra al almirante Sutherland de que obedecería las órdenes al pie de la letra.

-Así es -dijo la voz-. Ambos estamos condenados, Donross, y lo que le digamos carece de importancia. No logramos atravesar el cordón de sus naves y hemos perdido a la mitad de nuestra raza en el intento.

-¡La mitad! ¿Quiere decir…?

-Sí, Solo éramos mil. Construimos diez naves, cada una de las cuales transportaba un centenar. Los terráqueos destruyeron cinco naves; solo quedan cinco más, las que usted ve, toda nuestra raza. A pesar de que va a morir, ¿le interesa saber algo sobre nosotros?

Don Ross asintió, olvidando que no podían verle, pero debieron de leer en su mente su afirmación.

-Somos una raza antigua, mucho más antigua que la suya. Nuestro hogar es, o era, un minúsculo planeta del compañero oscuro de Sirio; solo tiene ciento sesenta kilómetros de diámetro. Sus naves aún no lo han encontrado, pero solo es cuestión de tiempo. Hace muchos, muchísimos milenios que somos inteligentes, pero jamás desarrollamos los viajes espaciales. Ni era necesario ni deseábamos hacerlo. Hace veinte años de los suyos, una nave terráquea pasó cerca de nuestro planeta y captamos los pensamientos de los hombres que iban en ella. Entonces supimos que nuestra única seguridad, nuestra única posibilidad de supervivencia, consistía en un vuelo inmediato hasta los límites más lejanos de la galaxia. Gracias a esos pensamientos supimos que tarde o temprano nos encontrarían, aunque nos quedáramos en nuestro propio planeta, y que seríamos implacablemente exterminados.

-¿No pensaron en combatir?

-No. No podríamos haberlo hecho aunque lo hubiésemos deseado… y no lo deseamos. Para nosotros es imposible matar. Si la muerte de un solo terráqueo e incluso de un ser inferior asegurara nuestra supervivencia, no podríamos causarla. Usted no puede comprenderlo. Un momento… creo que puede hacerlo. Donross, usted no es como los demás terráqueos. Pero volvamos a nuestra historia. Extrajimos detalles del viaje espacial de las mentes de los miembros de esa nave y los adaptamos a la diminuta escala de las naves que construimos. Hicimos diez, las suficientes para transportar a toda nuestra raza. Pero descubrimos que no podemos atravesar sus patrullas. Cinco de nuestras naves lo intentaron y todas han sido destruidas.

-Yo hice una quinta parte: destruí una de sus naves -informó Don Ross apesadumbrado.

-Se limitó a cumplir órdenes. No se culpe a sí mismo. En ustedes la obediencia está tan profundamente arraigada como en nosotros el odio a matar. Aquel primer contacto con la nave en que usted viajaba fue deliberado; teníamos que cercioramos de que nos destruirían al vernos. Pero a partir de entonces, y de una en una, otras cuatro naves nuestras han intentado pasar y todas han sido destruidas. Reunimos todas las restantes aquí cuando supimos que usted establecería contacto con nosotros desde una nave desarmada. Pero aunque desobedeciera órdenes y regresara a la Tierra, esté donde esté, para informar de lo que acabamos de decirle, no darían órdenes de dejarnos pasar. Todavía hay muy pocos terráqueos como usted. Es posible que en épocas futuras, cuando los terráqueos lleguen al extremo más lejano de la galaxia, haya más seres como usted. Pero ahora, las posibilidades de que logremos hacer pasar siquiera una de nuestras naves son remotas. Adiós, Donross. ¿Qué significa esa extraña convulsión de su mente y la contracción de sus músculos? No lo comprendo. Espere… es el reconocimiento de que usted percibe algo incoherente. Aunque el pensamiento es demasiado complejo, demasiado confuso. ¿De qué se trata?

Finalmente Don Ross logró dejar de reír.

-Escuche, amigo alienígena que no puede matar -dijo Don-, los libraré de esto. Me ocuparé de que atraviesen nuestro cordón hacia la seguridad que desean. Pero lo divertido es el modo en que lo haré. Será obedeciendo órdenes y yendo hacia mi propia muerte. Saldré al espacio extraterrestre para morir allí. Usted, todos ustedes, pueden acompañarme y vivir allí. Navestop. Sus minúsculas naves no aparecerán en los detectores de la patrulla si tocan esta nave. Y por si eso fuera poco, la fuerza de gravedad de esta nave los empujará y no tendrán que utilizar combustible hasta que estén más allá del cordón y fuera del alcance de sus detectores. Podré recorrer, como mínimo, cien mil parsecs antes de que se agote el combustible.

Hubo una prolongada pausa hasta que la voz en la mente de Don Ross dijo, débil y suavemente:

-Gracias.

Esperó hasta que las cinco naves desaparecieron de su visiplaca y oyó cinco ligeros sonidos cuando hicieron contacto con el casco de su propia nave. Después volvió a reír. Y obedeció órdenes: voló hacia el espacio y la muerte.

En un minúsculo planeta de una estrella lejana y débil, invisible desde la Tierra, y en el extremo más lejano de la galaxia, cinco veces la distancia que el hombre ha penetrado en el espacio, se eleva la estatua de un terráqueo. Es algo impresionante, de veinticinco centímetros de altura y exquisita factura.

Los bichos se deslizan sobre ella, pero tienen derecho a hacerlo; la construyeron y la honran. La estatua es de un metal sumamente duro. En un mundo sin atmósfera, durará eternamente… o hasta que los terráqueos la encuentren y la destruyan. A menos que, desde luego, para entonces los terráqueos hayan cambiado profundamente.

FIN



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