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Opus 123

[Cuento - Texto completo.]

Inés Arredondo

A Carlos

I

Aunque iban a la misma escuela, Pepe Rojas y Feliciano Larrea nunca fueron amigos, lo cual no deja de ser extraño, aunque, pensándolo bien, la misma causa que hubiera debido unirlos era la que los separaba, pues ambos sufrían el mismo tipo de cuchufletas e insultos. Feliciano callaba a las horas de recreo apoyado en una columna del patio, recibiendo las imprecaciones inmóvil, apenas con un ligero parpadeo. Pepe se metía en cualquier salón mal cerrado y se ponía a dibujar; procuraba no encontrarse con nadie, y que no descubrieran su escondite, y cuando recibía un “joto” o un “mariquita” a la pasada, sonreía tontamente y se escurría lo más rápido que le era posible. Ninguno de los dos, ni los otros niños, comprendían exactamente a qué se referían con aquellas agresiones. Sólo cuando los condiscípulos miraban los amaneramientos de uno y de otro, se daban cuenta de que en algo eran diferentes a los demás.

Los maestros no intervenían, y para los chicos era un suplicio ir a la escuela. Pepe, alegre, se desquitaba de sus amarguras tocando el piano y jugando con sus dos hermanas menores. No tenía padre, pues éste había muerto cuando él tenía poco más de tres años. Decía que lo recordaba, pero más bien reconstruía su cara gracias a la gran fotografía de la sala y a otras colocadas por toda la casa. Su madre era tan inocente que no veía diferencia entre su hijo y los hijos de los demás.

Tenían, además del afeminamiento, otra cosa en común: la música. Josefa Unanue les daba clases de piano y eran sus alumnos preferidos. Ella le hablaba a uno de los avances del otro casi sin querer, porque estaba entusiasmada con lo que iban adelantando ambos. Eran pequeños, pero estudiosos, y, según ella, estaban extraordinariamente dotados.

Estaban en quinto año, cuando Feliciano enfermó de derrames biliares y no fue más por el colegio. En cambio, Pepe cerró su primaria con muy altas calificaciones y a él y a su madre les extrañó mucho que no lo llamaran al proscenio del teatro, en donde se hacía la ceremonia escolar de fin de cursos, para premiarlo.

Feliciano tomaba clases particulares en su casa por decisión de su madre y con gran disgusto de su padre. Así llegó al bachillerato.

Un día, en que, intempestivamente, entró don Feliciano Larrea padre a su casa, Josefa Unanue lo llamó con cortesía y gracia a que pasara a la sala a escuchar a su hijo tocar nada menos que la Sonata Opus 111 de Beethoven.

El padre gritó:

—¡Lo que quisiera sería oír una voz fuerte en la fábrica!

Josefa se disculpó y fue a abrazar a Feliciano, que temblaba como una hoja. Esa tarde tuvo fiebre. Desde aquel día se cuidó de que su padre lo oyera hacer sonar una sola nota.

El nuevo ataque biliar le impidió seguir tomando sus clases normales, pero no levantarse a hurtadillas aunque fuera para tocar unas escalas. Era incomprensible cómo aquel cuerpo enteco y ahora debilitado, podía sacar notas tan fuertes y acordes tan sonoros. La madre lo ayudaba a volver a la cama cuando comprendía, por cómo pulsaba el instrumento, que estaba agotado.

En cambio, Pepe Rojas era inmensamente feliz. Convenció con facilidad a doña Rosario de que él no podía atender la tienda tan bien como ella, y que en cambio, a pesar de su edad, llevaría la casa y se haría cargo de sus hermanas, quitándole así un peso muy fuerte. La madre consintió y, desde que salió de la primaria, Pepe se entendió con gasto, criadas, tarea de sus hermanas y todo lo que hiciera falta. Pero el piano, y después el órgano, eran su ocupación principal, aunque él lo disimulara todo lo que podía.

Aprendió a cocinar y el jardín de su casa era famoso por las rosas que daba. Doña Rosario de Rojas recibía complacida los halagos y las peticiones de flores, y Pepe las cultivaba con suma delicadeza y con el mismo amor con el que ponía en atender plantas más humildes.

Sus hermanas crecieron y se fueron a ayudar a su madre en la tienda. Cuando había santos o cumpleaños de las muchachas, Pepe tocaba alegres tonadas para que aprendieran a bailar unas con otras.

Josefa Unanue lo adoraba, y le enseñó todo lo que pudo y supo durante toda su vida, que fue larga.

Siempre le hablaba con gran entusiasmo de los avances de Feliciano, de su sed de lecturas, de su estar muy por encima de lo que estaban los chicos de su edad en cualquier parte del mundo. Pepe la escuchaba con gusto y ni una sombra de envidia nubló su admiración vicaria por su antiguo condiscípulo.

En cambio, Feliciano envidiaba a Pepe su órgano, pero no lo decía a su maestra. Aparte del afeminamiento y de la música había dos cosas en común entre Pepe y Feliciano: no tenían amigos y nunca salían a la calle. Nadie parecía extrañarse por ello.

Las Rojas y las Larrea se visitaban con frecuencia, pero no llevaban a los niños, y después a los adolescentes, a esas visitas.

Los Larrea tenían también dos hijas y un hijo, nada más que, en su caso, el hijo era el menor. Laura y Beatriz, muy jovencitas, iban a casarse pronto a entera satisfacción de los familiares de las dos parejas, cuando Josefa Unanue pidió hablar con toda la familia. Aquello pareció extraño, pero un viernes por la noche la invitaron a cenar.

Josefa se presentó con un vestido de moiré color rosa té, elegantísimo, pero demasiado juvenil para su edad; era uno de los trajes que había traído de Europa hacía ya cinco o veinte años, ¿quién lo hubiera podido decir?, parecía que siempre había vivido allí, formando parte de la pequeña sociedad del pueblo. Sus maneras y su arreglo, por estar pasados de moda, parecían más refinados y elegantes. Se comportó con una desenvoltura y un aplomo desusados en la maestra de piano que todos conocían. Les hizo sentir no solamente que eran de la misma clase, sino que ella era de una clase superior y tenía una autoridad especial. Conversó y sonrió con gusto, comió con parquedad y al llegar a los postres dijo claramente:

—Quiero que hagamos un brindis.

Todos fijaron sus ojos en ella y levantaron sus copas. Josefa se puso de pie.

—Brindo por Feliciano Larrea, que será, con la ayuda de ustedes, uno de los más grandes pianistas de nuestro tiempo.

El brindis quedó en el aire, y ante las copas que nadie se había llevado a los labios, Josefa continuó:

—Todo mi conocimiento de concertista, y un poco más, posee ya Feliciano. Sus facultades no se pueden medir. Es necesario que vaya a Viena y a París a perfeccionarse.

Y lentamente se llevó la copa a los labios y tomó un sorbo, en medio de la inmovilidad y el silencio de todos los comensales, unos segundos suspendidos en la espera. La respuesta llegó por boca de don Feliciano:

—¿Pero qué se ha creído usted?, ¿que puede venir y dar órdenes en mi casa? Feliciano irá a la fábrica, así se muera.

—¿Así se muera? —saltó doña Ana, la madre—. A Feliciano lo único que le importa para vivir es el piano, y si Josefa cree que allí está su futuro yo también lo creo. Él no se parece en nada a ti ni tiene por qué morir, sí, ¡morir! en tu maldita fábrica. Feliciano irá a Viena; de eso me encargo yo.

—Haz lo que quieras con tu… monigote. A mí no me sirve. Yo necesito hombres, como estos muchachos, que pronto serán mis hijos. Pero no esperes de mí ni un solo centavo.

Se hizo un silencio total. Por fin se escuchó el crujir del mantel y el arañar de la mesa, que hacía, con sus poderosas manos, Feliciano. El silencio era como un cilicio que los lastimaba a todos.

Doña Ana sonrió radiante, se levantó lentamente, alzó la barbilla y la copa, y se dirigió a Feliciano:

—Por ti, hijo, por tu carrera.

Luego se volvió hacia Josefa y también brindó:

—Por el gran pianista Feliciano Larrea.

Las dos mujeres sonrieron entre sueños y bebieron de su copa. Luego doña Ana, cuando posaba lentamente la suya sobre la mesa, fue diciendo con palabras claras y pausadas, mientras mantenía los ojos bajos:

—Tengo derecho a mi dote y a sus beneficios. Con eso será suficiente.

Don Feliciano tartamudeó:

—¿Una separación?

Ella posó su mano sobre el antebrazo de él:

—En los mejores términos.

Poniéndose de pie dio por terminada la cena, y, en vista de las circunstancias, la reunión.

Esa noche, insomne y con fiebre, Feliciano pudo oír la voz alta y colérica de su padre. Una frase se le quedó grabada con fuego en la mente: “No vas a dejarme por ese marica, por ese homosexual…”

No conocía la palabra, pero supo que ella sellaba su destino.

La doble boda fue un acontecimiento para todo el pueblo. Sabían que desde la gran perla al más insignificante encaje, todo estaría perfectamente calculado y en su sitio. Además, se habían extendido los más diferentes rumores acerca del rompimiento del matrimonio Larrea, y unos decían que, posiblemente, si iba el padre no asistiría la madre o a la inversa. Se tomaba partido por uno o por otro sin conocer bien el motivo de la ruptura; sabían que había sido por el hijo, pero no se comprendía la causa. Quería ser un gran pianista, y eso, ¿qué era? Nadie sabía explicar cómo era, cómo vivía, qué hacía, en fin, lo que era un gran pianista. Además, había curiosidad por ver al muchacho, pues nadie parecía conocerlo o recordarlo.

En la casa de los Larrea, de las modistas y de los amigos, se hacían toda clase de preparativos, desde las faldillas y las alhajas hasta el cuidado menú para el banquete.

Sólo Ana Larrea mantenía la calma sin dejar, sin embargo, de afinar todos los detalles.

Había mandado llamar, con meses de anticipación, a Josefa Unanue.

—Dígame qué se tocará y quién tocará el órgano el día de la boda. El organista de la Catedral no es bueno. ¿Podría usted reemplazarlo ese día?

Josefa se turbó intensamente. “Sí… se podrían tocar trozos de la Gran misa”, y ella había tocado el órgano cuando estudiaba… pero hacía tanto de eso. Claro, claro, comprendía que Feliciano no podía hacerlo, no sólo por no estar familiarizado con el instrumento sino porque después de lo sucedido, exhibirse en público como ejecutante lastimaría a su padre… ella lo pensaría… pero, ¿quién, quién?…

—Pepe Rojas. Feliciano me ha contado todo lo que usted le ha dicho de la manera espléndida con que ejecuta ese instrumento. Chayito me platicó también sobre eso; me dijo que desde que llegó el órgano, hará de esto diez años, y Pepe puso las manos sobre el teclado, pareció que lo había tocado durante toda su vida.

—Lo sé, ya pensé en ello, pero Pepe no querrá: no sabe, le tiene miedo a la gente, tiene miedo de…

—Sí, también él… quiero decir que tampoco él hace una vida normal, pero detrás del inmenso órgano nadie lo verá y él podrá gozar de resonancias que nunca ha escuchado. Dígale eso, que no es lo mismo un órgano que otro y que la acústica de su sala no puede compararse con la de la Catedral. Dará un concierto espléndido sin que nadie lo vea. Que no lo sepa nadie, ni Feliciano; ya se lo diremos después.

Josefa se entusiasmó ante las razones de doña Ana y supo infundir su entusiasmo, muy hondo, en el espíritu de Pepe, quien trabajó de día y de noche sobre la partitura y ensayando sin tregua la Gran misa de Beethoven que serviría de marco a la ceremonia.

Con un traje cualquiera salió Feliciano sigilosamente de su casa el día de la boda. En su cuarto quedó colgado el jaqué que le habían mandado hacer.

La iglesia estaba casi desierta a las cinco de la mañana. Comenzaba a amanecer, pero en el interior aún era de noche y las velas iluminaban fantasmagóricamente las paredes y los nichos de la Catedral. Eran las misas de los pobres. A las doce del día, cuando el sol estuviera en el cenit y sonara la marcha nupcial, estarían encendidas todas las grandes arañas. Feliciano sonrió al pensarlo.

A seis misas asistió esa mañana, pegado a la capilla del Sagrario.

Vio cómo la gente besaba el suelo y sobaba las imágenes de los santos. En el oratorio de su madre, donde oficiaba el padre Benito, no sucedía nada de eso… El oratorio de su madre… cuando él era chico no existía, ahora recordó que al levantarse de las fiebres biliosas, temeroso sobre sus piernas inseguras y temblando de debilidad, lo primero que doña Ana lo hizo hacer fue ir a dar gracias a un lugar nuevo, construido al fondo del gran jardín. Eso fue cuando tenía diez u once años… ¿Ya su madre se avergonzaba de él? ¿Hasta para ejercer la religión? Y para sentirlo sano, durante su mal había ideado separarlo de los demás. Aún en su esperanza desconsolada pensó en eso. Un dolor agudo, como de hielo, lo traspasó. Sabía que su padre hubiera preferido que muriera en aquellas crisis, pero nunca había dudado del amor y del orgullo que creyó que su madre había sentido por él… Pero ahora ella lo dejaba todo, todo, por acompañarlo, por guiarlo, por servirle de enfermera y promotora… ¿No era muy extraño? Tal vez quería ver mundo, separarse de su marido y él no era más que un pretexto, un muñeco que se agita frente a la cara enemiga para humillarla más. Su madre humillaba a su padre prefiriéndolo a él. Eso era lo que sucedía.

Y Dios, ¿dónde estaba Dios que permitía tanta ignominia?, ¿cómo era ese Dios que a él le mostraban justo y placentero, para aquellos miserables que se humillaban en su presencia?, ¿qué hacía por ellos?, ¿qué hacía por él?

Los ritos y los cantos enfebrecieron aún más la mente de Feliciano y se sintió fuera de todo contacto humano o divino. Pecador sin pecado, vergüenza de todos sin haber hecho nada malo. Rodando como un ovillo se refugió a la sombra del Santísimo, e, invisible, dejó pasar las horas sumido en el más profundo desamparo. Fue peor que una larga noche de fiebre biliosa. Tal vez las peores horas de su vida: acosado por todos, torpe, indefenso; acusado e inocente, pero mil veces culpable de un pecado que todavía no había cometido. Que quizá no cometería nunca. Era simplemente culpable de ser el que era. Bañado en sudor frío comprendió que, hasta el día de su muerte, él sería la carga y la vergüenza de sí mismo.

No se dio cuenta de que la iglesia estaba sola, con las puertas cerradas, y el sacristán y los monaguillos barrían y trapeaban cuidadosa y apresuradamente todo el templo, jalando bancas y reclinatorios y volviéndolos a acomodar; no se dio cuenta hasta que un chiquillo, un mocoso, se le paró enfrente con ojos fieros y le gritó:

—¡Eh, tú!, ¿qué haces ahí?, ¿viniste a robar?

Estaba entumecido. No se podía mover, y no contestó. El otro, al ver sus ojos extraviados, le volvió la espalda murmurando no sabía qué cosas, pero estaba seguro de que eran acusaciones de sacrilegio. Más confuso y avergonzado comenzó a moverse, sin saber a dónde ir, porque temía que el chiquillo fuera a acusarlo y lo fueran a buscar.

Salió titubeante y se encontró con una iglesia transformada y que olía a rosas y jazmines. Los cirios y las flores eran blancas, blancas las cubiertas de los cuatro reclinatorios pegados al presbiterio, blancas las guirnaldas que había a los lados del ancho corredor central y que separaban al público de lo que sería el cortejo. Todo era paz y pureza, y se arrodilló conmovido. Vio acercarse al padre Benito, seguido del monaguillo que casi gritaba:

—¡Es él! ¡Es él!

El padre Benito se acercó y le dijo:

—Por tu actitud veo que todo ha quedado como tu querida madrecita deseaba. Ve y díselo. Que Dios te acompañe.

Feliciano farfulló cualquier cosa y caminó hacia la puerta principal como si estuviera abierta. Allí se quedó tras el cancel. Cinco eternos minutos después se asomó a una iglesia hermosamente vacía.

De pronto el silencio se hizo más sobrecogedor y luego un acorde perfecto, en si bemol, que bajaba del coro, lo obligó a sentarse en la última fila, inmóvil: arpegios, escalas, pequeñas variaciones sobre uno o dos acordes. Alguien probaba el órgano con suavidad, y un poder intenso doblegaba al monumental instrumento pasando de las partes de los arpegios a los acordes; manejaba los registros a su completo antojo, y luego, de pronto, el Claro de luna de Schubert, y sin tomar aliento la Toccata y fuga en re, La Dórica de Bach, pero no, no fue ése el final, siguieron Buxtehude y otros autores que no pudo identificar… la música caía sobre él como desde el cielo, dejándolo anonadado, sin pensamiento, sin imágenes ni recuerdos, pura y sencilla como el amanecer. Aunque hubiera pasajes áridos o dramáticos, la calidez del órgano llenaba todo aquello que pudiera parecer extraviado. Los fortes eran capaces de enloquecer, y los pianissimos de hacer de uno la cosa más humilde del mundo.

Feliciano no sabía quién era, dónde estaba. Con la cabeza entre las manos permaneció escuchando, una, dos, ¿o tres horas? De golpe calló el órgano. Feliciano levantó la cabeza, ¿qué era aquello?…

El sacristán abría las puertas laterales por las que ya entraba la luz madura del mediodía. Vio cómo la gente se precipitaba apenas abiertas a tomar buenos lugares. No comprendía tanta locura.

Se quedó sentado donde estaba, ordenando lo ocurrido aquella mañana. Era imposible que él fuera tan culpable. Era imposible que alguien a quien no conocía tocara el órgano de la manera en que lo hacía. Era la boda de sus hermanas. ¡Dios Santo! Tanto en tan poco tiempo. No eran aún las doce.

A codazos, a empellones, de prisa, de prisa, llegó hasta las gradas del presbiterio. Ahí se sentó, de cara al coro. “¿Cómo se escuchará desde aquí?”

El cortejo entró al son de la marcha nupcial de Mendelssohn y hubo un tropiezo en el órgano. “¡Por favor!”: el cortejo siguió avanzando. Sus hermanas y su madre, en el esplendor de su belleza, tenían un notable parecido que, hasta entonces, para él había pasado inadvertido. Sus padres y sus cuñados, y los padres de los cuñados, todos pertenecían a una familia y a una clase social que no eran las suyas.

Cuando el obispo hubo terminado la ceremonia nupcial y subía las gradas hacia el altar, doña Ana reconoció a su hijo y le hizo una seña entre alegre y amenazadora con el abanico. Feliciano se sintió mejor.

Estaba sentado en el extremo de la grada, de perfil al altar donde se oficiaba. De pronto, al llegar al Kirie una música suavísima comenzó a elevarse. El desconocido tocaba algo que le era ajeno, produciendo en el órgano voces de tenor, de soprano, de coro, hasta de timbales. ¿Cómo podía hacer aquello? Y otra vez la dulzura y hasta el silencio, para terminar en un gran final que no parecía terminar nunca, un final que comenzaba y volvía a comenzar. Kirie eleison con voz apagada decían claramente las notas y otras, con gloria inusitada, ensordecían al volver a subir. A subir, a subir, hasta que el Kirie terminó.

No había coro, no había orquesta, pero en los oídos de Feliciano sonaban todos. El Gloria, magnífico, se sostenía con la misma fuerza y sensibilidad en los pianos y los fuertes; era un canto de entrega completa.

El Credo lo dejó confundido; rotundo en el enunciado, con fe enorme en lo postulado al principio, a ratos se hacía íntimo como si no hablara del Credo únicamente. Había en él algo más, tal vez eran delirantes comentarios del alma dolorida durante la pasión y la crucifixión. ¿Quizá una duda amorosa sobre la divinidad del crucificado? ¿Tal vez únicamente el pasmo por su hermosura? Y luego los silencios. ¿Qué significaban? La vuelta a la fe contundente y sin fisuras volvía… pero de nuevo el silencio y las voces en alto. ¿Inquiriendo?… ¿Asintiendo?… Una fe que se iba gestando en secreto, hasta estar segura antes de proclamarse a grandes voces. Pero aún así, al terminar el Credo, el creyente lo hacía en voz baja, apenas audible, hasta descender, desfalleciente, en un posible amén casi imperceptible.

Feliciano veía entre nubes el fastuoso rito religioso, sabido y ahora nuevo. Esta misa pontificial de sus hermanas era lo más maravilloso que había acontecido en su vida. Se volvió a mirar a su familia y allegados y los encontró inmóviles y bellísimos. Luego recorrió con los ojos al público de la catedral: sintió el calor, el fervor con que estaban viendo y escuchando. Una magia viva se cernía sobre todos y el mundo era hermoso

El Sanctus, comenzado apenas de una manera patética, se convertía incomprensiblemente en un coro de niños que jugaban a adorar al Señor, y luego se continuaba con una especie de cadenza indefinida, dulce y melancólica, para encontrarse con dos voces que no se sabe si imploran a solas o se hablan y se contestan, pero que de algún modo buscan lo mismo, hasta irlo musitando poco a poco con un preludio que van enriqueciendo. La hostia se eleva acompañada de un único violín y voces que quedamente son sus cómplices. La paz de los campos se extiende en la comunión, y millones de campesinos bendicen la gloria del Dios vivo.

Feliciano, de rodillas, apenas podía contener las lágrimas de felicidad que le producía estar en presencia del Señor.

Pero llegó el Agnus y con él el Miserere, tocado a dos voces, una aguda, como la de él y la otra de barítono, como la quisiera tener. La súplica de misericordia no era arrastrada y vil, como en otras composiciones sino de sincero dolor y arrepentimiento. Él tenía de qué dolerse, por qué pedir que se le quitara el pecado latente. Él sabía lo que era ser un miserable, por eso se sentía expresado en las frases largas en que hacía lento el momento: “que quitas todos los pecados del mundo, perdónanos Señor”… “El mío no puede quitarlo”, quiso gritar.

Feliciano sintió que la indignación le subía a las mejillas y una rebelión interna, enorme, lo hizo ponerse de pie; blanco de ira se quitó como un manto la gloria de Dios y la tiró a los pies del altar.

No vio el sobresalto de su madre ni las miradas inquisitivas de invitados y curiosos. Atropellando a la multitud salió al aire libre. Un sol rudo, implacable, lo esperaba en la calle.

Cuando sonó la última nota de la Marcha nupcial de Wagner, con la iglesia semivacía, Pepe Rojas se dejó caer sobre los teclados del órgano y sollozó de felicidad. No había lágrimas en sus ojos, era su pecho que, como un fuelle, resoplaba y lo estremecía. Pasó un buen rato antes de que pudiera recobrarse. “Gracias, Dios mío”, “Gracias, Dios mío”, repetía sin cansancio su alma gozosa. Pero lo que pudo ser el principio de una brillante carrera para José Rojas lo aplastó sin miramientos don Feliciano Larrea durante el banquete que se daba a los novios en La Lonja.

Doña Rosarito no cabía en su pequeño cuerpo de gozo. Esperaba impaciente una felicitación, y al no recibirla inmediatamente pensó que lo procedente era esperar el momento en que don Feliciano se decidiera a dársela, seguramente en público, y ¿por qué no? a la hora de los brindis. Temblando de emoción vio pasar las horas y no pudo tragar bocado. Oía a su alrededor los muchos comentarios que se hacían sobre la música que se había tocado y todos se preguntaban quién habría podido ejecutar de esa manera, pues no se podía esperar aquella maravilla del organista oficial de la Catedral. Ella hubiera querido gritar: “¡Fue mi hijo!”, pero su timidez le impidió abrir la boca, pues se imaginó ser una gallina clueca gritando por su pollito; además, la detuvo el orgullo: quería que, delante de todos, don Feliciano Larrea, desde su alto sitial, consagrara a su Pepe adorado.

Josefa Unanue esperaba lo mismo.

La hora de los brindis llegó y don Feliciano pronunció sendos discursos para las parejas. Se brindó por cada una de ellas, y ya al calor del champaña no faltó quien gritara: “Un brindis por el organista”. Don Feliciano palideció un poco, pero se puso de pie y dijo:

—Nada más justo. Ese talentoso joven puso la nota más solemne que se dio en la ceremonia de la boda, después de la magnificencia que le otorgó su ilustrísima, don Leandro Rivera y Mercado. Brindemos por él —levantó la copa y se la llevó a los labios.

Pero otro impaciente volvió a gritar:

—¿Quién era?, díganos quién era.

Don Feliciano dejó parsimoniosamente la copa sobre la mesa. Se hizo un gran silencio.

—Es un gran organista extranjero que hice venir exclusivamente para estas bodas. No está presente porque, ustedes saben, los artistas son gente extraña que no convive con nosotros los plebeyos —y rió ligeramente.

Se levantó un mundo de comentarios. Don Feliciano parecía ausente, pensando ya en otra cosa.

Doña Ana se levantó vivamente de su silla y se enfrentó a su marido, roja de ira.

—Feliciano. ¿Cómo has sido capaz?…

—¿De no invitarlo al banquete?, de ninguna manera hubiera venido.

—No, no de eso, de no decir la verdad.

—He dicho toda la verdad, querida: un extraño tocó esta mañana para nosotros y recibirá su paga.

—¿Es ésta su paga?

—No. Será la adecuada. Y ahora haz el favor de calmarte y evitar un mayor ridículo. Aquí nuestros consuegros ya empiezan a preguntarse si han emparentado con una mujer medio loca —y riendo se volvió hacia sus más cercanos comensales.

—¿O no es así? Tanto escándalo por un machacador de teclas, por bueno que sea.

Los nuevos parientes rieron, forzados, y doña Ana se marchó al tocador para aplacar su ira.

Dolorosas lágrimas corrían por la cara de doña Rosarito, que las enjugaba con toda la discreción que le era posible. Chayo, la hija mayor, no se quería dejar vencer y dijo muy decidida: “Yo voy a decir la verdad”. Pero doña Rosarito se lo impidió: “¿Lo vas a desmentir? Será tu palabra contra la de don Feliciano Larrea, y a tu hermano nadie lo conoce y sabes muy bien por qué, como lo saben todos los que están aquí. Únicamente haríamos el ridículo. Vámonos”.

Josefa, que se había acercado, alcanzó a oír las razones de doña Rosarito y únicamente pudo agregar: “Yo me voy con ustedes”.

Estas ausencias ni siquiera fueron notadas entre la algarabía de la fiesta.

Pepe, con todo y lo modesto que era, esperaba con ansiedad, ya en su casa, una señal, un parabién, y éste lo trajo un mozo en una charola de plata colmada de los platillos que a esa hora se servían en La Lonja. Aparte de eso venía una bolsita de terciopelo negro con una tarjeta que decía: “Para un muchacho de oro estas monedas que heredé de mis antepasados ‘filibusteros’ ” y la gran firma de don Feliciano Larrea. Pepe abrió la bolsa con curiosidad y se encontró con diez bellos y relucientes doblones de oro. Lleno de contento leyó y releyó el recado: “un muchacho de oro”; nunca le habían dicho nada tan bonito, y viniendo de quien venía…

Comió y bebió contento “a la salud de los novios”. Benditos novios que le habían traído tantas satisfacciones.

En una ciudad que tenía cuando mucho doce manzanas por treinta, contando los arrabales, todo quedaba tan cerca que, por ejemplo, entre los Rojas y los Larrea había cuadra y media de distancia; lo mismo sucedía con La Lonja. Así que, bajo el sol abrasador de las cuatro de la tarde, las Rojas y Josefa tuvieron que dar varias vueltas a la manzana para calmarse y que los enrojecidos ojos de doña Rosarito se aclararan un poco.

Cuando por fin llegaron a la casa, doña Rosarito llamó, en lugar de abrir con su llave: había que tomarse el mayor tiempo posible. Pero no hubo tiempo: Pepe estaba al acecho y abrió estrepitosamente, con los brazos extendidos. Levantó a su madre del piso de la acera y la metió en vilo a la casa:

—Lo hicimos madre, lo hicimos.

Doña Rosarito se colgó con los brazos de su cuello y comenzó a sollozar. Él la puso en el suelo y levantándole la barbilla le preguntó:

—¿Cree usted que el que todo haya salido bien es para llorar?

—No, hijo, no, es la emoción.

Las dos hermanas y la maestra cayeron sobre él abrazándolo y besándolo.

—¿Salió bien de veras, doña Josefa?

—Te salió magnífico, insuperable, sobre todo si tomamos en cuenta que nunca lo has oído tocar con orquesta.

—Bueno, pero con la partitura…

—Tocaste instrumentos que ni siquiera has visto.

—Sí, en sus ilustraciones —rió Pepe.

Fueron entrando a la casa hablando de las diferentes partes de la ejecución, y de la ejecución misma. Ya sentados, estuvieron largo rato hablando sólo de música, hasta que Chayito exclamó:

—¡Le gustó muchísimo a la gente! En La Lonja todos, todos hablaron de la música.

—¡Ah! ¿Sí? Pues yo les tengo una sorpresa. Viene de don Feliciano Larrea.

Las cuatro mujeres se quedaron pasmadas.

—Sí, me mandó la mitad del banquete y vino del mejor y… esto —dijo con gran satisfacción mostrándoles la bolsa y la tarjeta.

Las cuatro leyeron la tarjeta y los doblones rodaron por el suelo.

Al alegre tintineo del oro, siguió un silencio cenagoso, largo.

—¿Qué pasa? ¿Hay algo malo en esto? —preguntó Pepe, azorado.

—Él es el filibustero —le contestó Josefa con dureza.

—¿Por qué?

Doña Rosarito, entre lágrimas, le relató lo sucedido.

—¿Así que nadie sabe que fui yo?

—No, pero hay alguien que tiene que saberlo —dijo Josefa con decisión. Se despidió rápidamente y salió.

Feliciano estaba tirado, despatarrado, con las ropas en desorden, entregado a su crisis religiosa. La música que había escuchado era parte integrante de esta crisis. ¿Por qué ese Credo tan secreto? ¿Por qué ese Miserere tan doloroso?¿O era que solamente para él habían sido así por su estado de ánimo anterior? Sí, había dudado de todo, hasta del amor de su madre, de su entrega a él que tanto lo había enorgullecido, que tanto aliento le había dado la noche de aquella cena. ¿Y Dios? Cada vez que su pensamiento lo tocaba era tocar en una llaga abierta, donde no cabían las interrogaciones, no por el momento al menos. Estaba destrozado, inerme, débil.

Las horas eran muy largas y muy cortas a la vez. Cuando le anunciaron que su maestra de piano preguntaba por él, sintió un gran descanso, hablaría con alguien y sabría algo que le importaba mucho: qué se había tocado y quién lo había hecho.

Josefa estaba tan agitada que no quiso lanzar su acusación a quemarropa y prefirió calmarse contestando pausadamente las preguntas que se le hacían.

—Fue la Misa solemne de Beethoven. Está escrita para voces, orquesta y coro. Lo que oíste fue una trascripción para órgano. Ya la escucharás alguna vez en todo su esplendor.

—Pero si la oí en todo su esplendor. Oí a la soprano, al tenor, al bajo, la orquesta, los coros, todo.

—Porque tienes muy buen oído y mucha imaginación musical.

—No, si no he escuchado nunca una orquesta, usted lo sabe. Y hoy la escuché. Nunca han venido por aquí cantantes, y hoy los oí. ¿De quién es la adaptación?

—Está hecha sobre una transcripción para órgano que yo tenía, pero ahora que veas las dos versiones, mirarás con claridad que entre la primera y la segunda hay un abismo: la armonía y…

—Sí, pero, ¿quién?, ¿quién?

—El mismo que tocó el instrumento.

—¿Quién fue?

—Pepe Rojas.

—¿Pepe?… Quiere usted decir… ¿que Pepe tocó esa maravilla y que él hizo la adaptación?

—Eso mismo.

—Pero cómo, sin haberlo oído nunca.

—Trabajando día y noche sobre la complicadísima partitura, simplificándola lo más posible para dar una idea remota de la grandeza de la Gran misa. Contamos con la complicidad del padre Benito, que nos permitió experimentar y experimentar en el gran órgano, que realmente nunca había sido usado en toda su capacidad.

—Pero Pepe… Pepe…

—Sí, es un maestro en el órgano ¡y de los grandes! Lástima que en este pueblo no sepan apreciarlo.

—Pero hoy la gente estaba embelesada con la música; yo lo vi.

—Sí, hoy pudo ser el día de la consagración de Pepe, pero tu padre lo impidió. Se avergonzó de él.

—¿Avergonzarse…?, ¿de qué?… ¡Ah, sí, de que es como yo!… ¿Pero cómo lo hizo?

Josefa no esperaba otra cosa que desahogar su ira. Relató punto por punto lo ocurrido aquel día. Después comentó con mayores detalles la dificultad de la empresa que ella y Pepe emprendieron con tan buenos resultados. Terminó entregándole la partitura original y la que Pepe y ella habían hecho.

—Estúdialas. Te será provechoso. Ahora, me voy.

—Aguarde un momento ¿Está usted segura de que mi padre obró de esa manera porque Pepe es… como yo?

—¿Qué otra razón puede haber? Si hubiera sido Manuelito Lizárraga o Pedrito Marcos, ¿no crees que los hubiera proclamado glorias de la ciudad? Creo incluso que, siendo el gran benefactor que pretende ser, hubiera anunciado que los becaría en el extranjero o algo así.

—Tiene usted razón… Pepe y yo no podemos ser glorias de nadie.

—Pero lo son y eso, ni tu padre ni nadie puede evitarlo.

—Pero a Pepe…

—Nadie puede quitarle el triunfo de hoy. Todos lo reconocieron como un gran organista aun bajo el disfraz de un extranjero. Y déjate de peros: Pepe triunfó; alguien que entiende lo sabe ahora: tú. Y era lo que él quería, que alguien lo reconociera. Adiós.

Feliciano volvió a su cama sintiéndose muy mal. Deliraba con reunir al pueblo y decir la verdad sobre Pepe Rojas. Quería matar a su padre delante de todos. Él mismo se sentaría al piano y tocaría febrilmente mientras agonizaba su padre. Pepe saldría entretanto a recibir la ovación del pueblo, en aquel templete imaginario en el que se impartía justicia…

Un carruaje se detuvo en la puerta de su casa y Feliciano supo que habían regresado. Tambaleándose pudo llegar al corredor y luego se paró, cerrando el paso, en el pasillo de entrada. En cuanto vio en el vano de la puerta la figura gigantesca comenzó a gritar:

—Padre, es usted un cerdo, un cerdo, un cochino cerdo…

En dos zancadas don Feliciano Larrea estuvo frente a su hijo. Levantó la mano y le dio una bofetada. Feliciano ni siquiera se tambaleó, cayó redondo a los pies de su padre, quien pasó por encima de su cuerpo sin detenerse a mirarlo.

II

Los preparativos para el viaje se aceleraron. No era cosa de esperar a que los dos Felicianos volvieran a verse las caras. Era necesario huir cuanto antes.

—A Pepe, mamá, ¿por qué no nos llevamos a Pepe? Se lo debemos.

—¿A Pepe?, ¿con nosotros?, ¿contigo?… Lo que dirían de mí. Ni a Pepe ni a nadie.

La soledad era lo único que quedaba.

Sólo con su madre viajó y estudió Feliciano durante años. Ella lo acompañaba incluso a las tertulias de los estudiantes de música y esto provocaba incomodidad y una cierta sospecha maliciosa entre los compañeros de generación de Feliciano.

Ni aun cuando Ferruccio Busoni desde su altísimo sitial lo proclamó gran concertista y lo lanzó a la fama y a los viajes, pudo Feliciano deshacerse de la custodia de su madre.

Viajó primero por Europa y después por el Oriente y Estados Unidos sin contar nunca con un verdadero amigo. Se olvidó de ello y ¿quizá? también del amor, condenado a la cadena que lo sujetaba frente al piano como único medio de expansión. Por eso llegó a ser el mejor pianista del mundo en su momento.

Esto le permitió ganar carretadas de dinero que como entraban salían, pues en su país había revolución y él era el único sostén de toda su familia.

Supo que su padre había muerto trágicamente al negarse a salir de su fábrica de hilados cuando fue incendiada. La fábrica se había desplomado sobre él, que furiosamente trataba de apagar las llamas con sus manos. Lo supo y no se conmovió, ni quiso orar junto a su madre por él: hacía tiempo que no rezaba.

También habían saqueado y quemado la tienda de los Rojas, pero el padre Benito le había dado a Pepe el puesto de organista oficial porque durante el tiroteo una bala alcanzó al maestro Manuel.

Feliciano, al saberlo, escribió a Josefa Unanue: “Es absolutamente necesario que Pepe toque la Misa solemne de Beethoven para que todos sepan quién es”. A lo que Josefa contestó: “Querido, fuera de ti, nadie recuerda aquella Misa y, por otra parte, Pepe se niega a hacerlo porque la ilusión y el entusiasmo de aquella memorable vez han desaparecido. Ahora Pepe es un excelente organista y nada más. No podemos volver al pasado”. “¿Se le respeta por lo menos?”, repreguntó Feliciano. “Como organista sí, como persona sigue recibiendo el rechazo de todos.”

Feliciano mandaba a Josefa los anuncios de sus conciertos que llevaban, a veces, su retrato, y una vez se le ocurrió pedir a su maestra una fotografía suya, y, si era posible, una de Pepe Rojas. Recibió como contestación una foto sobre telón pintado, donde aparecía Josefa sentada, ya muy vieja, y a su lado un hombre de frente amplia y grandes ojos, muy parecido al niño medroso que Feliciano recordaba. La dedicatoria era únicamente de Josefa, quien explicaba en la carta: “Pepe no ha podido firmar porque cualquier contacto entre ustedes sería un escándalo que te perjudicaría”. Estaban a miles de kilómetros de distancia y Pepe temía al escándalo. En ese momento no lo comprendió.

Doña Ana estaba muy quebrantada de salud desde que supo que su marido había muerto, cómo había muerto, y que su familia apenas pensaba en la manera de reponerse de todo lo perdido, que era todo.

—Feliciano, voy a negociar una gira muy larga y muy satisfactoria para ti. Pero será la última. Yo no puedo más.

Feliciano asintió. Su madre estaba realmente muy mal. “Ahora podría liberarme de la tutela de mi madre, pero algo me lo impide, no sé qué es. Por favor no haga mención a esto cuando me conteste.” Escribió a Josefa. Josefa no contestó: había muerto.

Anciana y muy enferma regresó doña Ana a la pequeña capital del estado. Tuvo la resistencia justa para llegar y morir. Antes de hacerlo llamó a Feliciano y lo hizo jurar que no volvería al mundo “tan lleno de peligros”.

—Hijo… él no pudo con la vergüenza… se la quité… con el viaje… te quise y el pecado no… y no al pecado… en tu mundo el pecado… júrame que no te irás de aquí… ten compasión… lleno de peligros… ten compasión…

Ahora comprendía al fin la decisión de su madre de correr mundo acompañándolo: había sido por amor a su padre y nunca a él mismo. Si su padre se avergonzaba de él, su madre había hecho el sacrificio de dejar a su padre para quitarle la vergüenza de los ojos. Lo comprendió plenamente, y así juró.

En el pueblo todos se habían olvidado de Feliciano: su gloria, que daba vuelta al mundo, era desconocida por sus vecinos. Únicamente los Rojas y los Larrea sabían quién era o quién había sido.

Después de los funerales de su madre mandó acondicionar la que fuera capilla de doña Ana como un departamento completamente independiente de lo que ahora era la casa de su hermana Laura, y los chiquillos, sus sobrinos, pronto perdieron interés en su persona, callada y poco sonriente.

Se encerró en su departamento y no volvió a hacer sonar una nota, pero todo el día y parte de la noche se ocupaba de ejercitar los dedos en teclados sin piano, como un temeroso principiante. Por las noches, después de las doce, salía a caminar por las calles, sobre todo por aquellas que daban al río. Nadie transitaba a esas horas, a no ser el sereno. No, Pepe Rojas, que tampoco salía de su casa más que para ir a la iglesia, paseaba a la misma hora. Los dos delincuentes tenían una misma costumbre y cuando se encontraban un “buenas noches” impersonal se cruzaba entre ellos. Parece ser que fueron las únicas palabras que se dijeron en sus vidas.

Pero cuando Pepe murió, Feliciano Larrea dejó también sus salidas de después de las doce.

*FIN*


Los espejos, 1988


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