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Oración por el alma de un niño montañés

[Poema - Texto completo.]

Francisco Luis Bernárdez

Perdónalo, Señor: era inocente
como la santidad de la campana,
como la travesura de la fuente,
como la timidez de la mañana.

Fue pobrecito como su estameña,
como un arroyo de su serranía,
como su sombra que, de tan pequeña,
casi tampoco le pertenecía.

Fue honrado porque supo la enseñanza
del honrado camino pordiosero
que, cuando pisa tierra de labranza,
deja de ser camino y es sendero.

Fue su alegría tan consoladora
que, si tocaba su flautín minúsculo,
convertía el crepúsculo en aurora
para engañar la pena del crepúsculo.

De aquella vida el último latido
despertó la campana, una mañana,

como si el corazón de la campana
fuera su corazón reflorecido.

El silencio del mundo era tremendo,
y ni el mismo silencio comprendía
si era porque un espíritu nacía
o porque el día estaba amaneciendo.

Murió con su mirada de reproche,
como si presintiera su mirada
que debía quedarse con la noche
para dejarnos toda la alborada.

Murió con la mirada enrojecida,
temblando como un pájaro cobarde,
como la despedida de la tarde
o la tarde de alguna despedida.

(Heredero de toda su ternura,
el Ángelus labriego, desde entonces,
es su rebaño, trémulo de bronces,
que nostálgico sube en su procura.)

Se conformó porque adivinaría
lo que a los inocentes se promete:
un ataúd chiquito de juguete
y un crucifijo de juguetería.

Como el agua obediente se conforma
a la imperfecta realidad del vaso,
así su espíritu llenó la forma
del ánfora encendida del ocaso.

Esa conformidad es la consigna
que hasta la sepultura lo acompaña,
pues quien quería toda la montaña
con un puñado suyo se resigna.

Perdónalo, Señor: desde la tierra
ya convivía en amistad contigo,
porque el cielo cercano es un amigo
para los habitantes de la sierra.

Señor: concédele tu amor sin tasa,
y si no quieres concederle otros,
concédele este cielo de mi casa
para que mire siempre por nosotros.



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