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Oro en el Sur

[Cuento - Texto completo.]

Manuel Rojas

Por un momento pareció que la silla iba a derrumbarse o por lo menos quedar como desjarretada, mas no ocurrió así: crujió y hasta se arqueó, pero se mantuvo. Era una silla bien construida, sin estilo, pero sin clavos. El hombre la llenó con su cuerpo. Con los brazos sobre el pecho dijo:

—Han encontrado oro en el sur. Dos hombres alojaron en una casa abandonada. Y al día siguiente, al marcharse, descubrieron que algunas de las piedras del fogón eran muy pesadas y tenían unas vetas raras. Se trataba de arrieros, no de mineros, aunque no de tontos, y llevaron las piedras a Talca; las examinó un joyero: oro. No supieron qué hacer, y el joyero les dijo: “Véndanme eso y vayan a buscar más. No diré una palabra ni haré nada por saber de dónde lo sacan. Aquí está el dinero”.

Aceptaron. El joyero esperó y los hombres regresaron con dos piedras más. Entonces el joyero dijo: “Estamos haciendo tonterías. ¿Por qué no formamos una sociedad? Tengo amigos y puedo juntar unos miles de pesos. Véndanme lo que traen y autorícenme para hacer gestiones. Aquí está el dinero”. Aceptaron de nuevo, y el joyero cerró la tienda y se vino para Santiago. Los arrieros, entretanto, se emborracharon y contaron todo. En estos momentos se está formando una sociedad anónima y mucha gente se prepara a marchar hacia allá.

Calló el hombre, desunió los brazos y puso las manos sobre los muslos. Eran manos grandes, de dedos gruesos y fuertes, aunque blancas y limpias, manos de artista: el hombre era músico y componía sobre todo valses, unos valses desgarradores que le permitían vivir sin grandes angustias. Mirándolo resultaba dificil suponer que tuviera semejante actividad: era ancho y poderoso, desengrasado, barba y cabellera doradas, un verdadero toro, por alguna parte del cual, tal vez avergonzada, corría una tierna y dulzona linfa. Sus hijos eran como él. Uno de ellos preguntó, por preguntar: —¿Y dónde está ese oro?

El hombre señaló con el pulgar hacia un punto situado a su espalda:

—En el sur, más acá del río Maule y cerca de la costa. Es un lugar llamado Putú.

Los hijos callaron. No se les ocurría, a pesar de estar bastante creciditos, el porqué de aquella reunión y de aquel informe sobre minería aurífera. El padre siguió:

—Les cuento esto porque creo que hay aquí una oportunidad para ustedes, la única que se les presentará en muchos años. Son jóvenes y vigorosos, y, aunque un poco distraídos, nada de tontos. Si tienen suerte podrán irse a estudiar a Europa. No tengo dinero que darles para ello, pero puedo darles lo que tengo, unos trescientos pesos, para correr esta aventura.

—¿Qué te parece?

—¿Qué me va a parecer? Bien —contestó Manuel, alzando los hombros.

El padre les había dado no solo su vigor y su hermosa apariencia, sino también aquella tierna linfa, aunque un poco transformada: Manuel era pintor, escultor Julio. La melodía había tomado cuerpo.

—Supongo que no tendrán miedo. Los dos juntos, con lo fuertes que son, pueden rendir tanto como media docena de hombres, y solo esa media docena de hombres, juntos, podrían con ustedes. ¿Convenido?

—Muy bien, padre; iremos.

El hombre se levantó y la silla se arrufó como un gato, aflojando la tensión a que debió recurrir para no despatarrarse.

—Apenas termine un vals que estoy escribiendo, les daré la plata.

Días más tarde los hermanos llegaron a orillas del Maule. En Constitución compraron lo que estimaban necesario: palas, picos y azadones, harneros, sartenes y cacerolas, baldes y coladores, la mayor parte usados. Al terminar las compras y contemplar el montón, los hermanos rompieron a reír:

—¿Cómo vamos a llevar todo esto?

—Y todavía faltan los comestibles.

Los fideos, las papas, el arroz y los frijoles aumentaron el equipaje en tal forma, que se les hizo necesario adquirir una mula o un caballo. Recorrieron los alrededores y regresaron al alojamiento en compañía de un caballejo de ojos tristes, muy peludo y un poco descuajaringado, que aceptó con resignación cuanto le echaron sobre el lomo, las costillas, la grupa y la cruz. Le pusieron un ronzal y con él de tiro llegaron, una madrugada, hasta el balsadero. Mas el balsero no estaba; se le divisaba en la otra orilla, lejano, esperando algo.

Allí quedaron, fumando y mirando el río, conversando. El lugar, debido a la hora, aparecía solitario; solo pájaros y arbustos, allá un rancho, más allá otro, un humo y algunas embarcaciones. Solo después de un largo rato descubrieron que no estaban solos; alguien tosió y escupió ruidosamente. Había allí un hombre. Mas ¿cómo verlo a la primera mirada? Sentado sobre una piedra, miraba también el río inmóvil, confundido con las rocas y los arbustos. Su ropa, incluso su sombrero, tenía un color de piedra, de arena o de tierra. Menos que el de un ser humano, el bulto de su cuerpo parecía, por su color e inmovilidad, el de una iguana con propiedades mimetistas. Manuel fue a mirarlo.

—Buenos días —saludó.

—Buenos días —contestó la iguana, torciendo el pescuezo.

El rostro no tenía relación con el bulto del cuerpo, no por el color, que no tenía nada de extraordinario, sino por la expresión: era vivo y lleno de inteligencia y de simpatía, largo y delgado, de acusados huesos. Los ojos, obscuros, miraban con rapidez y profundidad, ojos que no perdían el tiempo: guardaban lo que veían. Las manos, muy morenas, le recordaron a Julio las manos de los picapedreros, gente que trabaja al sol. Manuel hizo un esfuerzo para separar su mirada de aquel rostro y no parecer impertinente. De haber tenido allí un trozo de tela, unos tubos de pintura y sus pinceles, habría empezado su retrato, el retrato de la vida libre y despierta.

El hombre lo miró sonriendo, una sonrisa que descubría unos dientes largos y amarillos y que hacían correr hacia los maxilares unos bigotes de cola de ratón.

—¿Va para el otro lado?

—Sí, para allá vamos.

Giró la cabeza y miró a Julio: una rápida mirada, y volvió a girarla hacia el río; pero algo se le había escapado y la torció de nuevo: una mirada más detenida, no a Julio, sino al caballo. Manuel lo observaba. El hombre miró otra vez hacia el río. Pareció estar ya al cabo de todo, no solo de lo que sucedía, sino de lo que había sucedido.

—¿Para Putú, entonces?

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Manuel.

El hombre sonrió e hizo con la cabeza un movimiento en dirección al caballo.

—¿Para dónde se puede ir con una carga de esa laya?

Julio se aproximó. Ninguno de los hermanos, artistas e hijos de familia burguesa, tenía experiencia en cuanto a lo que puede hallarse en las orillas de los caminos o de los ríos.

—¿Y para qué tanto cacharro?

Se refería a los harneros, ollas, baldes, palas, azadones que el caballo llevaba encima y que sonaban vivamente apenas el animal movía las inseguras patas.

—Ya viene el balsero.

—Y usted, ¿también va para allá?

El hombre asintió y Manuel buscó con los ojos el equipaje: un saco harinero, lleno hasta la mitad o hasta sus dos terceras partes, estaba al lado de sus piernas.

—¿Y eso es todo lo que lleva?

El hombre soltó una carcajada.

—Todo —dijo—. ¿Y para qué más? Si encuentro oro tendré lo que necesite; si no encuentro, ¿para qué llevo lo que no voy a necesitar?

—¿Es minero usted?

—Lo he sido toda mi vida, no por aquí, sino en el norte, y tengo inscritas a mi nombre treinta y seis minas: oro, plata, cobre, níquel, y nadie me daría un peso por todas. ¿Tiene un cigarrillo?

El balsero venía por la mitad del río. El hombre se levantó, desperezándose: era delgado, casi flaco, y de estatura más que mediana; sus movimientos eran ágiles y seguros. A su lado, Manuel y Julio, bien alimentados, altos, robustos, de ojos claros, cabellera rubia, piel rosada, parecían sus patrones, los patrones de siempre. El hombre tomó el saco y se lo echó a la espalda con gran desenvoltura; parecía un miembro más.

Una vez en la balsa, río adentro, en tanto el balsero cuidaba de la navegación y los hermanos miraban en dirección a la barra del río, siempre peligrosa, el hombre se puso locuaz:

—He oído hablar de Putú, pero no estoy seguro de lo que pasa. Si hay que buscar oro, lo buscaremos, y si hay, lo hallaremos. ¿Quién sabe? En cuestiones de minas nadie sabe lo que puede pasar.

Calló un instante y luego continuó:

—Los mineros pasamos a veces mucho tiempo sin hablar y cuando nos encontramos con gente queremos desquitamos. Hace años pasé tres meses en el desierto sin más compañía que un burro; creí que iba a quedar mudo. Cantaba, decía versos, le contaba cuentos al burro, me hablaba a mí mismo y me respondía yo mismo, y a veces me daba un no sé qué, como si alguien me dijera: “Cállate, jetón. ¡Vergüenza debía darte de estar hablando solo!”. Callaba, pero sentía que si continuaba así se me iba a poner dura la lengua y que después no podría manejarla. Cantaba entonces a gritos, aunque nunca me ha gustado hacerlo y tengo una voz como de vaca; pero ¿qué hacer? Cuando volví al pueblo estuve hablando como ocho días… Por eso es que no me gusta ir solo a catear minas. Procuro siempre llevar un compañero, mejor un socio que me ayude a pagar los gastos.

Calló el hombre. El Maule corría hacia el mar, ancho y claro, y sus aguas murmuraban contra la balsa, haciéndole alrededor un fugitivo bordado de espumas. El caballejo, asustado, miraba hacia el río y permanecía quieto, como si sospechara lo que podía pasarle si se dedicaba a manifestaciones de desagrado o rebelión. El hombre continuó su charla:

—He tenido muchos compañeros, y algunos se me murieron en el desierto, pero otros están vivos todavía, entre ellos un fotógrafo español, de Antofagasta. Lo conocí en una pensión. Es de esos que andan por las calles con una maquinita: “¿Le tomamos una fotografía, caballero?” Parecía hombre serio y sospeché que podía tener un poco de plata. Yo tenía mis ideas sobre un reventón de mineral que había visto en mi última correría por el desierto y que no había podido catear a gusto porque el hambre y el cansancio me traían apurado. Le hablé de minas y me oyó como quien oye llover. Por fin, después de oírme decir que la minería era así y asá, que mucha gente se hacía millonaria de la noche a la mañana, que quedaba mucha riqueza en Atacama y en Tarapacá y que no era necesario mucho trabajo para descubrirla y aprovecharla, me dijo: “Oye: no me des más la lata y dime qué es lo que quieres de mí”. Se lo dije y él aclaró: “Siempre he querido descubrir una mina y hacerme rico pero no entiendo nada de minería. Explícame bien este asunto” Se lo expliqué y al final aceptó: pondría el dinero y nos iríamos por mitades. Yo, loco de contento. Compramos lo que necesitábamos y partimos. Estuvimos más de un mes escarbando. El burro que llevábamos murió de hambre y nosotros casi corrimos la misma suerte. Por fin el español dijo: “Oye, tú: sé que no me has querido engañar y no estoy enfadado, pero esto no da para más. Volvámonos”. Le dije que bueno, y el español amontonó, junto a un tremendo agujero que habíamos hecho, todas las herramientas y hasta el esqueleto del burro; después armó con papeles y palos una especie de cartelón, escribió algo encima y lo puso junto al al agujero; sacó la máquina y tomó una fotografía. Después dijo: “Anda, vámonos”. Recogimos lo que podíamos llevar y regresamos a Antofagasta. Allí el hombre sacó copias de la fotografía y las vendió al público. En pocos meses recuperó la plata que había perdido.

El hombre se interrumpió y lanzó, a modo de carcajada, un relincho que hizo retroceder un paso al caballo, un solo paso. Los hermanos rieron también, contagiados por aquella carcajada, y el balsero, hombre silencioso, echó una sonrisa. El hombre concluyó:

—¿Saben lo que decía el cartelón? Decía: “Aquí se jodió un fotógrafo”.

En la otra orilla del río, al desembarcar, el balsero les indicó la dirección:

—Por ahí, y tomando ese camino, no se perderán. Para Putú, ¿no es cierto?

Julio tuvo una corazonada y preguntó:

—¿Ha pasado mucha gente?

El balsero, moreno y de ojos verdes, abrió una mano, separando los dedos, y la movió sobre Sí misma, con la muñeca como eje:

—Regular, regular…

El movimiento, repetido, podía indicar veinticinco, pero también podía indicar quinientos. La precisión no sería la mayor virtud del balsero, ya que un balsero no tiene por qué ser preciso. El río no lo es, y el hombre tiene, casi siempre, algo de aquello en que trabaja. El minero abrió la marcha y Julio y Manuel, con el caballo, lo siguieron. La mañana era agradable y el paisaje resultaba un placer para los ojos.

El minero enmudeció. Con el saco a la espalda avanzaba a pasos regulares. No miraba el paisaje, como los hermanos, que eran artistas, sino la tierra en sí misma, sus colores, sus accidentes, su tendencia, como un minero. Había entrado al terreno, como el balsero entra al río, y trabajaba ya y no podía perder el tiempo en mirar los árboles, que jamás han producido mineral alguno, ni el cielo azul ni los pájaros ni las flores, ajenos en absoluto a la minería. El oro puede estar en cualquier parte y puede que no esté en ninguna; pero si uno lo quiere hallar tiene que buscarlo. Julio y Manuel, en cambio, no lo buscaban, y no lo buscaban porque, aunque lo hicieran, no sabrían hallarlo. Debían llegar al sitio en que se había descubierto, preguntar si era allí, efectivamente, en donde se había hallado, y, una vez recibida la afirmación, empezar la búsqueda. Si había, lo hallarían; y si no era cierto que había, no sería culpa suya el que no lo encontraran. Para ellos el oro significaba París, el Louvre, o Florencia o la Capilla Sixtina, cosas hermosas y lejanas, cosas que esperaban. Pero el minero no esperaba, se anticipaba: era un profesional, no un aficionado, y su objetivo era fijo y no podía perder el tiempo en mirar el decorado. El oro tenía para él un significado más inmediato.

Las colinas descendían hacia el mar y la proximidad del verano las había puesto verdes, de un verde que variaba con la diferencia de vegetación: era más claro aquí, más obscuro allá, pero siempre verde, y solo se advertían manchas ocres en las partes casi absolutamente ajenas a la vida vegetal o allí en donde solo más tarde aparecería, con el aumento de la temperatura, una vegetación más lenta en crecer. Árboles coposos, de un verde obscuro y que tendía al negro, matizaban el verde y el ocre. El viento que venía del mar refrescaba las caras y las manos.

Después de dos horas de marcha, sin haber tenido más encuentros que una que otra carreta ocupada por hombres que los miraban asombrados, hombres con sombreros que les llegaban hasta las orejas y cubiertos con mantas grises o anaranjadas, tomaron un breve descanso, continuando en seguida la marcha. Cerca del mediodía, un poco cansados ya, llegaron hasta el pie de una pronunciada pendiente. Reposaron otra vez.

—Ya debemos estar cerca.

—Sí; el balsero nos dijo que podíamos llegar a las doce.

—Allá arriba almorzaremos.

El primero en alcanzar la parte alta del repecho fue, naturalmente, el minero. Se detuvo a echar un respiro y miró hacia todas partes, deteniendo sus ojos en un punto del horizonte. Allí quedó inmóvil, como animal al acecho. Al alcanzarlo Manuel y Julio, con el caballejo que acezaba como si padeciese asma, miraron también en la misma dirección: no vieron nada.

—¿Qué mira?

—Aquella loma —señaló el hombre.

Había allí una loma, es decir, había muchas, pero una de ellas se destacaba entre otras: no era verde clara ni verde obscura ni ocre: era negra. ¡Una loma negra! ¿Acaso un incendio la había dejado de aquel color? Pero el negro de la colina aquella era un negro especial: es cierto que de pronto se veían pequeñas manchas claras, pero el fondo obscuro tenía una apariencia que recordaba la de las manchas que se ven en el fondo del mar, en las partes bajas de la costa, cuando se las mira desde lo alto y se ve cómo el movimiento de las olas, según sea a favor o en contra de la luz, las aclara o ensombrece. ¿Qué significaba aquello?

El minero reanudó la marcha, a prisa ahora, como quien ha descubierto algo y se lanza sobre ello y no quiere que se le escape. Julio y Manuel, incapaces de hallar una explicación de lo que veían y sorprendidos por la decisión de los movimientos del minero, partieron detrás, a paso rápido también. Media hora después se detenían, con la boca abierta, al borde de la loma: toda ella hervía de hombres, hombres que cavaban, que hacían zanjas y agujeros, que movían las piedras y la tierra de un lado para otro, como si el orden en que estaban no les gustase y quisieran darle uno nuevo, uno nuevo que no se sabía cuál podía ser, ya que cada uno obraba como le daba la gana. Algunos individuos desaparecían en hoyos que ellos mismos habían excavado; otros estaban como ocultos detrás de trincheras de piedra y tierra; los de más allá tomaban paladas de tierra y las lanzaban hacia atrás o hacia los lados, sin fijarse si caían o no encima de otros, y otros, por fin, examinaban y medían el suelo, estacándolo con gran vigor. Todo parecía un hormiguero, una colmena, un montón de moscas que ululaba, runruneaba, jadeaba, un montón compacto, uniforme, sin claros y sin reposo. Cuando los hermanos reaccionaron, el minero había desaparecido: el montón se lo había tragado.

—¿Qué hacemos? —susurró Julio—. Aquí no hay dónde meterse, mucho menos con un caballo. No podríamos dar ni un azadonazo.

—Correríamos el riesgo de pegárselo en el traste a alguno de éstos.

Amarraron el caballo a una piedra, sacaron comestibles y se dispusieron a almorzar. Nadie hizo caso de ellos, y comieron tranquilos, tranquilos aunque un poco desasosegados. No era posible llegar hasta allí y quedarse al margen de lo que ocurría, aunque la verdad era que no había dónde meterse con todo aquel equipaje y un caballo que no podían abandonar. Recordaron a su padre y este recuerdo les produjo gran desazón: el vals se titulaba “Lamentos del Alma”. Ellos habían gastado su anticipo y tenían ahora la angustiosa sensación de que esos lamentos quedarían sin eco. Pero algo se le ocurrió a Julio, no en seguida, sino después de haber almorzado, como si su mente, al revés de la del minero, que funcionaba por la necesidad, funcionase por la satisfacción.

—Tengo una idea —dijo—. Apurémonos.

Partieron en dirección a Putú. La colina continuó runruneando, negra de hombres agachándose, enderezándose, trasladándose, hundiéndose, surgiendo.

—¿Donde estará la casa de que habló papá? Aquí no se ve nada —dijo Julio.

—Deben haberla demolido —comentó Manuel, empujando el caballo.

La aldea no distaba mucho y no tuvieron necesidad de preguntar nada a nadie: estaba constituida por una sola calle, de tres o cuatro cuadras de largo, y en mitad de ella, llenándola de acera a acera, un trozo de colina, que parecía haberse trasladado hasta allí, se movía con el mismo zumbido y afán. Al llegar cerca del montón humano, Manuel y Julio se afirmaron en un muro y rompieron a reír; pero la risa terminó cuando surgió de nuevo el recuerdo de los “Lamentos del Alma” y de sus trescientos pesos de anticipo. Julio, que era el más enérgico, ya que era escultor, trabajador en duras piedras, hombre de recias manos y robustos lagartos, sintió de pronto ira.

—Es necesario hacer algo —exclamó.

—Pero ¿qué? —preguntó Manuel, sofocado aún por la risa.

—Lo que hace esta gente. Si ellos lo hacen, ¿por qué no nosotros?

—¿Y el caballo?

—Tráelo.

Tomó el ronzal y ató el extremo a un árbol cercano.

—Métete por ahí —dijo—. Yo me meteré por aquí.

—¿Y qué haremos cuando estemos dentro? —preguntó Manuel, disponiéndose a lanzarse.

-Haz un pedimento —gritó Julio, ya metido dentro de la marea.

-¡Un pedimento de qué! —rugió Manuel, luchando contra una parte de los trescientos hombres que pugnaban por entrar o por salir.

—¡Un pedimento minero, animal! —aulló Julio, mientras sentía que centenares de codos, rodillas, caderas, hombros, piernas y pies lo apretaban, lo reducían, pretendiendo inmovilizarlo. Oyó que Manuel preguntaba, como desde debajo del agua: “¿Y cuánto?”. Gritó: “¡Todo!”, para ser más breve, y siguió bregando. El sudor empezó a brotarle, y al llegar frente a la estrecha puerta, en donde la muchedumbre tenía ya la densidad del mineral, y en donde la fricción, en medio de quejas, insultos y fatigosas respiraciones, era casi dolorosa, sintió que estaba próximo, si no a desmayarse, por lo menos a renunciar y volverse. Pero el recuerdo volvió a surgir —“Lamentos del Alma”, vals para piano—, e hizo un último esfuerzo y entró. Media hora después, tan pronto lanzado hacia adelante como empujado hacia atrás, aunque ganando terreno en cada movimiento, llegó hasta el mostrador, tras el cual tres hombres en camisa, sudando, procuraban atender a la multitud.

—¡A mí, a mí, a mí! —se escuchaba.

Manos sucias, mandíbulas llenas de pelos, sombreros derrotados, mangas deshilachadas, papeles rotos, manchas de tinta, bigotes y labios húmedos, olor a ajo o a cebolla o a vino o a transpiración. Sintió que el estómago se le subía a la garganta, pero lo rechazó; no podía perder el tiempo en vomitar.

—¡Oiga! —rugió, estirando el brazo en dirección a uno de los empleados.

El empleado se acercó. Era un hombre delgado, ya de edad. Sudaba y miraba con lacrimeantes ojos por encima de unos lentes empañados y con armadura de alambre. Se le notaba agotado y rabioso.

—¿Un pedimento, eh? —gritó.

No se podía hablar sino a gritos.

—Sí, un pedimento.

—¡Veinte pesos!

Los billetes estaban húmedos. Tomó dos y los entregó al empleado, recibiendo en recompensa una hoja de papel sellado.

—Una lapicera, por favor —mugió.

El empleado le dio una lapicera. Pero no era suficiente.

—¿Qué pongo aquí?

Veinte hombres preguntaban lo mismo y muchos no sabían escribir y gritaban rogando que alguien les escribiera lo que era preciso escribir, mas nadie hacía caso de nadie y todos empujaban y bramaban.

—Lo que va a pedir —respondió el empleado, usando una mano como bocina—, y su nombre, domicilio, edad y profesión.

¿Qué era lo que él deseaba pedir? Un empujón lo colocó en línea oblicua con el empleado, urgido por cuarenta manos y veinte bocas. ¿Qué era lo que tenía que pedir? Un trozo de terreno, allá, en la loma negra; pero ¿qué parte de la loma, en qué dirección, con qué límites?

El empleado se le acercó.

—¿Lo hizo ya? —preguntó.

—No —respondió Julio—. Dígame, ¿cuánto puedo pedir?

—Lo que quiera; dos, tres, cuatro cuadras, da lo mismo.

—¿Y dónde me tocará?

El empleado se sacó los anteojos, se pasó un pañuelo por el rostro, se sonó además, y después, volviéndose hacia adentro, le preguntó:

—¿Ve usted eso?

Eso era una columna de hojas de papel sellado que se acercaba rápidamente al techo de la habitación.

—Todos son pedimentos —cacareó—, y habrá que despacharlos por orden de llegada. ¿Qué parte le tocará? Es difícil decirlo, pero es posible que no le toque en el centro de la loma.

Se alejó. Julio empezó a hacer cálculos:

“Bueno, puedo pedir dos, tres, cuatro cuadras, lo que quiera; pero la gente que hizo esos pedimentos también pudo pedir lo que le dio la gana. ¿Cuántas cuadras tendrá la loma? Veinte, pongamos cuarenta, a lo sumo, y ¿cuántos pedimentos habrá en esa columna? Si hay mil y cada hombre pidió una cuadra, resultarán mil cuadras, y si han hecho lo que yo pienso hacer, pedir cuatro cuadras, serán cuatro mil las cuadras”.

Tuvo la sensación de que algo se movía bajo sus pies.

“Pero la columna nace en el suelo —continuó— y alcanza ya el techo, y debe haber por lo menos tres mil pedimentos. Tres mil pedimentos: doce mil cuadras”.

—Me va a tocar cerca de Santiago —murmuró, próximo a sollozar.

Soltó la lapicera y se dio vuelta hacia la puerta. Junto a ella encontró a Manuel.

—¡Qué hay! —exclamó éste, roja y llena de esperanza la cara.

—¡Vuélvete! —gritó Julio.

La muchedumbre lo expulsó con gran suavidad y energía.

—¿Qué pasó, hermano?

—Ya se acabó la loma.

Salieron a la calle. Julio estaba sombrío, asombrado Manuel. El caballo no estaba de ningún modo: había desaparecido.

*FIN*


Revista Sociedad de Autores, Chile, 1957


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