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Otro, al jardín del convento

[Poema - Texto completo.]

Sor Marcela de San Félix

En estas verdes hojas
que esta fuente riega
con agua de mis ojos,
que suya no la lleva,

contemplo, amado mío,
tu grande providencia,
tu beldad soberana
y tu hermosura inmensa.

También, por el contrario,
conozco mi vileza,
mi imperfección sin par,
mi descuido y tibieza,

pues las hojas y flores,
que crecen tan aprisa,
con sus calladas voces
significan mis menguas,

y siempre que las miro,
parece que me enseñan
que yo sola en el mundo
soy la que nunca medra.

Miro del cinamomo
aquella copia inmensa
de su olorosa flor
que tanto nos deleita;

parece que, a porfía,
su multitud afecta
llevarse de las flores
la palma de belleza.

En las guardadas rosas
a quien espinas cercan,
de tus hermosas llagas
la memoria refrescan.

Los vistosos jazmines
en su candor ostentan
lo lindo de tus manos
y liberal franqueza,

porque, sin aguardar
que los cojan por fuerza,
ellos se dan al suelo
sin hacer resistencia.

Acuérdame tu olor
la fragante mosqueta,
tan noble entre las flores
y tan linda en sí misma.

El clavel estimado
tu sangre representa,
y por esto merece
le traten con decencia.

De tus hermosos labios,
del coral dulce afrenta,
su cárdeno color
me muestran las violetas.

Majestuosa siempre,
la cándida azucena
tu bellísimo cuello
venturosa semeja.

La fecunda retama,
tan rubia como bella,
de tus cabellos de oro
me da memorias tiernas.

Muestra, por abrazar,
la siempre verde hiedra,
a que busque tu unión;
provoca mi tibieza

procurando ascender;
si presumida trepa,
humilde se aprisiona,
que de amante se precia.

Misericordia y paz
este olivo me enseña
que siempre las procure
por costosas que sean.

Las rojas clavellinas
y manutisas bellas,
de mirar tu color
parece que se precian,

pero el bizarro lirio,
con gravedad modesta,
porque a él te comparas,
más ufano campea.

Suave el albahaca,
símbolo de pureza,
su verdor apacible
nuestra esperanza alienta.

Clavelones, adorno
de las últimas fiestas,
enseña que la muerte,
como terrible, es cierta.

Recuerdo de humildad
es la hierba doncella;
aunque vistosa y grave,
no sale de la tierra.

Los amargos ajenjos
me enseñan a que tenga
mortificado el gusto
y el apetito venza.

El robusto alelí,
que el invierno no seca,
me fuerza a que haga rostro
a toda la aspereza.

El funesto ciprés,
aunque árbol de tristeza,
provoca a devoción
y soledad enseña;

y la del nombre dulce,
felicísima hierba
que de santa María
nos acuerda y recrea.

Las ásperas ortigas,
intratables y fieras,
en igualar mi agrado
presumen competencia.

Entre todas las flores
puede la gigantea
pretender, por amante,
que alaben sus finezas:

del sol enamorada,
siempre mirarle intenta
y, por vueltas que da,
de seguirle no cesa.

¡Oh, cómo reprehende
el descuido y tibieza
con que busco, Dios mío,
a tu amable presencia!

Los árboles copados
alegres manifiestan
los sazonados frutos
que el justo te presenta.

Las abundantes parras
alegres manifiestan,
que a tu sangre real,
accidentes le prestan.

Mis años mal gastados
me acuerda a esta higuera,
pues ha crecido tanto
y yo estoy tan pequeña.

Y habiéndonos plantado
en esta santa tierra
casi en un tiempo mismo,
mil ventajas me lleva.

El riguroso invierno,
con su mucha aspereza,
os quita los vestidos
y deja en gran pobreza:

tolerando rigores
y sufriendo inclemencias,
me enseñáis, apacibles,
a que tenga paciencia.

Con suave agasajo,
la alegre primavera
siempre os sirve gustosa
de madre y camarera;

de la Resurrección
parece nos da nuevas
cuando, sin menoscabo,
nos tornen nuestra tierra.

Los árboles y plantas,
las flores y las hierbas
publican tu hermosura
y dicen tu grandeza.

Todas, Señor, me animan,
me enseñan y me fuerzan
a que te sirva y ame,
te alabe y engrandezca.



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