En estas verdes hojas que esta fuente riega con agua de mis ojos, que suya no la lleva,
contemplo, amado mío, tu grande providencia, tu beldad soberana y tu hermosura inmensa.
También, por el contrario, conozco mi vileza, mi imperfección sin par, mi descuido y tibieza,
pues las hojas y flores, que crecen tan aprisa, con sus calladas voces significan mis menguas,
y siempre que las miro, parece que me enseñan que yo sola en el mundo soy la que nunca medra.
Miro del cinamomo aquella copia inmensa de su olorosa flor que tanto nos deleita;
parece que, a porfía, su multitud afecta llevarse de las flores la palma de belleza.
En las guardadas rosas a quien espinas cercan, de tus hermosas llagas la memoria refrescan.
Los vistosos jazmines en su candor ostentan lo lindo de tus manos y liberal franqueza,
porque, sin aguardar que los cojan por fuerza, ellos se dan al suelo sin hacer resistencia.
Acuérdame tu olor la fragante mosqueta, tan noble entre las flores y tan linda en sí misma.
El clavel estimado tu sangre representa, y por esto merece le traten con decencia.
De tus hermosos labios, del coral dulce afrenta, su cárdeno color me muestran las violetas.
Majestuosa siempre, la cándida azucena tu bellísimo cuello venturosa semeja.
La fecunda retama, tan rubia como bella, de tus cabellos de oro me da memorias tiernas.
Muestra, por abrazar, la siempre verde hiedra, a que busque tu unión; provoca mi tibieza
procurando ascender; si presumida trepa, humilde se aprisiona, que de amante se precia.
Misericordia y paz este olivo me enseña que siempre las procure por costosas que sean.
Las rojas clavellinas y manutisas bellas, de mirar tu color parece que se precian,
pero el bizarro lirio, con gravedad modesta, porque a él te comparas, más ufano campea.
Suave el albahaca, símbolo de pureza, su verdor apacible nuestra esperanza alienta.
Clavelones, adorno de las últimas fiestas, enseña que la muerte, como terrible, es cierta.
Recuerdo de humildad es la hierba doncella; aunque vistosa y grave, no sale de la tierra.
Los amargos ajenjos me enseñan a que tenga mortificado el gusto y el apetito venza.
El robusto alelí, que el invierno no seca, me fuerza a que haga rostro a toda la aspereza.
El funesto ciprés, aunque árbol de tristeza, provoca a devoción y soledad enseña;
y la del nombre dulce, felicísima hierba que de santa María nos acuerda y recrea.
Las ásperas ortigas, intratables y fieras, en igualar mi agrado presumen competencia.
Entre todas las flores puede la gigantea pretender, por amante, que alaben sus finezas:
del sol enamorada, siempre mirarle intenta y, por vueltas que da, de seguirle no cesa.
¡Oh, cómo reprehende el descuido y tibieza con que busco, Dios mío, a tu amable presencia!
Los árboles copados alegres manifiestan los sazonados frutos que el justo te presenta.
Las abundantes parras alegres manifiestan, que a tu sangre real, accidentes le prestan.
Mis años mal gastados me acuerda a esta higuera, pues ha crecido tanto y yo estoy tan pequeña.
Y habiéndonos plantado en esta santa tierra casi en un tiempo mismo, mil ventajas me lleva.
El riguroso invierno, con su mucha aspereza, os quita los vestidos y deja en gran pobreza:
tolerando rigores y sufriendo inclemencias, me enseñáis, apacibles, a que tenga paciencia.
Con suave agasajo, la alegre primavera siempre os sirve gustosa de madre y camarera;
de la Resurrección parece nos da nuevas cuando, sin menoscabo, nos tornen nuestra tierra.
Los árboles y plantas, las flores y las hierbas publican tu hermosura y dicen tu grandeza.
Todas, Señor, me animan, me enseñan y me fuerzan a que te sirva y ame, te alabe y engrandezca.
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