Las doce son de la noche, Niño Dios, y no dormís. Si es amor, ¡ay Dios, qué dicha! Si son celos, ¡ay de mí!
Bien pueden mis graves culpas y descuidos presumir que esos desvelos os causan, porque como amáis, sentís.
Si a tantas finezas vuestras, tanto esperar y sufrir, corresponde mi bajeza siempre ingrata y siempre vil,
si el nacer en un pesebre, si el padecer y morir no han mi dureza ablandado, no hay más que hacer ni decir.
¡Ay dulce Niño del alma! ¡Y cómo fuera feliz si supiera agradecer para acertar a servir!
¡Oh, cómo vivo engañada si de amaros presumí! Pues no he dado el primer paso en aborrecerme a mí.
Vanísimas son las quejas cuando no las doy de mí, pues no puedo yo quejarme sino porque os ofendí.
¡Cuántas veces a mis puertas esperáis y me pedís que os abra, que del rocío todo cubierto venís!
Y yo, villana y grosera, no lecho florido os di, antes sorda y descortés, nunca despierta os abrí.
Bien podéis, Niño del alma, estar quejoso de mí, pues pago con ingratitudes cuanto de vos recibí.
Cuantas palabras os doy de empezar y proseguir a serviros más perfecta, todas son vanas al fin.
Mas ya que con tanta gracia ya lloráis y ya reís, ríame yo de esta vida, y llore el que os ofendí.
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