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Otros escritos filosóficos – Alma


Voltaire

ALMA, Es un término vago, indeterminado, que expresa un principio ignorado, pero de efectos conocidos que sentimos en nosotros mismos. La palabra alma corresponde al vocablo anima de los latinos, a la palabra que usan todas las naciones para expresar lo que no comprenden más que nosotros.

En el sentido propio y literal del latín y de las lenguas que se derivan de él, significa lo que anima. Por eso se dice: el alma de los hombres, de los animales y de las plantas, para significar su principio de vegetación y de vida.

Al pronunciar esta palabra, sólo nos da una idea confusa, como cuando se dice en el Génesis: «Dios sopló en el rostro del hombre un soplo de vida, y Se convirtió en alma viviente; el alma de los animales está en la sangre; no matéis, pues, su alma».

De modo que el alma -en sentido general- se toma por el origen y por la causa de la vida, por la vida misma. Por esto las naciones antiguas creyeron durante muchísimo tiempo que todo moría al morir el cuerpo. Aunque es difícil desentrañar la verdad en el caos de las historias remotas, tiene visos de probabilidad que los egipcios fuesen los primeros que distinguieron la inteligencia y el alma, y los griegos aprendieron de ellos a distinguirla. Los latinos, siguiendo el. ejemplo de los griegos, distinguieron animus y anima; y nosotros distinguimos también alma e inteligencia. Pero lo que constituye el principio de nuestra vida, ¿constituye el principio de nuestros pensamientos? Lo que nos hace digerir, lo que nos produce sensaciones y nos da memoria, ¿se parece a lo que es causa en los animales de la digestión, de las sensaciones y de la memoria?

He aquí el eterno objeto de las disputas de los hombres. ¡Digo eterno objeto porque, careciendo de la noción primitiva que nos guíe en este examen, tendremos que permanecer siempre encerrados en un laberinto de dudas y de conjeturas.

No contamos ni con un solo escalón donde afirmar el pie para llegar al vago conocimiento de lo que nos hace vivir y de lo que nos hace pensar. Para poseerlo sería preciso ver cómo la vida y el pensamiento entran en un cuerpo. ¿Sabe un padre cómo produce a su hijo? ¿Sabe la madre cómo lo concibe? ¿Puede alguien adivinar cómo se agita, cómo se despierta y cómo duerme? ¿Sabe alguno cómo los miembros obedecen a su voluntad? ¿Ha descubierto el medio por el cual las ideas se forman en su cerebro y salen de él cuando lo desea? Débiles autómatas, colocados por la mano invisible que nos gobierna en el escenario del mundo, ¿quién de nosotros ha podido ver el hilo que origina nuestros movimientos?

No nos atrevemos a cuestionar si el alma inteligente es espíritu o materia; si fue creada antes que nosotros; si sale de la nada cuando nacemos; si después de habernos animado durante un día en el mundo, vive, cuando morirnos, en la eternidad. Estas cuestiones que parecen sublimes, sólo son cuestiones de ciegos que preguntan a otros ciegos: ¿qué es la luz?

Cuando tratamos de conocer los elementos que encierra un pedazo de metal, lo someternos al fuego de un crisol. ¿Poseemos crisol alguno para someter el alma? Unos dicen que es espíritu; pero ¿qué es espíritu? Nadie lo sabe; es una palabra tan vacía de sentido, que nos vemos obligados a decir que el espíritu no se ve, porque no sabemos decir lo que es. El alma es materia, dicen otros. Pero ¿qué es materia? Sólo conocemos algunas de sus apariencias y algunas de sus propiedades; y ninguna de estas propiedades parece tener la menor relación con el pensamiento.

Hay también quien opina que el alma está formada de algo distinto de la materia. Pero ¿qué pruebas tenemos de esto? Se funda tal opinión en que la materia es divisible y puede tomar diferentes aspectos, y el pensamiento no lo es. Pero ¿quién os ha dicho que los primeros principios de la materia sean divisibles y figurables? Es muy verosímil que no lo sean; sectas enteras de filósofos sostienen que los elementos de la materia no tienen figura ni extensión. Creéis anonadarnos replicando: «El pensamiento no es madera, ni piedra, ni metal; luego el pensamiento no puede ser materia». Pero eso son débiles y atrevidos razonamientos. La gravitación no es metal, ni arena, ni piedra, ni madera; el movimiento, la vegetación, la vida, no son ninguna de esas cosas; y sin embargo, la vida, la vegetación, el movimiento y la gravitación son cualidades de la materia. Decir que Dios no puede conseguir que la materia piense es decir el absurdo más insolente que se haya proferido nunca en la escuela de la demencia.

No estamos seguros de que Dios haya obrado así; pero sí estamos seguros de que puede obrar de tal modo. ¿Qué importa todo lo que se ha dicho y lo que se dirá sobre el alma? ¿Qué importa que la hayan llamado entelequia, quintaesencia, llama o éter; que la hayan creído universal, increada, transmigrante, etcétera? ¿Qué importa en cuestiones inaccesibles a la razón esas novelas creadas por nuestras inciertas imaginaciones? ¿Qué importa que los padres de la Iglesia de los cuatro primeros siglos creyeran que el alma era corporal? ¿Qué importa que Tertuliano, contradiciéndose, decidiese que el alma es corporal, figurada y simple al mismo tiempo? Tenemos mil testimonios de nuestra ignorancia, pero ni uno solo ofrece vislumbre de verosimilitud.

¿Cómo nos atreveremos a afirmar lo que es el alma? Sabemos con certidumbre que existimos, que sentimos y que pensamos. Deseamos ir más allá y caemos en un abismo de tinieblas. Sumergidos en ese abismo, todavía se apodera de nosotros la loca temeridad de disputar si el alma, de la que no tenemos la menor idea, se creó antes que nosotros o al mismo tiempo que nosotros, y si es perecedera o inmortal.

El alma y todos los artículos que son metafísicos deben empezar sometiéndose sinceramente a los dogmas de la Iglesia, porque indudablemente la revelación vale más que toda la filosofía. Los sistemas ejercitan el espíritu, pero la fe le alumbra y le guía.

Con frecuencia pronunciamos palabras de las que tenemos una idea muy confusa, y algunas veces ignoramos el significado. ¿No está en este caso la palabra alma? Cuando la lengüeta o la válvula de un fuelle está descompuesta y el aire que entra en el vientre del fuelle sale por alguna de las aberturas que tiene la válvula, y éste no está comprimido por las dos paletas, y no sale con la violencia que se necesita para encender el fuego, las criadas dicen: «Está descompuesta el alma del fuelle». No saben más, y esa cuestión no turba su tranquilidad. El jardinero habla del alma de las plantas, y las cultiva bien, sin saber lo que significa esta palabra. En muchas de nuestras manufacturas, los obreros dan la calificación de alma a sus máquinas; y nunca disputan sobre el significado de dicha palabra; no sucede así a los filósofos.

La palabra alma, entre nosotros, en su significado general, sirve para denotar lo que anima. Nuestros antepasados los celtas dieron al alma el nombre de seel, del que los ingleses formaron la palabra soul, y los alemanes la palabra seel,. y probablemente los antiguos teutones y los antiguos bretones no disputarían sobre esa palabra.

Los griegos distinguían tres clases de almas: el alma sensitiva o el alma de los sentidos (he aquí por qué el Amor, hijo de Afrodita, sintió tan vehemente pasión por Psiquis y por qué Psiquis le amó tiernamente); el soplo que da vida y movimiento a toda máquina, y que nosotros traducimos por espíritu; y la tercera clase de alma, que, como nosotros, llamaron inteligencia. Poseemos, pues, tres almas, sin tener la más ligera noción de ninguna de ellas. Santo Tomás de Aquino admite estas tres almas, como buen peripatético, y distingue cada una de ellas en tres partes: una está en el pecho, otra en todo el cuerpo y la tercera en la cabeza. En nuestras escuelas no se conoció otra filosofía hasta el siglo XVIII… ¡Y desgraciado el hombre que hubiera tomado una de esas tres almas por la otra!

Hay, sin embargo, motivo para este caos de ideas. Los hombres conocieron que cuando les excitaban las pasiones del amor, de la cólera o del miedo, sentían ciertos movimientos en las entrañas. El hígado y el corazón fueron asignados como asiento de las pasiones. Cuando se medita profundamente, sentimos cierta opresión en los órganos de la cabeza; luego el alma intelectual está en el cerebro. Sin respirar no es posible la vegetación y la vida; luego el alma vegetativa está en el pecho, que recibe el soplo del aire.

Cuando los hombres vieron en sus sueños a sus padres o a sus amigos muertos, se dedicaron a estudiar qué es lo que se les había aparecido. No era el cuerpo, porque lo había consumido una hoguera, se lo había tragado el mar y había servido de pasto a los peces. Esto no obstante, sostenían que algo se les había aparecido, puesto que lo habían visto; el muerto les había hablado, y el que estaba soñando le dirigía preguntas. ¿Con quién había conversado durmiendo? Se imaginaron que era un fantasma, una figura aérea, una sombra, los manes, una pequeña alma de aire y fuego extremadamente delicada, que vagaba por no sé dónde.

Andando el tiempo, cuando quisieron profundizar este estudio, convinieron en que dicha alma era corporal, y ésta fue la idea que de ella se tuvo en la antigüedad. Llegó después Platón, que sutilizó esa alma de tal manera, que se llegó a sospechar que la separó casi completamente de la materia; pero ese problema no se resolvió hasta que la fe vino a iluminamos.

En vano los materialistas alegan que algunos padres de la Iglesia no se expresaron con exactitud. San Ireneo dice que el alma es el soplo de la vida, que sólo es incorporal si se compara con el cuerpo de los mortales, pero que conserva la figura de hombre con el objeto de que se la reconozca.

En vano Tertuliano se expresaba de este modo: «La corporalidad del alma resalta en el Evangelio; porque si el alma no tuviera cuerpo, la imagen del alma no tendría imagen corpórea» .En vano ese mismo filósofo refiere la visión de una mujer santa que vio un alma muy brillante y del color del aire.

En vano alegan que San Hilario dijo en tiempos posteriores: «No hay nada de lo creado que no sea corporal, ni en el cielo ni en la tierra, ni en lo visible ni en 10 invisible; todo está formado de elementos, y las almas, ya habiten en un cuerpo, ya salgan de él, tienen siempre una sustancia corporal).

En vano San Ambrosio, en el siglo VI, dijo: «No conocemos nada que no sea material, si exceptuamos la venerable Trinidad».

La Iglesia ha decidido por unanimidad que el alma es inmaterial. Los indicados santos incurrieron en un error que era entonces universal; eran hombres. Pero no se equivocaron respecto a la inmortalidad, porque los Evangelios evidentemente la anuncian.

Necesitamos conformarnos con la decisión de la Iglesia, porque no poseemos la noción suficiente de lo que se llama espíritu puro y de lo que se llama materia. El espíritu puro es una palabra que no nos transmite ninguna idea; sólo conocemos la materia por alguno de sus fenómenos. La conocemos tan poco, que la llamamos sustancia, y la palabra sustancia quiere decir lo que está debajo; pero este debajo está oculto eternamente para nosotros; es el secreto del Creador en todas partes. No sabemos cómo recibimos la vida, ni cómo la damos, ni cómo crecemos, ni cómo digerimos, ni cómo dormimos, ni cómo pensamos, ni cómo sentimos. Es una incomprensible dificultad conocer cómo cualquiera de los seres concibe sus pensamientos.

De las dudas de Locke sobre el alma. El autor del artículo Alma que publicó la Enciclopedia siguió escrupulosamente las opiniones de Jaquelet. Pero Jaquelet no nos enseña nada. Ataca a Locke, porque éste modestamente dijo: «Quizá no seremos nunca capaces de conocer si un ser material piensa o no, por la razón de que nos es imposible descubrir por medio de la contemplación de nuestras propias ideas si Dios ha concedido a cualquier montón de materia, preparada a propósito, el poder de conocerse y de pensar, o si unió a la materia de este modo preparada una sustancia inmaterial que piensa. Con relación a nuestras nociones, no nos es difícil concebir que Dios puede, si así le place, añadir a la idea que tenemos de la materia la facultad de pensar; ni nos es difícil comprender que pueda añadirse otra sustancia a la que el Ser todopoderoso pueda conceder ese poder, y que pueda crear en virtud de la voluntad omnímoda del Creador . No encuentro contradicción en que Dios, ser pensante, eterno y todopoderoso, dote, si quiere, de algunos grados de sentimiento, de perfección y de pensamiento a ciertos montones de materia creada e insensible, y que los una a ella cuando lo crea conveniente».

Como acabamos de ver, Locke habla como hombre profundo, religioso y modesto 1 .

Conocidos son los disgustos que le proporcionó el manifestar esta opinión, que en su época pareció atrevida, pero que sólo era la consecuencia de la convicción que abrigaba de la omnipotencia de Dios y de la debilidad del hombre. No aseguró que la materia piensa; pero dijo que no sabemos bastante para demostrar que es imposible que Dios añada el don del pensamiento al ser desconocido que llamamos materia, después de haberle concedido nosotros el don de la gravitación y el don del movimiento, que nos son igualmente incomprensibles.

Locke no fue el único que inició esta opinión: indudablemente ya la tuvo la antigüedad, puesto que consideraba el alma como una materia muy delicada, y por consecuencia, aseguraba que la materia podía sentir y pensar .

Esta fue también la opinión de Gassendi, como puede verse en las objeciones que hizo a Descartes: «Es verdad -dice Gassendi- que conocéis, que pensáis, pero no sabéis qué especie de sustancia sois. Por lo tanto, aunque os sea conocida la operación del pensamiento, desconoceréis lo principal de vuestra esencia, ignorando cuál es la naturaleza de esa sustancia, de la que el acto de pensar es una de las operaciones. En esto os parecéis al ciego que al sentir el calor de los rayos solares y sabiendo que lo causa el sol creyera que tenía la idea clara y distinta de lo que es este astro, porque si le preguntaran qué es el sol, podría responder: “Es una cosa que calienta”». El mismo Gassendi, en su libro titulado Filosofía de Epicuro, repite algunas veces que no hay evidencia matemática de la pura espiritualidad del alma.

Descartes, en una de las cartas que dirigió a la princesa palatina Elisabet, le dijo: «Confieso que por medio de la razón natural podemos hacer nuestras conjeturas respecto al alma y acariciar halagüeñas esperanzas, pero no podemos tener ninguna seguridad». En este caso, Descartes ataca en sus cartas lo que afirma en sus libros.

Acabamos de ver que los padres de la Iglesia de los primeros siglos, creyendo al alma inmortal, la creían material al mismo tiempo, suponiendo que a Dios le era tan fácil conservar como crear. Por eso decían: «Dios la hizo pensante y pensante la conservará».

Malebranche probó bastante bien que nosotros no adquirimos ninguna idea por nosotros mismos y que los obispos son incapaces de dárnoslas. De esto dedujo que provienen de Dios. Esto equivale a decir que Dios es el autor de todas nuestras ideas. Su sistema forma un laberinto, en el cual una de las veredas conduce al sistema de Spinoza, otra al estoicismo y la tercera al caos.

Después de disputar mucho tiempo sobre el espíritu y sobre la materia, acabamos siempre por no podernos entender. Ningún filósofo logró levantar con sus propias fuerzas el velo que la naturaleza tiene extendido sobre los primeros principios de las cosas. Mientras ellos disputan, la naturaleza obra.

Del alma de las bestias. Antes de admitir el extraño sistema que supone que los animales son unas máquinas incapaces de sensación, los hombres no creyeron nunca que las bestias tuvieran alma inmaterial, y nadie fue tan temerario que se atreviera a decir que la otra estaba dotada de alma espiritual. Estaban acordes las opiniones y convenían en que las bestias habían recibido de Dios sentimiento, memoria, ideas, pero no espíritu. Nadie había abusado del don de reaccionar, hasta el extremo de decir que la naturaleza concedió a las bestias todos los órganos del sentimiento para que no tuvieran sentimiento. Nadie había dicho que gritan cuando se las hiere, que huyen cuando se las persigue, sin sentir dolor ni miedo. No se negaba entonces la omnipotencia de Dios; reconociendo que pudo comunicar a la materia orgánica de los animales el placer, el dolor, el recuerdo, la combinación de algunas ideas, pudo dotar a varios de ellos, como al mono, al elefante, al perro de caza, del talento para perfeccionarse en las artes que se les enseñan; pudo dar a los animales carnívoros medios para hacer la guerra. No sólo pudo, sino que así lo hizo; pero Pereyra y Descartes sostuvieron que el mundo se equivocaba; que Dios había jugado con él a los cubiletes, dotando de todos los instrumentos de la vida y de la sensación a los animales, con el propósito deliberado de que carecieran de sensación y de vida propiamente dicha; y otros que tenían pretensiones de filósofos, con la idea de contradecir la idea de Descartes, concibieron la quimera opuesta, diciendo que estaban dotados de espíritu los animales, y que tenían alma los sapos y los insectos.

Entre estas dos locuras: la primera, que niega el sentimiento a los órganos que lo producen, y la segunda, que hace alojar un espíritu puro en el cuerpo de una pulga, hubo autores que se decidieron por un término medio, que llama- ron instinto. ¿ y qué es el instinto? Es una forma substancial, una forma plástica, es un no sé qué. Seré de vuestra opinión cuando llaméis a la mayoría de las cosas yo no sé qué, cuando vuestra filosofía empiece y acabe por yo no sé nada.

El autor del artículo Alma, publicado en la Enciclopedia, dice: «En mi opinión, el alma de las bestias la forma una sustancia inmaterial e inteligente». Pero ¿de qué clase es ésta? Debe de consistir en un principio activo capaz de sensaciones. Si reflexionamos sobre la naturaleza del alma de las bestias, no nos proporciona ningún motivo para creer que su espiritualidad las salve del anonadamiento.

Es para mí incomprensible poder tener idea de una sustancia inmaterial. Representarse algún objeto es tener en la imaginación una imagen de él, y hasta hoy nadie ha conseguido pintar el espíritu. Concedo que el autor que acabo de citar entienda concebir por la palabra representar. Pero yo confieso que tampoco la concibo, como no concibo la creación ni la nada, porque ignoro completamente el principio de todas las cosas.

Si trato de probar que el alma es un ser real, me contestan diciendo que es una facultad; si afirmo que es una facultad y que posee la de pensar, me responden que me equivoco, que Dios, dueño absoluto de la naturaleza, lo hace todo en mí y dirige todos mis actos y pensamientos; que si yo produjera mis pensamientos, sabría los que produzco cada minuto, y no lo sé; que sólo soy un autómata con sensaciones y con ideas, que dependo exclusivamente del Ser Supremo y estoy tan sometido a El como la arcilla a las manos del alfarero.

Confieso, pues, mi ignorancia y que cuatro mil tomos de metafísica son insuficientes para enseñarnos lo que es el alma.

Un filósofo ortodoxo decía a un filósofo heterodoxo: «¿Cómo habéis conseguido llegar a creer que por su naturaleza el alma es mortal y que sólo es eterna para la voluntad de Dios?» «Porque lo he experimentado», contestó el otro filósofo. «¿Cómo lo habéis experimentado? ¿Acaso os habéis muerto?» «Sí, algunas veces. Tenía ataques de epilepsia en mi juventud, y os aseguro que me quedaba completamente muerto durante algunas horas. Después no experimentaba ninguna sensación, ni recordaba lo que me había sucedido. Ahora me sucede lo mismo casi todas las noches. Ignoro en qué momento me duermo, y duermo sin soñar. Sólo por conjeturas puedo calcular el tiempo que he dormido. Estoy, pues, muerto ordinariamente seis horas cada veinticuatro; la cuarta parte de mi vida». El ortodoxo sostuvo que él pensaba siempre mientras dormía, pero sin saber lo que pensaba. El heterodoxo le contestó: «Creo por la revelación que pensaré siempre en la otra vida; pero os aseguro que rara vez pienso en ésta».

El ortodoxo no se equivocaba al afirmar la inmortalidad del alma, porque la fe y la razón demuestran esta verdad; pero podía equivocarse al asegurar que el hombre dormido piensa siempre. Locke confesaba francamente que no pensaba siempre que dormía; y otro filósofo dijo: «El hombre posee la facultad de pensar, pero ésta no es la esencia del hombre.» Dejemos a cada individuo la libertad y el consuelo de estudiarse a sí mismo y de perderse en el laberinto de sus ideas.

Esto no obstante, es curioso saber que en 1730 hubo un filósofo que fue perseguido por haber confesado lo mismo que Locke, o sea, que no ejercitaba su entendimiento todos los minutos del día y de la noche, así como se servía en todos ellos de los brazos y de las piernas. No sólo la ignorancia de la corte le persiguió, sino también la ignorancia maligna de algunos que pretendían ser literatos. Lo que sólo produjo en Inglaterra algunas disputas filosóficas, produjo en Francia cobardes atrocidades. Un francés fue víctima por seguir a Locke.

Siempre hubo en el fango de nuestra literatura algunos miserables capaces de vender su alma y atacar hasta a sus mismos bienhechores. Esta observación parece impertinente en un artículo en el que se trata del alma; pero no debemos perder ninguna ocasión de afear la conducta de los que quieren deshonrar el glorioso título de hombres de letras, prostituyendo su escaso talento y su conciencia a un vil interés, a una política quimérica y que hacen traición a sus amigos por halagar a los necios. No sucedió nunca en Roma que denunciaran a Lucrecio por haber puesto en verso el sistema de Epicuro; ni a Cicerón por decir muchas veces que después de morir no se siente dolor alguno; ni acusaron a Plinio, ni a Varrón, de haber tenido ideas particulares acerca de la Divinidad. La libertad de pensar fue ilimitada en Roma. Los hombres de cortos alcances y temerosos que en Francia se han esforzado en ahogar esa libertad, madre de nuestros conocimientos y espuela del entendimiento humano, para conseguir sus fines han hablado de los peligros quiméricos que ésta puede traer. No reflexionaron que los romanos, que gozaban de completa libertad de pensar, no por eso dejaron de ser nuestros vencedores y nuestros legisla- dores, y que las disputas de escuela tienen tan poca relación con el gobierno como el tonel de Diógenes tuvo con las victorias de Alejandro. Esta lección equivale a una lección respecto al alma: quizá tendremos algunas ocasiones de insistir sobre ella.

Aunque adoremos a Dios con toda el alma, debemos confesar nuestra profunda ignorancia respecto al alma, a esa facultad de sentir y de pensar que debemos a su bondad infinita. Confesemos que nuestros endebles raciocinios nada quitan y nada añaden, y deduzcamos de esto que debemos emplear la inteligencia, cuya naturaleza desconocemos, en perfeccionar las ciencias, como los relojeros emplean los resortes en los relojes sin saber lo que es un resorte.

Sobre el alma y nuestras ignorancias. Fundándonos en los conocimientos adquiridos, nos hemos atrevido a cuestionar si el alma se creó antes que nosotros, si llega de la nada a introducirse en nuestro cuerpo, a qué edad viene a colocarse entre la vejiga y los intestinos, si allí recibe o aporta algunas ideas y qué ideas son éstas; si después de animarnos algunos momentos, su esencia, luego que el cuerpo muere, vive en la eternidad; si siendo espíritu, lo mismo que Dios, es diferente a éste o es semejante. Esas cuestiones que parecen sublimes, como dijimos, son las cuestiones que entablan los ciegos de nacimiento respecto a la luz.

¿Qué nos han enseñado los filósofos antiguos y los modernos?

Nos han enseñado que un niño es más sabio que ellos, porque éste sólo piensa en lo que puede conseguir. Hasta ahora la naturaleza de los primeros principios es un secreto del Creador. ¿En qué consiste que los aires arrastran los sonidos? ¿Cómo es que algunos de nuestros miembros obedecen constantemente a nuestra voluntad? ¿Qué mano es la que coloca las ideas en la memoria, las conserva allí como en un registro y las saca cuando queremos y también cuando no queremos? Nuestra naturaleza, la del Universo y la de las plantas están escondidas en un abismo de las tinieblas. El hombre es un ser que obra, que siente y piensa. He aquí todo lo que sabemos; pero ignoramos qué es lo que nos hace pensar, sentir y obrar. La facultad de obrar es tan incomprensible para nosotros como la facultad de pensar. Es menos difícil concebir que el cuerpo de barro tenga sentimientos e ideas, que concebir que un ser tenga ideas y sentimientos.

Comparad el alma de Arquímedes con el alma de un imbécil. ¿Son las dos de una misma naturaleza? Si es esencial en ellas el pensar, pensarán siempre con independencia del cuerpo, que no podrá obrar sin ellas; si piensan por su propia naturaleza, ¿serán de la misma especie el alma que no puede comprender una regla de aritmética y el alma que midió los cielos? Si los órganos corporales hacen pensar a Arquímedes, dirigiendo mejor y desempeñando con más perfección las funciones corporales, ¿no piensa? A esto se contesta que su cerebro no es tan bueno; pero eso es una suposición, porque los que así contestan no lo saben. No se encontró nunca diferencia alguna en los cerebros disecados; y es además verosímil que el cerebelo de un tonto se encuentre en mejor estado que el de Arquímedes, que lo usó y lo fatigó prodigiosamente.

Deduzcamos, pues, de esto lo que antes dedujimos: que somos ignorantes ante los primeros principios.

De la necesidad de /a revelación. El mayor beneficio que debemos al Nuevo Testamento consiste en habernos revelado la inmortalidad del alma. Inútil fue que el obispo Warburton tratara de oscurecer tan importante verdad, diciendo continuamente que «los antiguos judíos desconocieron ese dogma necesario y que los saduceos no lo admitían en la época de Jesús».

Interpreta a su modo las palabras que dicen que Jesucristo pronunció: «¿Ignoráis que Dios os dijo: Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? Luego Dios no es el Dios de los muertos, sino el Dios de los vivos». Atribuye a la parábola el más rico sentido contrario al que le atribuyen todas las Iglesias. Sherlock, obispo de Londres, y otros muchos sabios lo refutan; los mismos filósofos ingleses le echan en cara que es escandaloso que un obispo anglicano tenga la opinión contraria a la Iglesia anglicana; y Warburton, al verse contradicho, llama impíos a dichos filósofos, imitando a Arlequín, personaje de la comedia titulada El ladrón de la casa, que después de robar y arrojar los muebles por la ventana, viendo que en la calle un hombre se lleva algunos, gritó con toda la fuerza de sus pulmones: «¡Coged al ladrón!»

Vale más bendecir la revelación de la inmortalidad del alma y las de las penas y recompensas después de la muerte, que la soberbia filosófica de hombres que siembran la duda. El gran César no creía; claro lo dijo en pleno Senado, cuando para impedir que matasen a Catilina, expuso su criterio, según el cual la muerte no dejaba en el hombre ningún sentimiento, y todo moría con él. Nadie le refutó esta opinión.

El Imperio Romano estaba dividido en dos grandes sectas: la de Epicuro, que sostenía que la divinidad era inútil en el mundo y que el alma perecía con el cuerpo; y la de los estoicos, que sostenía que el alma era una porción de la divinidad, la cual, después de la muerte del cuerpo, volvía a su origen, esto es, al gran todo de donde había dimanado. Unas sectas creían que el alma era mortal y otras que era inmortal, pero todas ellas estaban conformes en burlarse de las penas y las recompensas futuras.

Nos restan todavía bastantes pruebas de que los romanos tuvieron tal creencia; y esta opinión, profundamente grabada en los corazones de los héroes y de los ciudadanos romanos, les inducía a matarse sin el menor escrúpulo, sin esperar que el tirano los entregara al verdugo.

Los hombres más virtuosos de entonces, que estaban con- vencidos de la existencia de un Dios, no esperaban en la otra vida ninguna recompensa ni temían ningún castigo. Veremos en el artículo titulado Apócrifo, que Clemente, quien más tarde fue Papa y Santo, puso en duda que los primitivos cristianos creyesen en la segunda vida, y sobre esto consultó a San Pedro en Cesarea. No creemos que San Clemente escribiera la historia que se le atribuye; pero esa historia prueba que el género humano necesitaba guiarse por la revelación. Lo que en este asunto nos sorprende es que un dogma tan reprimen te y tan saludable haya consentido que cometan brillantes crímenes los hombres que viven tan poco tiempo y que se ven estrechados entre dos eternidades.

Las almas de los tontos y de los monstruos. Nace un niño mal conformado y absolutamente imbécil; no concibe ideas y vive sin ellas. ¿Cómo hemos de definir esta clase de animal? Unos doctores dicen que es algo entre el hombre y la bestia; otros, que posee un alma sensitiva, pero no un alma intelectual. Come, bebe y duerme, tiene sensaciones, pero no piensa. ¿Existe para él la otra vida, o no existe? Se ha propuesto este caso, pero hasta hoy no ha obtenido completa resolución.

Algún filósofo ha dicho que la referida criatura debía tener alma, porque su padre y su madre la tenían; pero guiándonos por ese razonamiento, si hubiera nacido sin nariz, deberíamos suponer que la tenía, porque su padre y su madre la tuvieron.

Una mujer da a luz un niño que carece de barba, que tiene la frente aplastada y negra, la nariz afilada y puntiaguda y los ojos redondos; pero a pesar de esto, el resto del cuerpo tiene la misma estructura que los demás mortales. Los padres deciden que reciba el bautismo, y todo el mundo cree que posee alma inmortal; pero si esa misma ridícula criatura tiene las uñas en forma de punta y la boca en forma de pico, la declaran monstruo, dicen que carece de alma y no la bautizan.

Sabido es que en Londres, en 1726, hubo una mujer que paria cada ocho días un gazapillo. Sin ninguna dificultad, bautizaban a dicho niño. El cirujano que asistía a la referida mujer durante el parto juraba que ese fenómeno era verdadero, y le creían. ¿Pero qué motivo tenían los crédulos para negar que tuviesen alma los hijos de dicha mujer? Si ella la tenía, sus hijos debían también tenerla. ¿El Ser Supremo no puede conceder el don del pensamiento y el de la sensación al ser desfigurado que nazca de una mujer en forma de conejo lo mismo que al que nazca en figura de hombre? ¿El alma que se predisponía a alojarse en el feto de esa madre sería capaz de volverse al vacío?

Locke observa, respecto a los monstruos, que no debe atribuirse la inmortalidad al exterior del cuerpo, por la configuración de la barba o la hechura del traje; y pregunta: ¿cuál es la justa medida de deformidad a la que hay que sujetarse para conocer si un niño tiene alma o no la tiene? ¿Desde qué grado debe ser declarado monstruo?

¿Qué hemos de pensar en esta materia de un niño que tenga dos cabezas y que, a pesar de esto, su cuerpo esté bien modelado? Unos dicen que tiene dos almas, porque está provisto de dos glándulas pineales, y otros contestan a esto diciendo que no puede tener dos almas quien no tiene más que un pecho y un ombligo.

Se ha cuestionado tanto sobre el alma humana, que si ésta examinara todas las cuestiones, sentiría un insoportable fastidio. Le pasaría lo que le sucedió al cardenal de Polignac en un cónclave. Su intendente, cansado de no poderle enterar nunca de las cuentas de su intendencia, hizo un viaje a Roma y se colocó en la pequeña ventana de su celda, cargado con un inmenso fajo de papeles. Estuvo allí leyendo las cuentas más de dos horas, y por fin, viendo que no obtenía ninguna contestación, metió la cabeza por la ventana. Hacía cerca de dos horas que el cardenal había salido de su celda. Nuestras almas nos abandonarían antes de que sus intendentes las hubieran enterado de lo mucho que de ellas nos hemos ocupado.

Debo confesar que siempre que examino al infatigable Aristóteles, al Doctor Angélico y al divino Platón, tomo por motes estos epítetos que se les aplican. Me parecen todos los filósofos que se han ocupado del alma humana ciegos charlatanes y temerarios, que hacen esfuerzos para persuadir- nos de que tienen vista de águila, y veo que hay otros amantes de la filosofía, curiosos y locos, que los creen bajo su palabra, imaginándose que de ese modo ven algo.

No vacilo en colocar en la categoría de maestros de errores a Descartes y Malebranche. Descartes nos asegura que el alma del hombre es una sustancia cuya esencia es pensar que piensa siempre, y que se ocupa desde el vientre de la madre de ideas metafísicas y de acciones generales que olvida en seguida. Malebranche está convencido de que todo lo vemos en Dios. Si encontró partidarios, es porque las fábulas más atrevidas son las que mejor recibe la débil imaginación del hombre.

Muchos filósofos han escrito la novela del alma; pero un sabio es el único que ha escrito modestamente su historia. Compendiaré esa historia según yo la concibo. Comprendo que todo el mundo no estará acorde con las ideas de Locke; pudiera ser que Locke tenga razón contra Descartes y Malebranche y que se equivoque para la Sorbona; pero yo hablo desde el punto de vista de la filosofía, no desde el punto de vista de las revelaciones de la fe.

Sólo me corresponde pensar humanamente. Los teólogos que decidan respecto a lo divino; la razón y la fe son de naturaleza contraria. En una palabra, voy a insertar un extracto de Locke, a quien yo censuraría si fuese teólogo, pero a quien patrocino como una hipótesis, como conjetura filosófica, humanamente hablando. Se trata de saber lo que es el alma.

1.º La palabra alma es una de esas palabras que pronunciamos sin entenderlas; sólo entendemos las cosas cuando tenemos ideas de ellas; no tenemos idea del alma, luego no la comprendemos.

2.º Se nos ha ocurrido llamar alma a la facultad de sentir y de pensar, así como llamamos vida a la facultad de vivir. y voluntad a la facultad de querer .

Algunos razonadores dijeron en seguida a esto: «El hombre es un compuesto de materia y de espíritu; la materia es extensa y divisible; el espíritu no es una cosa ni otra; luego es de naturaleza distinta. Es una reunión de dos seres que no han sido creados el uno para el otro y que Dios unió a pesar de su naturaleza. Apenas vemos el cuerpo y absolutamente vemos el alma. Esta no tiene partes; luego es eterna. Tiene ideas puras y espirituales; luego no las recibe de la materia; tampoco las recibe de sí misma; luego, Dios se las da; luego ella soporta al nacer la idea de Dios y del infinito, y todas las ideas generales.»

Humanamente hablando, contesto a dichos razonadores diciéndoles que son muy sabios. Empiezan por concedernos que existe el alma, y luego nos explican lo que debe ser; pronuncian la palabra materia, y deciden de plano lo que la materia es. Pero yo les replico: no conocéis ni el espíritu ni la materia. En cuanto al espíritu, sólo le concedéis la facultad de pensar; y en cuanto a la materia, comprendéis que ésta no es más que una reunión de cualidades, de colores, de extensiones y de solideces; a esa reunión llamáis materia, y marcáis los límites de ésta y los del alma antes de estar seguros de la existencia de una y de otra.

Enseñáis gravemente que las propiedades de la materia son la extensión y la solidez; y yo os repito modestamente que la materia tiene otras mil propiedades que ni vosotros ni yo conocemos. Aseguráis que el alma es indivisible y eterna, dando por seguro lo que es cuestionable. Obráis casi lo mismo que el director de un colegio que, no habiendo visto un reloj en toda su vida, le pusieran en las manos de repente un reloj de repetición inglés. Ese director, como buen peripatético, queda sorprendido viendo la precisión con que las saetas dividen y marcan el tiempo, y se asombra de que el botón oprimido por el dedo haga tocar la hora que la saeta marca. El filósofo no duda un momento de que dicha máquina tenga un alma que la dirige y que se manifiesta por medio de los resortes. Demuestra científicamente su opinión y compara esa máquina con los ángeles, que imprimen movimiento a las esferas celestes, sosteniendo en clase una agra- dable tesis sobre el alma de los relojes. Uno de los discípulos abre el reloj, en el que no ve más que las ruedas y los muelles; y, sin embargo, sigue sosteniendo siempre el sistema del alma de los relojes, creyéndole demostrado. Yo soy el estudiante que abre el reloj que se llama hombre, y que en vez de definir con atrevimiento lo que no comprendemos, trata de examinar por grados lo que deseamos conocer.

Tomemos un niño desde el momento en que nace y sigamos paso a paso el progreso de su entendimiento. Me habéis enseñado que Dios se tomó el trabajo de crear un alma para que se alojara en el cuerpo de dicho niño cuando éste tuviera cerca de seis semanas, y que cuando se introduce en su cuerpo está provista de ideas metafísicas, conoce el espíritu, las ideas abstractas y el infinito; en una palabra, es sabia; pero desgraciadamente sale del útero con una completa ignorancia; pasa dieciocho meses sin conocer más que la teta de su nodriza, y cuando llega a la edad de veinte años, y se pretende que esa alma recuerde las ideas científicas que tuvo cuando se unió a su cuerpo, es muchas veces tan obtusa, que ni siquiera puede concebir ninguna de aquellas ideas. El mismo día que la madre pare al citado niño con su alma, nacen en la casa un perro, un gato y un canario. Al cabo de dieciocho meses el perro es excelente cazador, al año el canario canta muy bien, y el gato al cabo de unas seis semanas posee todos los atractivos que ha de poseer. El niño, al cumplir cuatro años, no sabe nada. Supongo que yo sea un hombre grosero, que he presenciado tan prodigiosa diferencia y que no he visto nunca ningún niño; pues desde luego creo que el gato, el perro y el canario son criaturas muy inteligentes; y que el niño es un autómata. Poco a poco voy advirtiendo que el niño tiene ideas, memoria y las mismas pasiones que esos animales; y entonces comprendo que es una criatura razonable como ellos. Me comunica diferentes ideas por medio de las palabras que aprendió, como el perro por sus distintos gritos me hace conocer sus diversas necesidades. Me doy cuenta de que a los siete u ocho años el niño combina en su cerebro casi tantas ideas como el perro de caza en el suyo, y que, por fin, pasando los años consigue adquirir gran número de conocimientos. Entonces, ¿qué debo pensar de él? Que es de una naturaleza completamente diferente. No puedo creerlo, porque vosotros veis un imbécil al lado de Newton y sostenéis que uno y otro son de la misma naturaleza, con la única diferencia del más al menos. Para asegurarme de la verosimilitud de mi opinión probable, estudio al perro y al niño cuando están despiertos y cuando duermen. Hago que los sangren a uno ya otro, y sus ideas parece que salen de ellos con la sangre. Puestos en ese estado, los llamo y ni me contestan; y si me esfuerzo en hablar con ellos, no lo consigo. Luego los examino durante su sueño y me doy cuenta de que el perro, después de comer muy bien, sueña y grita como si estuviera cazando; y el niño sueña que habla con su novia y la enamora. Si uno y otro comen frugalmente, ni uno ni otro sueña; en una palabra, veo en ellos que la facultad de sentir, de advertir, de expresar las ideas se desarrolla poco a poco y se debilita también por grados. Encuentro entre el niño y el perro muchos más puntos de contacto que entre el hombre de talento y el hombre absolutamente imbécil. ¿Qué opinión tendré, pues, de esa naturaleza? La que tolos los pueblos tuvieron antes de que la ciencia egipcia ideara la espiritualidad, la inmortalidad del alma.

Hasta sospecharé, con apariencias de verdad, que Arquímedes y un topo son de la misma especie, aunque de género diferente; que la encina y el grano de mostaza están formados por los mismos principios, aunque aquélla sea un árbol grande y ésta una planta pequeña. Creeré que Dios concedió porciones de inteligencia a las porciones de materia organiza- da para pensar; que la materia está dotada de sensaciones proporcionadas a la finura de sus sentidos; que éstos las proporcionan según la medida de nuestras ideas. Creeré que la ostra tiene menos sensaciones y menos sentido porque, teniendo el alma dentro de la concha, los cinco sentidos son inútiles para ella. Hay muchos animales que sólo están dota- dos de dos sentidos; nosotros tenemos cinco, y por cierto que son muy pocos. Es de creer que en otros mundos existan otros animales que estén dotados de veinte o de treinta sentidos, y otras especies más perfectas aún que tengan muchos más.

Esta parece la manera más lógica de razonar, quiero decir, de sospechar y de adivinar. Indudablemente pasó mucho tiempo antes de que los hombres fueran bastante ingeniosos para inventar un ser desconocido que está en nosotros, que nos hace obrar y que vive después que morimos. Se llegó por grados a concebir idea tan atrevida. Al principio, la palabra alma significó vida, y era común para nosotros y para los demás animales; luego nuestro orgullo nos hizo sospechar que el alma sólo correspondía al hombre, y entonces inventamos una forma sustancial para las demás criaturas: el orgullo humano pregunta en qué consiste la facultad de advertir y de sentir que se llama alma en el hombre e instinto en el bruto. Dilucidaré esta cuestión cuando los físicos me enseñen lo que es la luz, el sonido, el espacio, el cuerpo y el tiempo. Repetiré con el sabio Locke: la filosofía consiste en detenerse cuando la antorcha de la física no nos alumbra.

Observo los efectos de la naturaleza; pero confieso que, como vosotros, tampoco conozco los primeros principios. Todo se reduce a que no debo atribuir a muchas causas, y mucho menos a causas desconocidas, lo que puedo atribuir a una causa conocida. Puedo atribuir a mi cuerpo la facultad de pensar y de sentir; luego no debo buscar la facultad de sentir y de pensar en lo que se llama alma o espíritu, del que no tengo la menor idea. Os subleváis contra esa proposición, y creéis que es irreligiosidad atreverse a decir que el cuerpo puede pensar. ¿Pero qué contestaríais -respondería Locke- si os dijera que vosotros sois también culpables de irreligión, porque os atrevéis a limitar el poder de Dios? ¿Quién, sin ser impío, puede asegurar que es imposible para Dios dotar a la materia de la facultad de sentir y de pensar? Sois al mismo tiempo débiles y atrevidos: aseguráis que la materia no piensa, únicamente porque no concebís que la materia pueda pensar .

Grandes filósofos, que decidís sobre el poder de Dios, y al mismo tiempo concedéis que puede Dios convertir una piedra en un ángel 1 , ¿no comprendéis que según vuestras mismas teorías, y en el citado caso, Dios concedería a la piedra la facultad de pensar? Si la materia de la piedra desapareciera, no sería piedra ya, sería ángel. Por cualquier parte que cuestionéis, os veréis obligados a confesar dos cosas: vuestra ignorancia y el poder inmenso del Creador. Vuestra ignorancia niega que la materia pueda pensar, y la omnipotencia del Creador no demuestra que le es imposible conseguir que la materia piense.

Conociendo que la materia no perece, no debéis negar a Dios el poder de conservar en esa misma materia la mejor de las cualidades de que la dotó. La extensión subsiste sin cuerpo, por sí misma, ya que hay filósofos que creen en el vacío; los accidentes subsisten independientes de la sustancia para los cristianos que creen en la sustanciación. Decís que Dios no puede hacer nada que implique contradicción, pero para encontrar ésta se necesita saber muchísimo más de lo que sabemos; y en esta materia sólo sabemos que tenemos cuerpo y que pensamos.

Algunos que aprendieron en la escuela a no dudar y que toman por oráculos los silogismos que en ella les enseñaron y las supersticiones que aprendieron por religión, tienen a Locke por impío peligroso. Debemos hacerles comprender el error en que incurren y enseñarles que las opiniones de los filósofos jamás perjudicaron a la religión. Está probado que la luz proviene del sol y que los planetas giran alrededor de ese astro; por esto no se lee con menos fe en la Biblia que la luz se formó antes que el sol y que el sol se, paró ante la aldea de Gabaón. Está demostrado que el arco iris lo forma la lluvia, y por eso no deja de respetarse el texto sagrado, que dice que Dios puso el arco iris en las nubes, después del diluvio, como signo de que ya no habría más inundaciones.

Los misterios de la Trinidad y de la Eucaristía, que contradicen las demostraciones de la razón, no por eso dejan de reverenciarlos los filósofos católicos, que saben que la razón y la fe son de diferente naturaleza. La idea de las antípodas fue condenada por los papas y los concilios; y luego otros papas reconocieron las antípodas, adonde llevaron la religión cristiana, cuya destrucción creyeron segura en el caso de poder encontrar un hombre que, como se decía entonces, tuviera la cabeza abajo y los pies arriba, con relación a nosotros, y que, como dice San Agustín, hubiera caído del cielo.

Supongo que hay en una isla una docena de filósofos buenos y que en esta isla no han visto más que vegetales. Esta isla, y sobre todo los doce filósofos buenos, son difíciles de encontrar; pero permitidme esta ficción. Admiran la vida que circula por las fibras de las plantas, que parece que se pierde y se renueva enseguida; y no comprendiendo bien cómo las plantas nacen, cómo se alimentan y crecen, llaman a estas operaciones alma vegetativa. «¿Qué entendéis por alma vegetativa?»

«Es una palabra -responden– que sirve para explicar el resorte desconocido que mueve la vida de las plantas». «¿Pero no comprendéis -les replica un mecánico- que ésta la desarrollan los pesos, las palancas, las ruedas y las poleas?» «No -replicarán dichos filósofos-; en su vegetación hay algo más que movimientos ordinarios; existe en todas las plantas el poder secreto de atraerse el zumo que las nutre, y ese poder, que no puede explicar ningún mecánico, es un don que Dios concedió a la materia, cuya naturaleza nos es desconocida.»

Después de esa cuestión, los filósofos descubren los anima- les que hay en la isla, y luego de examinarlos atentamente, comprenden que hay otros seres organizados como los hombres. Esos seres es indudable que tienen memoria, que tienen conocimiento, que están dotados de las mismas pasiones que nosotros y perpetúan su especie. Los filósofos disecan algunos animales, les encuentran corazón y cerebro, y exclaman: «El autor de esas máquinas, que no crea nada inútil, ¿les hubiera concedido todos los órganos del sentimiento con el propósito de que no sintieran? Sería absurdo creerlo así. Encierran algo que llamaremos también alma, a falta de otra expresión más propia; algo que experimenta sensaciones y que en cierta medida tiene ideas. Pero ¿qué es ese principio? ¿Es diferente de la materia? ¿Es espíritu puro? ¿Es un ser intermedio entre la materia, que apenas conocemos, y el espíritu puro, que nos es completamente desconocido? ¿Es una propiedad que Dios concedió a la materia orgánica?».

Los filósofos, para estudiar esa materia, hacen experimentos con los insectos y los gusanos; los cortan, dividiéndolos en muchas partes, y quedan sorprendidos al ver que al pasar algún tiempo nacen cabezas a las partes cortadas. El mismo animal se reproduce, y en su propia destrucción encuentra el medio de multiplicarse. Hay muchas almas que están esperando, para animar las partes reproducidas, que hayan corta- do la cabeza al primer tronco. Se parecen a los árboles a los que se cortan las ramas y plantándolas se reproducen. ¿Esos árboles tienen muchas almas? No parece esto posible; ¿luego es muy probable que el alma de las bestias sea de otra especie que la que llamamos alma vegetativa en las plantas, que sea una facultad de orden superior que Dios concedió a ciertas porciones de materia para darnos otra prueba de su poder y otro motivo para adorarle?

Si oyera ese raciocinio un hombre violento que argumentase más, les diría: «Sois unos malvados que mereceríais que os quemaran los cuerpos para salvar las almas, porque negáis la inmortalidad del alma del hombre.» Los filósofos, al oír esto, se mirarían unos a otros con sorpresa; y después, uno de ellos contestaría con suavidad al hombre violento: «¿Por qué creéis que debíamos arder en una hoguera y qué os indujo a suponer que abriguemos nosotros el convencimiento de que es mortal vuestra alma cruel?» «Porque abrigáis la creencia de que Dios concedió a los brutos, que están organizados como nosotros, la facultad de tener sentimientos e ideas; y como el alma de las bestias muere con sus cuerpos, creéis también que lo mismo muere el alma de los hombres.» Uno de los filósofos le replicaría:

-No tenemos la seguridad de que lo que llamamos alma en los animales perezca cuando éstos dejan de vivir; estamos persuadidos de que la materia no perece, y suponemos que Dios ha dotado a los animales de algo que puede conservar, si ésta es la voluntad divina, la facultad de tener ideas. No aseguramos que esto suceda, porque no es propio de hombres ser tan confiados; pero no nos atrevemos a poner límites al poder de Dios. Decimos sencillamente que es probable que las bestias, que son materia, hayan recibido de El algo de inteligencia. Descubrimos todos los días propiedades de la materia, que antes de descubrirlas no teníamos idea de que existieran. Empezamos definiendo la materia diciendo que era una sustancia que tenía extensión; luego reconocimos que también tenía solidez, y más tarde tuvimos que admitir que la materia posee una fuerza que llamamos fuerza de inercia, y últimamente nos sorprendió a nosotros mismos tener que confesar que la materia gravita. Al avanzar en nuestros estudios, nos vimos obligados a reconocer seres que se parecen en algo a la materia, y que, sin embargo, carecen de los atributos de que la materia está dotada.

El fuego elemental, por ejemplo, obra sobre nuestros sentidos como los demás cuerpos; pero no tiende a un centro en líneas rectas por todas partes; y no parece que obedezca a las leyes de atracción y de gravitación como los otros cuerpos. La óptica tiene misterios que sólo podemos explicar- nos atreviéndonos a suponer que los rayos de la luz se compenetran. Efectivamente, hay algo en la luz que la distingue de la materia común: parece que la luz es un ser intermediario entre los cuerpos, que otras especies de seres son el punto intermedio que conduce a otras criaturas y que así sucesivamente existe una cadena de sustancias que se elevan hasta lo infinito.

«Esa idea nos parece digna de la grandeza de Dios, si hay alguna idea humana digna de ella. Entre esas sustancias pudo Dios escoger una para alojarla en nuestros cuerpos, y es la que nosotros llamamos alma humana. Los libros santos nos enseñan que esa alma es inmortal, y la razón está acorde en esto con la revelación: ninguna sustancia perece, las formas se destruyen, el ser permanece. No podemos concebir la creación de una sustancia; tampoco podemos concebir su anonadamiento, pero nos atrevemos a afirmar que el Señor absoluto de todos los seres puede dotar de sentimientos y de percepciones al ser que se llama materia. Estáis seguro de que pensar es la esencia de vuestra alma, pero nosotros no lo estamos, porque cuando examinamos un feto nos cuesta gran trabajo creer que su alma haya tenido muchas ideas en su envoltura materna, y dudamos de que en su sueño profundo, en su completo letargo, haya podido dedicarse a la meditación. Por eso nos parece que el pensamiento pudiera consistir no en la esencia del ser pensante, sino en el presente que el Creador hiciera a esos seres que llamamos pensadores; y todo esto nos hace Sospechar que si Dios quisiera, podría otorgar ese don a un átomo, conservarlo o destruirlo, según fuese su voluntad. La dificultad consiste menos en adivinar cómo la materia puede pensar que en adivinar cómo piensa una sustancia cualquiera. Sólo concebimos ideas porque Dios quiso dárnoslas. ¿Por qué os empeñáis en oponeros a que se las conceda a las demás especies? ¿Os atreveréis a creer que vuestra alma sea de la misma clase que las sustancias que están más cerca de la divinidad? Hay motivo para sospechar que éstas sean de orden superior, y, por lo tanto, Dios les haya concedido una manera de pensar infinitamente más hermosa, así como concedió cantidad muy limitada de ideas a los animales, que son de un orden inferior a los hombres. Ni sé cómo vivo ni cómo doy la vida, y queréis que sepa cómo concibo ideas! El alma es un reloj que Dios nos concedió para dirigirnos, pero no nos ha explicado la maquinaria de que se compone.

«De todo cuanto digo no es posible inferir que el alma humana sea mortal. En resumen: pensamos, pues. lo mismo sobre la inmortalidad que la fe nos anuncia; pero somos demasiado ignorantes para poder afirmar que Dios no tenga poder para conceder la facultad de pensar al ser que él quiere. Limitáis el poder del Creador, que es sin límites, y nosotros lo extendemos hasta donde alcanza su existencia. Perdonadnos que le creamos omnipotente, y nosotros os perdonaremos que restrinjáis su poder. Sin duda sabéis todo lo que puede hacer y nosotros lo ignoramos. Vivamos como hermanos, adorando tranquilamente al Padre común. Sólo hemos de vivir un día; vivámoslo en paz, sin proporcionarnos cuestiones que se decidirán en la vida inmortal que empezará mañana.

El hombre brutal, no encontrando nada que replicar a los filósofos, incomodándose, habló y dijo muchas vaciedades. Los filósofos se dedicaron durante algunas semanas a leer historia, y después de este estudio, he aquí lo que dijeron a aquel bárbaro indigno de estar dotado de alma inmortal:

-Hemos leído que en la antigüedad había tanta tolerancia como en nuestra época; que en ello se encuentran grandes virtudes, y que por sus opiniones no perseguían a los filósofos. ¿Por qué, pues, pretendéis que nos condenen al fuego por las opiniones que profesamos? Creyeron en la antigüedad que la materia era eterna; pero los que suponían que era creada no persiguieron a los que no lo creían. Se dijo entones que Pitágoras, en una vida anterior, había sido gallo, que sus padres habían sido cerdos, y, a pesar de esto, su secta fue querida y respetada en todo el mundo, menos por los pasteleros y por los que tenían habas que vender. Los estoicos reconocían a un Dios como más o menos semejante al que admitió después temerariamente Spinoza; el estoicismo, sin embargo, fue la secta más acreditada y la más fecunda en virtudes heroicas. Para los epicúreos, los dioses eran semejantes a nuestros canónigos, y su indolente gordura sostenía su divinidad. Tomaban en paz el néctar y la ambrosía sin inmiscuirse en nada. Los epicúreos enseñaban la materialidad y la inmortalidad del alma; pero no por eso dejaron de tenerles consideraciones, y eran admitidos a desempeñar todos los empleos.

«Los platónicos no creían que Dios se hubiera dignado crear al hombre por sí mismo; decían que había confiado este encargo a los genios, que al desempeñar su tarea cometieron muchas tonterías. El Dios de los platónicos era un obrero inmejorable, pero que empleó para crear al hombre discípulos muy medianos. No por eso la antigüedad dejó de apreciar la escuela de Platón. En una palabra: cuantas sectas conocieron los griegos y los romanos tenían distintos modos de opinar sobre Dios, sobre el alma, sobre el pasado y sobre el porvenir; y ninguna de esas sectas fue perseguida. Todas esas sectas se equivocaban, pero vivieron en amistosa paz. Ciertamente no alcanzamos a comprender por qué hoy vemos que la mayor parte de los discutidores son monstruos y los de la antigüedad eran verdaderos hombres.

»Si desde los griegos y los romanos queremos remontamos a las naciones más antiguas, podemos fijar la atención en los judíos. Ese pueblo que fue supersticioso, cruel, ignorante y miserable sabía, sin embargo, honrar a los fariseos, que creían en la fatalidad del destino y en la metempsicosis.

Respetaba también a los saduceos, que negaban la inmortalidad del alma humana y la existencia de los espíritus, fundándose en la ley de Moisés, que no habló nunca de penas ni de recompensas después de la muerte. Los esenios, que creían también en la fatalidad y nunca sacrificaban víctimas en el templo, eran más respetados todavía que los fariseos y saduceos. Ninguna de esas opiniones perturbó nunca el gobierno del Estado; y quizá hubieran tenido motivo para degollarse y para exterminarse recíprocamente unos a otros, si en tenerlo se hubiesen empeñado.

»Debemos, pues, imitar esos loables ejemplos; debemos pensar en alta voz y dejar que piensen lo que quieran los demás. ¿Seréis capaces de recibir cortésmente a un turco que crea que Mahoma viajó por la luna, y deseáis descuartizar a un hermano vuestro porque cree que Dios puede dotar de inteligencia a todas las criaturas?».

Así habló uno de los filósofos; y otro añadió: «Creedme; no ha habido ejemplo de que ninguna opinión filosófica perjudique a la religión de ningún pueblo. Los misterios pueden contradecir las demostraciones científicas; no por eso dejan de respetarlos los filósofos cristianos, que saben que los asuntos de la razón y de la fe son de diferente naturaleza. ¿Sabéis por qué los filósofos no lograrán nunca formar una secta religiosa? Pues no la formarán porque carecen de entusiasmo. Si dividimos el género humano en veinte partes, componen las diecinueve los hombres que se dedican a trabajos manuales, y quizá éstos ignorarán siempre que existió Locke. En la otra veinteava parte se encuentran pocos hombres que sepan leer, y entre los que leen hay veinte que sólo leen novelas por cada uno que estudia filosofía. Es muy exiguo el número de los que piensan; y éstos no se ocupan en perturbar el mundo.

»No encendieron la tea de la discordia en su patria Montaigne, Descartes, Gassendi, Bayle, Spinoza, Hobbes, Pascal, Montesquieu ni ninguno de los hombres que han honrado la filosofía y la literatura. La mayor parte de los que perturba- ron a su país fueron teólogos que ambicionaron ser jefes de secta o ser jefes de partido. Todos los libros de filosofía moderna juntos no produjeron en el mundo tanto ruido como produjo en otro tiempo la disputa que tuvieron los franciscanos respecto a la forma que debía dárseles a sus mangas ya sus capuchones».

De la antigüedad del dogma de la inmortalidad del alma. El dogma de la inmortalidad del alma es la idea más consoladora y al mismo tiempo más represora que el espíritu huma- no pudo concebir. Esta agradable filosofía fue tan antigua en Egipto como sus pirámides; y antes que los egipcios, la conocieron los persas. He referido ya en alguna parte la alegoría del primer Zoroastro, que cita el Sadder, en la que Dios enseña a Zoroastro el sitio destinado para recibir el castigo, sitio que se llamaba Dardarot en Egipto, Hades y Tártaro en Grecia, y nosotros hemos traducido imperfectamente en nuestras lenguas modernas por la palabra infierno. Dios enseña a Zoroastro, en el sitio destinado a los castigos, a todos los malos reyes, a uno de los cuales le faltaba un pie, y Zoroastro preguntó por qué razón. Dios le contestó que ese rey sólo había hecho una buena acción en toda su vida, y esta acción consistía en haber acercado con el pie una gamella que no estaba bastante próxima a un pobre borrico que se moría de hambre. Dios llevó al cielo el pie del rey malvado y dejó en el infierno el resto de su cuerpo.

Dicha fábula, que nunca se repetirá bastante, demuestra la remota antigüedad de la opinión sobre la segunda vida. Los indios también tenían esta opinión, y su metempsicosis lo prueba. Los chinos reverenciaban las almas de sus antepasados; y estos pueblos fundaron poderosos imperios mucho tiempo antes que los egipcios.

Aunque es antiguo el imperio de Egipto, no lo es tanto como los imperios del Asia; y en aquél y en éstos el alma subsistía después de la muerte del cuerpo. Verdad es que todos esos pueblos, sin excepción, supusieron que el alma tenía forma etérea, sutil y era imagen del cuerpo. La palabra soplo la inventaron mucho después los griegos, pero no se puede negar que creyeron que era inmortal una parte de nosotros mismos. Los castigos y las recompensas en la otra vida formaron los cimientos de la antigua teología.

Ferecides fue el primer griego que creyó que las almas vivían una eternidad, pero no fue el primero que dijo que las almas sobrevivían a los cuerpos. Ulises, que vivió mucho tiempo antes que Ferecides, ya había visto las almas de los héroes en los infiernos; pero que las almas fuesen tan antiguas como el mundo fue una opinión que nació en Oriente y que Ferecides difundió en el Occidente. No creo que exista un solo sistema moderno que no se encuentre en los pueblos antiguos. Los edificios actuales los hemos construido con los escombros de la antigüedad.

Sería un magnífico espectáculo poder ver el alma. La máxima Conócete a ti mismo es un excelente precepto, pero precepto que sólo Dios puede practicar, porque ¿qué mortal puede comprender su propia esencia?

Llamamos alma a lo que anima; pero no podemos saber más de ella, porque nuestra inteligencia tiene límites. Las tres cuartas partes del género humano no se ocupan de esto; y la cuarta busca, inquiere, pero no encontró ni encontrará.

El hombre ve una planta que vegeta, y dice que tiene alma vegetativa; observa que los cuerpos tienen y dan movimiento, ya esto llama fuerza; ve que su perro de caza aprende el oficio, y supone que tiene alma sensitiva, instinto; tiene ideas combinadas, ya esta combinación la llama espíritu. Pero ¿qué entiendes tú por esas palabras? Indudablemente la flor vegeta; pero ¿existe realmente un ser que se llama vegetación? Un cuerpo rechaza a otro; pero ¿posee dentro de sí un ser distinto que se llama fuerza? El perro te trae una perdiz; pero ¿vive en él un ser que se llama instinto? ¿No te burlarías de un polemista que te dijese: todos los animales viven; luego encierran dentro de ellos un ser, una forma sustancial, que es la vida? Si un tulipán pudiera hablar y te dijera: mi vegetación y yo somos dos seres que formamos un conjunto, ¿no te burlarías del tulipán?

Vamos a ver lo que sabes y de lo que estás seguro: sabes que andas con los pies, que digieres con el estómago, que sientes en todo el cuerpo y que piensas con la cabeza. Veamos si el único auxilio de la razón pudo proporcionarte bastantes datos para deducir, sin un apoyo sobrenatural, que tienes alma.

Los primeros filósofos, tanto caldeos como egipcios, dije- ron: es indispensable que haya dentro de nosotros algo que produzca los pensamientos; ese algo debe ser muy sutil, debe ser un soplo, debe ser un éter, una armonía. Según el divino Platón, es un compuesto del mismo y del otro. «Lo constituyen dos átomos que piensan en nosotros», dijo Epicuro después de Demócrito. Pero ¿cómo un átomo pudo pensar? Confesad que no lo sabéis.

La opinión más aceptable es sin duda la de que el alma es un ser inmaterial, ¿pero indudablemente conciben los sabios lo que es un ser inmaterial? «No -contestan éstos-, pero sabemos que por naturaleza piensa.» «¿y por dónde lo sabéis?» «Lo sabemos, porque piensa.» «Me parece que sois tan ignorantes como Epicuro. Es natural que una piedra caiga, porque cae; pero yo os pregunto, ¿quién la hace caer?» «Sabemos que la piedra no tiene alma; sabemos que una negación y una afirmación no son divisibles, porque no son partes de la materia.» «Soy de vuestra opinión; pero la materia posee cualidades que no son materiales, ni divisibles, como la gravitación; la gravitación no tiene partes; no es, pues, divisible. La fuerza motriz de los cuerpos tampoco es un ser compuesto de partes. La vegetación de los cuerpos orgánicos, su vida, su instinto, no constituyen seres aparte, seres divisibles; no podéis dividir en dos la vegetación de una rosa, la vida de un caballo, el instinto de un perro, lo mismo que no podéis dividir en dos una sensación, una negación o una afirmación. El argumento que sacáis de la indivisibilidad del pensamiento no prueba nada.»

¿Qué idea tenéis del alma? Sin revelación, sólo podéis saber que existe en vuestro interior un poder desconocido que os hace sentir y pensar. Pero ese poder de sentir y de pensar, ¿es el mismo poder que os hace digerir y andar? Tenéis que confesarme que no, porque aunque el entendimiento diga al estómago: digiere, el estómago no digerirá si está enfermo; y si el ser inmaterial manda a los pies que anden, éstos no andarán si tienen gota. Los griegos compren- dieron que el pensamiento no tiene relación muchas veces con el juego de los órganos, y dotaron los órganos del alma animal y los pensamientos de un alma más fina. Pero el alma del pensamiento, en muchas ocasiones, depende del alma animal. El alma pensante ordena a las manos que tomen, y toman; pero no dice al corazón que lata, ni a la sangre que corra, ni al quilo que se forme, y todos esos actos se realizan sin su intervención. He aquí dos almas que son muy poco dueñas de su casa.

De esto debe deducirse que el alma animal no existe, o que consiste en el movimiento de los órganos; y al mismo tiempo hay que añadir que al hombre no le suministra su débil razón ninguna prueba de que la otra alma exista. Veamos ahora los varios sistemas filosóficos que se han establecido respecto al alma. Uno de ellos sostiene que el alma del hombre es parte de la sustancia del mismo Dios.

Otro, que es parte del Gran Todo. Otro sistema asegura que el alma está creada para toda la eternidad. Hay otro que sostiene que el alma fue hecha y no creada. Varios filósofos aseguran que Dios forma las almas a medida que las necesita, y que llegan en el instante de la copulación; otros añaden que se alojan en el cuerpo con los animalillos seminales, etcétera. Filósofo hubo que dijo que se equivocaban todos los que le habían precedido, asegurando que el alma espera seis semanas para que esté formado el feto, y entonces toma posesión de la glándula pineal. Pero que si se encuentra con algún germen falso, sale del cuerpo y espera mejor ocasión. La última opinión consiste en dar al alma por morada el cuerpo calloso; éste es el sitio que le asigna el Peyronie.

Santo Tomás, en su cuestión 75 y siguientes, dice «que el alma es una forma que subsiste per se, que está toda en todo, que su esencia difiere de su poder, que existen tres almas vegetativas: la nutritiva, la aumentativa y la generativa; que la memoria de las cosas espirituales es espiritual, y la memoria de las corporales es corporal; que el alma razonable es una forma inmaterial en cuanto a las operaciones, y mate- rial en cuanto al ser». ¿Has entendido algo? Pues Santo Tomás escribió dos mil páginas tan claras como ésta. Por esto, sin duda, le llaman el ángel de la escuela. No se han inventado menos sistemas para el cuerpo; para explicar cómo oirá sin tener oídos, cómo olerá sin tener nariz y cómo tocará sin tener manos; en qué cuerpo se alojará en seguida; de qué modo el yo, la identidad de la misma persona, ha de subsistir; cómo el alma del hombre que se volvió imbécil a la edad de quince años y murió imbécil a los setenta volverá a anudar el hilo de las ideas que tuvo en la edad de la pubertad y por qué medio un alma, a cuyo cuerpo se le cortó una pierna en Europa y perdió un brazo en América, podrá encontrar la pierna y el brazo, que quizá se habrán transformado en legumbres y habrán pasado a formar parte integrante de la sangre de cualquier otro animal. No termina- ría nunca si detallara todas las extravagancias que sobre el alma se han publicado.

Es singular que las leyes del pueblo predilecto de Dios no digan una sola palabra acerca de la espiritualidad y de la inmortalidad del alma, ni hablen tampoco de esto el Decálogo, ni el Levítico, ni el Deuteronomio. También es indudable que en ninguna parte Moisés proponga a los judíos recompensas y penas en otra vida. No les habla nunca de la inmortalidad de sus almas, ni les dice que esperen ir al cielo, ni les amenaza con el infierno. En la ley de Moisés todo es temporal. En el Deuteronomio habla a los judíos de este modo:

“Si después de haber tenido hijos y nietos prevaricáis, seréis exterminados en vuestra patria y quedaréis reducidos a escaso número, que viviréis esparcidos por las demás naciones.

»Yo soy un Dios celoso que castigo la iniquidad de los padres hasta la tercera y hasta la cuarta generación.

»Honrad a padre y madre, con el objeto de vivir muchos años.

»Siempre tendréis qué comer, la comida no os faltará nunca.

»Si obedecéis a dioses extranjeros, seréis destruidos.

»Si obedecéis al verdadero Dios, tendréis lluvias en la primavera, y en otoño trigo, aceite, vino, heno para los animales y podréis comer y saciaros.

»Imprimid estas palabras en vuestros corazones, ponedlas ante vuestros ojos, escribidlas sobre vuestras puertas con la idea de que vuestros días se multipliquen.

»Haced lo que os mando, sin quitar ni añadir nada.

»Si aparece un profeta que profeciíta sucesos prodigiosos, si su predicación es verdadera, si lo que prevé sucede, si os dice: vamos, seguid conmigo a los dioses extranjeros…, matadle en seguida, que se atumultúe todo el pueblo contra él para herirle.

»Cuando el Señor os entregue las naciones, degollad sin perdonar a un solo hombre, no tengáis piedad de nadie.

»No comáis animales impuros, como lo son el águila, el grifo y el ixión, etc.

»No comáis tampoco animales rumiantes y que tengan las uñas hendidas, como el camello, la liebre, el puerco espín, etcétera.

»Si observáis estos mandatos, seréis bendecidos en la ciudad y en los campos, y serán benditos los frutos de vuestro vientre, de vuestra tierra y de vuestras bestias.

»Si no obedecéis todos estos mandatos ni observáis todas las ceremonias, seréis malditos en la ciudad y en los campos; sufriréis la pobreza y el hambre; os moriréis de frío, de fiebre y de miseria; tendréis sarna, fístulas, etc.; os saldrán úlceras en las rodillas y en los muslos.

»El extranjero os prestará con usura; pero vosotros no le prestaréis de ese modo, porque vosotros queréis servir al Señor, etcétera.»

Es evidente que en todas estas promesas y amenazas no se trata más que de lo temporal, y no se encuentra una sola palabra que verse sobre la inmortalidad del alma ni sobre la vida futura. Algunos comentaristas ilustres creen que Moisés estará enterado de esos dos grandes dogmas, y prueban su opinión apoyándose en lo que dijo Jacob, el cual, creyendo que habían devorado a su hijo bestias feroces, exclamó: «Descenderé con mi hijo al infernum»; esto es, moriré, ya que mi hijo ha muerto. Prueban también su creencia citando pasajes de Isaías y de Ezequiel; pero los hebreos a quienes habló Moisés no pudieron haber leído a Isaías ni a Ezequiel, que escribieron muchos siglos después.

Es inútil cuestionar sobre lo que secretamente opinaba Moisés, ya que está comprobado que en sus leyes no habló nunca de la vida futura y que limita los castigos y las recompensas al tiempo presente. Si conoció la vida futura, ¿por qué no proclamó este dogma? A tal pregunta contestan varios comentaristas diciendo que el Señor de Moisés y de todos los hombres se reservó el derecho de explicar en tiempo oportuno a los judíos una doctrina que no estaban en estado de comprender cuando vivían en el desierto.

Si Moisés hubiera anunciado la inmortalidad del alma, la hubiera combatido una importante escuela de judíos, la de los saduceos, autorizada por el Estado, que les permitía desempeñar los primeros cargos de la nación y nombrar grandes pontífices a sus sectarios.

Hasta después de la fundación de Alejandría no se dividieron los judíos en tres sectas: la de los fariseos, la de los saduceos y la de los esenios. El historiador Flavio Josefo, que era fariseo, nos refiere en el libro XIII de sus antigüedaddes que los fariseos creían en la metempsicosis; los saduceos creían que el alma perecía con el cuerpo, y los esenios, que el alma era inmortal. Según éstos, las almas, en forma aérea, descendían de la más alta región de los aires para introducirse en los cuerpos por la violenta atracción que ejercían sobre ellas; y cuando morían los cuerpos, las almas que habían pertenecido a los buenos iban a morar más allá del océano, en un país donde no se sentía calor ni frío, ni había viento ni llovía. Las almas de los malos iban a morar en un clima perverso. Esta era la teología de los judíos.

El que debía enseñar a todos los hombres condenó estas tres sectas. Sin un auxilio no hubiéramos llegado nunca a comprender nuestra alma, porque los filósofos no tuvieron jamás una idea determinada de ella, y Moisés, único legislador del mundo antiguo que habló con Dios frente a frente, dejó a la humanidad sumida en la más profunda ignorancia respecto a este punto. Sólo después de mil setecientos años tenemos la certidumbre de la existencia y de la inmortalidad del alma.

Cicerón abrigaba sus dudas. Su nieto y nieta supieron la verdad por los primeros galileos que fueron a Roma. Pero antes de esa época, y después de ella, en todo el resto del mundo, donde los apóstoles no penetraron, cada cual debía preguntar a su alma: ¿Qué eres?, ¿de dónde vienes?, ¿qué haces?, ¿dónde vas? Eres un no sé qué, que piensas y sientes; pero aunque sientas y pienses más de cien millones de años, no conseguirás saber más sin el auxilio de Dios, que te concedió el entendimiento para que te sirviera de guía, pero no para penetrar en la esencia de lo que él creó. Así pensó Locke, y antes que Locke, Gassendi, y antes que Gassendi, multitud de sabios; pero hoy los bachilleres saben lo que esos grandes hombres ignoraban.

Enemigos encarnizados de la razón, se han atrevido a oponerse a esas verdades reconocidas por los sabios, llevando su mala fe y su imprudencia hasta el extremo de imputar al autor de esta obra la opinión de que cada alma es materia. Perseguidores de la inocencia, bien sabéis que hemos dicho lo contrario; y que dirigiéndonos a Epicuro, a Demócrito y a Lucrecio, les preguntamos: «¿Cómo podéis creer que un átomo piense? Confesad que no sabéis nada». Luego sois unos calumniadores los que me perseguís.

Nadie sabe lo que es el ser que llamamos espíritu, al que vosotros mismos dais un nombre material, haciéndole sinónimo de aire. Los primeros padres de la Iglesia creían que el alma era corporal. Es imposible que nosotros, que somos seres limitados, sepamos si nuestra inteligencia es sustancia o facultad; no podemos conocer a fondo ni el ser extenso ni el ser pensante, o sea, el mecanismo del pensamiento.

Apoyados en la opinión de Gassendi y de Locke, afirmamos que por nosotros mismos no podemos conocer los secretos del Creador. ¿Sois dioses que lo sabéis todo? Os repetimos que sólo podemos conocer por la revelación la naturaleza y el destino del alma; y esa revelación no os basta. Debéis ser enemigos de la revelación, porque perseguís a los que la creen ya los que de ella lo esperan todo.

Nos referimos a la palabra de Dios; y vosotros, que, fingiendo religiosidad, sois enemigos de Dios y de la razón, que blasfemáis unos de otros, tratáis la humilde sumisión del filósofo como el lobo trata al cordero en las fábulas de Esopo, y le decís: «Murmuraste de mí el año pasado; debo beberme tu sangre». Pero la filosofía no se venga, se ríe de esos vagos esfuerzos y enseña tranquilamente a los hombres que queréis embrutecer para que sean iguales a vosotros.

FIN


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