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Otros escritos filosóficos – Cristianismo


Voltaire

CRISTIANISMO. Establecimiento del cristianismo en su estado civil y político. No vamos en este artículo a mezclar lo divino con lo profano y nos guardaremos bien de querer sondear los designios de la Providencia. Somos hombres y nos dirigimos a los demás hombres.

Cuando Antonio y después Augusto entregaron la Judea al árabe Herodes, su hechura y su tributario, este príncipe, que era extranjero en dicha nación, llegó a ser el más poderoso de sus reyes. Tuvo puertos en el Mediterráneo: Polemaida y Ascalón. Fundó ciudades, erigió un templo al dios Apolo en Rodas y un templo a Augusto en Cesarea. Construyó el templo de Jerusalén, rodeándole de fortísimas murallas. Durante su reinado disfrutó la Palestina de una paz completa. Fue considerado como un Mesías, a pesar de ser bárbaro en sus relaciones con la familia y tirano con el pueblo, al que devoraba para sufragar los gastos de las grandes empresas que acometía. Adoró a César y casi fue adorado por sus partidarios.

La secta de los judíos estaba ya esparcida hacía mucho tiempo por Europa y Asia, pero sus dogmas eran enteramente desconocidos. Nadie conocía los libros judíos, aunque muchos de ellos estaban traducidos al griego en Alejandría, como ya dijimos en otra parte. Sólo se sabía de los judíos lo que los turcos y los persas saben hoy de los armenios, que son corredores de comercio y agentes de cambio. El teísmo de la China y los respetables libros de Confucio, que vivió cerca de seiscientos años antes que Herodes, eran aún más desconocidos de las naciones occidentales que los ritos judíos.

Los árabes, que suministraban a los romanos los géneros preciosos de la India, ni siquiera tenían idea de la teología de los brahmanes. Las mujeres hindúes tenían la costumbre inmemorial de quemarse en la hoguera sobre el cuerpo de sus maridos, y estos sacrificios asombrosos, que todavía se realizan, eran tan desconocidos de los judíos como las costumbres de América. Los libros judíos, que se ocupan de Gog y Magog, no hablan en ninguna parte de la India.

La antigua religión de Zoroastro era célebre ya, y tampoco la conocían en el imperio xomano. En éste sólo se sabía en general que los magos creían en la resurrección, en el paraíso y el infierno. Estas doctrinas habían llegado hasta los judíos vecinos de la Caldea, porque la Palestina, en la época de Herodes, la ocupaban los fariseos, que empezaban a creer en el dogma de la resurrección, y los saduceos, que despreciaban tal doctrina.

Alejandría, que era la ciudad más comercial del mundo, estaba poblada de egipcios, que rendían culto a Serapis ya los gatos sagrados; de griegos, que se ocupaban de filosofía; de romanos, que eran los que dominaban, y de judíos, que eran los que se enriquecían. Todos esos individuos, pertenecientes a diversas naciones, sólo se ocupaban en ganar dinero, en entregarse a los placeres o al fanatismo, en crear o disolver sectas religiosas, sobre todo cuando vivieron en la ociosidad, que fue cuando Augusto cerró el templo de Jano.

Los judíos estaban divididos en tres partidos principales. El de los samaritanos, que se jactaba de ser el más antiguo, porque Samaria existía cuando Jerusalén y su templo fueron destruidos en la época de los reyes de Babilonia; pero los samaritanos participaban de la raza de los persas y de los palestinos. El segundo partido, el más poderoso, era el de los jerosolimitanos, que detestaban a los samaritanos, y éstos también los aborrecían, porque sus intereses eran opuestos. Los jerosolimitanos tenían la pretensión de que sólo se hicieran sacrificios en el templo de Jerusalén, para que de ese modo se recogiera mucho dinero en la ciudad; y por esa. misma razón los samaritanos querían que se hicieran los sacrificios en Samaria. Cuando hay poco número de habitantes en una ciudad pequeña, basta con un templo; pero cuan- do ese mismo pueblo llega a extenderse hasta setenta leguas de longitud en su territorio. y veintitrés de latitud, como le sucedió al pueblo judío, es absurdo no querer tener más que una iglesia.

El tercer partido era el de los judíos helenistas, y lo componían los que comerciaban y tenían negocios en Egipto y en Grecia y opinaban lo mismo que los samaritanos. Onías, hijo de un gran sacerdote judío y que deseaba ser lo que su padre, obtuvo del rey de Egipto, Ptolomeo Filometo, y sobre todo de Cleopatra, esposa de éste, permiso para edificar un templo judío cerca de Bubasta, asegurando a la reina Cleopatra que Isaías profetizó que Un día llegaría en que el Señor había de tener un templo en el indicado sitio. Hizo un buen presente a Cleopatra, la cual contestó que ya que Isaías lo había profetizado, se le podía creer. Dicho templo se llamó Onión, y se construyó 160 años antes de la era vulgar. Los judíos de Jerusalén miraron siempre con tanto horror ese templo y la traducción de los Setenta, que instituyeron una fiesta en expiación de esos dos sacrilegios.

Los rabinos del templo Onión, mezclando su raza con la de los griegos, llegaron a ser más sabios que los rabinos de Jerusalén y de Samaria; yesos tres partidos comenzaron a disputar unos con otros sobre cuestiones de controversia, que sutil izan el talento, pero le hacen falso e insociable.

Los judíos egipcios, deseando igualarse en austeridad con los esenios y los judaizantes de Palestina, establecieron algún tiempo antes del advenimiento del cristianismo la secta de los terapeutas, que se consagraban, como ellos, a una especie de vida monástica ya las mortificaciones. Esas diferentes sociedades se establecieron, imitando los antiguos misterios egipcios, persas y griegos, que inundaron el mundo desde el Eufrates y el Nilo hasta el Tíber .

Al principio, los iniciados en estas cofradías eran escasos en número y los consideraban como hombres privilegiados, que se separaban de la multitud; pero en la época de Augusto llegaron a ser muchísimos, de modo que se hablaba de religión desde el centro de la Siria hasta el monte Atlas y el Océano Germánico.

Entre esta multitud de sectas y de cultos se fundó la escuela de Platón, no sólo en Grecia, sino también en Roma y en Egipto. Creyese que Platón tomó su doctrina de los egipcios, y éstos creían reivindicar algo suyo, al dar valor a las ideas platónicas, a su verbo, ya la especie de trinidad que se encuentra embrollada en algunas de las obras de Platón. Se asegura que el espíritu filosófico, difundido entonces en todo el Occidente conocido, dejó caer algunas chispas de su espíritu razonador en la Palestina.

No cabe dudar que en la época de Herodes se suscitaron ya cuestiones sobre los atributos de la Divinidad, sobre la inmortalidad del alma y la resurrección de los cuerpos. Los judíos refieren que la reina Cleopatra les preguntó si resucitábamos desnudos o vestidos. Los judíos, pues, raciocinaban a su modo. Hay que reconocer que Flavio Josefo, para ser militar, era bastante sabio, y es indudable que sobresaldrían otros sabios del estado civil, en un país donde era ilustrado un hombre de guerra. Su contemporáneo Filón hubiera adquirido reputación entre los griegos, y Gamaliel, maestro de San Pedro, era un gran polemista.

El poder judío se entretenía ocupándose de religión como sucede hoy en Suiza, Alemania e Inglaterra. Se encuentran varios personajes del pueblo bajo que fundaron sectas, como posteriormente Fox en Inglaterra, Muncer en Alemania y los primeros reformistas en Francia. El mismo Mahoma no era más que un comerciante de camellos.

Añadamos a todo esto que en la época de Herodes se creyó que estaba próximo el fin del mundo, y en aquellos tiempos, predispuestos por la Divina Providencia, plugo al Padre Eterno enviar a su Hijo al mundo; misterio incomprensible, del que no nos ocuparemos.

Únicamente diremos que en semejantes circunstancias, si predicó Jesús una moral pura, si anunció la existencia de los cielos para recompensar a los justos, si tuvo discípulos entusiastas de su persona y de sus virtudes, si estas virtudes le atrajeron la persecución de los sacerdotes, si la calumnia le hizo morir de muerte ignominiosa, su doctrina, que sus discípulos anunciaban continuamente, debió producir maravilloso efecto en el mundo. Repito que hablo humanamente, y que no me ocupo de la multitud de milagros ni de las profecías. Sostengo que el cristianismo debió conseguir más por la muerte de Jesús que hubiese conseguido al no ser éste ejecutado. Hay gentes que extrañan que sus discípulos tuvieran también discípulos, pero más extrañaría yo que no hubieran podido conseguir atraerse partidarios. Setenta personas, persuadidas de la inocencia de su jefe, de la pureza de sus costumbres y de la barbarie de sus jueces, debieron arrastrar un prodigioso número de secuaces.

Sólo San Pablo, al convertirse en enemigo de su maestro Gamaliel, debía, humanamente hablando, atraer muchos partidarios a Jesús, aunque Jesús no hubiera sido más que un hombre de bien, castigado injustamente. San Pablo, además, era sabio, elocuente, vehemente e infatigable y conocía muy bien la lengua griega. San Lucas era un griego de Alejandría, hombre de letras, porque era médico. El primer capítulo de San Juan está impregnado de una sublimidad platónica que debió gustar muchísimo a los platónicos de Alejandría. Efectivamente, tardó poco en formarse en dicha ciudad una escuela fundada por Lucas o Marcos (por un evangelista o por otro), que perpetuaron Atenágoras, Panteno, Orígenes, Clemente, todos ellos elocuentes y sabios. Estableciendo semejante escuela era imposible que el cristianismo no progresara rápidamente.

La Grecia, la Siria y el Egipto fueron los teatros de los célebres misterios antiguos que encantaron a los pueblos, y los cristianos también tuvieron sus misterios propios. La multitud se apresuró a iniciarse en ellos, al principio por curiosidad y luego por persuasión. La idea del próximo fin del mundo debió sobre todo impulsar a los nuevos discípulos a despreciar los bienes pasajeros de la tierra, que iban a perecer con ellos. El ejemplo que daban los terapeutas convidaba a entregarse a una vida solitaria y de mortificación. Todo parecía concurrir poderosamente para que se arraigara la religión cristiana.

Es verdad que las diversas fracciones de la inmensa y naciente sociedad no estaban acordes unas con otras. Cincuenta y cuatro sociedades tuvieron cincuenta y cuatro evangelios diferentes, secretos como sus misterios, pero que desconocieron los gentiles, los cuales sólo conocieron los cuatro Evangelios canónicos después que pasaron doscientos cincuenta años. Los indicados rebaños, aunque estaban divididos reconocían al mismo pastor. Ebionitas, que contradecían a San Pablo; nazarenos, discípulos de Himeneos, de Alejandro y de Hermógenes; carpocracianos y otras muchas sectas disputaban unas con otras; pero, sin embargo, todas estaban unidas para invocar a Jesús y creer en él. Al principio, el imperio romano, en el que hormigueaban todas estas sectas, no fijó en ellas su atención, conociéndolas en Roma con la denominación general de judíos y no preocupándose de ellas el gobierno. Los judíos consiguieron, con su dinero, adquirir el derecho de dedicarse al comercio; pero durante el reinado de Tiberio, cuatro mil de ellos fueron expulsados de Roma. En el imperio de Nerón les atribuyeron el incendio de Roma. Fueron otra vez expulsados en la época de Claudio; pero esto no les impidió volver a Roma, donde vivían tranquilos, pero despreciados.

Los cristianos de Roma eran menos numerosos que los de Grecia, Alejandría y Siria. Los romanos no conocieron padres de la Iglesia ni herejes durante los primeros siglos del cristianismo. La Iglesia era griega hasta tal extremo que ni un misterio, ni un rito, ni un dogma dejó de expresarse en dicha lengua. Los cristianos, ya fueran griegos, asirios, romanos o egipcios, los consideraban en todas partes como medio judíos; y ésta era otra razón que tuvieron para no dar a conocer sus libros a los gentiles para permanecer unidos e inquebrantables, guardando perfectamente su secreto, como antiguamente guardaron el de los misterios de Isis y de Ceres. Formaban una república aparte, un Estado dentro del Estado; carecían de templos y de altares, no realizaban ningún sacrificio, no practicaban ceremonias públicas. Escogían secretamente a sus superiores por pluralidad de votos, y éstos, con las denominaciones de ancianos, cuidaban a los enfermos y apaciguaban todas las disputas. Consideraban como una vergüenza y un crimen pleitear ante los tribunales y alistarse en la milicia, y durante cien años ni un solo cristiano tomó las armas en el imperio. De este modo, retirados y desconocidos de todo el mundo, burlaban la tiranía de los procónsules y de los pretores, y vivían libres en medio de la esclavitud pública.

Inducían a los cristianos ricos a que adoptaran los hijos de los cristianos pobres; formaban colectas para sostener a las viudas y los huérfanos; pero se negaban a recibir dinero de los pecadores, y sobre todo de los taberneros, a los que tenían por bribones. Por eso muy pocos de ellos estaban afiliados al cristianismo y por eso los cristianos no frecuentaban las tabernas.

Las mujeres podían adquirir la dignidad de diaconisas, cuando contraían méritos que consistían en estrechar la con- fraternidad cristiana. Las consagraban y el obispo las ungía, poniéndoles en la frente el óleo sagrado, como se hizo antiguamente con los reyes judíos. Todo esto iba ligando a los cristianos con lazos indisolubles. Las persecuciones que experimentaron, siempre pasajeras, sólo sirvieron para redoblar su celo e inflamar su fervor, y durante la época de Diocleciano llegó a ser cristiana una tercera parte del imperio.

He aquí una pequeña parte de las causas humanas que contribuyeron al progreso del cristianismo. Añadid a ésta las causas divinas, y si algo debe extrañamos es que la religión cristiana no se extendiera más pronto por los dos hemisferios, sin exceptuar las islas más salvajes.

Dios, que descendió del cielo, que murió por regenerar a los hombres y para extirpar el pecado del mundo, dejó sin embargo la parte mayor del género humano entregada al error y al crimen en poder del diablo. Parece que esto indique una fatal contradicción; al menos así parece ante la débil razón del hombre. Pero respetemos los misterios incomprensibles de la Providencia.

Averiguaciones históricas sobre el cristianismo. Algunos sabios se quedaron sorprendidos de no encontrar en la historia de Flavio Josefo ninguna huella de Jesucristo, porque hoy está completamente averiguado que el reducido pasaje que le menciona en dicha historia fue añadido mucho tiempo. El después (1) padre de Flavio Josefo debió ser testigo, sin embargo, de todos los milagros de Jesús. Josefo pertenecía a la raza sacerdotal, y era pariente de la mujer de Herodes. Se detiene detallando las acciones de dicho príncipe, y sin embargo, no dice ni una palabra ni de la vida ni de la muerte de Jesús. A pesar de que dicho historiador no calla ninguna de las crueldades que cometió Herodes, nada dice del decreto de éste, que ordenó la matanza de todos los niños, como consecuencia de haber llegado a sus oídos la noticia de haber nacido un rey de los judíos. El calendario griego dice que en aquella ocasión fueron degollados catorce mil niños. Acto tan horrible como ése no lo cometió jamás en el mundo ningún tirano. Sin embargo, el mejor escritor que tuvieron los judíos, el único que apremiento tan singular y tan espantoso. Tampoco habla de la estrella que apareció en Oriente cuando nació el Salvador; fenómeno brillante que debió conocer un historiador tan ilustrado como Josefo. También pasa en silencio las tinieblas que oscurecieron todo el mundo en pleno mediodía durante tres horas, en cuanto murió el Salvador, y la multitud de tumbas que se abrieron en aquel momento y el sinnúmero de justos que resucitaron.

Los indicados sabios siguen extrañándose de que ningún historiador romano se ocupe de los referidos prodigios que ocurrieron durante el imperio de Tiberio, en presencia de un gobernador de Roma, el cual debió enviar al emperador y al Senado la relación circunstanciada del acontecimiento más milagroso que presenciaron los mortales. La misma Roma debió sumergirse durante tres horas en impenetrables tinieblas, y este prodigio debió constar, no sólo en los fastos de Roma, sino en los de todas las naciones. Dios no quiso, sin duda, que esos acontecimientos divinos los escribieran manos profanas.

Los mismos sabios encuentran también algunas oscuridades en la historia de los Evangelios. Notan que en el Evangelio de San Mateo dice Jesucristo a los escribas y fariseos que toda la sangre inocente que se ha derramado en el mundo debe recaer sobre ellos desde la sangre de Abel el Justo hasta la de Zacarías hijo de Barac, que mataron entre el templo y el altar. Dicen dichos sabios que en la historia de los hebreos no se encuentra ningún Zacarías muerto en el templo antes de la venida del Mesías ni en la época de éste, y que únicamente se encuentra en la historia del sitio de Jerusalén, escrita por Flavio Josefo, un Zacarías, hijo de Barac, muerto en medio del templo. Este suceso consta en el capítulo XIV del libro IV. Por eso suponen dichos sabios que el Evangelio de San Mateo debió escribirse después que Tito tomó a Jerusalén. Pero dudas y objeciones de esta clase quedan desvanecidas en cuanto consideramos la diferencia infinita que debe haber entre los libros divinamente inspirados y los libros de los hombres. Dios quiso envolver con una nube respetable y oscura su nacimiento, su vida y su muerte.

Los sabios tampoco comprenden con claridad por qué hay tanta diferencia entre las dos genealogías de Jesucristo. San Mateo dice que Jacob es padre de José, Natham padre de Jacob, Eleazar padre de Natham; y San Lucas dice que José es hijo de Héli, Héli hijo de Natham, Natham hijo de Levi, etcétera. No pueden conciliar los cincuenta y seis antecesores que Lucas atribuye a Jesús desde Abraham, con los cuarenta y dos antecesores distintos que Mateo le atribuye también desde el mismo Abraham.

Tampoco comprenden cómo Jesús, siendo hijo de María, no es hijo de José. También les asaltan algunas dudas respecto a los milagros del Salvador, cuando leen que San Agustín, San Hilario y otros dan a la relación de dichos milagros un sentido místico, un sentido alegórico, como, por ejemplo, la higuera maldita y seca por no producir higos fuera del tiempo; los demonios que se introdujeron en los cuerpos de los cerdos en un país en que no se comían dichos animales; el agua convertida en vino al terminar una comida, en la que los convidados habían entrado ya en calor; pero todas estas críticas de los sabios las desvanece la fe.

Este artículo tiene por único objeto seguir el hilo histórico y dar idea exacta de hechos que nadie contradice. Jesús nació sujeto a la ley mosaica, y observando esa ley fue circuncidado. Cumplió todos sus preceptos, celebró todas las fiestas, predicó la moral y no reveló el misterio de su Encarnación. No dijo nunca a los judíos que era hijo de una virgen; recibió la bendición de Juan en las aguas del Jordán, a cuya ceremonia se sometían muchos judíos, pero no bautizó a nadie; no habló de los siete sacramentos, ni instituyó jerarquía eclesiástica. Ocultó a sus contemporáneos que era hijo de Dios, eternamente engendrado, consubstancial con Dios, y que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. Tampoco dijo que su persona se componía de dos naturalezas y de dos voluntades, queriendo sin duda que esos grandes misterios se anunciaran a los hombres en la sucesión de los tiempos por medio de inspiraciones del Espíritu Santo. Mientras vivió no se apartó ni un ápice de la ley de sus padres, apareciendo ante los hombres como un justo agradable a Dios, perseguido por la envidia y condenado a muerte por jueces sobornados. Quiso que la Iglesia, que él estableció, hiciera todo lo demás.

Flavio Josefo describe cómo se encontraba entonces la religión del imperio romano. Los misterios y las expiaciones estaban acreditados en casi todo el mundo; verdad es que los emperadores, los ricos y los filósofos no tenían fe en esos misterios; pero el pueblo, que en materia de religión dicta la ley a los grandes, les imponía la necesidad de conformarse en su culto, al menos en la apariencia. Para encadenar al pueblo es preciso que los grandes aparenten que acatan idénticas creencias que él. Hasta el mismo Cicerón fue inicia- do en los misterios de Eleusis. El reconocimiento de un solo Dios era el principal dogma que se anunciaba en estas fiestas misteriosas y magníficas. Hay que confesar que los himnos y las plegarias que conservamos de esos misterios son lo más religioso y lo más admirable que tuvo el paganismo. Como los cristianos adoraron también a un solo Dios, esas fiestas les facilitaron la conversión de muchos gentiles. Algunos filósofos de la secta de Platón se hicieron cristianos; por esto los padres de la Iglesia de los tres primeros siglos fueron todos platónicos.

El celo inconsiderado de algunos perjudicó a las verdades fundamentales. Reprocharon a San Justino que dijera en sus Comentarios sobre Isaías que los santos gozarían durante su reinado de mil años de todos los bienes sensuales. Le han criticado también que diga en la Apología del cristianismo que en cuanto Dios creó el mundo lo dejó al cuidado de los ángeles y que éstos se enamoraron de las mujeres y tuvieron hijos de ellas, que son los demonios. Han criticado también a Lactancio ya otros padres por suponer oráculos de las Sibilas, y han afeado la conducta de los primitivos cristianos que inventaron versos acrósticos, atribuyéndolos a una antigua sibila, cuyas letras iniciales formaban el nombre de Jesucristo. También supusieron cartas de Jesús dirigidas al rey de Edesa, en la época en que en Edesa no había rey; de haber falsificado cartas de María y cartas de Séneca dirigidas a Pablo, cartas y actos de Pilato, y haber inventado falsos evangelios, falsos milagros con otras mil imposturas.

Existe además la historia o evangelio de la Natividad y del matrimonio de la Virgen María, en el cual se refiere que la llevaron al templo a la edad de tres años, y ella sola subió las gradas. Se relata en él que una paloma descendió del cielo para darle noticia de que José debía casarse con María. También existe el Protoevangelio de Jacobo, hermano de Jesús, que tuvo José de su primer matrimonio. En él consta que cuando María quedó encinta durante la ausencia de su esposo, y su marido se lamentaba de esto, los sacerdotes hicieron beber a uno ya otro el agua de los celos, y declara- ron inocentes a los dos.

Existe también el Evangelio de la infancia, que se atribuye a Santo Tomás. Según este Evangelio, Jesús, cuando tenía cinco años, se divertía con otros niños de su edad en amasar la tierra y hacer con ella pequeños pájaros; le reprendieron por esto, y entonces infundió vida a los pájaros, y huyeron volando. En otra ocasión, en que le pegó un niño, le hizo morir en el acto. Hay todavía otro Evangelio de la infancia, escrito en árabe, que es tan serio como éste.

Conservamos además el Evangelio de Nicodemus, que me- rece fijar más nuestra atención; porque en él se encuentran los nombres de los que acusaron a Jesús ya Pilato, que eran los principales miembros de la Sinagoga: Annas, Caifás, Summas, Datam, Gamaliel, Judá, Neftalim. En esa historia hay datos que concuerdan bastante con los evangelios admitidos, y hay otros que no se encuentran en ninguna parte. Se lee en este libro que la mujer a la que curó Jesús de un flujo de sangre se llamaba Verónica, y además todo lo que Jesús hizo en los infiernos cuando descendió a ellos.

Consérvase además las dos cartas que se supone que Pilato escribió a Tiberio relativas al suplicio de Jesús; pero el latín pésimo en que están escritas revela que son falsas. Se escribieron cincuenta evangelios, que al poco tiempo se declararon apócrifos. El mismo San Lucas nos entera de que muchas personas los componían. Se cree que hubo uno de ellos que se llamaba el Evangelio eterno, basado sobre esto que dice el Apocalipsis: «Vi un ángel volando en medio de los cielos, que llevaba el Evangelio eterno». Los franciscanos, abusando de estas palabras en el siglo XIII, compusieron otro Evangelio eterno, en el que el reinado del Espíritu Santo debía sustituir al de Jesucristo; pero no apareció en los primeros siglos de la Iglesia ningún libro con ese título.

Han supuesto también que escribió la Virgen otras cartas a San Ignacio mártir, a los habitantes de Mesina ya otros.

Abdías, que sucedió a los apóstoles, escribió la historia de éstos, en la que mezcla fábulas tan absurdas, que andando el tiempo quedó desacreditada, pero al principio circuló mucho. Abdías refiere el combate que tuvo San Pedro con Simón, que volaba en el teatro y renovó el prodigio que se atribuye a Dédalo. Se fabricó alas y voló, cayendo como Icaro. Así lo refieren Plinio y Suetonio. Abdías, que estaba en Asia y escribía en hebreo, sostiene que San Pedro y Simón se volvieron a encontrar en Roma en la época de Nerón. Murió entonces allí un joven pariente próximo al emperador, y los principales personajes se empeñaron en que Simón le resucitara. San Pedro también se presentó allí con la idea de operar tal prodigio. Simón empleó todas las reglas de su arte, y pareció que conseguía el objeto que se propuso, porque el muerto meneó la cabeza. «Eso no basta –exclamó San Pedro-, es preciso que el muerto hable; que Simón se aparte de la cama, y veréis cómo el joven carece de vida.» Simón se alejó de allí, el muerto dejó de moverse, pero Pedro le volvió a la vida pronunciando una sola palabra. Simón acudió al emperador para quejarse de que un miserable galileo se atreviera a hacer mayores prodigios que él. Pedro compareció con Simón ante el emperador y se desafiaron a ver quién tenía más habilidad en su arte. «Adivina lo que pienso», dijo Simón a Pedro. «Que el emperador me dé un pan de cebada -respondió Pedro-, y verás cómo sé lo que piensas.» Le entregaron el pan que pedía, pero en seguida Simón hizo aparecer dos grandes perros que amenazaban devorarle. Pedro les echa el pan y, mientras se lo comen, le dice a Simón: «Ya estás viendo que sé lo que pensabas; querías que así me comieran los perros».

Después de esta primera sesión propusieron a Simón y Pedro que se desafiaran a volar para ver quién subiría más alto. Primero ascendió Simón; Pedro hizo el signo de la cruz y Simón cayó y se rompió las piernas. Irritado Nerón de que Pedro fuera causa de que su favorito Simón se rompiera las piernas, mandó crucificar a Pedro cabeza abajo; y de aquí arranca la opinión de que Pedro vivía en Roma, de que tuvo allí su suplicio y su sepulcro. Abdías fue también el que inculcó la creencia de que Santo Tomás fue a predicar el cristianismo a las Grandes Indias, en el palacio del rey Gandafer, y que marchó allá por su cualidad de arquitecto.

Es prodigiosa la cantidad de libros de esta clase que escribieron en los primeros siglos del cristianismo. San Jerónimo y San Agustín sostienen que las cartas de Séneca y San Pablo son auténticas. En la primera carta desea que su hermano Pablo tenga buena salud; y Pablo no habla tan buen latín como Séneca: «Recibí ayer vuestras cartas -responde con satisfacción-; y no os hubiera contestado tan pronto a no estar presente el hombre que os envío.» Además, estas cartas, que parece que debían ser instructivas, sólo encierran un montón de cumplimientos.

Todas estas mentiras que forjaron cristianos poco instruidos, impulsados por un falso celo, no perjudicaron a la verdad del cristianismo, ni a su propagación. Por el contrario, suministran pruebas de que el número de los cristianos aumentaba de día en día y cada uno de ellos deseaba contribuir a su aumento.

Las Actas de los Apóstoles no dice que éstos convinieron en su símbolo,. si efectivamente hubiesen redactado el símbolo del Credo tal como llegó a nosotros. San Lucas no hubiera omitido en su historia ese fundamento esencial de la religión cristiana. La sustancia del Credo está esparcida en los Evangelios, pero sus artículos los reunieron mucho tiempo después. En una palabra: nuestro símbolo es indudablemente la creencia que tuvieron los apóstoles, pero no es una oración que ellos escribieron.

Rufino, sacerdote de Aquilea, fue el primero que se ocupó de esto; y una homilía atribuida a San Agustín es el primer documento que supone la manera como se formó el Credo. Pedro dijo en la asamblea: Creo en Dios Padre Todopoderoso; Andrés añadió: y en Jesucristo; Santiago siguió diciendo: que fue concebido por el Espíritu Santo,. y así los demás. Esa fórmula se llamó en griego símbolo, y en latín, collatio.

Constantino convocó y reunió en Nicea, enfrente de Constantinopla, el primer Concilio ecuménico, que presidió Ozius. Se decidió en él la gran cuestión que perturbaba a la Iglesia, relativa a la divinidad de Jesucristo. Unos miembros de dicho Concilio querían hacer prevalecer la opinión de Orígenes, que hablando contra Celso, dice: «Presentamos nuestras oraciones a Dios por mediación de Jesús, que ocupa el espacio que existe entre las naturalezas creadas y la naturaleza in- creada, que nos trae la gracia que nos concede su Padre y presenta nuestras oraciones al gran Dios, siendo nuestro pontífice». Se apoyaron también en varios pasajes de San Pablo, algunos de los cuales, como ya hemos referido, se fundaban sobre todo en estas palabras de Jesucristo: «Mi padre es superior a mí», considerando a Jesús como el primogénito de la creación, como la encarnación pura del Ser Supremo, pero no como a Dios. Otros miembros de dicho Concilio, que eran ortodoxos, alegaban varios pasajes como pruebas de la divinidad eterna de Jesús, cual éste, por ejemplo: «Mi padre y yo somos la misma cosa» , palabras que sus adversarios interpretaban de este modo: «Mi padre y yo tenemos los mismos designios, la misma voluntad; y yo no tengo otros deseos que los de mi padre”. Alejandro, obispo de Alejandría, y Atanasio, estaban al frente de los ortodoxos; y Eusebio, obispo de Nicomedia, diecisiete obispos más, el sacerdote Arrio y otros muchos sacerdotes abrazaron el partido opuesto. Desde el principio quedó envenenada la cuestión, porque San Alejandro trató a sus adversarios de anticristos.

Después de largas y acaloradas controversias, el Espíritu Santo decidió en el Concilio por la boca de doscientos noventa y nueve obispos contra el parecer de dieciocho lo siguiente: «Jesús es hijo único de Dios, engendrado por el Padre, esto es, de la sustancia del Padre, Dios de Dios, luz de luz, consubstancial con el Padre; y creemos lo mismo del Espíritu Santo». Esa fue la fórmula del Concilio. Se vio en él que los obispos dominaron a los que no eran más que sacerdotes. Dos mil individuos de segundo orden eran de la opinión de Arrio, según refieren dos patriarcas, que escribieron en árabe la crónica de dicha ciudad. Constantino desterró a Arrio, y poco después desterró también a Atanasio, y entonces hizo que Arrio regresara a Constantinopla. Pero San Macario suplicó a Dios con tal ardor que quitara la vida a Arrio antes de entrar en la catedral, que Dios atendió su súplica, y Arrio murió al ir a la Iglesia el año 330. El emperador Constantino terminó la vida en el 337. Entregó su testamento a un sacerdote arriano, y murió en brazos de Eusebio, obispo de Nicomedia, que capitaneaba dicho partido, recibiendo el bautismo en el lecho mortuorio y dejando a la Iglesia triunfante, pero dividida. Los partidarios de Atanasio se hicieron una guerra cruel, y el arrianismo imperó durante mucho tiempo en las provincias del imperio. Juliano el filósofo, apellidado el Apóstata, quiso extinguir esas divisiones, pero no pudo conseguirlo.

El segundo Concilio general se celebró en Constantinopla el año 381, se explicó en él lo que el Concilio de Nicea no juzgó a propósito decir sobre el Espíritu Santo, y añadió lo siguiente a la fórmula del Concilio de Nicea: «El Espíritu Santo es Señor vivificante que procede del Padre, y que se adora y se vivifica con el Padre y con el Hijo». Hacia el siglo IX, la Iglesia latina fue estableciendo gradualmente que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. El año 431, el tercer Concilio general que se reunió en Efeso decidió que María era la verdadera Madre de Dios, y que Jesús tenía dos naturalezas y una persona.

No me ocuparé de los siglos siguientes, porque son bastan- te conocidos. Por desgracia no hubo una sola de esas reuniones que no produjera guerras, y la Iglesia se vio obligada a pelear. Permitió Dios además, para probar la paciencia de los fieles, que la Iglesia griega y la Iglesia latina riñeran para siempre en el siglo IX, y que en el Occidente se sucedieran veintinueve cismas sangrientos por la sede apostólica en Roma. Si existen más de seiscientos millones de hombres en el mundo, como algunos doctos suponen, sólo pertenecen sesenta millones a la santa Iglesia católica y romana, esto es, la veintiséisava parte de los habitantes del mundo conocido.

FIN


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