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[Cuento - Texto completo.]

Felipe Trigo

Pasaba una corta temporada en un pueblo donde me aburría espantosamente. No conocía a nadie, y solía dedicarme a pasear solo y de noche. Una, vagando por las calles al azar, y sintiendo ya nostalgias de mi Madrid de mi alma, llegué a una plazoleta que ofrecía un bonito efecto de luz. Frente a mí, una casa más alta que las demás, de construcción vetusta, de anchas rejas y balcón panzudo, sobre el cual una hornacina contenía una Virgen alumbrada por un farol. Se destacaba en el resplandor de la luna que empezaba a salir, y a todo lo largo del caballete y de los aleros del tejado, que volaba amplia y graciosamente las esquinas, veíase negro, enérgico, el enmarañado dibujo de los jaramagos a la traslumbre del cielo.

Aquello era una decoración teatral; y os juro que tan profundamente me ensimismé en su contemplación con ojos de artista, que me costó algún trabajo no creer que, en efecto, estaba en un teatro, cuando llegó a mis oídos una voz de contralto, extensa y pura, que cantaba:

Il segreto per esser felice
se io per prova…

El pasaje de Lucrecia, letra más o menos.

Me acerqué a la casa de donde salía la voz, y pegado a la ventana escuché hasta la última nota del brindis, tras de las que enmudecieron cantatriz y piano.

A la noche siguiente volví a matar el tiempo rondando la ventana de mi admirada y desconocida contralto. La sesión fue más larga. La sinfonía del Guillermo, después trozos sueltos de Gioconda, y por último, cantada, Lucrecia.

Yo, que insensiblemente había concluido por acercarme a la reja, trataba de descubrir a la artista —pues tal nombre merecía— por los entreabiertos cristales. No veía más que un lado del piano. Iba a empujar las puertas cautelosamente; pero alguien se acercaba en la desierta calle. Era un hombre, que entró en la casa, contemplándome antes con tenacidad.

Luego cesó la canción, y me fui a dormir, dándome la norabuena por haber descubierto aquel caprichoso e inofensivo pasatiempo para las noches que me quedaban en el pueblo. No faltaba una; y eso que, pocas después la luna, acudiendo a la cita también, cada vez más presurosa, me dejaba sin el amparo de las sombras; circunstancia molesta, porque empecé a llamar la atención de los pocos transeúntes de la plazuela, y, sobre todo, del caballero que entraba y salía de la casa. Y ¿qué? Me era tan grato escuchar aquella voz llena de poder y de frescura, que se ceñía a los acordes del piano ágil y ondulosa como una serpiente de colores… Me resultaba tan vagamente tentador aquel ofrecimiento, tantas veces repetido, desde el misterio, por una mujer desconocida y a la que yo no debía conocer, «del secreto para ser feliz, que ella sabía por experiencia y lo revelaba a los amigos» —sentido todo esto en la soledad de la noche, en el interior de aquella casa romancesca, destacada en silueta sobre el fondo claro del cielo, con sus rejas caladas y rematadas por cruces, con su farolillo santo alumbrando a una imagen que parecía aguardar juramento de amor… ¡Hablaba tanto aquello a los impulsos ideales que fuera de Madrid se permitía este corazón un poco fatigado…!

* * *

Voy por la calle, tropieza conmigo un sujeto, y en vez de excusarse, me da una bofetada, que contesto con un bastonazo, tomándole por loco. Me entrega su tarjeta y se la tiro a las narices. Se aleja, pero recibo inmediatamente la visita de dos amigos suyos, y quieras que no, tengo que batirme. Al otro día, un sablazo en este brazo. ¿Noticias de mi rival…? Propietario, hombre extravagante, distinguido y frío. No pude averiguar más.

La herida, de bastante importancia, iba a retenerme en el pueblo más de lo que hubiera deseado. Esto, y el no poder explicarme tan original desafío, me irritaba.

•••••

A los pocos días, me sorprendió mi adversario, visitándome.

—Vengo a pedirle mil perdones —me dijo—. ¿Usted sabe quién soy?

—No tengo ese gusto… es decir, sí; un loco o un camorrista de profesión.

—Ni lo uno ni lo otro. Soy, sencillamente, el dueño de la casa en cuya reja encontraba a usted siempre. Y pues que tras ella estaba mi mujer, que es tan honrada como joven, le tomé a usted por un impertinente a quien me propuse escarmentar. Lo menos que puede hacer un marido, aunque esté seguro —como yo lo estoy— de la virtud de su esposa, al ver que un hombre asedia su casa, recatándose en la obscuridad, es tenerle por inoportuno y profesarle antipatía.

—Bien —repuse asombrado— pero es que mi objeto…

—No se moleste en explicármelo —interrumpió tranquilo y galante mi adversario—. Se lo acabo de escuchar al médico de usted, hablando confidencialmente de nuestro duelo, que todo el mundo achaca a genialidad mía. Usted iba a escuchar a Amalia. No canta mal, efectivamente, y merece la pena. Mas como las apariencias han hecho que yo pague una deferencia de usted a un mérito de mi mujer con una estocada, al saberlo me creo en el caso de reparación. Lo menos que debo hacer, si usted se digna perdonarme, es presentarle a mi mujer para que pueda usted oírla cantar, cómodamente sentado, y para que pueda ella darle las gracias por las veces que fue a oírla aguantando el frío y las molestias de la calle.

Tendí la mano a mi interlocutor, pero renuncié delicadamente a su proyecto. Insistió. Era, pues, absolutamente necesario.

Y fui presentado.

Amalia Rosi, italiana de origen, morena, menudita. Deliciosas veladas. ¡Cuando la volví a oír cantar «el secreto para ser felices lo enseño a mis amigos», me daba cuenta de que yo… era ya su amigo!; y recordando mi brazo en cabestrillo, en pago a deudas de honor que yo no contraje, y al verla, efectivamente, tan linda y tan joven como su marido me había dicho, acabé por empeñarme en averiguar si era tan virtuosa como el marido afirmaba. Esto no podía comprobarse fácilmente; pero yo quería a todo trance darle a aquel hombre la razón de sus palabras y de sus actos.

¡Me dolía tanto el brazo!

* * *

Una noche, a los dos meses, pues ya era imposible demorar mi marcha, contemplé la casa por última vez. También hacía luna y el farol de la Virgen desparramaba su claridad rojiza por la fachada. Amalia, en el balcón, momentos antes, me había jurado por la Virgen que no me olvidaría.

Quedamos en eso.

Y el marido y yo, en paz.

FIN


Cuentos ingenuos, 1920


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