Casa digital del escritor Luis López Nieves


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Pálido caballo, pálido jinete

[Cuento largo - Texto completo.]

Katherine Anne Porter

En sueños, ella sabía que estaba en su cama, pero no en la cama en la que se había acostado hacía unas horas, y sabía que la habitación tampoco era la misma, pero aquella habitación le resultaba conocida. Su corazón era una piedra que descansaba fuera de ella, sobre su pecho; su pulso se demoraba y se detenía; ella sabía que iba a ocurrir algo extraño en el mismo momento en que los vientos de primeras horas de la mañana penetraban frescos por la celosía, los rayos de luz eran azul oscuro y toda la casa dormitaba.

Ahora, mientras todos están tranquilos debo levantarme y marcharme. ¿Dónde están mis cosas? Los objetos tienen voluntad propia en este lugar y se ocultan donde quieren. La luz del día asestará un repentino golpe sobre el tejado y sobresaltará a todos haciéndoles levantarse; sus caras sonreirán preguntando: ¿adónde vas?, ¿qué estás haciendo?, ¿qué estás pensando?, ¿cómo te encuentras?, ¿por qué dices esas cosas?, ¿qué quieres decir? No dormiré más. ¿Dónde están mis botas y qué caballo montaré? ¿Piddler, Graylie o Miss Lucy, con la larga nariz y los ojos malvados? Cuánto me ha gustado siempre esta casa por las mañanas, antes de que todos estuviéramos despiertos y enredados como sedales mal arrojados. Demasiadas personas han nacido aquí, y han llorado demasiado aquí, han reído demasiado aquí y han estado demasiado enojados e indignados los unos con los otros. Demasiadas personas han muerto ya en esta cama, hay demasiados huesos ancestrales colocados en las repisas de las chimeneas, ha habido demasiados antimacasares en esta casa, dijo en voz alta, y oh, qué acumulación de capas de polvo en la que nunca se le ha permitido posarse en paz por un momento.

¿Y el forastero? ¿Dónde está ese forastero flaco y cetrino a quien recuerdo rondando por la casa, bien recibido por mi abuelo, mi tía abuela, mi remota prima, mi decrépito sabueso y mi gatito plateado? ¿Por qué le tomaron tanto cariño?, me pregunto. ¿Y dónde están todos ellos ahora? Sin embargo, a él le vi pasar por delante de la ventana al atardecer. ¿Qué más tengo en el mundo aparte de ellos? Nada. Nada es mío, solamente tengo nada, pero es suficiente, es hermosa y es toda mía esa nada. ¿Camino dentro de mi propia piel o es algo que he tomado prestado para salvar mi pudor? ¿Qué caballo tomaré prestado para este viaje que no me propongo hacer, Graylie, Miss Lucy o Fiddler, que puede saltar zanjas en la oscuridad y sabe cómo encajar el bocado entre los dientes? La primera hora de la mañana es mi preferida porque los árboles son árboles de un golpe, las piedras son piedras arrojadas en sombras que son hierba, no hay falsas formas ni conjeturas, el camino está aún dormido con la capa de rocío intacta. Montaré a Graylie porque no teme los puentes.

Vamos, Graylie, dijo cogiéndole de la brida, debemos correr más deprisa que la Muerte y el Diablo. Vosotros no servís para eso, les dijo a los otros caballos que estaban ensillados delante de la puerta del establo. Entre ellos el caballo del forastero, gris también y con la nariz y las orejas manchadas. El forastero montó a su lado, se inclinó mucho hacia ella y la examinó sin expresión alguna, con esa mirada fija, vacía y sin sentido ni malicia que no supone una amenaza y parece estar esperando su turno. Ella hizo que Graylie diese rápidamente la vuelta y lo apremió a que corriese. El animal saltó el seto bajo de rosales y la estrecha zanja que había más allá, levantando el polvo denso del camino bajo sus cascos. El forastero cabalgaba a su lado, con habilidad y ligereza, con las riendas sueltas en las manos entrecerradas, erguido y elegante con sus prendas oscuras y raídas que se agitaban sobre sus huesos; su pálido rostro sonreía en un trance maligno sin mirada. Ah, yo he visto a este individuo antes, conozco a este hombre aunque no logro situarlo. A mí no me resulta desconocido.

Detuvo a Graylie, se levantó sobre los estribos y gritó: esta vez no voy contigo. ¡Sigue adelante! Sin pararse ni volver la cabeza, el forastero continuó avanzando. Las costillas de Graylie subían y bajaban y las suyas también. Oh, por qué estoy tan cansada; debo despertar. «Pero primero un buen bostezo dijo abriendo los ojos y estirándose—, una bofetada de agua fría en la cara, porque otra vez he estado hablando en sueños, me he oído, pero ¿qué decía?»

Lentamente, de mala gana, Miranda salió centímetro a centímetro del profundo pozo del sueño y esperó aturdida a que la vida comenzase de nuevo. Una sola palabra resonaba en su mente, un gong de advertencia, recordándole durante todo el día lo que olvidaba felizmente en el sueño y solo en el sueño. La guerra, decía el gong, y ella sacudió la cabeza. Balanceando los pies con pereza, con las zapatillas colgando, se acordó del modo de sentarse en su mesa en la redacción del periódico que tenían todo tipo de personas. Todos los días encontraba a alguien allí, sentado sobre la mesa en lugar de hacerlo en la silla dispuesta a tal fin, balanceando las piernas, con los ojos recorriendo la sala, ocupadísimo por asuntos importantes, aguardando para abalanzarse sobre cualquier tema. «¿Por qué no se sientan en la silla? ¿Debería poner en ella un letrero que dijera “Por Dios santo, siéntese aquí”?»

No solo no ponía un letrero sino que ni siquiera ponía mala cara a sus visitantes. No solía fijarse en ellos en absoluto, hasta que su determinación de ser vistos era mayor que la determinación de Miranda de no verlos. El sábado, pensó, relajada en su bañera de agua caliente, será día de cobro, como siempre. O espero que siempre. Sus pensamientos vagaron confusamente en un continuo esfuerzo por juntar y unir con firmeza las perturbadoras contradicciones de su vida diaria, en la cual la supervivencia, lo veía con claridad, se había convertido en una serie de hazañas de prestidigitación. Debo —veamos, ojalá tuviese a mano papel y lápiz—, bueno, si pagase ahora cinco dólares por un bono de la libertad, no podría mantenerme. O tal vez sí. Dieciocho dólares a la semana, tanto para el alquiler, tanto para la comida y además me propongo tener unas cuantas cosas. Por valor de unos cinco dólares. Me quedarían veintisiete centavos. Supongo que puedo hacerlo. Supongo que debería estar preocupada. Estoy preocupada. Muy bien, estoy preocupada, ¿y ahora qué? Veintisiete centavos. No está tan mal. Puro beneficio en realidad. Imagínate que de repente te lo subiesen a veinte, entonces te sobrarían dos dólares y veintisiete centavos. Pero no van a subírmelo a veinte. En realidad van a echarme si no compro un bono de la libertad. No puedo creerlo. Se lo preguntaré a Bill. (Bill era el redactor de noticias municipales.) Me pregunto si una amenaza como esa no constituye una especie de chantaje. Ni siquiera creo que un miembro del comité Lusk pueda hacer eso impunemente.

El día anterior dos pares de piernas habían estado balanceándose, uno a cada lado de su máquina de escribir, ambos enfundados en embudos de tela oscura que parecía cara. Se fijó desde lejos en que uno de ellos era más bien viejo y el otro bastante joven y que los dos compartían el mismo aire rancio de ínfulas prestadas que según parece habían conseguido en el mismo lugar. Los dos estaban demasiado bien alimentados y el más joven lucía un bigotito perfectamente recortado. Siendo como eran, fuera cual fuese el asunto que les había llevado a su mesa, sería algo desagradable. Miranda les había saludado con una inclinación de cabeza, había retirado su silla y, sin quitarse el gorro ni los guantes, había cogido una pila de cartas y de hojas de la mesa simulando que no tenía ni un momento que perder. Ellos no se movieron, ni se quitaron el sombrero. Finalmente ella les había dado los buenos días y les había preguntado si estaban esperándola.

Los dos hombres se levantaron de la mesa, arrugando algunos de los papeles de Miranda, y el más viejo le preguntó por qué no había comprado un bono de la libertad. Entonces Miranda lo miró y le causó muy mala impresión. Otro hombre de cara regordeta y labios gruesos con ojillos apagados; Miranda se preguntó por qué casi todos los que habían sido seleccionados para hacer la guerra en casa compartían esos rasgos. Podía haber sido cualquier cosa, pensó: representante de una compañía teatral ambulante, promotor de una empresa petrolífera ilegal, antiguo propietario de un bar anunciando la inauguración de un nuevo cabaret, vendedor de automóviles, un subalterno de cualquier profesión oportunista que exija cierta astucia, pero ahora era un patriota que trabajaba para el gobierno.

—Oiga —dijo—, se ha enterado de que hay una guerra, ¿no?

¿Esperaba una respuesta a eso? Cállate, se dijo Miranda, esto tenía que pasar. Más tarde o más temprano, pero siempre pasa. No pierdas la cabeza. El hombre agitó un dedo ante su cara. —¿No? —insistió, como si estuviera animando a un niño obstinado.

—Oh, la guerra —repitió Miranda como un eco con una nota elevada y casi sonriéndole.

Aquel gesto mirando hacia arriba de esa manera solemne y mística era la reacción habitual y automática cuando no decía u oía esas palabras. «C’est la guerre», tanto si lo pronunciabas bien como si no, quedaba aún mejor y siempre, siempre, te debías encoger de hombros.

—Sí —dijo el más joven de un modo desagradable—, la guerra.

Miranda, sobresaltada por el tono, le miró a los ojos; su mirada era pétrea, bastante cruel y fría, la mirada que alguien imagina detrás de la pistola que le apunta en una esquina solitaria. Esa expresión dio sentido temporalmente a un conjunto de rasgos por lo demás indefinidos, la cara de esos hombres que no tienen asuntos propios.

—Estamos en guerra y algunas personas están comprando bonos de la libertad mientras que otras no parecen decidirse a hacerlo —dijo—. A eso es a lo que nos referimos.

Miranda frunció el entrecejo con nerviosismo, sintiendo el punzante comienzo del miedo.

—¿Los venden ustedes? —preguntó quitando la tapa de su máquina de escribir y volviendo a ponerla.

—No, nosotros no —dijo el más viejo con una voz persuasiva y amenazadora—. Únicamente le estamos preguntando por qué no ha comprado uno.

Miranda empezó a explicarles que no tenía dinero y que no sabía cómo obtener más, cuando el más viejo la interrumpió:

—Eso no es una excusa y usted lo sabe, estando los teutones invadiendo la martirizada Bélgica.

—Con nuestros muchachos estadounidenses luchando y muriendo en el bosque de Belleau —dijo el más joven—, cualquiera puede conseguir cincuenta dólares para contribuir a la derrota de los alemanes.

—Gano dieciocho dólares a la semana y no dispongo ni de un centavo más —dijo Miranda apresurada—. De verdad que no puedo comprar nada.

—Como muchas personas en esta oficina y muchísimas de otras oficinas, puede pagar cinco dólares a la semana —dijo el más viejo (habían estado allí de pie, graznando por encima de su cabeza).

Miranda, desesperadamente silenciosa, había pensado: «¿Y si no fuese una cobarde y dijese lo que de verdad pienso? ¿Y si dijese a la mierda esta asquerosa guerra? Podría preguntarle a este pequeño matón: ¿y a ti qué te pasa?, ¿por qué no estás pudriéndote en el bosque de Belleau? Ojalá estuvieses allí».

Empezó a ordenar sus cartas y notas, los dedos se negaban a asir bien las cosas. El más viejo continuó repitiendo su discursito. Era duro, por supuesto que todo el mundo estaba sufriendo, pero, desde luego, todo el mundo tenía que contribuir. Además, un bono de la libertad era la inversión más segura, equivalía a tener dinero en el banco. Por supuesto. El gobierno lo respaldaba, ¿y dónde mejor se podía invertir?

—Coincido con usted en eso —dijo Miranda—, pero no tengo dinero que invertir.

Y, por supuesto, el hombre había continuado, no era tanto que sus cincuenta dólares supusieran mucho, pero, era una señal de buena fe por su parte. Una señal de que era una buena estadounidense que cumplía con su deber. Y aquello era tan seguro como una iglesia. Si él tuviese un millón de dólares estaría encantado de invertir hasta el último centavo en esos bonos…

—Si compra un bono, no perderá nada —dijo, casi con benevolencia—, pero si no lo compra puede perder mucho. Piénseselo bien. Usted es la única persona de este periódico que no ha contribuido. Y todas las empresas de esta ciudad se han volcado. En el Daily Clarion no fue necesario decírselo a nadie dos veces.

—Allí cobran más —dijo Miranda—, pero la semana que viene, sí podré. Ahora no, la semana que viene.

—No deje de hacerlo —dijo el más joven—. Esto es muy serio.

Se alejaron con andares indolentes, pero antes de desaparecer de la redacción, pasaron ante la mesa de la redactora de ecos de sociedad, pasaron por delante de la mesa de Bill, el redactor de noticias locales, pasaron por delante de la larga mesa de redacción donde el viejo Gibbons no dejaba de gritar de vez en cuando todas las noches: «¡Jarge! ¡Jarge!» y el mensajero acudía corriendo. «Nunca digas “gente” cuando quieres decir “personas” —le había enseñado a Miranda el viejo Gibbons—, y nunca digas “virtualmente”, di “prácticamente” y, por el amor de Dios, mientras yo esté en esta mesa, no utilices el barbarismo “visto que” jamás. Ahora que estás formada, puedes irte.» Al llegar a las escaleras, sus inquisidores se habían detenido con exageradas soberbia y vanagloria para encender unos puros y encajarse con más firmeza el sombrero sobre los ojos.

Miranda cambió de posición en el agua relajante; le hubiera gustado quedarse dormida allí y despertarse solamente cuando fuese hora de volver a dormirse. Tenía un dolor de cabeza infernal y profundo y, aunque lo notó entonces, recordó que se había despertado con él y que de hecho le había empezado la noche anterior. Mientras se vestía trató de seguir la insidiosa trayectoria de su dolor de cabeza y le pareció razonable suponer que había comenzado con la guerra. «Se trataba de un dolor de cabeza, sin duda, pero este es distinto.» El día anterior, después de que los hombres del comité Lusk se marchasen, había ido al guardarropa y se había encontrado a Mary Townsend, la redactora de ecos de sociedad, calladamente histérica por algo. Estaba sentada en el borde del sofá de mimbre tan estropeado que tenía bultos en el centro, tejiendo algo de color rosa. De vez en cuando dejaba su labor, se llevaba ambas manos a la cabeza y se mecía, diciendo «Dios mío» con voz sorprendida e inquieta. Su columna se titulaba «Habladurías de su dudad», así que todo el mundo la llamaba Towney. Miranda y Towney tenían mucho en común y se llevaban muy bien. Años atrás ambas habían sido auténticas reporteras y en una ocasión las habían enviado juntas a «cubrir» una escandalosa fuga de amantes que, después de todo, no había terminado en matrimonio y la chica, con la cara hinchada, había acabado sentada junto a su madre, que no paraba de gemir bajo un montón de mantas. Ambas lloraron patéticamente e imploraron a las jóvenes reporteras que suprimiesen lo peor de la historia. Así lo hicieron, pero el periódico rival publicó todo al día siguiente. Miranda y Towney habían recibido su castigo juntas y habían sido degradadas en público a hacer trabajos rutinarios que solían destinar a las mujeres: una, a los teatros; la otra, a los ecos de sociedad. Coincidían en que ninguna de las dos creía que hubiesen podido hacer otra cosa y que sabían que el resto del personal las consideraba tontas, buenas chicas, pero tontas. Al ver a Miranda, Towney había estallado en un ataque de ira.

—No puedo, nunca podré reunir ese dinero, se lo dije. No puedo, no puedo, pero no quisieron escucharme.

—Ya sabía yo que no era la única persona en esta oficina que no podía conseguir cinco dólares. Les dije que no podía y de verdad que no puedo.

—Dios mío —dijo Towney con la misma voz—, me dijeron que perdería mi puesto…

—Voy a preguntarle a Bill —dijo Miranda—. No creo que Bill nos hiciese eso.

—No depende de Bill —dijo Towney—. Si le obligaran tendría que hacerlo. ¿Crees que nos meterían en la cárcel?

—No lo sé —dijo Miranda—. Si lo hacen, no estaremos solas. —Se sentó al lado de Towney y se cogió la cabeza entre las manos—. ¿Para qué soldado estás haciendo eso? Es un color muy alegre, debería animarle.

—Y un cuerno —dijo Towney poniendo sus agujas en movimiento otra vez—. Lo estoy haciendo para mí. Esa es la verdad.

—Bueno —dijo Miranda—, no estaremos solas y recuperaremos sueño.

Se lavó la cara y se maquilló de nuevo. Sacó del bolsillo unos guantes grises y limpios, y salió a reunirse con un grupo de mujeres jóvenes recién salidas de los bailes del club de campo, de las partidas de bridge matinales, de los mercadillos benéficos, de los talleres de la Cruz Roja, que se regodeaban haciendo buenas obras. Ofrecían meriendas con baile para recaudar dinero y con el dinero compraban grandes cantidades de dulces, frutas, cigarrillos y revistas para los hombres que estaban en los hospitales del acantonamiento. Con ese botín partían entonces en una alegre procesión de coches potentes y caras muy maquilladas para animar a los valientes muchachos que, se podría decir, ya habían caído en defensa de su país. Debía de ser terriblemente duro para ellos, pobrecitos, tener que quedarse aquí cuando todos estaban locos por cruzar el mar y entrar en las trincheras en cuanto pudieran. Sí, y algunos de ellos son monísimos, no sabía que hubiese tantos hombres guapos en este país, cielo santo, dije, ¿de dónde salen? Bueno, querida, más vale que te hagas esa pregunta, ¿quién sabe de dónde salen? Tienes toda la razón, mi postura al respecto es esta: debemos hacer todo lo que podamos para que estén contentos, pero no estoy dispuesta a hablar con ellos. Se lo dije a los acompañantes de esos bailes para reclutas, bailaré con ellos, con todos los bobalicones que me lo pidan, pero no hablaré con ellos, le dije, aunque haya guerra. Así que bailé cientos de kilómetros sin abrir la boca excepto para decir. por favor, no me roces con las rodillas. Me alegro de que renunciásemos a esos bailes. Sí, además, los hombres dejaron de venir. Pero escucha, he oído decir que muchos de los reclutas son de muy buena familia; a mí no se me da bien quedarme con los nombres y los que retuve no los había oído nunca, así que no sé… pero creo que si fuesen de buena familia, lo notaríamos, ¿no? Quiero decir que si un hombre está bien educado, no te pisa, ¿verdad? Por lo menos, no te pisa. A mí me destrozaban un par de sandalias en cada uno de esos bailes. Bueno, creo que cualquier clase de vida social es de muy mal gusto en estos tiempos, creo que todas deberíamos ponemos nuestras tocas de la Cruz Roja y llevarlas mientras dure la guerra…

Miranda, cargando con su cesta y sus flores, se movió entre las jóvenes, que se dispersaron y corrieron por la sala del hospital lan-zando risitas aniñadas que pretendían ser refrescantes y alegres, pero que tenían un sonido metálico resuelto e inflexible calculado para helar la sangre. Triste y avergonzada por la idiotez de su mi-sión, se movió con rapidez entre las largas hileras de camas blancas colocadas unas frente a otras con un estrecho pasillo en medio. Los hombres, una colección seleccionada y bastante presentable, con las sábanas subidas hasta la barbilla, no estaban gravemente enfermos, pero sí estaban aburridos e inquietos, casi todos dispues-tos a divertirse con cualquier cosa. La mayor parte llevaba pintorescos vendajes en un brazo o en la cabeza, y quienes no estaban vi-siblemente heridos respondían de manera invariable «reumatismo» sí alguna chica carente de tacto, a la cual le habían advertido con solemnidad que nunca hiciese esa pregunta, se olvidaba y le preguntaba a un hombre qué enfermedad padecía. Los de mejor carácter que reían y llamaban desde sus estrechas y duras camas, pronto estuvieron rodeados. Míranda, con su ramo de flores marchitándose y su cesta de caramelos y cigarrillos, miró a su alrede-dor y se encontró con los ojos amargados y poco amistosos de un joven tumbado de espaldas, con la pierna derecha escayolada y sostenida por una polea. Se detuvo a los pies de su cama y continuó mirándole, él le devolvió la mirada con una expresión hostil e invariable en la cara. No quiero nada, gracias, y al infierno todo el maldito asunto, le decían sus ojos con toda claridad. ¿Quieres hacer el favor de retirar tu basura de mi cama? Porque Miranda había dejado sus cosas sobre la cama, inclinándose para ponerlas donde él pudiese alcanzarlas si quería. Después de haberlas dejado, fue incapaz de recogerlas y se marchó corriendo por el largo pasillo, ruborizada, hasta salir al fresco sol de octubre, donde los toscos y deprimentes barracones hervían con la vida sin objetivo de unos insectos de color pardo que corrían de acá para allá; dando la vuelta a la esquina, se acercó a la ventana más próxima adonde él estaba y miró hacia el interior para espiar al soldado. Estaba acostado con los ojos cerrados, el entrecejo tristemente fruncido con una expresión amarga. No podía situarle en absoluto, no podía imaginar de dónde venía ni qué clase de persona había sido «en la vida», se dijo. Su cara era joven y sus rasgos afilados, vulgares, sus manos no parecían las de un obrero, pero tampoco estaban bien cuidadas. Eran unas manos bien formadas, buenas y útiles, que descansaban sobre la colcha. Se le ocurrió que era típico de su suerte haberle encontrado a él, en lugar de haber encontrado a un alegre y hambriento cachorrillo que se alegrase de que le dieran algo de comer y un poco de charla. Es como si a la vuelta de una esquina, absorta en tus dolorosos pensamientos, te tropiezas, cara a cara, con tu estado de ánimo encarnado, se dijo. «Mis sentimientos respecto a todo este asunto hechos carne. Nunca más volveré aquí, esto no es lo que hay que hacer. Esto es repugnante —se dijo, tajante—. Es normal que le eligiera a él —pensó metiéndose en el asiento trasero del coche en el que había ido—. Me está bien empleado, debería haberlo sabido.»

Otra chica salió del barracón con aspecto muy cansado y se metió en el coche a su lado. Después de un breve silencio, la chica dijo, desconcertada:

—De verdad que no sé de qué sirve. Algunos de ellos no quisieron coger nada. No me gusta esto, ¿y a ti?

—Lo detesto –dijo Miranda.

—Sin embargo, supongo que está bien —dijo la chica con cautela.

—Puede que sí —dijo Miranda mostrándose también cautelosa.

Aquello había ocurrido el día anterior. Llegada a este punto, Miranda decidió que era inútil pensar en el día anterior, salvo para recordar la hora que había estado bailando con Adam pasada la medianoche. Él estaba en su mente tanto que apenas sabía cuándo estaba pensando en él voluntariamente; su imagen estaba siempre presente en mayor o menor grado, a veces en su pensamiento más superficial, el más agradable, el único de verdad agradable que tenía. Se contempló la cara en el espejo que había entre las ventanas y comprendió que su inquietud no eran solo imaginaciones. Por lo menos desde hacía tres días se sentía rara y su expresión le resultaba extraña. Tendría que reunir esos cincuenta dólares de alguna manera, pues de lo contrario, ¿quién sabe lo que podría suceder? Había oído muchas historias de desastres personales, de atroces acusaciones y castigos extraordinariamente severos que habían aumentado bastante a partir de incidentes apenas más importantes que su falta, su negativa a comprar un bono. No, no tenía buen aspecto con aquella cara sofocada y brillante, hasta tenía la sensación de que su pelo había decidido crecer en dirección contraria. Debía hacer algo, no podía permitir que Adam la viera así, se dijo, sabiendo que incluso ahora, en ese momento, él estaba pendiente de oír girar su picaporte, que andaría por el vestíbulo o en el porche cuando ella saliera, como si fuese por pura coincidencia. La luz del mediodía arrojaba frías sombras sesgadas en la habitación donde, se dijo, supongo que vivo, y el día está empezando mal, pero últimamente todos empiezan mal por una razón u otra. Adormilada, se perfumó el pelo con un vaporizador, se puso la gorra y la chaqueta de piel de topo, que ya tenían dos inviernos pero aún estaban bien y eran agradables de llevar, felicitándose una vez más de haber pagado por ellos un precio desorbitado; había disfrutado todo este tiempo de la gorra y la chaqueta y, en cualquier caso, ya no habría dispuesto del dinero. Tal vez podría arreglárselas para comprar ese bono. No pudo encontrar la cerradura sin agacharse para buscarla; luego permaneció indecisa un momento, dominada por la idea de que se le había olvidado algo que echaría mucho de menos más tarde.

Adam estaba en el vestíbulo, a un paso de la puerta de su propia casa; dio media vuelta como si se hubiese sobresaltado al verla y dijo:

—Hola. Después de todo no tengo que volver al campamento hoy. ¿No es una suerte?

Miranda le sonrió alegremente porque siempre estaba encantada de verle. Llevaba su uniforme nuevo, iba todo de color aceituna y bronce, de color heno y arena desde el pelo a las botas. Volvió a notar que siempre que se encontraban él le sonreía y que su sonrisa, poco a poco, se iba apagando y que sus ojos se ponían fijos y pensativos como si estuvieran leyendo con una luz inadecuada.

Salieron juntos a aquel hermoso día otoñal arrastrando bajo sus pies hojas dentadas de colores vivos, levantando los rostros hacía un cielo espléndido increíblemente azul e inmaculado. En la primera esquina se detuvieron para dejar pasar un entierro, las personas que acompañaban el duelo iban muy erguidas y firmes, orgullosas en su dolor.

—Creo que llego tarde, como de costumbre —dijo Miranda—. ¿Qué hora es?

—Casi la una y media —dijo él levantando el brazo con un mo-vimiento exagerado para echar hacia atrás la manga.

Los jóvenes soldados seguían avergonzándose de sus relojes de pulsera. Los soldados que Miranda conocía eran muchachos procedentes del sur y el suroeste, lejos de la costa atlántica, y siempre habían creído que solo los mariquitas llevaban relojes de pulsera. «Te daré un sopapo en el reloj de pulsera», le decía un actor de variedades a otro sonriendo estúpidamente; aquel chiste siempre funcionaba; por más que se repitiese no parecía trillado.

—Creo que es una forma muy sensata de llevar un reloj —dijo Miranda—. No tienes por qué sonrojarte.

—Casi me he acostumbrado a él —dijo Adam, que era de Texas—. Nos han dicho una y otra vez que todos los militares más machos lo llevan. Son los horrores de la guerra —dijo—. ¿Estamos descorazonados? Yo diría que sí.

Aquella clase de conversación recorría toda la ciudad.

—Lo pareces —dijo Miranda.

Era alto y de hombros musculosos, estrecho de cintura y caderas, y llevaba numerosos botones y correajes en un uniforme que, por su corte, aunque la tela fuera fina y flexible era tan duro y rígido como una camisa de fuerza. Encargaba los uniformes en el mejor sastre que podía encontrar, le confió a Miranda un día cuando ella le dijo lo elegante que estaba con su nuevo traje de soldado.

—Ya es bastante difícil sacarle partido a este traje. Lo mínimo que debo hacer por mi amado país es no tener pinta de vagabundo.

Tenía veinticuatro años, era alférez en un cuerpo de ingenieros y estaba de permiso porque su unidad esperaba que la mandasen al extranjero en breve.

—He venido para hacer mi testamento —le dijo a Miranda— y para comprar provisiones de cepillos de dientes y hojas de afeitar. ¿Por qué maravillosa casualidad crees que elegí tu casa de huéspedes? ¿Cómo supe que estabas allí?

Paseando, llevando el paso, sus fuertes botas bien hechas y lustradas pisando firmemente junto a los zapatos de ante negro y suela fina de ella, retrasaron lo más posible el fin de ese momento juntos y mantuvieron lo mejor que pudieron su charla intrascendente que iba y venía sobre los pequeños surcos labrados en la delgada superficie del cerebro, cosas que podías decir y oírlas tintinear tranquilizadoramente, enseguida, sin perturbar el brillo radiante que destellaba sobre el sencillo y encantador milagro de ser dos personas llamadas Adam y Miranda, de veinticuatro años cada uno, vivos y en la tierra al mismo tiempo.

—¿Te apetece ir a bailar, Miranda?

—¡A mí siempre me apetece ir a bailar, Adam!

Pero había cosas que se interponían, al día que terminaría en un baile todavía le faltaba hacer un largo recorrido.

Esa mañana él parecía más que nunca una hermosa manzana sana, pensó Miranda. En algún momento mientras charlaban, él había alardeado de que no había sufrido en su vida dolor alguno que pudiese recordar. En lugar de sentirse horrorizada por ese monstruo, ella aprobó su monstruosa singularidad. En cuanto a ella, había tenido demasiados dolores para mencionarlos, así que se abstuvo. Después de trabajar tres años en un periódico matutino, tenía un espejismo de madurez y experiencia, pero solo sentía fatiga, concluyó, por levantarse y acostarse a horas que de niña le habían dicho que eran antinaturales, por comer descuidadamente en pequeños restaurantes sucios, por beber café malo toda la noche y por fumar demasiado. Cuando le contaba a Adam algo sobre su forma de vivir, él estudiaba su rostro durante unos segundos como si nunca la hubiese visto y le decía con toda sinceridad: «Vaya, pues no te ha hecho ningún daño, creo que eres preciosa», y la mantenía pendiente de sus palabras, preguntándose si él había pensado que deseaba ser elogiada. Sí lo deseaba, pero no en ese momento. Adam también tenía horarios poco sanos o así había sido desde que se conocieron hacía unos diez días, pues se quedaba levantado hasta la una para llevarla a cenar y también fumaba sin parar, aunque si ella no lo convencía estaba dispuesto a explicarle el daño que causa el tabaco en los pulmones.

—¿Importa mucho cuando de todas formas se va a ir a la guerra? —le preguntó.

—No —dijo Miranda—, todavía importa menos si te vas a quedar en casa haciendo calcetines de punto. Dame un cigarrillo, ¿quieres?

Se detuvieron en otra esquina, bajo un arce medio pelado, sin apenas mirar otro entierro que se aproximaba. Los ojos de él eran de un color café claro con chispitas anaranjadas, y su pelo era del color de un pajar cuando apartas la capa de arriba curtida por la intemperie para ver la paja clara que hay debajo. Él sacó su pitillera y le ofreció fuego con su mechero de plata, luego lo hizo chasquear varias veces ante su propia cara y continuaron su camino, fumando.

—No te imagino haciendo calcetines —dijo él—. Iría contra tu forma de ser. Seguro que no sabes hacer punto. —Hago algo peor —dijo ella seriamente—: escribo artículos aconsejando a otras mujeres jóvenes que hagan punto, que enrollen vendas, que prescindan del azúcar y que contribuyan como puedan a ganar la guerra.

—Oh, bueno —dijo Adam aplicando la práctica moralidad masculina en esa cuestión—: eso es tu trabajo, eso no cuenta.

—No sé —dijo Miranda—. ¿Cómo conseguiste que te prolongaran el permiso?

—Nos lo dieron —dijo Adam—, sin ninguna razón. Además, los hombres están cayendo como moscas allí. Es esa nueva enfermedad rara que te destruye por completo.

—Parece una plaga —dijo Miranda— propia de la Edad Media. ¿Habías visto alguna vez tantos entierros?

—Nunca. Bueno, seamos fuertes y no nos dejemos impresionar. Cuento con cuatro días más como caídos del cielo y no debemos perder tiempo. ¿Qué me dices de esta noche?

—Lo mismo de siempre —contestó ella—, pero será mejor que quedemos a la una y media. Aparte de mi rutina de siempre, debo hacer un trabajo especial.

—Vaya trabajo que tienes —dijo Adam—. No haces más que correr de una diversión vertiginosa a otra para luego escribir una crónica acerca de ello.

—Sí, es indescriptiblemente vertiginoso —dijo Miranda.

Se quedaron parados mientras pasaba un cortejo fúnebre y en esa ocasión lo contemplaron en silencio. Miranda se ladeó el gorro y guiñó los ojos por la luz del sol, con la cabeza dándole vueltas lentamente.

—…Como pececillos en una pecera —le dijo a Adam—, me da vueltas la cabeza. Apenas me he despertado del todo, tengo que tomar un café. Apoyaron los codos sobre el mostrador de un bar.

—Ya no hay nata para los que nos quedamos en casa —dijo Miranda— y solo un terrón de azúcar. Soy una de esas mártires que solo toma dos terrones o ninguno. Me propongo vivir de repollo cocido, de ahora en adelante vestir paño burdo y ponerme en buena forma para el próximo asalto. Ninguna guerra me va a pillar desprevenida de nuevo.

—Oh, no habrá más guerras, ¿es que no lees los periódicos? —preguntó Adam—. Esta vez vamos a acabar con ellos, luego barreremos y todo se habrá terminado definitivamente.

—Eso me dicen —dijo Miranda probando su bebida tibia y amarga y haciendo una mueca de desconsuelo.

Sus sonrisas mostraban una aprobación mutua, sentían que habían dado con el tono indicado, que se estaban tomando la guerra de la manera más apropiada. Sobre todo, pensó Miranda, nada de rechinar los dientes, nada de mesarse los cabellos, es ruidoso y poco favorecedor y no te lleva a ninguna parte.

—Bazofia —dijo Adam bruscamente apartando su taza—. ¿Es eso todo lo que vas a desayunar?

—Es todo lo que quiero —dijo Miranda.

—Yo he desayunado tortas de trigo con salchichas y jarabe de arce, dos plátanos y dos tazas de café, a las ocho, y ahora mismo me siento como un huérfano hambriento abandonado en el cubo de la basura. Estoy decidido a tomarme un filete a la parrilla con patatas fritas y…

—No sigas —dijo Miranda—, me suena deliraste. Haz todo eso cuando me haya ido.

Se bajó del alto taburete, se apoyó ligeramente en él, se miró la cara en un espejito redondo, se pintó los labios y pensó que no tenía remedio.

—Hay algo que anda muy mal —le dijo a Adam—. Me siento fatal. No puede ser solo el tiempo y la guerra.

—El tiempo es perfecto —dijo Adam— y la guerra es sencillamente demasiado buena para ser verdad, pero ¿desde cuándo te encuentras así? Ayer estabas bien.

—No sé —dijo ella lentamente con una vocecita que sonó débil.

Como siempre se detuvieron en la puerta abierta delante del tramo de escaleras llenas de basura que llevaban a la buhardilla donde se encontraba la redacción del periódico. Miranda escuchó por un momento el tableteo de las máquinas de escribir arriba y el constaste retumbar de las prensas abajo.

—Ojalá pudiésemos pasar toda la tarde en un banco del parque —dijo— o ir en coche a las montañas.

—También a mí me gustaría —dijo él—. Podemos hacerlo mañana.

—Sí, mañana, a menos que pase algo. Me gustaría salir corriendo —le dijo —. Hagámoslo.

—¿Yo? —dijo Adam—. Donde yo voy no se come mucho. Fundamentalmente te arrastras boca abajo de un lado para otro entre escombros. Ya sabes, alambres de espino y cosas así. Será de esas cosas que solo suceden una vez en la vida. —Reflexionó un momento y continuó: No sé nada en realidad acerca de la guerra, pero cuando te cuentan experiencias suena espantosamente sucia y confusa. I le oído hablar tanto de ella que tengo la sensación de haber estado allí y haber vuelto. Me decepcionará como cuando veo las fotos de un sitio tantas veces que cuando llegas allí no te sorprende en absoluto. Me parece que llevo en el ejército toda mi vida.

Seis meses, quería decir. La eternidad. Parecía tan limpio y fresco, nunca había sufrido dolor en su vida. Ella había visto a los soldados que habían estado allí y habían regresado y nunca volvían a tener ese aspecto.

—Ya quisiera yo que fueses el héroe que ya ha regresado —dijo ella.

—Cuando aprendí a utilizar la bayoneta en mi primer campo de instrucción —dijo Adam—, le saqué las entrañas a incontables sacos de arena y de heno. No paraban de gritarnos: «Mátalo, mata a ese alemán, clávasela antes de que él te la clave a ti». Y nos aba-lanzábamos sobre esos sacos como locos y, francamente, a veces, cuando veía salirse la arena, me sentía un perfecto imbécil por haberme excitado tanto. Solía despertarme por las noches sintiéndome estúpido por haberlo hecho.

—Me lo imagino —dijo Miranda—. Es una perfecta imbecilidad.

Se demoraron, sin ganas de despedirse. Después de una pequeña pausa, Adam, como si quisiese mantener la conversación, preguntó:

—¿Sabes cuánto tiempo tiene para escapar un grupo de zapadores después de haber realizado su trabajo?

—No mucho, supongo.

—Solo nueve minutos —dijo Adam—. Lo leí en tu propio pe-riódico hace menos de una semana.

—Que sean diez y me voy contigo —dijo Miranda.

—Ni un segundo más —dijo Adam—. Exactamente nueve minutos, lo tomas o lo dejas.

—Deja de fanfarronear —dijo Miranda—. ¿Quién lo calculó?

—Un combatiente —dijo Adam—. Un tipo afectado de raquitismo.

Esto les pareció muy divertido, se rieron y se inclinaron el uno hacia el otro, y Miranda oyó que su propia risa era un poco aguda. Se enjugó las lágrimas de los ojos.

—Es una guerra muy graciosa, ¿no? —dijo—. Yo me río cada vez que pienso en ella.

Adam le cogió una mano entre las suyas, tiró un poco de las puntas de los dedos del guante y los olfateó.

—Qué perfume tan agradable llevas —dijo—, mucho. A mí me gusta que las mujeres se pongan mucho perfume en los guantes y en el pelo —dijo olfateando de nuevo.

—Seguramente llevo demasiado —dijo ella—. Hoy no soy capaz de oler ni de ver ni de oír. Debo de tener un resfriado espantoso.

—No te resfries —dijo Adam—. Mi permiso casi está terminando y será el último, el último de todos.

Ella movió los dedos dentro de los guantes mientras él le tiraba de los dedos y le volvía las manos como si fuesen algo nuevo, curioso y de gran valor, y ella sintió vergüenza y se quedó callada. Le gustaba, le gustaba, y algo más…, pero era inútil ni siquiera imaginarlo, porque él no era para ella ni para ninguna otra mujer, pues él sin saberlo y sin intervención de su voluntad estaba ya más allá de la vida, comprometido con la muerte. Ella retiro sus manos.

—Adiós —dijo por fin—, hasta esta noche.

Subió las escaleras corriendo y se volvió al llegar arriba. Él estaba todavía mirándola y levantó la mano sin sonreír. Miranda casi nunca veía a nadie que mirase atrás después de haberse despedido. Ella a veces no podía evitar volverse para echar una última ojeada a la persona con la que había estado hablando, como si eso evitase un corte demasiado brusco y repentino hasta del vínculo más ligero. Pero la gente se alejaba apresuradamente, con otros gestos en sus caras, ya fijas, en su esfuerzo hacia la próxima parada, ya absortos en planear su próximo acto o encuentro. Adam estaba esperando como si supiese que ella iba a volverse, y bajo sus cejas fruncidas, en un ceño tenso, sus ojos parecían muy negros.

Se sentó en su mesa sin quitarse la chaqueta ni la gorra, abriendo sobres y fingiendo leer las cartas. Hoy solamente Chuck Rouncivale, el reportero deportivo, y «Habladurías de su ciudad» estaban sentados sobre su mesa, pero sí le gustaba que ellos lo hicieran. También ella se sentaba en las suyas cuando le apetecía. Towney y Chuck estaban hablando y continuaron haciéndolo.

—Dicen —comentó Towney— que la causa son unos gérmenes que trajo un barco alemán a Boston, un barco camuflado, naturalmente que no venía bajo su propia bandera. ¿No es ridículo?

—Quizá fuese un submarino —dijo Chuck— que subiese a hurtadillas desde el fondo del mar en mitad de la noche. Eso suena mejor.

—Sí —dijo Towney—, siempre meten la pata en esos detalles… Y piensan que los gérmenes fueron rociados sobre la ciudad, pues como sabes empezó en Boston, y alguien informó de que había visto una nube densa y de aspecto extraño y grasiento flotando sobre el puerto de Boston extendiéndose lentamente por encima de esa parte de la ciudad. Creo que fue una anciana quien lo vio.

—Seguramente —dijo Chuck.

—Lo leí en un periódico de Nueva York —dijo Towney—, así que tiene que ser verdad.

Chuck y Miranda se rieron tan fuerte al oír eso que Bill se levantó y les fulminó con la mirada.

—Towney todavía lee los periódicos –explicó Chuck.

–Bueno, ¿qué tiene eso de raro? —preguntó Bill volviendo a sentarse y mirando ceñudo el desorden que tenía ante sí.

—Quien vio la nube es un no combatiente —dijo Miranda.

—Naturalmente —dijo Towney.

—Tal vez sea un miembro del comité Lusk —dijo Miranda.

—El ángel de Mons —dijo Chuck— o un hombre de un dólar al año.

Miranda deseaba dejar de escuchar y de hablar, deseaba tener cinco minutos a solas para pensar en Adam, para pensar solo en él, pero no tenían tiempo. Le había conocido hacía diez días y desde entonces habían estado cruzando calles juntos, corriendo por entre los camiones, las limusinas, las carretillas de mano y las carretas de granja; él la había esperado en pottales y en pequeños restaurantes que olían a manteca rancia; habían comido y bailado con los apremiantes gemidos y voces roncas de las orquestas de jazz; habían presenciado aburridas obras de teatro porque Miranda tenía que escribir una pequeña reseña de la representación. Una tarde habían ido a las montañas y, tras dejar el coche, habían subido por una senda pedregosa y habían salido a un saliente que tenía una piedra plana, donde se sentaron y contemplaron cómo cambiaban las luces sobre un valle cuyo paisaje era, sirr duda, dijo Miranda, fabuloso. «No necesitamos creer que exista en la realidad porque es muy poético», le dijo y después se habían apoyado hombro contra hombro y se habían quedado inmóviles mirando. Dos domingos habían ido al Museo Geológico y ambos habían examinado igualmente fascinados trozos de meteoros, formaciones rocosas, árboles y colmillos fosilizados, flechas indias, grutas de los filones de oro y plata. «Imagínate a todos esos viejos mineros lavando sus fortunas en pequeños cedazos junto a los arroyos —dijo Adam- y dentro de la tierra había esto…» Y le había dicho que lo que más le gustaba eran las cosas que tardabarr mucho en hacerse; también le encantaban los aviones, en realidad toda clase de maquinarias, y las piezas talladas en madera o piedra. No entendía mucho de tallas, pero las reconocía cuando las veía. Le había confesado que era incapaz de terminar cualquier libro excepto manuales de ingeniería; leer le aburría mortalmente; lamentaba no haberse traído su deportivo, pero no pensó que fuese a necesitar un coche; le gustaba tanto conducir que no esperaba que ella creyese cuántos cientos de kilómetros se hacía en un día… Le había enseñado instantáneas con él al volante de su deportivo y navegando en un velero, con un aire muy libre y azotado por el viento, todo ángulos, tirando de las cuerdas; le hubiese gustado alistarse en las fuerzas aéreas, pero a su madre le daba un ataque de histeria cada vez que lo mencionaba. Ella no caía en la cuenta de que el combate en el aire era mucho más seguro que formar parte de un grupo de zapadores en tierra por la noche, pero no había querido discutir con su madre, porque, por supuesto, ella no sabía qué era un destacamento de zapadores. Y ahí estaba él, varado en una meseta a mil quinientos metros de altura, sin agua para un velero y con su cache aparcado en casa; de lo contrario sí que podrían pasárselo realmente bien. Miranda comprendía que él estaba tratando de decirle qué clase de persona era cuando tenía toda su maquinaria consigo. Sintió que sabía muy bien qué clase de persona era y le hubiese gustado decirle que si pensaba que se había dejado a sí mismo en casa en un velero o en un automóvil, estaba muy equivocada. Los teléfonos sonaban, Bill le gritaba a alguien que no paraba de decir: «Bueno, pero escucha, bueno, pero escucha…», pero nadie iba a escucharle, por supuesto, nadie. El viejo Gibbons aullé desesperado: «Jarge, Jarge…».

—De todas formas —estaba diciendo Towney con su voz más pagada de sí misma y patriótica—, el servicio de barracones es una gran idea, todas deberíamos ofrecernos como voluntarias aunque ellos no nos quieran.

A Towney se le da bien eso, mírala, pensó Miranda, recordando el jersey de color rosa y la cara contraída y rebelde de su compañera la tarde anterior en el guardarropa. Towney tenía ahora una expresión abierta, toda gloria y bondad, dispuesta a sacrificarse por su país.

—Después de todo —dijo Towney—, puedo cantar y bailar lo bastante bien para hacer teatro de aficionados, y podría escribirles las cartas y, en caso de apuro, podría conducir una ambulancia, pues he conducido un Ford durante años.

—Bueno, yo también sé cantar y bailar, pero ¿quién va a hacer las camas y fregar los suelos? —intervino Miranda—. Esos barracones son difíciles de mantener, sería un trabajo sucio y nos sentiríamos absolutamente desdichadas. Y como ya tengo un trabajo duro y sucio y me siento absolutamente desdichada, me quedaré en casa.

—Creo que las mujeres deberían mantenerse al margen de todo esto —dijo Chuck—. No hacen más que añadir faldas a los honores de la guerra. Chuck padecía de los pulmones y le irritaba mucho estar perdiéndose el espectáculo—. A estas alturas podría haber estado allí y haber vuelto sin una pierna: le habría estado bien empleado al viejo. Entonces habría tenido que comprarse su propia bebida o volverse abstemio.

Miranda había visto a Chuck el día de cobro dándole dinero al viejo para que se comprara bebida. Se trataba de un viejo bribón alegre y simpático, eso era lo peor. Le daba palmadas en la espalda a su hijo y le sonreía con los ojos empañados por el afecto paternal mientras le sacaba hasta el último centavo.

—Fue Florence Nightingale quien pervertió las guerras —continuó Chuck —. ¿Qué sentido tiene mimar a los soldados, vendarles las heridas y refrescarles la frente enfebrecida? Eso no es la guerra. Que perezcan donde cayeron. Para eso están allí.

—Mira quién fue a hablar —dijo Towney lanzándole una mirada de reojo.

—¿Qué sentido tiene? —preguntó Chuck, ruborizándose y adelantando los hombros—. Ya sabes que solo tenga un pulmón o quizá ya medio.

—Eres demasiado susceptible —dijo Towney—. Yo no estaba insinuando nada.

Bill había estado rabiando, mordiendo su cigarro a medio fumar, con el pelo de punta como un cepillo, los ojos suaves y brillantes pero indómitos, como los de un venado. Nunca tendría más de catorce ates, pensó Miranda, aunque viviese un siglo, edad que, al paso que iba, no cumpliría. Actuaba exactamente como los redactores de noticias locales que salían en los filmes hasta en el detalle del cigarro mordido. ¿Había copiado su estilo de las películas o se habían inspirado los guionistas en el tipo de Bill por su indiscutible pureza? Bill le estaba gritando a Chuck:

—¡Y si vuelve a aparecer por aquí, llévale al callejón y siérrale la cabeza a mano!

—Volverá, no te preocupes —dijo Chuck.

—Bueno, pues córtale la cabeza con una sierra —contestó Bill suavemente, pensando ya en otra cosa.

Towney se volvió a su mesa, pero Chuck se quedó sentado esperando afablemente a ver si le invitaban al nuevo espectáculo de variedades. Miranda, que tenía dos entradas, siempre invitaba a uno de los reporteros a acompañarla los lunes. Chuck era pródigamente durísimo y muy profesional en sus artículos deportivos, pero le había dicho a Miranda que en realidad los deportes le importaban un comino, si bien el puesto le permitía estar al aire libre y pagar la bebida del viejo. Prefería el teatro y no veía por qué eran siempre las mujeres las que se ocupaban de esa sección.

—¿A quién quiere Bill serrar hoy? —preguntó Miranda.

—A ese bailarín de claqué a quien pusiste verde en la crítica de esta mañana —dijo Chuck—. Se presentó aquí muy temprano preguntando por el tipo que escribía sobre teatro. Dijo que iba a llevarse al callejón al papanatas que había escrito eso para romperle la nariz. Dijo…

—Espero que se haya ido —dijo Miranda—, espero que tuviese que coger un tren.

Chuck se puso en pie, se arregló el jersey marrón de cuello vuelto, echó una ojeada a sus pantalones bombachos de tweed color puré de guisantes y a las botas color cuero con tachuelas, que esperaba que contribuyesen a disimular que tenía un pulmón enfermo y no le interesaban los deportes, y dijo:

—Hace mucho que se fue, no te preocupes. Vámonos, como de costumbre llegas tarde.

Miranda, con la cabeza vuelta hacia otro lado, casi pisó a un hombrecillo gris con un sombrero hongo. Quizá hubiera sido guapo en otro tiempo, pero ahora su boca se hundía donde había perdido los dientes laterales y sus tristes ojos ribeteados de rojo habían renunciado a la coquetería. Una delgada onda de cabello castaño peinado con brillantina se rizaba contra el borde del sombrero. No apartó los pies, sino que se quedó plantado con una especie de resistencia pasiva y le preguntó a Miranda:

—¿Es usted la llamada crítica teatral de este periódico provinciano?

—Me temo que sí —dijo Miranda.

—Bueno —dijo el hombrecito—, solo le pido un minuto de su valioso tiempo. —Sacó el labio inferior y empezó a rebuscar en el bolsillo del chaleco con manos temblorosas—. No puedo permitir que salga usted impune, eso es todo. —Barajó una serie de sobados recortes de periódico—. Échele una ojeada a estos, ¿quiere? Y luego permita que le pregunte si cree que voy a tolerar que me vapulee el critico de un poblacho —dijo con voz átona—. Mire: aquí tiene, Buffalo, Chicago, Saint Louis, Filadelfia, San Francisco y no se olvide de Nueva York. Aquí están las mejores publicaciones especializadas, Variety, Billboard, donde todos admitieron que Danny Dickerson dominaba el oficio. Y usted no lo cree, ¿eh? Eso es todo lo que quería preguntarle.

—No, no lo creo —dijo Miranda con toda brusquedad de la que fue capaz —, y ahora no puedo pararme para discutirlo con usted.

El hombrecito se inclinó más hacia ella, le temblaba la voz como si hubiese estado nervioso mucho tiempo.

—Espere un minuto, ¿qué fue lo que no le gustó de mí? Dígamelo.

—Debería hacer caso omiso de mi crítica —dijo Miranda—. ¿Qué importa lo que yo piense?

—No me importa lo que usted piense, no es eso —dijo el hombrecito—, pero estas noticias vuelan y las agencias del Este no saben cómo funciona lo de las críticas. Nos dan un palo en un poblacho y ellos creen que es lo mismo que si te lo dieran en Chicago, ¿comprende? No saben cuál es la diferencia. No saben que cuanto más clase tenga un espectáculo, peor lo ponen los críticos provincianos. Los mejores del mundillo me consideran asimismo el mejor de la profesión y quiero saber qué es lo que usted cree que hago mal.

—Vámonos, Miranda, están a punto de levantar el telón —dijo Chuck.

Miranda le devolvió al hombrecito sus recortes, la mayoría de los cuales eran de hacía diez años, y trató de pasar a su lado. Él dio un paso para ponerse delante de ella otra vez y dijo sin mucha convicción:

—Si fuese usted un hombre le partiría la cara.

Chuck se levantó al oír esto, se acercó lentamente sacándose las manos de los bolsillos y dijo:

—Bueno, ahora que ya ha hecho usted su numerito, será mejor que se vaya. Lárguese antes de que le tire por las escaleras.

El hombrecito se colocó bien su pequeña corbata azul con pequeños lunares rojos algo raída en el nudo, la enderezó y declamó como si lo hubiese ensayado:

—Salga al callejón. —Las lágrimas llenaron sus párpados gruesos y enrojecidos.

—Ande, cállese ya —dijo Chuck.

Y siguió a Miranda, que corría hacia las escaleras, hasta alcanzarla en la acera.

—Le he dejado lloriqueando y barajando sus recortes publicitarios para tratar de hallar su comodín —dijo Chuck—, pobre diablo.

—En estos tiempos hay demasiado de todo en todas partes —dijo Miranda —. Me gustaría sentarme ahí en el bordillo, Chuck, morirme y no volver a ver… Desearía perder la memoria y olvidar mi propio nombre… Desearía…

—Tienes que endurecerte, Miranda —dijo Chuck—. No es un buen momento para hundirse. Olvídate de ese tipo. De cada cien personas del mundo del espectáculo, noventa y nueve son como él, pero no te las arreglas bien. Tú te lo buscas. Lo único que tienes que hacer es adular a las primeras figuras y no mencionar siquiera a los secundarios. Intenta tener en cuenta que Rypinsky monopoliza el negocio teatral en esta ciudad, así que si lo complaces a él, complacerás al departamento de publicidad y, si los complaces a ellos, tendrás un aumento. Mano izquierda, mi pobre niña boba, ¿es que no aprenderás nunca?

—Parece que siempre estoy aprendiendo lo que no debo —dijo Miranda, desesperanzada.

—Efectivamente —le dijo Chuck con entusiasmo—. Eso se te da mejor que a nadie. ¿Ahora te sientes mejor?

—Me has invitado a un espectáculo infecto —dijo Chuck—. ¿Qué vas a decir? Si yo tuviera que escribir la crítica, diría…

—Escríbela —dijo Miranda—. Escríbela tú esta vez. Yo me estoy preparando para dejarlo, pero no se lo digas a nadie todavía.

—¿Lo dices en serio? Toda mi vida —dijo Chuck— he soñado con ser crítico teatral de un periódico provinciano y esta es mi primera oportunidad.

—Será mejor que la aproveches —le dijo Miranda—, pues puede que sea la última.

Ella pensó: esto es el principio del fin de algo. Me va a suceder algo terrible. No necesitaré pan ni mantequilla allí adonde voy, se lo legaré todo a Chuck, él tiene un padre venerable a quien comprarle bebida. Espero que le dejen quedarse con todo. Oh, Adam, espero verte una vez más antes de hundirme con lo que quiera que sea que me está ocurriendo.

—Quisiera que la guerra se hubiese terminado —le dijo a Chuck, como si hubiesen estado hablando del tema—. Quisiera que hubiera terminado y quisiera que no hubiese empezado nunca.

Chuck había sacado su bloc y su lápiz y ya estaba escribiendo la reseña. Lo que ella acababa de manifestar no parecía arriesgado, pero ¿cómo se lo tomaría él?

—No me importa cómo empezó ni cuándo terminará —dijo Chuck, sin dejar de escribir—. Yo estaré allí.

Todos los hombres rechazados por haber sido declarados inútiles hablaban igual, pensó Miranda. La guerra era lo único que deseaban… cuando ya no podían alcanzarla. Tal vez algunos de ellos habían deseado desesperadamente ir. Todos mantenían una mirada de soslayo para las mujeres con las que hablaban del tema, un cauteloso resentimiento que decía: «No me pongas la etiqueta de cobarde, hembra sanguinaria. He ofrecido mi carne a los cuervos y no la han querido». Lo peor de la guerra para los que se quedan en casa es que ya no tienen con quién hablar. Si no se tiene cuidado el comité Lusk acaba atrapando a cualquiera. El pan ganará la guerra. El trabajo ganará la guerra, el azúcar ganará la guerra, los huesos de melocotón ganarán la guerra. Tonterías. No son tonterías, te lo aseguro, de los huesos de melocotón se puede sacar una especie de valioso explosivo de muchísima potencia. Así que, en la época en que se preparan las conservas, todas las felices amas de casa llevan sus cestas cargadas de huesos de melocotón ante el altar de su país. Eso mantiene ocupadas y hace que se sientan útiles todas esas mujeres enloquecidas porque los hombres están lejos; son peligrosas si no les das algo que aleje sus cabecitas de todo mal. De modo que largas filas de jovencitas, los firmes soportes del futuro, con sus caras puras y serias favorecedoramente enmarcadas por las tocas de la Cruz Roja, enrollan absurdas vendas que nunca llegarán a los hospitales de guerra y hacen jerséis que nunca abrigarán un pecho masculino, mientras meditan con cariño acerca de la sangre y el barro y el próximo baile en el Club Acantus para los oficiales de aviación. El permanecer quietos y callados ganará la guerra.

—Sencillamente no estaré allí —dijo Chuck, absorto en su reseña.

«No, Adam estará allí», pensó Miranda. Se dejó resbalar y apoyó la cabeza sobre su polvorienta butaca, cerró los ojos y se encaró un instante que se hizo eterno con la certidumbre abrumadora y espantosa de que no había nada en el porvenir para Adam y para ella. Abrió los ojos y levantó las manos unidas con las palmas hacia arriba, mirándolas y tratando de comprender el olvido.

—Mira esto —dijo Chuck, porque las luces se habían encendido y el público estaba removiéndose y hablando de nuevo—. Ya la tengo lista, incluso antes de que la estrella salga. Es la vieja Stella Mayhew y ella siempre es buena, hace cuarenta años que es buena y va a cantar «O the blues ain’t nothin’ but the easy-going heart disease». Eso es todo lo que necesitas saber acerca de ella. Ahora échale una ojeada. ¿Estarías dispuesta a firmarlo?

Miranda cogió las páginas y las miró aparentemente muy concienzuda, confiando en que les daba la vuelta en el momento oportuno; al terminar, se las devolvió.

—Sí, Chuck, sí, las firmaría, pero no lo haré. Debemos decirle a Bill que las escribiste tú, porque este tal vez sea tu comienzo.

—No sabes apreciarlo —dijo Chuck—. Lo has leído demasiado deprisa. Mira, escucha esto…

Y empezó a murmurar, excitado. Mientras leía, ella observaba su cara. Era un rostro agradable con una especie de chispa de vida en él y frente perfectamente esculpida y severa. Por primera vez desde que le conocía, se preguntó qué estaba pensando Chuck. Parecía preocupado e infeliz, no era tan frívolo como fingía. La gente abarrotaba el pasillo, sacando sus pitilleras, todos listos para encender una cerilla en cuanto llegaran al vestíbulo; las mujeres de cabello ondulado aferraban sus chales, los hombres estiraban la barbilla para aliviar la molestia de los cuellos duros, y Chuck dijo: «Podemos irnos ya». Miranda, abrochándose la chaqueta, se metió entre la multitud que se movía, pensando: «¿Qué sé yo de ellos? Debe de haber muchos aquí que piensan como yo pero no nos atrevemos a decirnos una palabra acerca de nuestra desesperación, somos animales mudos que se dejan destruir y ¿por qué?, ¿alguien se cree las cosas que nos decimos?».

Tendida incómodamente sobre el brazo del sofá de mimbre del guardarropa, Miranda esperaba a que el tiempo pasara y le llevase a Adam con ella. El tiempo parecía transcurrir con más excentricidad de la acostumbrada, dejando huecos crepusculares en su mente durante treinta minutos que parecían un segundo, y luego relámpagos duros que brillaban claramente sobre su reloj demostrando que tres minutos es un período de espera tan intolerable como una tortura, como si estuviera colgada de los pulgares. Al fin fue razonable imaginar a Adam abandonando su casa en la temprana oscuridad y saliendo a la neblina azul que pronto sería lluvia, venía de camino, y después de todo no había nada que pensar acerca de él, solo el deseo de verle y el temor, la amenaza presente, de no verle más; porque cada paso que daban el uno hacia el otro parecía peligroso, parecía alejarlos en lugar de aproximarlos, como un nadador al cual, a pesar de sus brazadas resueltas, la marea va llevando lentamente hacia atrás. «No quiero amar —pensó a pesar de sí misma—, no a Adam, no hay tiempo y no estamos preparados y, sin embargo, es todo lo que tenemos…»

Y allí estaba él, en la acera, con un pie en el primer escalón, y Miranda casi corrió a su encuentro. Adam, cogiéndole las manos, preguntó:

—¿Ya te encuentras bien? ¿Tienes hambre? ¿Estás cansada? ¿Te apetecerá ír a bailar después del teatro?

—Sí a todo —dijo Miranda—, sí, sí…

Su cabeza era como una pluma y buscó estabilidad cogiéndose de su brazo. La neblina tal vez se convirtiese en lluvia más tarde y, aunque el aire era cortante y limpio en su boca, no hacía que fuese más fácil respirar, pensó.

—Espero que el espectáculo sea bueno, o por lo menos divertido —le dijo—, aunque no te prometo nada.

Era una obra larga y pesada, pero Adam y Miranda permanecieron sentados mientras esperaban con paciencia a que terminara. Adam le quitó el guante con cuidado y seriedad y le cogió la mano como si estuviese acostumbrado a cogérsela en los teatros. En una ocasión se volvieron uno hacia el otro y sus ojos se encontraron, pero solo ocurrió una vez, y los dos pares de ojos eran serenos y reservados. Un profundo temblor sacudió a Miranda y ella se dedicó a resistirlo metódicamente como si estuviese cerrando ventanas y puertas y sujetando cortinas al comienzo de una tormenta. Adam vio la monótona obra con una extraña excitación, con su expresión fija y tranquila.

Cuando el telón se levantó para el tercer acto, la representación tardó en comenzar. Apareció un telón de fondo casi cubierto con una bandera de Estados Unidos expuesta de manera inadecuada y poco respetuosa, clavada en las esquinas superiores, recogida en el medio y clavada otra vez formando pliegues polvorientos. Ante ella posaba un vendedor local de un dólar al año, representando su papel de vendedor de bonos de la libertad. Era un hombre maduro normal y corriente, con un pequeño melón como panza abotonada dentro de los pantalones y el chaleco, una boca apretada y terca, una cara y una figura en la que no se podía leer nada salvo la insatisfactoria vida sexual de sus cincuenta años, pero por una vez en su vida era un tipo importante en una situación imponente, y se recreó en ella, haciendo rodar sus palabras en tono actoral.

—Parece un pingüino —dijo Adam.

Ambos se movieron en sus butacas, se sonrieron; Miranda reclamó su mano, Adam entrelazó las suyas y se prepararon a soportar hasta el final el mismo viejo y mohoso discurso con el mismo viejo y polvoriento telón de fondo… Miranda trató de no escuchar, pero oyó. Esos viles teutones… en el glorioso bosque de Belleau… nuestra palabra clave es sacrificio… la martirizada Bélgica… dar hasta que duela… nuestros nobles muchachos al otro lado del Atlántico… los enormes obuses Berthas… la muerte de la civilización… los alemanes…

—Me duele la cabeza —susurró Miranda—. Oh, ¿por qué no se callará?

—No se callará —murmuró Adam—. Si quieres te traigo una aspirina.

«En los campos de Flandes crecen las amapolas, entre hileras e hileras de cruces.»

—Está llegando al fragmento familiar —murmuró Adam.

Atrocidades, criaturitas inocentes enarboladas en las bayonetas alemanas… vuestro hijo y mi hijo… si logramos evitar que nuestros hijos padezcan estas cosas, entonces digamos con toda reverencia que estos muertos no han muerto en vano… la guerra, la guerra, la guerra terminará con la guerra, la guerra por la democracia, por la humanidad, por un mundo a salvo para siempre… y para demostrar nuestra fe en la democracia los unos ante los otros y ante el mundo, unámonos y compremos bonos de la libertad y prescindamos del azúcar y los calcetines de lana… ¿no era eso? Miranda se dijo: «Repite eso, no he cogido la última frase. ¿Has mencionado a Adam? Si no lo has hecho, no me interesa. ¿Qué me dices de Adam, cerdito asqueroso? ¿Y qué vamos a cantar esta vez, “Tipperary” o “There’s a Long, Long Trail?” Oh, por favor, deja que la obra continúe y se acabe. Tengo que escribir una reseña sobre ella antes de irme a bailar con Adam y no tenemos tiempo. Carbón, petróleo, hierro, oro, economía internacional, ¿por qué no nos hablas de todo eso, pequeño mentiroso?»

El público se puso en pie y cantó «There’s a Long, Long Trail Awinding», con las bocas abiertas oscuras y las caras pálidas bajo el reflejo de las candilejas; algunas de las caras hacían muecas y lloraban y tenían regueros brillantes como babas de caracol en las mejillas. Adam y Miranda se sumaron a voz en grito y se sonrieron abochornados una o dos veces.

En la calle encendieron sendos cigarrillos y echaron a pasear tan lento como siempre.

—No es más que otro viejo desagradable al que le gustaría ver morir a los jóvenes —dijo Miranda en voz baja—. Los peces grandes intentan comerse a los chicos, ya sabes, pero no logran engañar a nadie, ¿verdad, Adam?

A estas alturas la gente joven hablaba así acerca del tema. Pensaban que veían con toda claridad cuál era el juego. Ella continuó:

—Odio a esos calvos tripudos, demasiado gordos, demasiado cobardes, para ir a la guerra ellos mismos, saben que están a salvo. Es a ti a quien mandan…

Adam la miró muy sorprendido.

—Oh, ese —dijo—. ¿Qué podría hacer ese pobre diablo si le aceptasen? No es culpa suya —añadió—, no puede hacer otra cosa más que hablar.

El orgullo por su propia juventud, su indulgencia, su tolerancia y su desprecio por aquel ser infortunado emanaban de todos sus poros mientras paseaba erguido y relajado, seguro de su fortaleza.

—¿Qué puedes esperar de él, Miranda?

Ella pronunciaba el nombre de Adam a menudo y él rara vez pronunciaba el suyo. La pequeña sacudida de placer que le proporcionó el sonido de su nombre en la boca de él detuvo su respuesta. Por un momento titubeó, pero luego empezó desde otro punto de ataque.

—Adam —dijo—, lo peor de la guerra es el miedo y la sospecha y la espantosa expresión que hay en todos los ojos que encuentras… como si hubiesen bajado las persianas sobre sus mentes y sus corazones y te vigilasen desde detrás de ellas, listos para saltar si haces un gesto o dices una palabra que no entienden al instante. Me asusta. También vivo atemorizada, y nadie debería vivir así. El escondite y la mentira. La guerra hace que la mente y el corazón se escondan y mientan, Adam, pero no puedes evitarlo. El resultado de la guerra en la mente y el corazón es peor que los daños que puede causar al cuerpo.

—Oh, sí, pero supón que uno vuelve entero. La mente y el corazón a veces tienen una segunda oportunidad, pero si algo le sucede al pobre y viejo cuerpo humano, bueno, entonces mala suerte, eso es todo —dijo Adam sobriamente después de un momento.

—Oh, sí —parodió Miranda—. Entonces mala suerte, eso es todo.

—Si no fuese a la guerra —dijo Adam, de manera prosaica—, no podría mirarme a la cara a mí mismo.

Así que está absolutamente decidido. Con los dedos aplastados contra su brazo, Miranda se quedó silenciosa, pensando en Adam. No, no había ningún resentimiento ni rebeldía en él. Puro, pensó, hasta el fondo, impecable, completo, como debe ser el cordero del sacrificio. El cordero del sacrificio caminaba despreocupadamente, acomodando sus largos pasos a los de ella, llevándola por el lado interior de la acera como un buen estadounidense, ayudándola a cruzar las calles como si fuera una inválida —«Espero que no lleguemos a un charco, me cogería en brazos»—, emanando aroma de tabaco, un olor masculino a jabón no perfumado, a cuero recién limpio y a piel recién lavada, respirando por la nariz y moviéndose con facilidad. Él echó la cabeza hacia atrás y sonrió al cielo que seguía neblinoso, prometiendo lluvia. «Oh, Dios —dijo él—, qué noche. ¿Por qué no te das prisa con esa reseña y así podremos salir enseguida?»

Él la esperó tomando una taza de café en el restaurante que había junto al taller la imprenta, apodado «La cuchara grasienta». Cuando ella bajó al fin, recién lavada, peinada y empolvada, vio a Adam, sentado cerca de la gran ventana empañada, con la cara vuelta hacia la calle, pero mirando hacia abajo. Era una cara extraordinaria, tersa, hermosa y dorada bajo la luz sucia, pero estaba fija en una melancolía ciega, una expresión de ansiedad y desesperación doloridas. Durante una fracción de segundo vislumbró cómo sería Adam de viejo, el rostro de un hombre que no llegaría a tener. Entonces él la vio a ella, se levantó y el luminoso resplandor reapareció.

Adam juntó sus sillas ante la mesa; bebieron té caliente y escucharon a la orquesta de jazz tocando «Pack Up Your Troubles». «Un viejo macuto y sonríe, sonríe, sonríe», gritaban una docena de chicos por debajo de la edad de reclutamiento reunidos en torno a una mesa cerca de la orquesta. Vociferaban de forma incoherente, estallaban en carcajadas histéricas como si estuvieran muy contentos y se pasaban por debajo del mantel petacas que contenían un líquido claro —porque en esa ciudad del Oeste, fundada y construida por mineros borrachos, a nadie se le permitía beber alcohol en público—, echaban un chorro en sus jarras de gaseosa de jengibre y continuaban cantando «It«It’sLong Way to Tipperary». Cuando empezaron a cantar «Madelon», Adam dijo: «Vamos a bailar». Era un local sórdido, abarrotado, caluroso y lleno de humo, pero no había nada mejor. La música era alegre; además, de todas formas, la vida está loca, pensó Miranda, por lo tanto, ¿qué más da? Esto es lo que tenemos Adam y yo, esto es todo lo que vamos a conseguir, así son las cosas para nosotros. Deseaba decirle: «Adam, sal de tu sueño y escúchame. Tengo dolores en el pecho, en la cabeza y en el corazón y son reales. Me duele todo y tú corres tal peligro que no puedo ni pensarlo, ¿por qué no podemos salvarnos uno al otro?». Cuando su mano le apretaba el hombro, el brazo de él le apretaba la cintura al instante y se quedaba allí, sosteniéndola con firmeza. No decían nada, pero se sonreían continuamente, curiosas sonrisas cambiantes que parecían haber descubierto un nuevo lenguaje. Miranda, con su cara casi pegada al hombro de Adam, se fijó en una joven pareja negra sentada en una mesa en el rincón, que se rodeaban la cintura uno al otro, con las cabezas juntas, los ojos mirando fijamente la misma cosa, fuera la que fuese, que flotaba en el espacio ante ellos. La mano derecha de ella estaba sobre la mesa, la mano de él encima de ella, y la cara de la muchacha estaba empañada por el llanto. De vez en cuando él le levantaba la mano y se la besaba, luego la dejaba sobre la mesa y la sostenía, y los ojos de ella volvían a llenarse de lágrimas. No es que no tuvieran vergüenza, sino que habían olvidado dónde estaban o no tenían otro sitio adonde ir. No decían ni una palabra y su pequeña pantomima se repetía, como un melancólico cortometraje proyectándose monótonamente una y otra vez. Miranda los envidió, envidió a esa chica, por lo menos podía llorar si eso le ayudaba y él ni siquiera tendría que preguntarle: «¿Qué te pasa? Cuéntame». Tenían sendas tazas de café ante ellos y al cabo de un rato —Miranda y Adam habían bailado y se habían vuelto a sentar dos veces—, cuando el café estaba ya completamente frío, se lo bebieron de repente, luego se abrazaron como antes, sin una palabra y sin apenas mirarse el uno al otro. Por lo menos habían resuelto algo entre ellos; era envidiable, envidiable que pudieran sentarse juntos en silencio y tener la misma expresión en el rostro mientras miraban el infierno que compartían, no importaba qué clase de infierno fuese, era suyo y estaban juntos en él.

En la mesa más cercana adonde se encontraban Adam y Miranda, una muchacha estaba apoyada en un codo contándole una historia al joven que la acompañaba.

—Y no me gusta porque es demasiado fresco. Insistía en pedirme que tomara una copa y yo le repetía que no bebía y él dijo: «Escucha, necesito un trago desesperadamente y creo que eres mala por no beber conmigo, no puedo sentarme aquí y beber solo», dijo. Yo le dije: «En primer lugar no estás solo y, si quieres una copa, adelante, tómatela», le dije, ¿por qué arrastrarme a mí? Así que llamó al camarero y le pidió gaseosa de jengibre y dos vasos y yo bebí la gaseosa sola como hago siempre, pero él echó un chorro de alcohol en la suya. Estaba orgullosísimo de ese alcohol, decía que lo hacía él mismo con patatas. Un buen licor casero, recién salido del tonel, tres gotas de esto y tu gaseosa sabrá a Mumm’s Extry. Pero le dije: «No, y no quiere decir no, ¿es que no puedes meterte eso en la sesera?». Él se bebió otra copa y dijo: «Ah, vamos, preciosa, no seas tan terca, esto te hará menear el esqueleto». Así que me cansé de la discusión y le dije: «No necesito beber para menear el esqueleto, puedo bailar lo que haga falta tomando té», le dije. «Bueno, entonces ¿por qué no lo haces?», quiso saber, así que le dije…

Supo que llevaba mucho tiempo durmiendo cuando de pronto, sin siquiera un paso de advertencia o un chirrido de los goznes de la puerta, Adam ya estaba en la habitación encendiendo la luz y ella supo que era él aunque al principio se quedó cegada y volvió la cabeza hacia el otro lado. Él se acercó enseguida, se sentó en el borde de la cama y empezó a hablar como si continuara una conversación que acababan de interrumpir hacía un rato. Arrugó un trozo de papel y lo arrojó a la chimenea.

—No has leído mi nota —dijo—. La metí por debajo de la puerta. Me hicieron volver al campamento de repente para ponerme un montón de vacunas. Me tuvieron más tiempo del que yo esperaba, así que llegué tarde. Llamé a tu oficina y me dijeron que hoy no ibas a trabajar. Llamé aquí a la señorita Hobbe y me dijo que estabas en la cama y que no podías ponerte al teléfono. ¿Te dio mi mensaje?

—No —dijo Miranda adormilada—, pero creo que he estado durmiendo todo el día. Oh, ya recuerdo. Vino un médico. Lo mandó Bill. Hablé pór teléfono una vez, porque Bill me dijo que me enviaría una ambulancia y que me llevarían al hospital. El médico me dio golpecitos en el pecho y me dejó una receta y dijo que volvería, pero no ha venido.

—¿Dónde está la receta? —preguntó Adam.

—No lo sé, pero le vi dejarla por aquí.

Adam se movió por la habitación buscando sobre las mesas y en la repisa de la chimenea.

—Aquí está —dijo—. Volveré dentro de unos minutos. Tengo que buscar una farmacia de guardia, es más de la una, adiós.

Adiós, adiós. Miranda se quedó mirando un buen rato la puerta por la que él había desaparecido, luego cerró los ojos y pensó: «Cuando no estoy aquí no puedo recordar nada de esta habitación en la que he vivido durante casi un año, excepto que las cortinas son demasiado finas y no hay manera de impedir que entre la luz de la mañana». La señorita Hobbe le había prometido unas cortinas más gruesas, pero nunca había aparecido con ellas. Cuando Miranda, en bata, hablaba por teléfono aquella mañana, la señorita Hobbe había pasado por su lado con una bandeja. Era una mujercita pelirroja nerviosa y amable, cuya actitud reflejaba claramente que aquel negocio no era rentable y que ella estaba en una situación precaria.

—Mi querida niña —dijo con severidad, lanzando una mirada al atuendo de Miranda—, ¿qué le pasa?

Miranda, con el auricular en la oreja, contestó.

—Gripe, creo.

—Horror —dijo la señorita Hobbe en un murmullo, y la bandeja tembló en sus manos—. Vuélvase a la cama enseguida… ¡Enseguida!

—Tengo que hablar con Bill primero —le contestó Miranda.

La señorita Hobbe se había marchado apresuradamente y no había vuelto. Bill le había gritado instrucciones, prometiéndole de todo, médico, enfermera, ambulancia, hospital y su cheque semanal como de costumbre, pero tenía que meterse en la cama y quedarse allí. Ella se dejó caer en la cama pensando que Bill era la única persona que ella había visto que realmente se mesaba los cabellos cuando estaba muy nervioso… Supongo que yo debería pedir que me enviasen a casa, es una vieja y respetable costumbre que tu familia cargue con tu muerte. No, me quedaré aquí, esto es asunto mío, pero no en esta habitación, espero… Ojalá estuviera en las frías montañas, en la nieve, cómo me gustaría; y alrededor de ella se alzaron las enormes cadenas montañosas de las Rocosas, con su nieve perpetua, sus majestuosos laureles de nubes azules, helándola hasta los huesos con su aliento cortante. Oh, no, necesito calor, y su memoria cambió de rumbo y vagó en busca de otro lugar que había conocido antes y que había querido más, que ya solo podía ver en errantes fragmentos de palmeras y cedros, sombras oscuras y un cielo que calentaba sin deslumbrar como ese extraño cielo la había deslumbrado sin calentarla: el largo y lento ondular del musgo gris en la soñolienta sombra de los robles, el espacioso revoloteo de los buitres sobre la cabeza, el olor de las hierbas pisadas a lo largo de la rivera y, sin previo aviso, un río ancho y tranquilo en el que confluían todos los ríos que había conocido. Las paredes se inclinaron hacia atrás en un movimiento silencioso y decidido, y un barco de vela alto estaba amarrado cerca, con una pasarela de desembarco ennegrecida por la intemperie tocando los pies de su cama. Detrás del barco estaba la jungla e, incluso en el momento en que apareció ante ella, supo que era todo lo que había leído o le habían contado, había sentido o había pensado acerca de la jungla: un lugar de muerte secreto, terriblemente vivo y retorcido, que bullía con marañas de serpientes moteadas, aves con los colores del arco iris y ojos malignos, leopardos con caras sabias y leones con extravagantes melenas, monos chillones de brazos largos que brincaban por entre las hojas anchas y carnosas que brillaban con luz sulfurosa y exudaban el icor de la muerte, y troncos podridos de árboles desconocidos tendidos en el limo. Sin sorpresa, desde su almohada, Miranda se vio a sí misma correr velozmente por la pasarela hasta la cubierta inclinada y allí de pie inclinarse sobre la barandilla y agitar el brazo alegremente para despedirse de sí misma en la cama, después la esbelta nave extendió sus alas y se adentró en la jungla. El aire temblaba con los chillidos penetrantes y los roncos bramidos de voces que gritaban todas juntas, rodando y entrechocando por encima de ella como nubes de tormenta, y las palabras se convirtieron en solo dos palabras que se alzaban y descendían en un clamor sobre su cabeza. Peligro, peligro, peligro, decían las voces, y guerra, guerra, guerra. La puerta estaba entreabierta, Adam estaba de pie con la mano en el picaporte y la señorita Hobbe, con la cara distorsionada por el terror, gritaba en tono agudo:

—Se lo digo en serio, tienen que venir a buscarla inmediatamente, de lo contrario la pondré de patitas en la calle… Se lo digo en serio, esto es una plaga, una plaga, Dios mío, ¡y yo tengo una casa llena de gente en la que debo pensar!

—Ya lo sé —dijo Adam—. Vendrán a buscarla mañana por la mañana.

—Mañana por la mañana, Dios mío, ¡ será mejor que vengan ya!

—No se puede conseguir una ambulancia —dijo Adam— y no hay camas. Tampoco hemos podido encontrar un médico ni una enfermera. Todos están ocupados. Eso es lo que hay. No entre usted en la habitación y yo me ocuparé de ella.

—Sí, usted se ocupará de ella, ya lo veo —dijo la señorita Hobbe con un tono particularmente desagradable.

—Sí, eso es lo que he dicho —contestó Adam, cortante—. Usted manténgase al margen.

Él cerró la puerta con cuidado. Llevaba un surtido de paquetes mal hechos y su cara estaba asombrosamente impasible.

—¿Has oído eso? —preguntó inclinándose sobre ella y hablándole bajito.

—Casi todo —dijo Miranda—. Una perspectiva agradable, ¿no?

—Tengo tu medicina —dijo Adam– y vas a empezar a tomarla ahora mismo. No puede echarte.

—Conque las cosas están realmente así de mal —dijo Miranda. —No pueden estar peor —dijo Adam—. Todos los teatros y casi todas las tiendas y restaurantes están cerrados y las calles han estado atestadas de cortejos fúnebres todo el día y de ambulancias toda la noche.

—Pero ni una para mí —dijo Miranda entre alegre y aturdida. Se sentó, golpeó la almohada para darle forma y alargó el brazo para coger la bata—. Me alegro de que estés aquí, he tenido una pesadilla. Dame un cigarrillo, ¿quieres?, y enciéndete otro y abre todas las ventanas y siéntate cerca de una de ellas. Estás corriendo riesgo de contagio, ¿lo sabes? ¿Por qué lo haces?

—No importa —dijo Adam—. Tómate tu medicina.

Y le ofreció dos pastillas grandes de color cereza. Ella se las tragó rápidamente pero las vomitó al instante.

—Discúlpame —dijo empezando a reírse—. Lo siento muchísimo.

Adam, sin decir una palabra y con una expresión muy preocupada, le lavó la cara con una toalla mojada, le dio un poco de hielo picado de uno de los paquetes y con firmeza le ofreció dos pastillas más.

—Es lo que siempre hacían en mi casa —le explicó ella— y daba resultado.

Aplastada por la humillación se llevó las manos a la cara y se rió de nuevo dolorosamente.

—Todavía hay dos clases más —dijo Adam apartándole las manos de la cara y levantándole la barbilla—. No has hecho más que empezar y he traído otras cosas, como zumo de naranja y helado, pues me han dicho que te dé helado, y café en un termo y un termómetro. Tienes que poder con todo, así que más vale que lo tomes con calma.

—Anoche a estas horas estábamos bailando —dijo Miranda y bebió algo de una cuchara.

Sus ojos le seguían por la habitación mientras él hacía cosas para ella con expresión distraída, como si estuviera solo; de vez en cuando volvía y poniéndole una mano bajo la cabeza le acercaba una taza o una jarra a los labios, ella bebía y de nuevo le seguía con la mirada, sin tener una idea clara de lo que estaba sucediendo.

—Adam —dijo—, se me acaba de ocurrir algo; tal vez se hayan olvidado de llamar al hospital Saint Luke’s. Llama a las hermanas y diles que no sean tan egoístas con sus viejas habitaciones. Diles que solo quiero una muy pequeña oscura y fea durante tres días o me- nos. Inténtalo, Adam.

Al parecer, él creía que ella todavía estaba más o menos en su sano juicio, porque Miranda le oyó dando explicaciones en el teléfono con voz pausada. Volvió casi inmediatamente diciendo:

—Hoy parece ser el día en que no voy a parar de toparme con solteronas malhumoradas. La hermana ha dicho que aunque tuviesen una habitación no podrían dártela si no te manda un médico, pero de todas formas no tienen ninguna. Ha sido bastante ácida en su contestación.

—Bueno —dijo Miranda con voz apagada—, creo que eso es bastante grosero y mezquino, ¿no crees?

Se sentó de repente con un gesto violento de ambos brazos y empezó a tener arcadas otra vez.

—Aguanta un momento —dijo Adam llevándole la palangana. Le sostuvo la cabeza, le lavó la cara y las manos con agua helada, le puso la cabeza sobre la almohada, se acercó a la ventana y miró hacia fuera.

—Bueno —dijo al fin sentándose de nuevo a su lado—, no tienen habitación. No tienen cama. A juzgar por su manera de hablar ni siquiera tienen una cuna. Creo que está bastante claro, así que más vale que nos atrincheremos.

—¿No va a venir la ambulancia?

—Tal vez mañana.

Se quitó la chaqueta del uniforme y la colgó en el respaldo de una silla. Arrodillándose ante la chimenea, empezó a colocar cuidadosamente unas astillas en forma de tienda india, con un pedazo de papel en el centro como soporte. Le prendió fuego y puso más astillas, y luego pedazos más grandes de madera. Cuando ya estaban ardiendo bien, añadió trozos aún más pesados y carbón, unos cuantos pedazos cada vez, hasta que hubo tan buen fuego que no sería necesario avivar. Se levantó y se sacudió las manos, el fuego le iluminaba por detrás y su pelo brillaba.

—Adam —dijo Miranda—, creo que eres muy bello.

—Vaya palabreja para mí —dijo riéndose al oírlo y negando con la cabeza.

—Es la primera que se me ha ocurrido —dijo ella incorporándose sobre un codo para recibir el calor del fuego—. Has hecho un buen trabajo con ese fuego.

Él se sentó de nuevo en la cama, arrastrando una silla y poniendo los pies en el somier. Se sonrieron por primera vez desde que él había entrado esa noche.

—¿Cómo te sientes ahora? —le preguntó.

—Mejor, mucho mejor —le contestó—. Hablemos. Contémonos lo que pensábamos hacer.

—Cuenta tú primero —dijo Adam—. Quiero saber más de ti.

—Te habrá parecido que tenía una vida muy triste —dijo ella— y puede que lo fuera, pero me gustaría mucho volver a ella. Si pudiera recuperarla, sería fácil sentirse feliz casi por cualquier cosa. Eso no es verdad, pero es lo que siento ahora. —Tras una pausa añadió—: Después de todo, no hay nada que contar si termina ahora, porque todo este tiempo yo estaba preparándome para algo que iba a suceder más tarde, cuando llegase el momento, así que ahora no hay mucho.

—Pero habrá valido la pena hasta ahora, ¿no? —preguntó él seriamente, como si fuese importante saberlo.

—No, si esto es todo —repitió ella, obstinada.

—¿No has sido nunca… feliz? —preguntó Adam dejando ver que le asustaba la palabra.

Aquella palabra le daba vergüenza, como le ocurría con la palabra amor; no parecía haberla pronunciado nunca y estaba inseguro respecto a su sonido o significado.

—No sé —dijo ella—. Sencillamente vivía y nunca pensaba en la felicidad. Recuerdo, sin embargo, cosas que me gustaban y cosas que esperaba conseguir.

—Yo me preparaba para ser ingeniero de electricidad —dijo Adam, pero se detuvo—. Terminaré cuando vuelva —añadió después de un momento.

—¿No te encanta estar vivo? —preguntó Miranda—. ¿No te encanta el tiempo y los colores a diferentes horas del día y todos los sonidos y ruidos, como los de unos niños que gritan en la casa de al lado, las bocinas de los automóviles, las pequeñas bandas de música que tocan en la calle y el olor de la comida en el fuego?

—También me encanta nadar —dijo Adam.

—Y a mí —dijo Miranda—. Nunca hemos nadado juntos. ¿Recuerdas alguna oración? —le preguntó ella de pronto—. ¿Aprendiste algo en la catequesis?

—No mucho —confesó Adam sin arrepentimiento—. Bueno, el padrenuestro.

—Sí, y el avemaría —dijo—, y la más útil, la que empieza: Yo, pecador, me confieso a Dios Todopoderoso y a la Santísima Virgen María y los santos apóstoles Pedro y Pablo…

—Católica —comentó él.

—De todas formas son oraciones. Tú debes de ser metodista. Apuesto a que eres metodista.

—No, presbiteriano.

—Bueno, ¿qué otra oración recuerdas?

—Ahora me acuesto y voy a dormirme —dijo Adam.

—Sí, esa y Bienaventurado Jesús, manso y dulce… Como ves tampoco descuidaron mucho mi educación religiosa. Incluso sé una oración que empieza «Oh, Apolo», ¿quieres oírla?

—No —dijo Adam—, te estás burlando.

—No —dijo Miranda—, estoy tratando de no dormirme. Me da miedo dormirme y no despertar. No me dejes dormir, Adam. ¿Sabes la oración… Mateo, Marcos, Lucas y Juan bendecid la cama en que reposo?

—Si muriera antes de despertar, ruego al señor que se lleve mi alma. ¿Es esa? —preguntó Adam—. No me suena nada bien.

—Enciéndeme un cigarrillo, por favor, y ve a sentarte cerca de la ventana, nos estamos olvidando del aire fresco. Debes airearte.

Él encendió el cigarrillo y se lo acercó a los labios. Ella lo cogió entre los dedos y se le cayó bajo el borde de la almohada. Él lo cogió y lo aplastó en el platillo que había debajo de la jarra del agua. La cabeza de Miranda dio vueltas en la oscuridad por un instante, luego se aclaró y se sentó presa del pánico, apartando las ropas de la cama y empezando a sudar. Adam dio un salto con cara de alarma y casi inmediatamente le acercó una taza de café caliente a la boca.

—Tú también debes tomar una taza —le dijo, tranquila de nuevo, y ambos se sentaron muy juntos en el borde de la cama bebiendo café en silencio.

—Debes acostarte otra vez —dijo Adam—. Ahora estás bien despierta.

—Vamos a cantar —dijo Miranda—. Conozco un viejo canto espiritual, recuerdo parte de la letra. —Habló con voz natural—. Ahora estoy bien. —Comenzó a cantar en un murmullo ronco—: «Pálido caballo, pálido jinete, se han llevado a mi amada…». ¿Conoces esa canción?

—Sí —dijo Adam—, se la he oído cantar a los negros en Texas, en un yacimiento petrolífero.

—Yo se la oí cantar en un campo de algodón —dijo ella—. Es una canción muy buena.

Cantaron juntos ese verso.

—Pero no puedo recordar lo que viene a continuación —dijo Adam.

—«Pálido caballo, pálido jinete» —dijo Miranda—, en realidad necesitamos un buen banjo, «se han llevado a mi amada…» —Su voz se aclaró y dijo—: pero deberíamos continuar. ¿Qué viene ahora?

—Es mucho más larga —dijo Adam—, tiene unos cuarenta versos, el jinete se ha llevado a mamá, a papá, al hermano, a la hermana, a toda la familia, además de la amada…

—Pero no al cantor, todavía no —dijo Miranda—. La muerte siempre deja un cantor para que se lamente. «¡Muerte —cantó—deja un cantor para que se lamente!»

—«Pálido caballo, pálido jinete —entonó Adam entrando en el momento oportuno— ¡se han llevado a mi amada!» Creo que somos muy buenos; deberíamos montar una función…

—Podríamos ir a entretener a los pobres héroes indefensos allí —dijo Miranda.

—Tocaremos el banjo —dijo Adam—, siempre he querido tocar el banjo.

Miranda suspiró, se recostó en la almohada y pensó: debo renunciar, ya no puedo resistir más. No había nada más que ese terrible dolor, nada más que esa habitación, nada más que Adam. Ya no había múltiples planos en la vida, ni duros filamentos de memoria y esperanza que tirasen hacia detrás y hacia delante para sostenerla erguida en su vaivén. Solo ese único momento y era un sueño de tiempo, la cara de Adam, muy cerca de la suya, los ojos fijos y atentos, era una sombra, y no habría nada más…

—Adam —dijo desde la pesada y blanda oscuridad que la atraía hacia abajo—, te quiero y estaba esperando que tú me dijeses lo mismo.

Él se tumbó a su lado con un brazo bajo los hombros de ella, apretó su cara tersa contra el rostro de ella, su boca se movió hacia la de ella y se detuvo.

—¿Puedes oír lo que te estoy diciendo? ¿Qué crees que he estado tratando de decirte todo este tiempo?

Ella se volvió hacia él, la nube se disipó y vio su cara por un instante, él le subió la colcha y la sostuvo entre sus brazos y le dijo:

—Duérmete, cariño, cariño. Si te duermes una hora, te despertaré y te traeré café caliente. Mañana encontraremos ayuda. Te quiero, duérmete.

Casi sin darse cuenta, se encontró flotando en la oscuridad, agarrada a su mano en un sueño que no era un sueño sino una clara luz vespertina en un pequeño bosque verde, un bosque peligroso y hostil lleno de ocultas voces inhumanas que cantaban chillonas como el gemido de las flechas, y vio a Adam traspasado por una descarga de esas flechas cantarinas que le atravesaron el corazón y pasaron con un sonido penetrante siguiendo su camino a través del follaje. Adam cayó de espaldas ante sus ojos y se levantó de nuevo ileso y vivo; otra descarga de flechas disparadas por el arco invisible le dio otra vez y él cayó, pero estaba allí ante ella intacto, en una perpetua muerte y resurrección. Ella se arrojó ante él, colérica y egoísta, se interpuso entre él y la trayectoria de la flecha, gritando no, no, como un niño engañado en un juego, ahora me toca a mí, ¿por qué tienes que ser siempre tú quien muera? Y las flechas atravesaron limpiamente el corazón de ella pero penetraron en el cuerpo de él, que quedó allí muerto, y ella seguía viva y el bosque silbaba y cantaba y gritaba, cada rama, cada hoja y cada brizna de hierba tenían su propia voz terrible y acusadora. Entonces echó a correr y Adam la cogió en mitad de la habitación, corriendo, y le dijo:

—Cariño, yo también he debido de dormirme. ¿Qué te ha pasado? Has gritado horrorizada.

Después de que él la ayudase a acomodarse, ella se quedó sentada con las rodillas levantadas hasta la barbilla, apoyando la cabeza en los brazos doblados y empezó a buscar cuidadosamente las palabras, porque era importante explicarse con claridad.

—Era un sueño muy raro, no sé por qué me he asustado tanto. Había algo relacionado con una anticuada tarjeta de San Valentín. Había dos corazones tallados en un árbol, atravesados por la misma flecha, ya sabes, Adam…

—Sí, lo sé, cielo —dijo él con muchísima dulzura, y se sentó a su lado besándola en la mejilla y en la frente como si fuera una costumbre, como si llevara años haciéndolo—, una de esas tarjetas de papel con encaje de imitación.

—Sí, pero estaban vivos y éramos nosotros, ¿comprendes? No era exactamente así, pero era algo parecido. Era en un bosque…

—Sí —dijo Adam. Se levantó, se puso la chaqueta y recogió el termo—. Me voy a ese puestecito para comprar hielo y café caliente —le dijo—. Volveré dentro de cinco minutos, quédate tranquila. Adiós pero hasta dentro de cinco minutos —le dijo sosteniéndole la barbilla con la palma de la mano y tratando de que ella le mirara a los ojos—, estate muy tranquila.

—Adiós —dijo ella—. Estoy bien, ya estoy despierta otra vez.

Pero no estaba bien, y los dos jóvenes internos del hospital del condado que se presentaron, después de decenas de frenéticas llamadas de un escandaloso redactor del Blue Mountain News, para llevársela en una ambulancia de la policía, decidieron que sería mejor bajar para subir la camilla. Sus voces la despertaron, se sentó, se levantó de la cama enseguida y se quedó mirando a su alrededor con ojos brillantes.

—Vaya, está usted bien —dijo el más moreno y más fuerte de los dos hombres, ambos extraordinariamente en forma y con un aire muy competente con su uniforme blanco con una flor en el ojal—. La llevaré en brazos.

Desplegó una manta blanca y la envolvió en ella. Miranda recogió los pliegues y preguntó, cogiéndose del brazo del médico:

—Pero ¿dónde está Adam?

Él le puso una mano en la frente empapada, meneó la cabeza y le lanzó una mirada perspicaz.

—¿Adam?

—Sí —le dijo Miranda bajando la voz con tono confidencial—, estaba aquí y ahora no está.

—Oh, volverá —le dijo el interno con naturalidad—. Ha ido a la vuelta de la esquina a comprar cigarrillos, no se preocupe por Adam. Ese es el menor de sus problemas.

—¿Sabrá dónde encontrarme? —preguntó ella resistiéndose todavía.

—Le dejaremos una nota —dijo el interno—. Venga, es hora de marcharnos de aquí.

La levantó a pulso y la apoyó en su hombro.

—Me siento muy mal —le dijo ella—. No sé por qué.

—No me extraña —dijo él saliendo con cuidado, pasando junto al médico que iba delante y tanteando con el pie en busca del primer escalón—. Ponga sus brazos alrededor de mi cuello —le ordenó—. A usted no le hará ningún daño y a mí me ayudará mucho.

—¿Cómo se llama usted? —le preguntó Miranda mientras el otro médico abría la puerta principal y salían al aire dulce y helado.

—Hildesheim —contestó él como quien sigue la corriente a un niño.

—Bueno, doctor Hildesheim, estamos en un buen lío, ¿verdad?

—Sin duda —dijo el doctor Hildesheim.

El segundo interno, aún fresco y atildado con su bata blanca, aunque su clavel ya estaba marchitándose por los bordes, estaba inclinado sobre ella escuchando su respiración a través de un estetoscopio y silbando bajito «There’s a Long Long Trail». De vez en cuando le daba golpecitos en las costillas con dos dedos, sin dejar de silbar. Miranda le observó durante unos momentos hasta que consiguió encontrar sus brillantes ojos de color avellana a menos de diez centímetros de los suyos.

—No estoy inconsciente —explicó—, sé lo que quiero decir.

Luego, horrorizada, se oyó balbuceando tonterías, sabiendo que eran tonterías aunque no podía oír lo que decía. La chispa de atención en los ojos cercanos se desvaneció. El interno continuó dando golpecitos y escuchando, silbando suavemente por lo bajo.

—Me gustaría que dejase de silbar —dijo ella claramente. El sonido cesó—. Es una canción horrenda —añadió.

Cualquier cosa, cualquier cosa para conservar su pequeño asidero a la vida, una clara línea de comunicación, no importaba la que fuese, entre ella y el mundo que parecía alejarse.

—Por favor permítanme ver al doctor Hildesheim —dijo—. Tengo algo importante que decirle. Debo decírselo ahora.

El segundo interno desapareció. No se alejó, huyó por el aire sin hacer ningún sonido y la cara del doctor Hildesheim apareció en su lugar.

—Doctor Hildesheim, quería preguntarle por Adam.

—¿Ese joven? Ha estado aquí, dejó una nota y se ha ido —dijo el doctor Hildesheim—. Volverá mañana y pasado mañana —concluyó alegre y despreocupado.

—No le creo —dijo Miranda amargamente, cerrando los labios y los ojos y confiando en no echarse a llorar.

—Señorita Tanner —llamó el médico—, ¿tiene usted esa nota?

La señorita Tanner apareció a su lado, le entregó a Miranda un sobre sin cerrar, se lo quitó, desplegó la nota y se la dio.

—No puedo verla —dijo Miranda, después de un doloroso recorrido por la página llena de apresurados garabatos en tinta negra.

—Yo se la leeré —dijo la señorita Tanner—. Dice: «Fueron a buscarte mientras yo estaba fuera y ahora no me dejan verte. Quizá me dejen mañana. Con todo mí amor, Adam» —leyó la señorita Tanner con una voz firme y seca, pronunciando las palabras con toda claridad—. ¿Lo ve? —le dijo tranquilizadoramente.

Miranda oyó las palabras una a una, pero también las olvidó una a una.

—Oh, léamela otra vez, ¿qué dice? —pidió por encima del silencio que la oprimía, tratando de asir las palabras que se le escapaban cuando estaba a punto de tocarlas.

—Ya es suficiente —dijo el doctor Hildesheim, sereno y autoritario—. ¿Dónde está esa cama?

—No hay cama todavía —dijo la señorita Tanner como si dijera: «No tenemos naranjas».

—Bueno, algo arreglaremos —dijo el doctor Hildesheim.

Y la señorita Tanner empujó la estrecha camilla con barras metálicas brillantes y cruzadas y con pequeñas ruedas de goma hasta un hueco profundo del pasillo, fuera del paso de las veloces figuras blancas que pasaban en silencio rozándose y arremolinándose como moscas de agua. Las paredes blancas se elevaban como acantilados, una docena de lunas escarchadas se fueron sucediendo de manera ordenada por una senda blanca y se fueron desplomando en silencio, una a una, en un abismo nevado.

¿Qué es esta blancura y este silencio sino la ausencia de dolor? Miranda yacía jugando con el pelillo de su manta blanca suavemente entre los dedos serenos mientras contemplaba una danza de sombras altas y decididas que se movían detrás de un ancho biombo de sábanas extendidas sobre un marco. Allí, cerca de ella, en la pared que había a su lado podía verlo con claridad y disfrutarlo, era tan hermoso que no sentía curiosidad respecto a su significado. Dos figuras oscuras inclinaban la cabeza, se doblaban por la cintura, se hacían reverencias, retrocedían y volvían a inclinarse, levantaban sus largos brazos y abrían sus grandes manos contra la sombra blanca del biombo; luego, con un solo ademán, las sábanas se plegaron descubriendo a dos hombres mudos de blanco, de pie, y otro hombre mudo de blanco tumbado en el somier vacío de una cama de hierro blanca. El hombre del somier estaba vendado de los pies a la cabeza todo blanco, con unas bandas cruzándole la cara y un gran lazo rígido que parecían las alegres orejas de un conejo que estuviera balanceándose sobre su coronilla.

Los dos hombres vivos levantaron un colchón apoyado contra la pared y lo extendieron con ternura justo sobre el hombre muerto. Y mudos y blancos se desvanecieron por el corredor empujando la cama con ruedas. Había sido un espectáculo fascinante y tranquilo, pero ya había terminado. Una pálida niebla blanca se elevó insinuante tras ellos y flotó ante los ojos de Miranda, una niebla en la cual se ocultaba todo el terror y todo el cansancio, todas las caras crispadas, las espaldas retorcidas y los pies rotos de seres vivos ultrajados y torturados, todas las formas de su confuso dolor y sus corazones enajenados; la niebla podría abrirse en cualquier momento y dejar suelta la horda de los tormentos humanos. Ella levantó las manos y dijo: «Todavía no, todavía no», pero era demasiado tarde. La niebla se abrió y dos verdugos, vestidos de blanco, se movieron hacia ella empujando entre los dos, con manos increíblemente diestras y prácticas, la figura deforme de un viejo envuelto en asquerosos andrajos cuya barba rala se agitaba bajo su boca abierta mientras arqueaba la espalda y separaba los pies para resistirse y retrasar el destino que habían dispuesto para él. Con voz aguda y llorosa, estaba tratando de explicarles que el crimen del que le acusaban no merecía el castigo que estaba a punto de recibir, pero salvo por ese lamento todo era silencio mientras avanzaban. Las palmas sucias y agrietadas de las manos del viejo estaban extendidas ante él con el gesto suplicante de un mendigo, mientras decía: «Ante Dios no soy culpable», pero lo tenían agarrado por los brazos y lo arrastraban hacia delante. Pasaron y desaparecieron.

El camino a la muerte es una larga marcha asediada por todos los males y el corazón falla poco a poco ante cada nuevo terror, los huesos se rebelan a cada paso, la mente establece su propia y enconada resistencia, ¿con qué fin? Las barreras se desploman una a una y, por mucho que te tapes los ojos, no hay forma de ocultar el paisaje del desastre ni la vista de los crímenes cometidos en él. A campo traviesa venía el doctor Hildesheim, su cara era una calavera debajo del casco alemán, con un bebé desnudo que se retorcía en la punta de su bayoneta y una enorme olla de piedra con la palabra «veneno» escrita en letra gótica. Se detuvo delante del pozo que Miranda recordaba en un pasto en la granja de su padre, un pozo que había estado seco pero en el que ahora burbujeaba el agua pura, y echó en sus oscuras profundidades al niño y el veneno, y el agua violada se hundió de nuevo silenciosamente en la tierra. Miranda, chillando, corrió con los brazos por encima de la cabeza, su voz hizo eco y volvió a ella como el aullido de un lobo: Hildesheim es un alemán, un espía, un germano, mátale, mátale antes de que él te mate a ti… Se despertó aullando, oyó las horrendas palabras que acusaban al doctor Hildesheim saliendo de su boca, abrió los ojos y supo que se encontraba en una cama, en una pequeña habitación blanca, con el doctor Hildesheim sentado a su lado midiendo con dos dedos firmes su pulso. Su pelo estaba elegantemente peinado y la flor del ojal estaba fresca. Al otro lado de la ventana brillaban las estrellas y el doctor Hildesheim parecía estar contemplándolas sin ninguna expresión especial, con su estetoscopio colgado del cuello. La señorita Tanner estaba a los pies de la cama escribiendo algo.

—Hola —dijo el doctor Hildesheim—, por lo menos usted se desahoga gritando y no intenta levantarse de la cama y salir corriendo.

Miranda mantuvo los ojos abiertos haciendo un gran esfuerzo, vio con claridad su cara más bien gruesa y paciente, aunque su mente se tambaleaba y resbalaba de nuevo, se soltaba de sus cimientos y giraba como una rueda por una cuneta.

—No lo decía en serio, nunca lo he creído, doctor Hildesheim, olvídelo…

Y se perdió de nuevo, sin poder esperar una respuesta.

El mal que había hecho la persiguió y la acosó en su sueño: este mal adoptó formas vagas de horror que no podía reconocer ni nombrar aunque su corazón se encogía al verlas. Su mente, dividida en dos, en el mismo instante reconocía y negaba lo que veía, porque a través de un abismo de quejumbrosa oscuridad su yo coherente y racional observaba fríamente el extraño frenesí de su otro yo, resistiéndose a admitir la verdad de su visiones, sus tenaces remordimientos y desesperaciones.

—Sé que esas son sus manos —le dijo a la señorita Tanner—, lo sé, pero para mí son tarántulas blancas, no me toque.

—Cierre los ojos —le dijo la señorita Tanner.

—Oh, no —dijo Miranda—, porque entonces veo cosas peores. Pero sus ojos se cerraron en contra de su voluntad y la medianoche de su tormento interior se cerró sobre ella.

El olvido, pensó Miranda, mientras su mente buscaba a tientas entre sus recuerdos de palabras que había aprendido para describir lo invisible, lo incognoscible, es un remolino de aguas grises que giran sobre sí mismas para toda la eternidad… La eternidad quizá sea más que la distancia hasta la estrella más lejana. Yacía en un angosto saliente sobre una sima que sabía que no tenía fondo, aunque no podía comprenderla; el saliente era su pesadilla infantil y retrocedió, tensa, hacía una tranquilizadora pared de granito que había a su espalda, mirando fijamente hacia la sima, pensando: «Ahí está, ahí está al fin, es muy simple; y las palabras suaves y cuidadosamente formadas como olvido y eternidad son cortinas tendidas ante la nada. No lo sabré cuando suceda, no lo sentiré ni recordaré, por qué no puedo consentir ahora, estoy perdida, no hay esperanza para mí. Mira —se dijo— ahí está, eso es la muerte y no hay nada que temer». Pero no podía consentirlo, seguía rígidamente encogida contra la pared de granito que era el sueño de seguridad que había tenido de niña, respirando con lentitud por temor a despilfarrar el aliento, diciéndose despacio: «Mira, no temas, no es nada, es solo la eternidad».

Las paredes de granito, los remolinos y las estrellas son cosas. Ninguna de ellas es la muerte, ni la imagen de la muerte. «La muerte es la muerte —se dijo Miranda—, y sobre los muertos no tiene poder.» Silenciada, se hundió enseguida por las profundidades y bajo las profundidades de oscuridad hasta yacer como una piedra en el fondo más lejano de la vida, sabiéndose ciega, sorda, muda, sin conciencia de sus propias extremidades, alejada por completo de toda preocupación humana y, sin embargo, viva, con una peculiar lucidez y coherencia; todas las ideas, todos los razonables interrogantes de la vida, todos los lazos de la sangre y los deseos del corazón se disolvieron y se desprendieron de ella y solo quedó de ella una minúscula partícula de ser fieramente ardiente, que se sabía sola, que no confiaba en nada más allá que en sí misma, inasequible a cualquier llamada o ánimo, por estar ella misma compuesta enteramente de una sola motivación: la tenaz voluntad de vivir. Esta fuerte e inmóvil partícula se dispuso a resistir sin ayuda a la destrucción, a sobrevivir y a carecer en su propia locura de ser de motivos o planes más allá de ese fin esencial. Confía en mí, decía aquel punto de luz furioso, duro y constante. Confía en mí. Permaneceré.

Enseguida creció, se aplastó y se hizo más delgado hasta convertirse en una hermosa refulgencia, luego se abrió como un gran abanico y se curvó transformándose en un arco iris a través del cual Miranda, encantada, absolutamente convencida, contempló un profundo y claro paisaje de mar y arena, de suaves prados y cielos, recién lavados y relucientes con transparencias de azul. Claro, por supuesto, por supuesto, dijo Miranda, en absoluto sorprendida pero algo arrobada, como si una promesa se hubiera cumplido mucho tiempo después de que ella dejara de esperarlo. Se levantó de su angosto saliente y corrió con ligereza a través de las altas puertas del gran arco que se curvaba en su esplendor sobre el ardiente azul del mar y el fresco verde del prado, uno a cada lado.

Las pequeñas olas llegaban y se iban sin prisa, lamían la arena en silencio y se retiraban; la hierba se agitaba movida por una brisa que no producía ningún sonido. Avanzando hacia ella pausadamente, como nubes por el aire luminoso, se acercaba una gran multitud de seres humanos y Miranda vio con asombro y alegría que eran todos los vivos que ella había conocido. Sus caras estaban transfiguradas, cada una en su propia belleza, más allá de lo que ella recordaba, sus ojos eran claros y límpidos como el buen tiempo y no arrojaban sombras. Eran entes puros y ella los conocía a todos y cada uno sin llamarlos por sus nombres ni recordar qué relación habían tenido con ella. La rodearon suavemente, caminando con pies silenciosos, luego volvieron las caras embelesadas de nuevo hacia el mar y ella se movió entre ellos con tanta facilidad como una ola entre las olas. El círculo se ensanchó, se separó y cada figura se quedó sola, pero no solitaria; Miranda, sola también, sin cuestionar nada, sin desear nada, en la quietud de su éxtasis, se quedó donde estaba, con los ojos fijos en el imponente y profundo cielo donde siempre era por la mañana.

Cómodamente tumbada, con los brazos debajo de la cabeza, en el pródigo calor que fluía de manera uniforme del mar, el cielo y el prado, al alcance, pero sin tocarlos, de los seres familiares que sonreían serenos a su alrededor, Miranda sintió sin previo aviso un vago temblor de aprensión, un pequeño chispazo de desconfianza en su alegría; un ligero escalofrío había rozado los bordes de esta confiada tranquilidad; faltaba algo, alguien, había perdido algo, había dejado algo valioso en otro país, oh, ¿qué podía ser? «No hay árboles, no hay árboles aquí —se dijo asustada—, he dejado algo por terminar.» Su pensamiento se debatía en el fondo de su mente y le llegó con claridad como una voz en el oído. ¿Dónde están los muertos? Hemos olvidado a los muertos, oh, los muertos, ¿dónde están? Enseguida, como si hubiera caído un telón, el brillante paisaje se desvaneció, ella estaba sola en un extraño lugar pedregoso con un frío terrible, caminando penosamente por un empinado sendero de nieve resbaladiza, gritando: «¡Oh, debo regresar!, pero ¿en qué dirección?». El dolor volvió, un dolor insoportable y apremiante que corría por sus venas como fuego denso, el hedor de la corrupción llenó su nariz, el olor dulzón y nauseabundo de la carne podrida y el pus; abrió los ojos y vio una luz pálida a través de una tela blanca y áspera extendida sobre su cara, supo que el olor de la muerte estaba en su propio cuerpo y se esforzó por levantar una mano. Alguien retiró la tela; vio a la señorita Tanner levantando una aguja hipodérmica con sus maneras metódicas y expertas y oyó al doctor Hildesheim diciendo: «Creo que esto dará resultado. Póngale otra». La señorita Tanner pinchó con firmeza en el brazo de Miranda cerca del hombro y la increíble corriente de dolor corrió de nuevo por sus venas. Se esforzó por gritar diciendo «Déjenme, déjenme», pero solo oyó los sonidos incoherentes de un animal sufriendo. Vio que el médico y la enfermera se miraban como lo hacen los iniciados en un misterio, asintiendo en silencio, con sus ojos animados por el orgullo de saber. Miraron fugazmente la obra de sus manos y se marcharon de manera apresurada.

Estrépito de campanas, todas fuera de tono, riñendo entre sí al entrechocar en el aire, bocinas y silbatos mezclados con gritos de aflicción humana; una luz sulfurosa explotó en el cristal negro de la ventana y se perdió en la oscuridad. Miranda, despertando de un sueño sin sueños, preguntó sin esperar respuesta: «¿Qué pasa?». Porque había un bullicio de voces y pasos en el pasillo y una acritud en el aire; el lejano clamor continuó, un griterío furioso y exasperado como de multitud en rebeldía.

Se encendió la luz y la señorita Tanner dijo con voz pastosa: «¿Oye eso? Están celebrándolo. Es el armisticio. La guerra ha terminado, querida.» Le temblaban las manos. Removió ruidosamente con una cucharilla una taza, se detuvo para escuchar y luego le acercó la taza a Miranda. Desde la sala de ancianas encamadas que estaba al otro lado del vestíbulo llegó un coro disonante de voces cascadas que cantaban: «Mi país, es a ti…».

Dulce tierra… Oh, terrible tierra de este amargo mundo donde el sonido del regocijo era un estruendo de dolor, donde unas ancianas que se habían incorporado en sus camas, esperando su tazón de cacao, cantaban con voces discordantes «Dulce tierra de libertad…».

—Oh, di, ¿puedes ver algo? —preguntaban luego sus voces sin esperanza, ahogadas por los martillazos de las lenguas de metal.

—La guerra ha terminado —dijo la señorita Tanner controlando con firmeza su labio inferior y con los ojos llorosos.

—Por favor, abra la ventana, por favor, huelo a muerte aquí dentro —dijo Miranda.

Si la verdadera luz del día, tal y como yo recuerdo haberla visto en este mundo, volviera otra vez… pero es siempre la hora del crepúsculo o justo antes de amanecer, una promesa de día que nunca se cumple. ¿Qué ha sido del sol? Esa fue la noche más larga y solitaria, pero no termina y deja que venga el día. ¿Volveré a ver la luz algún día?

Sentada en una tumbona, cerca de una ventana, constituía un melancólico asombro ver la luz del sol incolora sesgada sobre la nieve, bajo un cielo privado de su azul. «¿Puede ser esta mi cara?», le preguntaba Miranda a su espejo. «¿Son estas mis propias manos?», le preguntaba a la señorita Tanner levantándolas para mostrarle el tinte amarillento, como de cera derretida, que brillaba entre los dedos cerrados. El cuerpo es un curioso monstruo, no es un buen lugar en el que vivir, ¿cómo puede nadie sentirse a gusto en él? «¿Es posible que llegue a acostumbrarme alguna vez a este lugar?», se preguntaba. Las caras humanas que la rodeaban parecían apagadas y cansadas, sin aquel brillo en la piel ni en los ojos que Miranda recordaba; las paredes de su habitación, que habían sido blancas, eran de un gris mugriento. Respirar despacio, dormirse y despertarse de nuevo, sentir las salpicaduras del agua en la carne, ingerir alimentos, hablar con frases vacías con el doctor Hildesheim y con la señorita Tanner. Miranda miraba a su alrededor con los ojos disimuladamente hostiles de un extranjero a quien no le gusta el país en el que se encuentra, que no entiende el idioma ni desea aprenderlo, que no tiene la intención de vivir allí pero que se encuentra indefenso, incapaz de dejarlo cuando quiera.

«Ya es de día —decía la señorita Tanner con un suspiro, porque ya se había vuelto vieja y cansada para siempre, durante el mes anterior—, ya es de día una vez más, querida.» Le mostraba a Miranda el mismo monótono paisaje de apagados verdes perennes y nieve plomiza. Se movía por la habitación haciendo crujir sus faldas almidonadas, con la cara empolvada con atrevimiento y con su espíritu irrompible como el buen acero, diciendo: «Mire, querida, qué gloriosa mañana, transparente como un cristal», porque sentía afecto por la criatura salvada que tenía ante ella, el desagradecido y silencioso ser humano a quien ella, Cornelia Tanner, una enfermera que dominaba su profesión, había arrancado a la muerte con sus propias manos. «Los cuidados de enfermería constituyen nueve décimas partes siempre —decía la señorita Tanner a las otras enfermeras—. No lo olviden.» Incluso la luz del sol era una prescripción de la propia señorita Tanner para la recuperación de Miranda, esa paciente-que los médicos habían dado por perdida y que sin embargo estaba ahí, prueba visible de la teoría de la señorita Tanner.

—Ahora mire la luz del sol —decía, como si dijese: «La encargué para usted, querida, siéntese y tómesela».

—Es hermosa —contestaba Miranda, incluso volviendo la cabeza para mirarla, agradeciéndole a la señorita Tanner su bondad, especialmente su bondad respecto al tiempo—, hermosa, siempre me ha gustado la luz del sol.

«Y tal vez volvería a gustarme si la viese», pensó, pero la verdad era que no podía verla, no había luz, quizá nunca volvería a haberla, comparada, como siempre, con la luz que había visto junto al mar azul que se extendía tan plácidamente al lado de la costa de su paraíso. Era el sueño infantil de un prado celestial, la visión del reposo que tiene un cuerpo cansado durante el sueño, pensó, pero yo lo he visto creyendo que no era un sueño. Al cerrar los ojos, descansaba durante un momento recordando aquella dicha que había recompensado todo el dolor del viaje realizado para alcanzarla; al abrirlos otra vez veía con nueva angustia el mundo apagado al que estaba condenada, donde la luz parecía velada por telarañas, donde todas las superficies brillantes estaban corroídas, los planos agudos derretidos e informes, todos los objetos y seres carentes de significado, ah, cosas marchitas y muertas que se creían vivas!

Por la noche, después del largo esfuerzo de estar echada en su tumbona, en su más extrema aflicción por lo que había alcanzado tan fugazmente, plegaba su dolorido cuerpo y lloraba en silencio, sin vergüenza, compadeciéndose a sí misma por el éxtasis perdido. No había escapatoria, el doctor Hildesheim, la señorita Tanner, las enfermeras encargadas de la cocina, el farmacéutico, el cirujano, la precisa maquinaria del hospital, toda la convicción humanitaria y las costumbres sociales conspiraban para levantar el inseparable armazón de sus huesos y su carne devastada, para poner en orden su desordenada mente y para ponerla una vez más en el camino que la conduciría de nuevo a la muerte.

Chuck Rouncivale y Mary Townsend fueron a verla y le llevaron varias cartas que le habían guardado. También le llevaron un cesto de pequeñas y delicadas flores de invernadero, lirios del valle con guisantes de olor y helechos como plumas y, por encima del cesto, sus caras aparecían alegres y ojerosas.

—Ha sido una dura pelea, ¿verdad? —dijo Mary.

—Bueno, has vencido, ¿eh? —dijo Chuck.

Y después de una incómoda pausa, le dijeron que todo el mundo estaba esperando volver a verla en su mesa de despacho.

—Ya me han puesto otra vez en la sección de deportes, Miranda —dijo Chuck.

Durante diez minutos Miranda sonrió y les dijo qué alegría y qué agradable sorpresa era encontrarse viva. Porque no estaría bien traicionar la conspiración y alterar el valor de los vivos; no hay nada mejor que estar vivo, todo el mundo coincide en eso; no admite discusión y quien intenta negarlo es proscrito con toda justicia.

—Volveré dentro de nada —dijo—. Ya casi estoy bien.

Sus cartas yacían en un montón sobre su regazo y al lado de la tumbona. De vez en cuando cogía una para leer el remite, reconocía la letra, examinaba los sellos y los matasellos, y la dejaba caer de nuevo. Durante dos o tres días estuvieron encima de la mesa a su la- do y ella continuó rehuyéndolas. «Todas me dirán una vez más lo bueno que es estar vivo, repetirán que me quieren, que se alegran de que yo esté viva también y ¿qué puedo responder a eso?» Y su corazón endurecido e indiferente se estremeció de desesperación ante sí mismo, porque antes había sido tierno y capaz de amar.

—Vaya, ¿todas esas cartas aún sin abrir? —le dijo el doctor Hildesheim.

Y la señorita Tanner le dijo:

—Lea sus cartas, querida, yo se las abriré.

De pie al lado de la cama, las rasgó limpiamente con un abrecartas. Miranda, acorralada, las fue eligiendo hasta que encontró un sobre delgado con letra desconocida.

—Oh, no —dijo la señorita Tanner–, cójalas en orden, yo se las voy pasando.

Y se sentó, dispuesta a ayudar hasta el final.

Qué victoria, qué triunfo, qué felicidad estar vivo, cantaban las cartas a coro. Las firmas tenían florituras como los círculos en el aire de las notas de una corneta y formaban los nombres de aquellos a quienes más había querido. A algunos de ellos los había conocido bien y guardaba un agradable recuerdo de ellos; unos cuantos no significaban nada para ella, ni entonces ni ahora. El sobre delgado con letra desconocida era de un extraño que estaba en el mismo campamento en que había estado Adam, diciéndole que Adam había muerto de gripe en el hospital de campaña. Adam le había pedido que si sucedía algo no dejase de comunicárselo a ella.

Si sucedía algo. No dejase de comunicárselo a ella. Si sucedía algo. «Su amigo, Adam Barclay», escribía el desconocido. Había sucedido, miró la fecha, hacía más de un mes.

—Llevo aquí mucho tiempo, ¿verdad? —le preguntó a la señorita Tanner, que estaba doblando las cartas y volviendo a meterlas en sus sobres.

—Oh, bastante tiempo —contestó la señorita Tanner—, pero muy pronto estará lista para marcharse. Pero debe cuidarse y no excederse, y debería volver de vez en cuando para que la examinemos porque a veces las secuelas son muy…

Miranda, sentada ante el espejo, escribió cuidadosamente: «Un lápiz de labios, mediano, un frasco de una onza de perfume Bois d’Hiver, un par de guantes de manopla de ante gris sin trabillas, dos pares de medias finas grises sin talón…».

Towney, leyendo por encima de su hombro, dijo:

—¿Todo sin algo para que sea casi imposible de encontrar?

—Inténtalo de todas formas —dijo Miranda—, son más bonitas sin. Un bastón de madera plateada con mango de plata.

—Eso será caro —le advirtió Townsend—. Andar no cuesta nada.

—Tienes razón —dijo Miranda.

Y escribió en el margen: «Que sea bonito y haga juego con las otras cosas. Pídele a Chuck que lo busque, Mary. Bonito y no demasiado pesado». Lázaro, levántate y anda. No a menos que me traigas mi sombrero de copa y mi bastón. Entonces quédate donde estás, condenado esnob. De eso nada. Voy a levantarme y andar. «Un tarro de crema hidratante —escribió Miranda—, una cajita de polvos color albaricoque y…»

—Mary, no necesito sombra de ojos, ¿verdad? —Echó una ojeada a su cara en el espejo y apartó la vista—. Nadie tendrá por qué compadecer a este cadáver si lo maquillamos con mucho arte.

—Dentro de una semana no te reconocerás —dijo Mary Townsend.

—¿Crees que podría recuperar mi antigua habitación, Mary? —preguntó Miranda.

—Creo que será fácil —dijo Mary—. Dejamos todas tus cosas almacenadas allí con la señorita Hobbe.

Miranda se asombró una vez más del tiempo que dedicaban los vivos y las molestias que se tomaban para ayudar a los muertos que no estaban del todo muertos, se tranquilizó; ahora tengo un pie en cada mundo, pronto cruzaré y estaré en casa otra vez. La luz parecerá real y me alegraré cuando oiga que alguien que conozco ha escapado a la muerte. Visitaré a los que han logrado huir de ella y les ayudaré a vestirse, y les diré cuánta suerte tienen y cuánta suerte tengo yo por tenerlos. Mary volverá pronto con mis guantes y mi bastón. Debo irme ya, debo empezar a despedirme de la señorita Tanner y del doctor Hildesheim. Adam, dijo, ya no es necesario que mueras de nuevo, pero todavía desearía que estuvieses aquí, desearía que hubieses regresado, ¿para qué crees que he regresado yo, Adam, para recibir semejante engaño?

Y de inmediato él se presentó allí, a su lado, invisible pero apremiante, un fantasma pero más vivo que ella; el último intolerable engaño de su corazón, porque, aun sabiendo que era falso, se aferraba ala mentira, la imperdonable mentira de su amargo deseo. Se dijo: «Te quiero», y se puso en pie temblando, tratando de hacerle aparecer ante sí solo por un puro acto de su voluntad. Si pudiera levantarte de la tumba, lo haría, dijo, si pudiera ver tu fantasma, diría… Creo…

—Creo —dijo en voz alta—. Oh, déjame verte una vez más.

La habitación estaba silenciosa, vacía, la sombra había desaparecido, se había puesto en fuga por la repentina violencia de su gesto al levantarse y hablar en voz alta. Volvió en sí como si saliera de un sueño. Oh, no, esa no es la manera, no debo hacer eso nunca, se advirtió a sí misma.

—Su taxi la está esperando, querida —dijo la señorita Tanner.

Y allí estaba Mary. Lista para partir.

No más guerras, no más plagas, solo el aturdido silencio que sigue al cese de los pesados cañones; las casas sin ruidos con las persianas bajadas, la luz fría y muerta del mañana. Ahora habría tiempo para todo.

-FIN-


“Pale Horse, Pale Rider”,
The Southern Review, 1938


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