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Paradigma

[Cuento - Texto completo.]

Adolfo Bioy Casares

All for love, or The World well lost…
John Dryden

A lo lejos retumbó un vals criollo cuando llegué a la placita que daba al río. La casa era vieja, de madera, alta, angosta, quizás un poco ladeada, con una cúpula cónica, puntiaguda, más ladeada aún, con una puerta de hierro, con vidrios de colores que reflejaban tristemente la luz de aquel interminable atardecer de octubre. Rodeaba la casa un breve jardín, desdibujado por la maleza y por la hiedra. En la verja, en una chapa, leí el nombre: Mon Souci. Más adentro, en un rectángulo de madera clavado en la pared, había un segundo letrero, con las enes al revés: TALLER DE PLANCHADO. PLANTA BAJA. Me pareció que desde la espesura del jardín alguien me vigilaba, pero se trataba tan solo de uno de esos desagradables productos de la estatuaria italiana del siglo XIX, un cupido que reía no sin malignidad, cubierto de racimos de lilas. Entré, subí al piso alto.

La misma señorita Eguren —una anciana delgada y limpia, con un tul en el cuello— abrió la puerta. El cuarto… La verdad es que siempre ando distraído y tengo mala memoria, de modo que me limitaré a decir que el cuarto abarcaba todo el frente y que me dejó un agradable recuerdo de orden, de muebles de caoba, de olor a lilas. Arrimamos el sillón de hamaca y una silla al balcón. Bebimos refrescos; de tanto en tanto miramos la placita, rodeada de tres calles, con el embarcadero, los mástiles, alguna vela y el río al fondo.

—¿El señor escribe? —preguntó la señorita Eguren—. Lo llamé para contarle una historia. Una historia real. Yo se la cuento y el señor en dos patadas la arregla para una revista o libro. Como quien dice, yo le doy la letra y el señor, que es poeta, le pone música. Eso sí, le ruego que no se permita el menor cambio, para que la historia no pierda consistencia ¿me explico? Tía Carmen, que leyó su libro, asegura que usted toma en serio el amor.

—Ah —dije.

—Los que hacen libros ¿por qué se avergüenzan del amor? O lo echan a la chacota o lo cubren de verdaderas obscenidades, que francamente no tienen mucho que ver.

Protesté:

—I promessi sposi, Pablo y Virginia.

—¿Son autores de mérito? —su interés duró el tiempo de formular las palabras—. Pero no me niegue que para el hombre normal el amor no cuenta. La plata cuenta, el deporte. La mujer es otra cosa y, naturalmente, los sexos no concuerdan. ¿Para usted algún libro cuenta más que la vida?

—No —dije.

—Mi buen señor, únicamente la vida es mágica. En cualquier estrechez a que uno se vea reducido cabe la vida entera. A mí por este balcón me llega la vida entera. Los bobos creen que una vieja, arrumbada en un cuartucho, no disfruta. Se equivocan. Observo, soy testigo. Ah, quién pudiera serlo para siempre.

Para probarme, quizá, que a ella nada se le escapaba, agregó:

—Ahora cambian la guardia en la comisaría. Efectivamente, en la entrada de la comisaría, sobre la calle que por la derecha bordeaba la plaza, hubo un cambio de guardia.

—Esos valses machacones vienen de la calesita —continuó—. Allá está, en el baldío; la gobierna el sin piernas Américo. A la derecha ¿ve la araucaria? la casa rodeada por el corredor es la quinta de los Várela. Al frente, en el centro de la plaza, tenemos el monumento a San Martín, rodeado por cuatro bancos verdes, concurridos por enamorados, y al fondo, si no le falla la vista, divisará la plataforma de donde arrancan los escalones de piedra ¡cuántos amigos los bajaron, parece ayer, para encontrar una lancha y huir al Uruguay!

Aguardó en silencio hasta que volví a ella los ojos. Luego empezó:

—En 1951 ocurrió el episodio: bien narrado logrará su página de bronce entre las leyendas de la patria. Los protagonistas descollaban como verdaderos héroes. Ambos eran bien parecidos, muy jóvenes, virtuosos y de condición humilde. En esto último, señor, ¿no ve la mano de la Providencia, que los modeló queribles para todo el mundo? Angélica trabajaba en el taller de abajo. Usted la tomaba por una reina entre esas chicas vulgares y alocadas. Yo se lo digo: la única seria, la única linda, la única silenciosa. ¡Y de qué hogar venía! No puedo menos que espantarme, pues los hechos son reales y confirman, señor, los cuentos de hadas, donde a la novia predestinada la descubría en la casa más miserable del pueblo el príncipe, en este caso un panadero.

—¿Un panadero? —repetí estúpidamente.

—Ya le explicaré. La madre de Angélica era la pobre Margarita, usted sabe, paralítica en los últimos años, tonta siempre, sin más conducta que una oveja. ¿Hace cuánto hubiera muerto, si no fuera por su Angélica, tan buena hija, tan abnegada, el báculo para cualquier necesidad? ¡Le daba de comer en la boca, note bien mis palabras, como a un pichón! De inanición hubiera muerto la pobre Margarita, sobre quien corren cuentos de una sordidez que pone los pelos de punta. ¡De mi boca no los oirá! Diré, en cambio, en su honor, cuatro palabras verdaderas: adoraba a su hija. Con el hombre de la casa, el padrastro de esta chica Angélica, entra el plato fuerte, el ogro de nuestro cuento, señor mío. Por todos conocido por Papy o el Negro Cafetón, tratábase de un paraguayo corpudo, oscuro como si en el infierno lo hubieran chamuscado, de una violencia y de una vivacidad admirables, que no dejaba títere con cabeza. Amén de regentear no sé qué stud de mujeres —no me pida aclaración, porque yo, de deportes, no pesco— el terrible padrastro surcaba los siete mares del orbe como fogonero a bordo del Río Diamante. La chica restañaba las heridas y secaba las lágrimas cuando el Negro Cafetón partía en el buque, pero el retorno era en fecha cierta. No solo por las tundas lo aguardaba con pavor: bajo amenazas de malos tratos quería casarla con Luis Chico, pelele que el fogonero manejaba con mano de hierro.

»Créame, el Papy era poderoso. Trifulcas tuvo miles, enemigos le sobraban, pues el crápula avivaba con agua fuerte su natural pendenciero. Engolosinada con tales antecedentes, la autoridad política lo apadrinaba y el negrote se abría paso en el sindicato local. ¿Cómo contrariar tamaño bravucón? Si descubría el idilio de los chicos, desollaba vivo a Ricardo, y ante la vista y paciencia de la pobre madre, postrada en el lecho, era muy capaz de vejar a la niña el infame.

—¿Quién es Ricardo? —le pregunté.

—Un panadero, ya se sabe, el amor de Angélica. Mozo gallardo, era un gusto el verlo con la canasta repleta, cumpliendo como un reloj el reparto alrededor de la plaza; no dejaba a nadie sin pan, no digamos a los Várela, buenos pagadores, pero tampoco a la comisaría, que nunca pagó un cobre, aunque reclamaban tortitas de azúcar quemada para el mate, ni al sin piernas Américo, cliente de cuatro felipes. Desde luego, no lo llevarían por delante. Ricardo era un panaderito de lealtad y de coraje probados (repito palabras pronunciadas bajo este mismo techo, en los esperanzados días de aquel septiembre, por sus compañeros de conjuración), pero ¿quién detiene con los puños a una locomotora? Y si enfrentaba con armas al paraguayo ¿en qué pararía el asunto? Angélica le recordaba: «Queremos casarnos, no separarnos. Te quiero conmigo, no entre rejas ni bajo tierra».

»Antes de partir la última vez en el Río Diamante, el padrastro declaró: «A mi vuelta será tu boda». Puede usted imaginar cómo cayó el anuncio a los pobres chicos. Ricardo la esperaba todas las tardes y, cuando Angélica salía del taller, tomados del brazo, gravemente se encaminaban al centro de la plaza, a uno de los cuatro bancos que miran a San Martín. Por más que debatían el intríngulis, vea usted, no adelantaban. Poco faltaba para la fecha fatal: el padrastro regresaría en la noche del primero de octubre. No encontraban escapatoria, solo una seguridad en el alma: día a día se querían más entrañablemente y de cualquier modo evitarían el matrimonio de ella con Luis Chico, pues tenían ahorros para comprar un revólver, si no preferían suicidarse con veneno.

»La vida corre por tantas rueditas, que este idilio, rayano a su final trágico, no era el único suceso importante que ocupaba a los muchachos por aquel entonces. Como le dije, Ricardo intervenía en la conjuración contra la dictadura. Nadie sospechaba que el repartidor, con los panes de su canasta, repartía puntualmente partes y órdenes entre los confabulados. El comando local trabajaba oculto en la quinta de los Várela; los jefes reunidos allí eran notorios opositores del gobierno, conocidos por la policía, y para evitar detenciones que hubieran comprometido la suerte del golpe, en la etapa final ni asomaban la cabeza al jardín.

»Había que mandar órdenes a los oficiales de enlace y por su lado éstos debían informar de las novedades a la quinta, amén de transmitirle despachos del comando, de Buenos Aires. Como los teléfonos no eran de fiar, el panadero anduvo atareado; pero luego vino una calma —los períodos de gran actividad, con el levantamiento anunciado para una o más fechas, inopinadamente seguidos de calmas, en las que todo parecía olvidado, eran el régimen habitual de aquellos tiempos de congoja— y aunque en la quinta de los Várela se mantenían reunidos los jefes, el mismo Ricardo perdió la esperanza en la revolución.

»Una tarde, sentados allá en el banco, mirando vagamente hacia el embarcadero y el río, en una brusca iluminación los jóvenes habrán entrevisto el plan. Lo cierto es que hablaron con el patrón de La Liebre, un lanchero que pasó montones de fugitivos a la otra banda. Tenía fama de espía del gobierno, mas por aquella época nadie dudaba de que sus pasajeros llegaran a destino, o como se diga. Francamente, sin connivencia con los mandones, el hombre no hubiera cumplido por largo tiempo el tráfico salvador. Lo más probable es que comprara la impunidad, pagando parte de lo que cobraba; no olvidemos que por encima de las peores pasiones el espíritu comercial cuidaba del último detalle en tiempos de la dictadura. El patrón de La Liebre convino con Angélica y Ricardo que los cruzaría al Uruguay en la noche del primero de octubre.

»Todo lo habían previsto nuestros enamorados. Margarita solo pasaría un rato desamparada, pues el Negro Cafetón, aunque inferior a Angélica en fineza de atención y demás miramientos, no la dejaría morir de hambre ni de sed. Una ternura extraña profesaba el crápula por su compañera, simple reliquia de un ayer de loqueos. Generosamente los jóvenes cargaron con el riesgo del plan. «Sería más que mala suerte», habrán pensado, «que el padrastro llegue antes de nuestra partida; que llegue y nos busque inmediatamente; que nos busque y empiece por el embarcadero».

»El plan estaba preparado, pero en un rato el azar lo echó por tierra. El 27 de septiembre, en un encuentro casual, el patrón de La Liebre informó a Ricardo de que no podría cruzarlos a la otra banda, porque iba a pintar la lancha, para dejarla nuevita. Con el ánimo por el suelo, el muchacho concluyó el reparto de la tarde en la jabonería de Veyga. Éste, uno de los oficiales de enlace de la conjuración, le dijo que habían adelantado la fecha; que de Buenos Aires llegaron órdenes de estar listos para ganar la calle en cualquier momento; que en el primer reparto del otro día alertara a los caballeros reunidos en la quinta, pero que no los visitara fuera de las horas habituales, para no llamar la atención de la comisaría, que sin duda vigilaba, ya sobre aviso; que viera al sin piernas Américo, para que en su repertorio repitiera, de tanto en tanto, la Marcha de San Lorenzo: musiquita que significaba, en la clave de los conspiradores, peligro y acción inminente.

»El hecho es que Ricardo no encontró en su puesto al sin piernas. Como siempre, a la salida del taller esperó a Angélica. Yo los vi: se encaminaron con lentitud los pobres chicos al banco de sus coloquios. Eran patriotas, de modo que la inminencia de la rebelión —esté seguro, señor— los alegró; pero abandonar el proyecto de fuga, encarar otra vez al padrastro, ahora sin más escapatoria que un suicidio doble ¡en qué tribulaciones los habrá sumido! Un arrebato, un impulso momentáneo de la esperanza o de la desesperación, vaya a saber, los llevó al borde del agua. Ahí, junto a la escalera, encontraron al patrón de La Liebre. Recriminó con aspereza Angélica, Ricardo rogó y el hombre por fin los confundió con la propuesta de cruzarlos al Uruguay inmediatamente. Era entonces o nunca, pues a la otra mañana pondrían en dique seco a la lancha y antes de que navegara de nuevo, habría llegado el temido padrastro. Los jóvenes pidieron un instante para hablar entre ellos. Caminaron en dirección al banco y muy pronto se detuvieron. ¿Qué no daría usted, señor, por conocer las palabras cambiadas por la heroica pareja? Acaso no las conocerá nadie. En cuanto a la resolución fue evidente. Yo puedo hablar, pues ventilándome en este mismo balcón fui testigo de las consecuencias afrontadas por los chicos. ¡Las culpas que cargaron sobre la espalda!

»A la tarde del otro día, los vigilantes rodearon la quinta de los Várela. La cara en alto, los conjurados pasaron entre dos hileras de facinerosos con uniforme, rumbo a la comisaría. El sin piernas Américo no incluyó en el repertorio la Marcha de San Lorenzo; pero por orden del comisario, que en la calesita destacó un hombre armado de mauser, a todas horas con música nos atronó. A la madrugada hubo una interrupción. No imagine que nos alivió la tregua. Fue algo horrible, porque oímos entonces los aullidos de los desventurados a quienes en la comisaría torturaban. ¡La mejor gente de la zona! Al pobre sin piernas también lo torturaron un rato, porque sospecharon que la interrupción fue adrede, para que nos enteráramos de lo que estaba ocurriendo. Aquí no acaban las calamidades. En la mañana del primero de octubre cruzó esta calle un entierro. ¡Tan debilitada estaba Margarita que le faltó aguante y, sin amparo, en pocos días murió de hambre y de sed! Me aseguraron que el fogonero, cuando llegó, gimió como un pobre negro sobre la tumba de su mujer y juró destripar con las manos a los chiquilines, aunque tuviera que buscarlos en la vecina orilla: amenazas de borracho, que valen como de quien vienen.

»Ahora yo le encomiendo, señor mío, que medite un instante sobre el punto sublime de esta narración. Usted, que leyó tanto, ¿encontró una historia de amor más perfecta? Vea con la imaginación a esos dos jóvenes, unos niños todavía, no lejos de la estatua del prócer, resolviendo entre ellos un dilema que abruma el corazón. En un platillo de la balanza está la vida de una madre adorada, la lealtad o el perjurio a la patria y a los correligionarios; en el otro, el amor de sus corazones. Mi Ricardo y mi Angélica no vacilaron.

*FIN*


El lado de la sombra, 1962


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