Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

Patio en las calles ochenta del oeste

[Cuento - Texto completo.]

Carson McCullers

Solo al llegar la primavera empecé a pensar en el tipo que vivía justo en la habitación frente a la mía. Durante todos los meses de invierno el patio que nos separaba estaba oscuro y entre las cuatro paredes de las habitacioncitas que se miraban desde los dos lados existía una sensación de privacidad. Los sonidos se apagaban y parecían muy lejanos, como sucede siempre cuando hace frío y todas las ventanas están cerradas. A menudo nevaba y al mirar fuera lo único que se veía eran los silenciosos copos blancos que caían sobre las paredes grises, las botellas de leche con un cerco de nieve, los recipientes de comida tapados y puestos en los alféizares de las ventanas, y quizá una luz que destacaba en la penumbra como una línea delgada detrás de cortinas cerradas. Durante todo aquel tiempo recuerdo haber tenido solo algunos vislumbres parciales del individuo que vivía frente a mí: sus cabellos rojos a través de los cristales helados de la ventana, la mano que aparecía sobre el alféizar para recuperar la comida, el fogonazo de su rostro tranquilo, somnoliento, cuando miraba hacia el patio. No le prestaba más atención que a cualquier otro de la docena, más o menos, de personas en aquel edificio. No veía nada inusual y no tenía ni idea de que llegaría a pensar en él como lo hice más adelante.

El invierno pasado tuve suficiente quehacer como para mantenerme ocupada sin necesidad de mirar por la ventana. Era mi primer año en la universidad y la primera vez que vivía en Nueva York. Tenía además la obligación de levantarme pronto y de conservar el trabajo a tiempo parcial que me ocupaba por las mañanas. He pensado a menudo que cuando eres una chica de dieciocho años y no te las puedes arreglar para parecer mayor, conseguir trabajo es más difícil que en ninguna otra época de la vida. Quizá diría la misma cosa —puede ser— si tuviera cuarenta. En cualquier caso aquellos meses me parecen ahora la época más dura de todas. Tenía que trabajar (o salir a buscar un empleo) por las mañanas, clases por la tarde y estudio y lectura por las noches, todo ello junto con la novedad y extrañeza del sitio donde vivía. Me dominaba una clase peculiar de hambre, hambre de alimentos y también de otras cosas, de la que no conseguía liberarme. Estaba demasiado ocupada para hacer amigos en la universidad y nunca había pasado tanto tiempo sola.

Ya entrada la noche me sentaba junto a la ventana y leía. Un amigo de mi pueblo me enviaba a veces tres o cuatro dólares para que le comprara determinados libros en las librerías de viejo, libros que él no conseguía en la biblioteca municipal. Me pedía las cosas más distintas: desde Crítica de la razón pura o Tertium organum hasta autores como Marx, Strachey y George Soule. Mi amigo no se puede marchar de casa porque su padre está desempleado y es él quien saca adelante a su familia. Trabaja de mecánico en un garaje. Podría conseguir un empleo de oficinista, pero el sueldo de mecánico es mejor y, tumbado bajo un automóvil con la espalda en el suelo, tiene la oportunidad de pensar y de hacer planes. Antes de mandarle los libros por correo me los estudiaba y, aunque habíamos hablado —con palabras más sencillas— de muchas de las ideas que exponen, a veces encontraba una línea o dos que me precisaban y aseguraban una docena de cosas que solo sabía a medias.

A menudo frases así me emocionaban y hacían que me pasara mucho tiempo mirando por la ventana. Ahora me parece extraño imaginarme allí sola y a mi vecino dormido en su habitación al otro lado del patio sin que yo supiera nada de él ni sintiera el menor interés. El patio estaba oscuro por la noche, con la nieve en el tejado del primer piso, más abajo, como un pozo mudo que nunca se despertaría.

Luego, de manera gradual, empezó a llegar la primavera. No entiendo por qué me di tan poca cuenta de la manera en que las cosas empezaban a cambiar, de que el aire era más templado, de que el sol empezaba a lucir con más fuerza y a iluminar el patio y todas las habitaciones circundantes. Desaparecieron los escasos restos de nieve manchados del color gris del hollín y al mediodía el cielo adquiría un brillante color azul. Me di cuenta de que me podía poner un suéter en lugar del abrigo, de que los ruidos del exterior empezaban a precisarse tanto que me molestaban cuando leía, de que todas las mañanas el sol iluminaba la pared del edificio que tenía enfrente. Pero estaba muy ocupada con mi empleo y con la universidad y con la inquietud que me hacían sentir los libros que leía en mi tiempo libre. Solo me di cuenta del gran cambio que se había producido cuando una mañana descubrí que habían apagado la calefacción de nuestro edificio y me puse a mirar por la ventana abierta. Es extraño, pero fue también entonces cuando por primera vez vi con toda claridad a mi vecino pelirrojo.

Estaba en la misma postura que yo, las manos sobre el alféizar, mirando hacia afuera. El sol matutino le daba directamente en la cara y me sorprendió su proximidad y la nitidez con que lo veía. El pelo, resplandeciente con la luz del sol, se le alzaba desde la frente tan rojo y denso como una esponja. Advertí su boca enérgica, y unos hombros rectos y musculosos bajo la chaqueta azul del pijama. Tenía los párpados un poco caídos y por alguna razón eso le daba un aire prudente y meditativo. Mientras lo miraba, se apartó un momento de la ventana y regresó con un par de tiestos que colocó al sol sobre el alféizar. La distancia entre nosotros era tan escasa que veía con claridad sus manos cuadradas y precisas mientras manipulaba las plantas, tocando con cuidado las raíces y la tierra. Tarareaba tres notas una y otra vez, un breve conjunto que tenía más de expresión de bienestar que de melodía. Había algo en él que me hizo pensar que podría quedarme toda la mañana en la ventana mirándolo. Al cabo de un rato alzó una vez más los ojos al cielo, respiró hondo y volvió dentro.

Cuanto más subía la temperatura más cambiaban las cosas. Todos los que teníamos ventanas que daban al patio empezamos a correr las cortinas para que entrara el aire en nuestras habitaciones y a acercar la cama a la ventana. Cuando ves dormir, vestirse y comer a la gente, tienes la sensación de que los entiendes, incluso aunque no sepas cómo se llaman. Además del pelirrojo había otros inquilinos en los que empecé a fijarme de cuando en cuando.

Estaba la violonchelista cuya habitación hacía ángulo recto con la mía y la pareja joven que vivía encima. Como me pasaba mucho tiempo delante de la ventana no me quedaba otro remedio que ver casi todo lo que les sucedía. Supe que los jóvenes iban a ser padres pronto y que, aunque la mujer no tenía muy buen aspecto, eran muy felices. También sabía de los altibajos de la violonchelista.

Cuando no leía por la noche me ponía a escribir a mi amigo, o pasaba a limpio con la máquina de escribir que me había regalado cuando vine a Nueva York las cosas que se me pasaban por la cabeza. (Mi amigo sabía que iba a tener que mecanografiar los trabajos de clase.) Las cosas que escribía no tenían la menor importancia, solo se trataba de ideas que me venía bien sacarme de la cabeza. En cada hoja había muchas cosas tachadas y quizá unas pocas frases como esta: fascismo y guerra no pueden durar mucho tiempo porque son muerte y la muerte es el único mal en el mundo; o no está bien que el chico que se sienta a mi lado en Economía haya llevado periódicos bajo el suéter todo el invierno porque no tiene abrigo; o ¿cuáles son las cosas que sé y en las que siempre creeré? Mientras escribía frases así, veía con frecuencia al inquilino de enfrente y era como si estuviera en cierto modo ligado a lo que yo pensaba, como si conociese, quizá, las respuestas a los interrogantes que me preocupaban. Parecía muy tranquilo y muy seguro de sí mismo. Cuando en el patio empezamos a tener problemas no pude por menos de imaginar que era la persona capaz de resolverlos.

Los ensayos de la violonchelista molestaban a todo el mundo, sobre todo a la joven embarazada que vivía encima. Estaba muy nerviosa y daba la impresión de pasarlo muy mal. Tenía el rostro chupado, además del cuerpo deforme, y las manos delicadas como las patitas de un gorrión. La manera en que se peinaba, con el pelo tirante muy pegado a la cabeza, la hacía parecer una niña. A veces, cuando el violonchelo sonaba muy alto, la embarazada, fuera de sí, se inclinaba hacia la habitación de la otra como si estuviera a punto de llamarla para que lo dejara durante un rato. Su marido parecía tan joven como ella y se veía que eran felices. Tenían la cama muy cerca de la ventana y a menudo se sentaban encima a la turca, frente a frente, y hablaban y se reían. En una ocasión estaban sentados así mientras comían unas naranjas y tiraban las cáscaras por la ventana. El viento metió un trozo en la habitación de la violonchelista, que se puso a gritarles que dejaran de ensuciar a los demás con su basura. El joven se echó a reír, lo bastante fuerte como para que le oyera la violonchelista, pero la embarazada dejó sin terminar la media naranja que le quedaba.

Mi vecino pelirrojo estaba en casa la tarde que sucedió aquello. Oyó a la violonchelista y miró durante mucho tiempo a los tres. Había estado sentado, como hacía con frecuencia, en la silla junto a la ventana: en pijama, relajado y sin hacer nada en absoluto. (Cuando regresaba del trabajo era muy raro que volviese a salir.) Había algo satisfecho y amable en su rostro y me pareció que quería solucionar la tensión entre las habitaciones. No hizo más que mirar, y ni siquiera se levantó de la silla, pero fue esa la sensación que tuve. Me desazona oír que las personas se gritan y aquella noche me sentía cansada y nerviosa. Dejé sobre la mesa el libro de Marx que estaba leyendo y me limité a mirar a mi vecino y a imaginarme su vida.

Creo que la violonchelista se mudó a nuestro edificio hacia primeros de mayo, porque no recuerdo oírla practicar durante el invierno. El sol entraba a raudales en su habitación a última hora de la tarde y revelaba, en la pared, una colección de lo que parecían ser fotografías clavadas con tachuelas. Salía con frecuencia y a veces recibía en casa a un determinado individuo. Al final del día se sentaba frente al patio con el violonchelo, las rodillas bien separadas para abrazar el instrumento, la falda alzada hasta los muslos para que las costuras no cedieran. Su música sonaba áspera y la tocaba sin energía. Parecía caer en una especie de coma cuando trabajaba y su rostro adquiría un aire ligeramente vacuno. Casi siempre tenía medias secándose en la ventana (yo las veía con tanta claridad que puedo contar cómo a veces solo lavaba los pies para ahorrarse el desgaste y las molestias) y algunas mañanas había una baratija atada a la cuerda de la persiana.

A mí me parecía que mi vecino de enfrente entendía a la violonchelista y a todos los demás inquilinos del patio. Tenía la sensación de que nada le sorprendía y de que captaba más que la mayoría. Quizá fuese el aire reservado que le daban los párpados caídos. No estoy segura de cuál era el motivo. Solo sabía que me gustaba observarlo y pensar en él. Por la noche llegaba a su cuarto con una bolsa de papel, sacaba cuidadosamente la cena y se la comía. Más tarde se ponía el pijama y hacía ejercicios en la habitación; después, de ordinario, se sentaba sin hacer nada hasta cerca de medianoche. Cuidaba al máximo de las tareas del hogar y el alféizar de su ventana nunca estaba abarrotado. Se ocupaba de sus plantas todas las mañanas, y el sol le iluminaba el rostro, de una palidez saludable. A menudo las regaba con una perilla de goma que se parecía mucho a una jeringa para lavar oídos. Nunca llegué a imaginar a ciencia cierta en qué trabajaba durante el día.

Hacia finales de mayo hubo otro cambio en el patio. El joven cuya esposa estaba encinta dejó de ir a trabajar todos los días. Se adivinaba, por la expresión de sus rostros, que había perdido su empleo. Por las mañanas se quedaba en casa más de lo normal, le servía leche a su mujer del litro que seguían teniendo en el alféizar de la ventana, y estaba pendiente de que se la bebiera toda antes de que tuviera tiempo de agriarse. A veces, por la noche, después de que los demás se hubieran dormido, se oía el murmullo de su conversación. Después de un silencio, el marido decía escúchame con tanta fuerza que bastaba para despertarnos a todos, y luego bajaba el tono y reanudaba en voz baja su imperioso monólogo, dado que su mujer casi nunca decía nada. Su rostro parecía empequeñecerse, y a veces se sentaba en la cama durante horas con la boca medio abierta, como un niño que sueña.

Terminó el semestre en la universidad, pero me quedé en Nueva York porque tenía un trabajo a tiempo parcial y quería asistir a un curso de verano. Como no iba a clase veía a muy poca gente en la calle y pasaba más tiempo en casa. Tuve ocasiones de sobra para darme cuenta de lo que significaba que el marido empezara a presentarse con una botella de leche de medio litro en lugar de un litro entero, y que, finalmente, un día la botella fuese solo de cuarto.

Es difícil explicar cómo te sientes cuando ves a alguien que pasa hambre. La habitación de ellos estaba solo a unos pocos metros de la mía y me resultaba imposible no pensar en ellos. Al principio no creía en lo que veía. Esto no es una casa de vecindad en un barrio pobre, me decía. Vivimos en una parte de la ciudad bastante buena, de nivel medio, en la zona oeste de las calles ochenta. Es cierto que nuestro patio es pequeño, que las habitaciones solo tienen el tamaño suficiente para una cama, un tocador y una mesa, y que estamos casi tan hacinados como en los barrios pobres. Desde la calle, sin embargo, estos edificios tienen buen aspecto; en las dos entradas hay un pequeño vestíbulo con algo semejante a mármol en el suelo, y un ascensor que nos evita subir a pie seis, ocho o diez tramos de escaleras. Desde la calle estos edificios parecen casi lujosos y no es posible que alguien que viva aquí pase hambre. Que les hayan reducido la leche a la cuarta parte de lo que solían recibir —me decía a mí misma— y que a él no lo vea comer (le daba a ella el sándwich que salía a comprar todas las tardes a la hora de la cena) no prueba que pasen hambre. Que la chica esté sentada todo el día, sin interesarse por nada excepto los alféizares de las ventanas donde algunos de nosotros ponemos la fruta, se debe a que va a tener un hijo muy pronto y eso es algo que se sale de lo corriente. Que él camine de un lado a otro del cuarto y le grite a veces a su mujer, con sensación de que la voz se le atraganta, no es más que su mal genio.

Después de razonar conmigo misma de esa manera, siempre miraba a mi vecino pelirrojo. No es fácil explicar la fe que tenía en él. No sé qué es lo que podría haber esperado que hiciera, pero el sentimiento existía. Había renunciado a leer cuando volvía a casa y a menudo me limitaba a observarlo durante horas. Cuando nuestras miradas se cruzaban uno de los dos apartaba los ojos. Entiendan que todos los vecinos del patio nos veíamos dormir y vestirnos y cómo pasábamos nuestras horas de ocio, pero no nos hablábamos nunca. Estábamos lo bastante cerca para tirarnos comida de una ventana a otra, lo bastante cerca para que una sola metralleta pudiera habernos matado a todos en un abrir y cerrar de ojos. Pero seguíamos comportándonos como desconocidos.

Al cabo de unos días la pareja joven ya no tenía botella de leche en el alféizar, ni grande ni pequeña, y él se quedaba en casa todo el día, con unas ojeras muy marcadas y la boca convertida en una afilada línea recta. Se le oía hablar en la cama todas las noches, empezando con su escúchame a voz en grito. De todo el patio, tan solo la violonchelista no llegó a manifestar con algún gesto, por insignificante que fuera, que no sentía la tensión.

Su habitación estaba inmediatamente debajo, de manera que probablemente no les había visto nunca la cara. Ahora ensayaba menos de lo habitual y salía más. El amigo que he mencionado estaba en su cuarto casi todas las noches. Era atildado como un gatito: pequeño, de cara redonda, piel grasa y grandes ojos almendrados. A veces todo el patio los oía pelearse y de ordinario, al cabo de un rato, se marchaban. Una noche la chelista trajo a casa uno de esos hombres-globo que venden en Broadway: un globo alargado para el cuerpo y otro pequeño y redondo para la cabeza, pintada con una boca sonriente. Era de color verde brillante, las piernas de papel crepé de color rosa y de cartón los pies, muy grandes y negros. Lo colgó de la cuerda de la persiana, donde se columpiaba, giraba lentamente y se le contorsionaban las piernas de papel cada vez que soplaba la brisa.

A finales de junio sentí que no iba a poder seguir mucho más tiempo en el patio. De no ser por mi vecino pelirrojo me habría mudado. Me habría ido antes, incluso, de la noche en que llegamos a la confrontación definitiva. Y es que me era imposible estudiar, no me concentraba en nada.

Recuerdo muy bien una noche especialmente calurosa. La chelista y su amigo tenían la luz encendida, y lo mismo la pareja joven. Mi vecino de enfrente, sentado y en pijama, contemplaba el patio. Tenía una botella junto a la silla y se la llevaba a la boca de cuando en cuando. Había apoyado los pies en el alféizar y yo le veía los dedos de los pies, torcidos. Cuando hubo bebido una buena cantidad empezó a hablar solo. Yo no oía las palabras, que se mezclaban unas con otras y creaban un sonido uniforme que subía y bajaba. Tenía la sensación, sin embargo, de que podía estar hablando de la gente del patio porque, entre tragos, miraba sucesivamente a todas las ventanas. Era una sensación extraña, algo así como que su discurso podía arreglarnos la vida a todos si éramos capaces de entender sus palabras. Pero por mucho que me esforzara en escuchar, no oía nada de lo que decía. Solo miraba su sólida garganta y su rostro tranquilo que, incluso cuando estaba un poco borracho, no perdía su expresión de sabiduría escondida. No pasó nada. Nunca supe lo que estaba diciendo. Solo me quedó el convencimiento de que si hubiera hablado con voz un poco menos baja yo habría aprendido muchísimo.

Una semana después sucedió lo que hizo que todo acabara. Debían de ser alrededor de las dos de la madrugada cuando me despertó un ruido extraño. La noche estaba oscura y las luces apagadas. El ruido parecía venir del patio y mientras lo escuchaba apenas dejé de temblar. No era un ruido fuerte (no duermo muy bien, ya que de lo contrario no me habría despertado), pero había en él un algo animal, agudo y sin aliento, algo entre un gemido y una exclamación. Se me ocurrió que alguna vez había oído antes un sonido semejante, pero era una cosa demasiado remota para recordarla.

Fui a la ventana y desde allí me pareció que el ruido venía del cuarto de la chelista. No había ninguna luz encendida, el calor era intenso y el cielo estaba oscuro y sin luna. Me quedé allí mirando y, mientras trataba de imaginar cuál podía ser el problema, me llegó un grito desde el apartamento de la pareja joven que no seré capaz de olvidar por muchos años que viva. Era el marido, y las palabras alternaban con sonidos ahogados.

—¡Cállese! ¡Usted, la cabrona de ahí abajo, cállese! Es insoportable…

Por supuesto supe entonces cuál había sido el ruido. El joven abandonó la frase a la mitad y en el patio se instaló un silencio de muerte. No hubo ningún “¡Silencio!”, que es lo que de ordinario sigue aquí a un ruido nocturno. Se encendieron unas cuantas luces, pero eso fue todo. Me quedé en la ventana, sintiéndome mareada e incapaz de dejar de temblar. Miré hacia la habitación de mi vecino pelirrojo, que, al cabo de unos minutos, encendió la luz. Con ojos de sueño examinó todo el patio. Haga algo, haga algo, era lo que me hubiera gustado decirle. Al cabo de un momento se sentó con su pipa junto a la ventana y apagó la luz. Incluso cuando todos los demás parecían ya dormir de nuevo, persistía aún el olor a su tabaco en la oscuridad caliente del patio.

Después de aquella noche empezaron los cambios que han llevado a la situación actual. La pareja joven se mudó y su habitación quedó vacía. Ni mi vecino pelirrojo ni yo pasábamos tanto tiempo en casa como antes. No volví a ver al atildado amigo de la chelista y ella ensayaba con terrible energía, apretando mucho el arco contra las cuerdas. Muy temprano por la mañana, cuando recogía las medias y el sujetador que había puesto a secar, casi los arrancaba de la cuerda antes de volverse de espaldas a la ventana. El hombre-globo todavía colgaba de la persiana, balanceándose lentamente en el aire, sonriente y de color verde brillante.

Y ayer mi vecino pelirrojo también se marchó para siempre. Estamos a final de verano, la época en que, de ordinario, la gente se muda. Lo vi empaquetar todas sus pertenencias y traté de olvidarme de que nunca lo vería de nuevo. Pensé en que yo volvería pronto a la universidad y en la lista de lecturas que me iba a preparar. Lo observé como a un completo desconocido. Parecía más contento de lo que había estado en mucho tiempo, tarareó una breve melodía mientras hacía el equipaje, y estuvo acariciando un rato las plantas que tenía en el alféizar antes de retirarlas. Un momento antes de marcharse se colocó delante de la ventana para echar una última ojeada al patio. El resplandor exterior no le hizo guiñar los ojos, pero bajó los párpados casi hasta cerrarlos y el sol creó una nube de luz en torno a su pelo brillante que semejó una especie de aureola.

Hoy, esta noche, he pensado mucho en mi vecino. Una vez empecé a escribir sobre él a mi amigo el que trabaja de mecánico, pero al final lo dejé. Sin duda sería demasiado difícil explicarle a alguien, incluso a mi amigo, qué era lo que me pasaba. Cuando me pongo a pensar resulta que hay demasiadas cosas sobre él que no sé: su nombre, en qué trabaja, incluso su nacionalidad. Nunca llegó a hacer nada relacionado con el patio, y ni siquiera sé exactamente qué era lo que yo esperaba que hiciera. Por lo que se refiere a la pareja joven, no creo que hubiera podido ayudarles más que yo. Cuando repaso las veces que estuve mirándolo, no recuerdo que nunca hiciera nada fuera de lo corriente. Al describirlo, lo único que destaca es su pelo. En conjunto, podría parecer uno más entre un millón de hombres. Pero por extraño que suene, aún tengo la sensación de que hay algo en él que puede cambiar muchas situaciones y arreglarlas. Y una cosa como esa siempre tiene cierto sentido: mientras yo lo sienta así, de algún modo es verdad.

FIN


“Court in the West Eighties”,
The Mortgaged Heart,
1971
Este cuento también se ha traducido con el título “El patio de la calle ochenta zona oeste”.


Más Cuentos de Carson McCullers