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Paz en las alturas

[Cuento - Texto completo.]

Rómulo Gallegos

En un paraje agreste y montuoso, al borde de una profunda barranca festoneada de bravas malezas, hay una cabaña destartalada sobre cuya pajiza techumbre hace tiempo que no se eleva el humo del hogar. En el umbral está sentado un muchacho.

Es una criatura miserable y lastimosa: una cabezota sostenida por un pescuezo inverosímil y erizada de sórdida pelambre sobre un cuerpo desmirriado; el abdomen abultado, los brazos esqueléticos, las piernas llenas de costras purulentas, con las rodillas enormes y los pies deformados por el edema palúdico; el rostro impresionante, de piel mortecina y pegada a los huesos; la boca descarnada y descubriendo la dentadura; las escleróticas horriblemente amarillas en el fondo de las cuencas clavadas, y una sombra de dolor sordo y rabioso en las pupilas terrosas. Permanece inmóvil y silencioso, mirando por encima del mar de lomas que llenan la inmensidad de la hoyada que se extiende ante su vista hasta una barrera de montes azules, lejanos y esfumados en los dorados celajes del horizonte. Una pena agria y tenaz escarba implacablemente su pequeño corazón, ya maleado por un odio irreflexivo a todo lo que vive y se agita en torno suyo. Este sentimiento mantiene perennemente en su garganta un nudo como de llanto presto a correr, pero las lágrimas nunca asoman a sus ojos. A menudo salta de su pecho una oleada de rabia, y entonces se le ve crispar los puños y castañetear los dientes de una manera inquietante, hasta que, destrozando lo que cae al alcance de sus manos, el feroz acceso se aplaca dejándole en un estado de somnolencia; otras veces son días enteros de humor sombrío que los pasa sin hablar, sentado en el quicio de la puerta o tendido sobre la dura tierra, mirando derecha y fijamente algo fascinador y terrible que parece estar delante de sus ojos. En tales estados de hipocondría, las sensaciones de su cuerpo minado por la enfermedad se atropellan en su conciencia y acaban por hacerle perder la noción de sí mismo. Primero un hormigueo que empieza en las plantas de los pies y va invadiéndole todo el cuerpo, y son miriadas de bichos que le devoran ya muerto; luego una sensación horrible de plenitud interior, cual si las entrañas empezaran a crecerle de pronto y a prisa, como él oye crecer los cerros dentro del barranco en el silencio de las noches oscuras, cuando la sofocación de su abdomen no lo deja dormir; finalmente, el vacío dentro de su cabeza; un chirrido de millones de grillos que se van acercando, una ronda loca de estrellas en torno de sus ojos; por último, un silencio repentino, definitivo, que parece que no se va a acabar nunca… Y en medio de todo esto, la visión pertinaz de un hombre, el carbonero, abrazando a la madre de él, que está tirada en un rincón del rancho, tiritando con el frío precursor de la calentura…

Esta escena, presenciada por Felipe poco después de la muerte de su padre, se había grabado en su memoria de tal manera que, sin saber por qué —puesto que nunca ha reflexionado sobre lo que aquello significaba—, no podía ver a la madre sin que so le representase como aquella noche la vio, estrechada entre los brazos del carbonero, que le tenía las negras manazas puestas sobre la espalda.

De aquí la sorda repulsa que Felipe abrigaba contra su madre, en su pequeño corazón ya maleado. En vano se esforzaba ella por sacarlo del mutismo en que se encerraba, y como, por otra parte, jamás lo procuraba de manera afectuosa, sino dirigiéndole palabras duras o descargando recios golpes sobre sus quebrantadas carnes, la secreta repulsa del muchacho se fue convirtiendo en odio feroz, que a veces se le encrespaba dentro del pecho con una violencia tal que lo lanzaba contra ella, enceguecido, con los puños crispados y mostrando los dientes, que le crujían con un ruido siniestro.

Al principio, cuando esto sucedía, la madre le sofocaba la ira bajo una lluvia de golpes que, por fuertes que fuesen, no le arrancaban nunca una lágrima: aullaba como un animal acosado y se revolcaba en el suelo, al cabo de lo cual se quedaba horas enteras inmóvil como un muerto; pero después la madre adoptó otra actitud que lo exasperaba más: dejó de pegarle, limitándose a sujetarle los brazos, hasta que vencido por la violencia de la cólera que derramaba en su organismo un soporoso tóxico, se desplomaba sobre la tierra y cía en su enfermiza somnolencia. Entonces la mujer se alejaba de él, murmurando con un acento medroso:

—¡Ave María Purísima!

Al mismo tiempo comenzaron a ser más y más largas las ausencias de la mujer fuera del rancho. Días enteros se pasaba en el monte, adonde se iba de mañana en busca del haz de leña o de los jojotos que robaba en los conucos para venderlos en el poblado próximo y muchas veces regresaba al anochecer, con el exiguo producto de sus ventas convertido en ásperas tortas de cazabe y uno que otro pedazo de pescado salado, sobre lo cual Felipe se abalanzaba con la voracidad de su hambre, aquella hambre insaciable y nunca satisfecha que ocupaba la soledad de sus días y los insomnios en las noches con la torturante imaginación de fantásticos y sabrosos hartazgos.

Un día Felipe adquirió un amigo. Desde la mañana había estado oyendo ladrar un perro que vagaba por el monte, olisqueando los senderos como si buscase al amo perdido. En la tarde se acercó al rancho y, viéndolo a él sentado en el umbral de la puerta, se le plantó enfrente moviendo la cola, y luego se echó a sus pies, jadeante, sin apartar los ojos de la contemplación compasiva de la horrible carita del enfermo. Era un perro negro, de largas y lustrosas lanas. Felipe lo miró, a su turno, largamente, pero como a un amigo que se está esperando y cuando llega se recibe sin sorpresa. No se movió para acariciarte, ni le dirigió una palabra; para él era lo más natural que aquel perro hubiese llegado y se hubiese echado en su presencia. No lo pensaba, pero lo sentía: el amo a quien buscara todo el día a través de los sembrados y a lo largo de los senderos era él. Ya lo había encontrado y estaba seguro de que el perro no se separaría de él jamás. Al cabo de un rato, una reflexión inusitada rozó la inmovilidad de su pensamiento: ideas inaferrables, de esas innominadas, que se sienten pasar por le conciencia sin que se las vea, como se siente que se acerca en la sombra le mano que ve a acariciarnos o a hacernos daño. Pensó, sin darse cuenta de que estaba pensándolo, que aquel perro había venido de lo desconocido, de aquello que se cernía sobre su cabeza y que él no había podido verlo, pero si lo había visto el gallo, que lanzaba entonces un grito medroso estirando el cuello y siguiendo con la asustada pupila el vuelo agorero; y pensó que había venida en busca suya para salvarlo de algo que le iba a suceder.

Rompiendo su mutismo, dijo por fin:

—Ya te oí ladrar esta mañana en aquel conuco; yo sabía que tú me estabas buscando.

El perro comenzó a latir, y su latido era amistoso y juguetón. Pero de pronto se paró y empezó a gruñir recelosamente. Felipe, que también había oído el ruido de pasos por entre el matorral, le dijo:

—Es mamá. Quédate quieto.

A Plácida no le agradó encontrar aquel perro allí y quiso ahuyentarlo, pero el animal se acurrucó entre las piernas de Felipe gruñendo y mirándola con ojos amenazantes. Ella le tuvo miedo y no insistió en espantarlo; pero se veía que no estaba tranquila.

Depositó en el rancho el envoltorio de les provisiones para la cena frugal, poniéndolo fuera del alcance de Felipe, sacó de él una torta de cazabe y fue a comérsela al borde del barranco.

El muchacho, excitado por el hambre, se le acercó ávidamente. Ella no lo dejó llegar, arrojándole, para detenerlo a distancia, un trozo de cazabe que fue a caer cerca del matorral, que festoneaba el barranco. Felipe lo recogió y se sentó en el suelo a comérselo. A su lado el perro movía la cola. El muchacho le ofreció un pedazo de lo que comía, pero el animal, después de olisquearlo, se hizo a un lado y se echó despreciativamente con la cabeza vuelta hacia la mujer.

Entretanto ésta no apartaba la vista de la cara del hijo, afeada más por los gestos grotescos que hacía al masticar. Parecíale horrible como nunca; y a medida que lo contemplaba, su pecho se iba llenando de un rencor bestial. Aquella repugnante criatura, que parecía un pingajo suspendido del garfio de la muerte y sin embargo no cesaba nunca de vivir, era la causa de su miseria. Por él no encontró colocación cuando fue al pueblo ofreciéndose para servir, porque nadie quería tener en su casa un ente tan repeloso, y a causa de él Crisanto, el carbonero que la requebraba de amores, no había querido unírsele. Aquel mismo día le había dicho:

—Negra, si no juera por ese muchacho, tú no estarías pasando trabajos, porque a mí no me falta la comía y la casa y si tú te resuelves a viví conmigo no tienes necesidá de andá po el monte robando jojotos o recogiendo chamizas por esos espeñaeros. Pero lo que es ese muchacho, ni que me lo pinten de oro. ¡Ja, bicho malo ese carricito! Si no aguaitale los ojos. Tiene la malignidá pintá en ellos… ¡Pa mí que ese carricito es hijo de Mandinga! ¡Ave María Purísima! Si no es un muchacho: tiene cosas de hombre. A los muchachos no se les ocurren los pensamientos que se le ocurren a ése. A mí me hace el efecto de un hombre agazapao dentro del cuerpo de un muchacho para que uno se descuide con él y entonces saltale. Sí, en una comparación, yo me lo topo de noche en un camino de esta montaña, te aseguro que no me le paro… ¡Ah! ¡Sí!… Ése es hijo de Mandinga. Yo, como tú…

Llegando a este punto de su discurso, apareció en el fondo del barranco donde conversaban aquel perro que ahora encontraba allí echado al lado de Felipe. El animal, que parecía quo hubiese perdido de vista al amo y lo buscaba desesperadamente, se había acercado a ellos y después de olisquearles los pies se había puesta a ladrar rabiosamente, a tiempo que Plácida respondía a Crisanto:

—¿Y si me descubren, chico?

—¡Qué van a descubrirte! ¡Lo más fácil es que un muchacho que no puee sostenerse sobre sus piernas se esberranque por aquel espeñaero!…

Ahora, contemplando la faz cadavérica del hijo aborrecido a quien le atribuía la miseria de su vida, Plácida rumiaba la insinuación de Crisanto:

—¿Quién lo va a descubrí?…

Echó en torno miradas recelosas. Todo por allí parecía solo y vacío. La inmensa hoyada llena de lomas verdeantes se extendía silenciosa hasta los remotos confines. Abajo, muy lejos, se veían unos ranchos esparcidos entre los sembrados y matorrales, pero estaban tan distantes que era imposible distinguir personas cerca de ellos; solo se alcanzaba a ver los tenues humos de los hogares elevándose lentos en el aire, por encima de las techumbres.

Esta exploración del solitario paisaje apretó en su garganta un nudo de angustia. Sobre el barranco flotaba una atmósfera pesada que le producía anhelos de asfixia; por el cielo rodaban negras mazas de nubes que iban llenando de sombras violáceas la cuenca de la hoyada; allá en el horizonte, sobre la barrera de las últimas lomas, se vela correr la mancha azulosa de la lluvia que venía acercándose; un sordo rumor de truenos lejanos gemía en el ámbito cargado de presagios

Plácida se sentía irremisiblemente atraída hacia la vorágine de un mal pensamiento.

—¿Verdá que parece que dentro de ese muchacho estuviera agazapado el mismo diablo? ¡Cómo me ve! ¡Ave María Purísima! ¡Cómo le blanquean los ojos y le crujen los dientes! ¡Dios me salve el lugar! ¡Y pa lo que gana viviendo así, que es un pudridero de enfermedades!… ¡Esos bichos que tiene en el estómago se lo están comiendo vivo! Y ese frío que le da cuando le va a entrá la calentura. Pa viví siempre así, mejor es morise…

El perro lo miraba gruñendo.

—¿Y ese perro quién será?… ¡Ave María Purísima!… Miren que la vida tiene cosas que una no se explica.

Felipe acababa de devorar el pedazo de cazabe y encarándose con la madre le dijo ásperamente:

—Dame más. ¡Yo tengo hambre! ¡Yo lo quiero todo porque tengo hambre!

La mujer lo miró asustada. Las escleróticas horribles habían relampagueado de una manera siniestra. Sintió que una fuerza misteriosa rebosaba imponente en las palabras del muchacho; al mismo tiempo la imperiosa exigencia de éste coincidía con un pensamiento que acababa de cruzarle por la mente.

Anhelante, temblorosa, arrojó el pedazo de cazabe que le quedaba en la mano, de modo que fuera a caer sobre el matorral suspendido en el vacío al borde del despeñadero.

Felipe se puso de pie y clavó en los ojos de ella una mirada rabiosa, penetrante, que la hizo turbarse. Había comprendido la intención: si se acercaba a coger el trozo de cazabe, el matorral cedería bajo su peso y se despeñaría en el barranco. Transcurrió un instante infinito. Plácida sintió girar en torno suyo la ronda de la locura. Luego Felipe, con una súbita resolución, dio un paso hacia el matorral.

Al mismo tiempo el perro saltó rápidamente sobre el trozo del cazabe suspendido en la maleza, lanzando un aullido extraño. Cedió el matorral bajo su peso y el cuerpo del animal rodó barranco abajo.

La noche, horrible. Cae furiosamente la lluvia sobre los campos lóbregos; un interminable fragor de deslumbrantes centellas tabletea en la soledad de la hoyada; se oye rodar el agua por las torrenteras, como serpientes rabiosas… Durante largo rato se estuvo escuchando el ladrido lastimero del perro, que tal vez quedó enredado en las malezas del barranco, pero hace tiempo que ha dejado de latir…

En el rancho, por cuya techumbre se filtra a chorros el agua que cae de las nubes, están Plácida y Felipe distanciados y silenciosos. A la lumbre de los relámpagos que esclarecen el interior, Plácida ve brillar siniestramente las horribles escleróticas de Felipe. No se atreve a dormir: le teme a aquel muchacho que lleva dentro, agazapado, algo que asusta y fascina.

Y éste dice, de cuando en cuando, con una insistencia implacable, que ya la tiene a punto de enloquecer:

—Mamá, ¿por qué quieres tú que me muera?

*FIN*


Actualidades, 1919


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