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Pedro el pequenero

[Cuento - Texto completo.]

Manuel Rojas

—Este era un rey que tenía…

—¡Ya salió con la tonada de siempre! Este era un rey que tenía.

—Cuente algo que no sea de reyes, pues, señor.

—Sí, pues, don Vicho, ya nos tiene guatones con los reyes y los príncipes.

—Vaya, niños, todavía que uno hace el favor de contarles un cuento, se regodean. ¡No cuento nada, también!

—No se enoje, abuelo.

—Cuente otra cosa, pues.

—Aquel del minero que se —halló un chivatito de oro en la mina.

—No, ése es muy aburridor.

El viejo, ante la protesta formal de su acostumbrado auditorio, inclinó la cabeza y estuvo un rato recordando. Los personajes de los cuentos que don Vicho solía narrar, salieron del fondo de su memoria y se revolvieron en su cabeza como fichas de dominó. Reyes desgraciados, princesas robadas y encantadas, príncipes aventureros, dragones horribles, gigantes furiosos, marinos atrevidos, enanos vengativos o bondadosos, con grandes barbas y bonetes de colores; toda la fauna fabulosa de las leyendas apareció un momento ante él. Estuvo un rato escogiendo, separando unos, ya demasiado conocidos por su auditorio, apartando otros que no tenían interés y pasando indiferente ante los demás. En lo que iba corrido del invierno casi habla agotada su repertorio.

De pronto, semioculta detrás de la capa de armiño de un rey, apareció una gran cara trágica, con la boca muy abierta y la lengua sanguinolenta colgando de ella; cara redonda, llena de pelos, roja de excitación, con los ojos manchados de sangre. Don Vicho estuvo un momento mirándola, cerrados los párpados. No recordaba a qué personaje correspondía ese rostro. Hizo un esfuerzo. Después de la cara apareció un pescuezo ancho, hinchado de grandes venas; unos hombros redondos de hombre fuerte; un pecho alto y velludo, cubierto apenas por una sucia y desabrochada camiseta avanzó, desde el fondo de los recuerdos de don Vicho, con los musculosos brazos abiertos, vacilante, tropezando con los enanos, reyes, príncipes y marinos. Poco a poco adelantóse y a medida que lo hacía su cuerpo agrandábase; la gran cara roja pareció tapar el horizonte. Cuando estuvo bien cerca, don Vicho recordó.

—Bueno, viejito, no se quede dormido.

—No me estoy quedando dormido, roto insolente; estoy recordando.

—Disculpe, don Vicho, pero como usted se queda dormido de repente.

—Vamos a ver. Me he acordado de un cuento que contaba mi abuela, hace muchos años, pero muchos.

—¡Chis!

—Es la historia de Pedro el Chuico.

—¿Quién era Pedro el Chuico?

—Pedro el Chuico fue un gallo a quien le pasó una mano con Nuestro Señor.

—A ver, a ver; cuente, cuente…

Apretujóse la gente alrededor del viejo. Tosieron algunos para no tener que toser después, mientras durara la narración, y otros, friolentos, envolviéronse bien en sus mantas. Don Vicho revolvió con un palito las brasas del gran brasero de cobre, encendió en una de ellas su último cigarro de la noche y mientras pitaba, contó:

—Pedro González fue un hombrecito que vivió hace muchos años, pero muchos, antes que naciera yo y antes que naciera mi padre, antes que naciera el padre de mi padre y mucho antes que naciera el padre del padre de mi padre. Vivió en los tiempos en que Nuestro Señor Jesucristo vino al mundo a redimir a los hombres y a sufrir y morir por causa de tanto roto mal agradecido.

“Pedro González era pequenero. Desde chicuelo trabajó en eso y aprendió bien su trabajo llegando después cuando tenía veinte años, a trabajar por su cuenta. Se casó con una moza, nada mal parecida que tenía muy buenas manos vara amasar. Le ayudaba mucho y los dos vivían tranquilos y felices, trabajando y queriéndose.

“En el pueblo eran famosos los pequenes de Pedro González. Vivía en una calle donde había muchísimas cantinas. Sabían los borrachos la hora en que Pedro sacaba la primera hornada de la tarde o de la mañana y lo esperaban a la pasada, arrebatándole casi los pequenes, calientes, chorreando gotitas de grasa, llenos de oloroso pino.

“Apenas asomaba Pedro en la puerta de su casa y daba su conocido grito de: ¡Recaliente está la pequenada!

“Los borrachos salían como disparados de las cantinas. “Ganaba plata como mote. Y tanta llegó a ganar, que se volvió pretencioso y fantástico. Hizo relaciones y las relaciones empezaron a perderlo. Algunas veces la plata le hace bien al hombre; otras, mal. A Pedro le hizo mal.

“Poco a poco su casa se fue llenando de amigos; brotaron como callampas después de la lluvia, y empezaron a hacerle perder el tiempo y a olvidar sus ocupaciones. Y como Pedro era generoso, voltario y alegre, la cosa se empeoró. Con la historia de la tonadita y del causeíto, poco a poco su casa se transformó en una chingana que pasaba llena de gente muy alentada para comer y tomar.

“Muchos días los pequenes no salieron o salieron crudos o secos, y nadie los compraba. Por fin, el horno dejó de encenderse, la harina se apelmazó, la artesa donde amasaban se abrió de puro reseca y la trampa y la remolienda empezaron a llevarse lo que Pedro y su mujer habían ganado en largos años de trabajo.

“Un día, borracho, le pegó a su mujer, y ésta, poco tiempo después, se arrancó con un roto, llamado Juan el Gallo, cuya única fortuna y oficio era la de tamborear y bailar bien la cueca.

“Hasta que-llegó un momento en que Pedro González —a quien los amigos habían cambiado hasta el nombre, llamándolo Pedro el Chuico, por lo bueno que era para tomar— se encontró en la puerta de su casa, con las manos en los bolsillos, en camiseta, sin un cinco y con una sed que se lo llevaban los diablos.

“Fue a una cantina y allí los borrachos lo recibieron como a un hermano en desgracia.

“—¡Llegó Pedro el Chuico!

“—Tengo sed…

“—¡A ver! Pasen un vaso para Pedro.

“—¡Este roto que era tan generoso cuando tenía plata! ¡Toma, Pedro, sacia tu sed!

“Bebió y calmó su sed; pero después volvió la sed más fuerte que antes y necesitó beber nuevamente para refrescar sus entrañas, enfermas ya de sequía constante.

“Se enhebró así su vida; de la cantina a su abandonada casa y de su casa a la cantina. Comía lo que le daban sus amigos y si alguna vez le faltó qué comer, nunca faltóle de beber. Además, el licor lo mantenía y poco echaba de menos la comida; un causeo cualquiera, restos de algún santo o un pequén ofrecido por alguno de sus amigos, le bastaba.

“Fue una mañana, en que se levantó con más sed que nunca y buscó en vano por las cantinas algún amigo generoso cuando Pedro el Chuico se encontró por casualidad con Nuestro Señor. Lo vio venir desde lejos. No lo conocía, pero en sus maneras y en su aspecto adivinó que ese caballero tenía buen corazón y podía ayudarlo. Venía Nuestro Señor, acompañado de San Pedro, conversando tranquilamente; habían dormido bajo los árboles de un cerro cercano y se encaminaban en busca de un almacén donde comprar queso y pan con el único peso que teman.

“De repente, Pedro el Chuico se plantó ante ellos, que se detuvieron sorprendidos mirando interrogativamente al hombre que tenían delante. Con la barba crecida, sucio, rotoso, los ojos manchados de sangre y el pelo revuelto, la figura de Pedro el Chuico no era para tranquilizar a nadie. San Pedro quiso retroceder, asustado, pero Jesús lo detuvo. Avanzó hacia el borracho y le preguntó:

“—¿Qué quieres, hijo mío?

“Pedro el Chuico murmuró:

“—Tengo sed, patrón; mucha sed.

“—¿Sed? —preguntó Jesús—. ¿En una ciudad donde hay tantas fuentes de agua fresquísima?

“—Agua no, caballero; me hace mal.

“—¿Te hace mal el agua? ¿Y qué bebes, entonces?

“Pedro inclinó la cabeza, avergonzado. Era la primera vez que pedía limosna para beber, y las preguntas de aquel caballero, aunque eran hechas con una voz muy suave, lo achunchaban. Hizo ademán de retirarse, pero Jesús lo detuvo.

“—Espera; me dices que tienes sed y que el agua te hace mal. Seguramente necesitas vino.

“Sacó del bolsillo el único peso que tenía y se lo pasó a Pedro el Chuico.

“—Anda a calmar tu sed —le dijo.

“—Muchas gracias, patrón —contestó Pedro en voz baja. Sin levantar la cabeza y apretando fuertemente el peso en su mano, entró a una cantina.

“San Pedro se quedó asombrado, y en seguida dijo a Jesús:

“—¡Pero, Maestro, le ha regalado a ese borracho el único peso que teníamos!

“—No importa, hermano; él lo necesita más que nosotros.

“Y se fueron a tomar desayuno a casa de un amigo de confianza.

“Pedro el Chuico, entretanto, gastó la mitad del peso en calmar la sed que tenía y procuró después seguir bebiendo a costa de sus compinches, guardando para otro día difícil los cuatro reales que le sobraron. Pero pasaron los días y nuevamente se encontró en uno de ellos, con sed y sin nadie que lo invitara a beber. Soporté todo lo que pudo, pero, el deseo de beber era más fuerte que su voluntad. Echó a andar por las calles buscando a alguien qué lo feriara: Ninguna cara amiga. Era día viernes y los borrachos habían salido a trabajar los dos días que quedaban para terminar la semana. Desesperado, resolvió pedir limosna otra vez. Pero la gente que no le conocía andaba sin chapa. Los que le conocían, no le daban; Mientras tanto, la sed seguía creciendo. La saliva se apelmazaba en su boca, la garganta se le cerraba y la lengua lo hería de puro seca. ¡Nadie!

“Pero alguien vino en su ayuda y ese alguien fue nuevamente Nuestro Señor.

“—Aquí tenemos al borracho del Otro día —dijo San Pedro, al verlo venir.

“—Es cierto. ¿Andará sediento otra vez? “Lo dejaron acercarse, paso a paso.

“—¡Qué tienes, hijo mío? —le preguntó Jesús.

“Y Pedro el Chuico, sin levantar la cabeza, contestó:

“—Patrón, tengo sed.

“—¿Otra vez tienes sed? ¿Y qué vamos a hacer ahora? No tengo nada que darte.

“—Aunque sea una chauchita, caballero.

“—No tengo nada, ni una ficha.

“—Qué le vamos a hacer, patrón! Paciencia. Para otra vez será.

“Pero Jesús avanzó hacia Pedro el Chuico y poniéndole una mano en el hombro, le dijo:

“—¿Pero tú estás seguro de tener sed?

“—Mucha, patroncito, mucha.

“—A ver, mírame.

“Pedro el Chuico levantó la cabeza y fijó sus ojos en la bondadosa cara de Jesús. Este lo miró sonriendo, pasó su mano sobre la desgreñada y vencida cabeza y le dijo pausadamente:

“—No, hijo mío, tú no tienes sed.

“Después se apartó de él, tomó de un brazo a San Pedro y se fue.

“Pedro el Chuico se quedó parado en medio de la calle, mirando con ojos de asombro a Nuestro Señor, que se alejaba calle abajo, platicando con San Pedro. ¡No tenía sed! Claro que tenía, y mucha. Echó a andar en la misma dirección y en ese momento Jesús se volvió, lo miró y le hizo un saludo con la mano. Pedro le contestó malhumorado y dobló la esquina.

“Poco a poco se fue calmando. Notó que el ardor de su estómago disminuía, su garganta se suavizaba y la lengua, humedecida repentinamente, refrescó sus resecos labios. Escupió, y en lugar de una saliva espesa y blanca, arrojó otra clara y liviana. Su boca pareció llenarse de frescura y una gran tranquilidad se extendió por todo su cuerpo.

“—¡Esta sí que es grande! Recién casi me moría de sed y ahora ya no tengo —murmuro.

“En ese momento un amigo lo llamé:

“—Oye, Pedro, oh!

“—¡Qué hubo!

“—¿Qué andas haciendo por acá? Vamos a tomar un litrito.

“—Vamos, pues, al tiro.

“Entraron a una cantina y el amigo pidió un doble de chicha.

“—Sírvete, Pedro.

“Pedro tomó el vaso; la chicha hervía y chispeaba, dulce y fresca.

“Acercó el vaso a los labios y tomó una gran boca-rada, pero con gran sorpresa suya el licor no pasó de su garganta. Extrañado, hizo un esfuerzo para tragarse la chicha, pero la garganta se la devolvió.

“Dejó el vaso sobre la mesa y escupió la chicha que tenía en la boca.

“—¿Qué te pasa? —le preguntó el amigo.

“Como quien confiesa una grave falta, Pedro dijo:

“—No tengo sed.

“—¿No tienes sed? ¿Estás enfermo?

“—Quisiera tomar pero no puedo. No sé qué me pasa. Discúlpame.

“Avergonzado, salió hacia la calle. El amigo, asombrado, murmuró:

“—Este se va a morir pronto.

“Y se empino el doble.

“Pedro el Chuico erró por las calles, evitando pasar ante las cantinas. Andaba asustado, se creía enfermo. La falta de sed lo atormentaba tanto como la sed misma. Vino la tarde y obscureció. Los chíncheles se llenaron de bebedores que conversaban y reían a la luz de los viejos chonchones. Pedro los oía. Sus risas y sus voces le producían envidia, pero no se animaba a entrar. Le habrían ofrecido de beber y si le sucediera lo mismo que en la mañana, quedaría desacreditado.

“Siguió andando, y vino el otro día y el otro, hasta que aquel estado de frescura y de tranquilidad empezó a pasar. El cansancio y la fatiga andaban con él, y por fin la sed, la deseada sed, apareció de nuevo. Dejó que se agrandara, que aumentara, y cuando llegó al grado insoportable, entró a su cantina preferida, aquella donde se juntaban los mejores tomadores del pueblo. El licor corría por las mesas, derramado de bs grandes vasos por las manotadas de los borrachos.

“Ese día Pedro el Chuico se desquitó. No bebía, se vaciaba los vasos en la boca y el vino y la chicha goteaban de los pelos de su bigote y de su barba. Reía, contento, lleno de alegría. Bebió hasta quedar tirado debajo de una mesa.

“Y volvió nuevamente, día tras día, como antes, a su vida de borracho.

“Uno de ellos, día viernes, cuando Pedro el Chuico se encontraba en una cantina bebiendo con varios amigos, alguien trajo la noticia de que por allí pasaría un hombre que había sido sentenciado a muerte. Se produjo un gran alboroto y regocijo entre los bebedores. Mientras bebían, uno de ellos se asomaba a la puerta de vez en cuando para aguaitar si venia el cortejo. De pronto gritó:

“—¡Ahí viene!

“Salieron todos en tropel, gritando bulliciosamente.

“El cortejo se fue acercando hasta que llegó al punto donde estaba Pedro con sus amigos. Y éste vio, lleno de sorpresa, que el condenado era el hombre que un día le diera un peso para vino.

“—¡Por la madre! El caballero del peso. —gritó.

“Esta exclamación atrajo las miradas de todos, y Jesús lo vio. Se detuvo, y mirándolo fijamente le dijo:

“—Pedro el Chuico, tengo sed…

“—¿Tiene sed, patroncito? Espérese.

“Entró a la cantina, cogió un gran vaso lleno de chicha, y atravesando la fila de los guardianes se acercó a Jesús.

“—Tome, patrón, sacie su sed.

“Jesús sonrió.

“—Chicha no. Pedro; dame agua.

“—Agua no, patrón; tome chicha. ¿O quiere vino?

“—Dame agua, Pedro. Un día yo te di vino: dame agua tú ahora.

“—Tome chicha, caballero. Más vale chicha caliente que agua fría.

“Este refrán fue celebrado con una gran carcajada.

“Jesús repitió:

“—Dame agua. Pedro; tengo sed.

“Entonces Pedro se acordó de las palabras que la última vez le había dicho Jesús, y le preguntó:

“—¿Pero usted está seguro de tener sed? “Una nueva carcajada brotó de todas las bocas.

“—Mucha, Pedro, mucha —respondió Jesús.

“—No. patrón —le dijo Pedro, riendo—; usted no tiene sed, y si tiene, póngase la mano en la cabeza como me la puso a mí y se le quitará al tirito.

“Nuevas risas brotaron por todas partes. Los que negaban los milagros de Nuestro Señor aplaudieron las palabras de Pedro el Chuico.

“—¡En marcha! —gritaron los pacos.

“Y Jesús fue empujado violentamente. Pero antes de marchar, miró a Pedro con pena y le dijo:

“—Pedro el Chuico, tú siempre tendrás sed.

“—Mientras haya que tomar, no tendré, patrón.

“Arrastrado por las manos de sus verdugos, Jesús pasó y Pedro se quedó comentando y riendo:

“—¡Agua quería, cuando la chicha está tan buena!

“Y cantó:

 

Chicha y aguardiente puro
es la bebida de los reyes.
Agua que tomen los bueyes,
que tienen el cuero duro.

 

“Y acompañado de sus amigos, entró de nuevo a la cantina. Pero sus amigos lo dejaron pronto y Pedro quedó solo. Se bebió a sorbitos un vaso de vino que quedaba y cuando terminó con él, salió hacia la calle. Mucha gente venía ya de vuelta, comentando lo que había sucedido ese día. Hablaban de Jesús.

“—¿Qué hubo? —preguntó Pedro a uno que pasaba— ¿Mataron al hombre?

“—Lo están matando —contestó el que pasaba.

“En ese mismo momento Pedro cerró los ojos y ahogó un grito. Había sentido en el estómago un dolor horrible, como una quemadura. Echó a andar y el dolor siguió los movimientos de su cuerpo, abrazándolo como un látigo. Poco a poco le fue subiendo hacia arriba, extendiéndose como una llama ardiente.

“—Es la sed, la sed… —murmuró.

“Llegó ante una cantina. No había nadie en ella, pero a pesar de ello entró. El cantinero, afirmado en el mesón, se distraía mirando volar las moscas alrededor de las botellas llenas de chicha.

“—¿Qué hubo, Pedro?

“—Tengo sed, patrón, mucha sed.

“—¿Tienes sed? ¡Qué raro!

“—Dame chicha.

“—¿Tienes plata?

“—Dame al fiado. Después te pagaré.

“—Hoy no se fía, mañana sí.

“—¡Tengo sed, patrón, me muero de sed!

“—Toma agua, Pedro; también es buena para quitar la sed.

“Pedro salió violentamente. Afuera estuvo un momento indeciso: de pronto echó a correr. Conocía una cantina donde siempre había gente tomando. Seguramente encontraría allí un amigo.

“Llegó y entró atropelladamente, recorriendo de una rápida mirada las mesas ocupadas. ¡Nadie! Ni un amigo. Pero era necesario que bebiera, de cualquier modo, aunque fuera a la fuerza. Se acercó a una mesa donde había cuatro hombres bebiendo. Quiso hablar, pero la lengua endurecida por la sed se negaba a doblarse. Entonces, desesperado, estiró la mano, cogió un vaso lleno de vino y lo acercó temblando a su boca: pero una mano dura lo agarró de la muñeca, mientras otra le quitaba el vaso y una voz fuerte le decía:

“—¿Qué le pasa, señor? ¿Es muy bueno para las bofetadas usted?

“Pedro retrocedió, acezando, sin poder hablar. La angustia lo sacudía. Miró a los hombres que lo miraban a su vez, indiferentes a su dolor, burlones.

“—¡Tengo sed! —rugió de repente.

“—Hable con el patrón. Tiene muy buena voluntad para vender vino.

“Pedro hizo señas de que no tenía dinero.

“—¡Ah! ¿No tiene plata? Entonces tome agua, es bien buena para quitar la sed. Ahí afuera hay un pilón con un chorro macizo.

“Pero Pedro se abalanzó de nuevo sobre la mesa para arrebatar un vaso de vino, y bs cuatro hombres, perdida ya toda consideración, lo —echaron a empujones de la cantina.

“Se encontró de nuevo en la calle, respirando agitadamente, con la lengua fuera de la boca y los ojos vidriosos.

“Echó a andar y se detuvo ante un pilón que arrojaba un grueso chorro de agua. El agua, clara, fresca, caía en una taza de fierro y se derramaba sobre las piedras.

“—Agua, agua..

“Corrió hacia el pilón, hundiendo casi la cabeza en la taza llena. Bebió a grandes buches, sorbiendo el agua, hasta notar que el estómago se la devolvía.

“Se enderezó, respirando. Sintió un pequeño alivio. El dolor había cesado y el ardor de la boca disminuía. Echó a andar otra vez, pero no había andado mucho, cuando sintió que el dolor y el ardor volvían más fuertes que antes. Quiso beber nuevamente, pero no pudo hacerlo. Ya había bebido demasiado y el estómago no le aceptaba más agua. Metió la cara en la taza, con la boca abierta, refrescando la lengua ardiente y dura. Pero apenas se enderezó, el ardor volvió de nuevo. Así estuvo un rato, hasta que, desesperado, viendo que el beber agua era inútil y que la sed aumentaba, se abandonó, dejándose caer al suelo, entregándose al dolor.

“Pero repentinamente recordó algo y se levantó dando un grito. Miró hacia todas partes y se lanzó a correr. Corrió, corrió, con la cabeza gacha, tropezando con las personas, que lo rechazaban a empujones.

“—¡Hazte un lado, borracho!

“Pero él no oía ni sentía nada. Seguía corriendo, corriendo y corrió hasta llegar donde Jesús estaba agonizando.

“—¡Patronato! ¡Patroncito! —gritó al verle.

“Fue a caer rodando a los pies de la cruz. Quiso hablar, pero no pudo.

“La lengua le quemaba la boca como un fierro ardiente, y la garganta apretada y reseca no le permitía hablar. Se revolvió por el suelo, gritando, rugiendo como un perro envenenado que va a morir; hasta que haciendo un gran esfuerzo pudo decir:

“—¡Patrón, tengo sed!

“En ese momento Jesús abrió los ojos y dijo:

“—Sed tengo.

“Y había allí un vaso lleno de vinagre y los soldados hinchieron una esponja de vinagre, y rodeada a un hisopo se la llegaron a la boca de Jesús.

“Y como Jesús tomó el vinagre, dijo:

“—Consumado es.

“Inclinó la cabeza y dio el espíritu.

“Al ver morir a Jesús, Pedro dio un grito y cayó de espaldas. Su única esperanza se desvanecía.

“—Quién es este hombre? —preguntó uno de los soldados.

“—Es el pequenero Pedro el Chuico; debe estar borracho — contestó otro.

“Y se fueron.

“Pedro el Chuico, tirado boca arriba, sin quejarse, miraba crecer la noche desde el fondo del cielo. El dolor y la sed lo consumían poco a poco. No podía moverse, ni hablar, ni gritar. De pronto sintió voces. Volvían los soldados. Se acercaron a Jesús y como le vieron muerto no le quebraron las piernas como a los otros crucificados.

“Empero, uno de los soldados le abrió un costado con su lanza y de la herida salieron sangre y agua.

“Algunas gotas saltaron a la cabeza de Pedro y una de ellas se deslizó por los labios entreabiertos y cayó sobre la lengua hinchada y roja. Un estremecimiento de frescura, tan agudo como el dolor, recorrió su cuerpo. Sus miembros se extendieron. Suspiró. Una gran tranquilidad le invadía. El dolor cesó y la sed se calmaba. Pero él se dio cuenta de que eso era la muerte. Abrió los ojos y vio, recortada en el cielo, la cabeza inclinada de Jesús. Sobre ella, allá lejos, una gran estrella roja iba naciendo.”

*FIN*


El delincuente, Chile, 1948


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