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¡Piénsatelo, Giacomino!

[Cuento - Texto completo.]

Luigi Pirandello

Hace tres días que el profesor Agostino Toti no encuentra en su casa la paz y la sonrisa a las cuales cree tener derecho.

Tiene alrededor de setenta años, y no se podría decir que sea un viejo apuesto: pequeñito, con la cabeza grande y calva, sin cuello, el torso desproporcionado sobre dos piernitas de pajarito… Sí, sí: el profesor Toti lo sabe bien, y por eso no se crea la mínima esperanza de que Maddalena, su hermosa esposa, que todavía no ha cumplido veintiséis años, pueda amarlo por lo que es.

Es verdad que él la ha acogido en su pobreza y ha elevado su nivel social: hija del bedel del liceo, se ha convertido en la esposa de un profesor titular de Ciencias Naturales, con derecho a la pensión máxima dentro de unos pocos meses; no solo eso, también rico desde hace dos años por una fortuna inesperada, un verdadero maná llovido del cielo: una herencia de casi doscientas mil liras, recibida de un hermano que emigró hace muchos años a Rumania y que había muerto allí, soltero.

Pero no es por estas razones por las que el profesor Toti cree que tiene derecho a la paz y a la sonrisa. Él es filósofo: sabe que todo esto no le puede bastar a una mujer joven y guapa.

Si la herencia hubiera llegado antes del matrimonio, tal vez hubiera podido pretender de su pequeña Maddalena un poco de paciencia, es decir, que esperara la muerte de él, no muy lejana, para recompensar el sacrificio de haberse casado con un viejo. Pero, ¡ay de mí!, aquellas doscientas mil liras han llegado demasiado tarde, dos años después del matrimonio, cuando ya… cuando ya el profesor Toti, filosóficamente, había reconocido que la pensión que él le dejaría no podría ser suficiente para compensar el sacrificio de su mujer.

Habiéndolo concedido todo desde el principio, con el añadido de aquella jugosa herencia, el profesor Toti cree que tiene ahora más derecho que nunca a pretender la paz y la sonrisa. Además él —hombre realmente sabio y de bien— no se ha contentado con procurar beneficios a su mujer, sino que también ha querido hacerlo… sí, por él, por su buen Giacomino, uno de sus alumnos más valiosos del liceo, un joven tímido, honesto, cortés, rubio, hermoso y de pelo rizado, como un ángel.

Sí, sí, el viejo profesor Agostino Toti ha pensando en todo. Giacomino Delisi estaba desocupado, y el ocio le dolía y lo desanimaba. Pues bien, él, el profesor Toti, le ha encontrado un empleo en el banco agrícola, donde ha colocado las doscientas mil liras de la herencia.

También hay un niño, ahora, en su casa: un angelito de dos años y medio, a quien se ha dedicado completamente, como un esclavo enamorado. Cada día se muere de ganas de que terminen sus clases para correr a casa a satisfacer todos los caprichos de su pequeño tirano. En verdad, después de recibir la herencia, hubiera podido retirarse, renunciando a la pensión máxima para consagrar todo su tiempo al niño. ¡Pero no! ¡Sería una lástima! ¡Ya que se encuentra en esta situación, quiere llevar hasta el final esta cruz que siempre le ha resultado tan gravosa! ¡Si se ha casado precisamente por eso, para que al menos lo que ha sido el tormento de toda su vida le procurara un beneficio a alguien!

Casándose con el único objetivo de favorecer a una pobre joven, él ha amado a su esposa, sobre todo, como un padre. Y más paternalmente que antes la ama desde que ha nacido aquel niño, por quien casi preferiría ser llamado, antes que papá, abuelo. Esa mentira inconsciente en los labios puros del niño inocente le provoca pena; le parece que también su amor se ofenda por ello. Pero ¿qué puede hacer? Es necesario que acepte con un beso aquel apelativo en la boquita de Ninì, aquel «papá» que provoca las risas de los malvados, que no saben entender su ternura hacia aquel inocente, su felicidad por el bien que ha procurado y que sigue procurándole a una mujer, a un buen joven, al niño y también a sí mismo —¡seguro, también a sí mismo!—, la felicidad de vivir sus últimos años en alegre y dulce compañía, caminando así por la fosa, con un angelito de la mano.

¡Que se rían, que todos los malvados se rían de él! ¡Qué risas fáciles! ¡Qué risas tontas! Porque no entienden… porque no se ponen en su lugar… ¡Advierten solo lo cómico, lo grotesco de su situación, sin ser capaces de penetrar en su sentimiento!… Pues bien, ¿qué le importa? Él es feliz.

Pero, desde hace tres días…

¿Qué habrá ocurrido? Su mujer tiene los ojos rojos e hinchados por el llanto; sufre un fuerte dolor de cabeza; no quiere salir de su habitación.

—¡Eh, la juventud!… ¡La juventud!… —suspira el profesor Toti, sacudiendo la cabeza con una sonrisa triste y aguda en los ojos y en los labios—. Alguna nube… alguna tempestad…

Y con Ninì se mueve por casa, afligido, inquieto, también un poco irritado, porque… vamos, él no se merece esto de su mujer y de Giacomino. Los jóvenes no cuentan los días, tienen todavía muchos ante sí… ¡Pero para un pobre viejo es grave la pérdida de un solo día! Y ya son tres los que su mujer lo deja vagar así por casa, como un alma en pena, y ya no lo deleita con las canciones y las arias cantadas con su voz límpida y ferviente, y no le dedica aquellos cuidados a los cuales ya está acostumbrado.

Ninì también está muy serio, como si entendiera que su mamá no tiene la disposición mental adecuada para ocuparse de él. El profesor lo lleva de una habitación a la otra y, por lo bajito que es, casi no necesita inclinarse para cogerlo de la mano; lo lleva ante el piano, toca alguna tecla, resopla, bosteza, luego se sienta, hace galopar un poco a Ninì en sus rodillas y se levanta: se siente entre espinas. Cinco o seis veces ha intentado forzar a su esposa a hablarle:

—Mal, ¿eh? ¿Te encuentras muy mal?

Maddalena sigue sin querer decir nada: llora; le ruega que cierre el balcón y que se lleve a Ninì, quiere estar sola y a oscuras.

—La cabeza, ¿eh?

Pobrecita, le duele tanto la cabeza… Eh, ¡la pelea tiene que haber sido importante de verdad!

El profesor Toti se va a la cocina e intenta obtener noticias de la sirvienta, pero él da muchos rodeos sin llegar a ninguna parte, porque la sirvienta es enemiga suya: habla mal de él, fuera, como todos los demás, y se burla de él, ¡tonta y fea! Tampoco consigue averiguar nada.

Y entonces el profesor Toti toma una decisión heroica: lleva a Ninì a la habitación de su madre y le pide que lo vista bien.

—¿Por qué? —pregunta ella.

—Me lo llevo de paseo —contesta él—. Hoy es fiesta… Aquí se aburre, ¡el pobre niño!

La mamá preferiría no saber que la gente mala se ríe viendo al viejo profesor con el pequeñito de la mano, sabe que algún malvado insolente ha llegado incluso a decirle: «¡Cuánto se parece a usted su hijo, profesor!».

Pero el profesor Toti insiste:

—No, de paseo, un paseíto…

Y con el niño va a casa de Giacomino Delisi. Este vive con su hermana soltera, que le ha hecho de madre. Ignorando la razón de los beneficios, la señorita Agata estaba antes muy agradecida con el profesor Toti, ahora, en cambio, —religiosísima como es— lo considera un diablo, ni más ni menos, porque ha arrastrado a su Giacomino a un pecado mortal.

El profesor Toti tiene que esperar bastante, con el niño, detrás de la puerta, tras haber tocado el timbre. La señorita Agata ha puesto el ojo en la mirilla y ahora volverá para decir que Giacomino no está en casa.

Ahí viene. Vestida de negro, cérea, con las ojeras lívidas, delgada, severa, apenas abre la puerta, embiste, vibrante, al profesor:

—Pero… ¿cómo… perdone… ahora viene a buscarlo también a casa?… ¡Y qué veo! ¿También con el niño? ¿Se ha traído al niño?

El profesor Toti no se espera semejante acogida, se queda aturdido, mira a la señorita Agata, mira al niño, sonríe, tartamudea:

—¿Por… por qué?… ¿Qué ocurre? No puedo… no… no puedo venir a…

—¡No está! —se apresura a contestar ella, seca y dura—. Giacomino no está.

—Está bien —dice, inclinando la cabeza, el profesor Toti—. Pero usted, señorita… perdone… usted me trata de una manera que… ¡no sé! No creo haberle hecho a su hermano ni a usted…

—Sí, profesor —lo interrumpe, un tanto apaciguada, la señorita Agata—. Nosotros, créame, le estamos… le estamos muy agradecidos, pero usted también tendría que entender…

El profesor Toti entorna los ojos, vuelve a sonreír, levanta una mano y luego se toca varias veces el pecho con la punta de los dedos como diciendo que, entender, lo entiende todo.

—Soy viejo, señorita —dice—, y comprendo… ¡tantas cosas comprendo yo! Y mire, sobre todas, esta: que ciertas furias hay que dejarlas evaporar y que, cuando nace algún malentendido, lo mejor es aclararlo… aclararlo, señorita, francamente, sin subterfugios, sin enfadarse… ¿No le parece?

—Claro, sí… —reconoce la señorita Agata, al menos así, en abstracto.

—Pues —continúa el profesor Toti—, déjeme entrar y llame a Giacomino.

—¡Pero si no está en casa!

—¿Lo ve? No. No me tiene que decir que no está. Giacomino está en casa, y usted tiene que llamarlo. Lo aclararemos todo con calma… dígaselo: ¡con calma! Yo soy viejo y lo comprendo todo, porque también he sido joven, señorita. Con calma, dígaselo. Déjeme entrar.

Tras entrar en la modesta sala, el profesor Toti se sienta con Ninì en las piernas, resignado a esperar también aquí un buen rato, a que la hermana persuada a Giacomino.

—No… aquí, Ninì… bueno —le dice de vez en cuando al niño, que quisiera acercarse a una estantería donde brillan ciertos objetos de porcelana, y mientras tanto se atormenta pensando qué diablos puede haber ocurrido en su casa, tan grave, sin que él se percatara de ello. ¡Maddalenita es tan buena! ¿Qué puede haber hecho de malo para provocar un resentimiento tan áspero y fuerte también aquí, en casa de la hermana de Giacomino?

El profesor Toti, que hasta ahora ha creído que se trataba de una pelea pasajera, empieza a preocuparse en serio.

¡Oh, Giacomino, por fin! ¡Dios, qué rostro tan alterado! ¡Qué aires! ¿Y cómo? ¡Ah, esto no! Aparta fríamente al niño que ha corrido hacia él gritando con las manitas extendidas: «¡Giamì! ¡Giamì!».

—¡Giacomino! —exclama herido, con severidad, el profesor Toti.

—¿Qué tiene que decirme, profesor? —se apresura a preguntarle, evitando su mirada—. Yo estoy enfermo… estaba en la cama… No soy capaz de hablar y tampoco de sostener la mirada de alguien…

—Pero ¿¡el niño!?

—Sí —dice Giacomino, y se agacha para besar a Ninì.

—¿Te encuentras mal? —continúa el profesor Toti, un poco consolado por aquel beso—. Lo suponía. Y por esto he venido. La cabeza, ¿eh? Siéntate, siéntate… Hablemos. Aquí, Ninì… ¿Lo ves, que «Giamì» tiene una pupa? Sí, querido, una pupa… aquí, pobre «Giamì»… Tranquilo, ahora nos vamos. Quería preguntarte —añade dirigiéndose a Giacomino—, si el director del banco agrícola te ha dicho algo.

—No, ¿por qué? —contesta Giacomino, turbándose aún más.

—Porque ayer le hablé de ti —contesta con una misteriosa sonrisa el profesor Toti—. Tu sueldo no es muy alto, hijo mío. Y sabes que una palabrita mía…

Giacomino se retuerce en la silla, cierra los puños hasta clavarse las uñas en las palmas de las manos.

—Profesor, yo se lo agradezco —dice—, pero, hágame el favor, por caridad, ¡de no molestarse más por mí!

—¿Ah, sí? —contesta el profesor Toti, todavía con aquella sonrisita en los labios—. ¡Bravo! No necesitas a nadie más, ¿eh? ¿Y si yo quisiera hacerlo por mera satisfacción personal? Querido mío, si no tengo que preocuparme por ti, ¿por quién quieres que me preocupe? ¡Soy viejo, Giacomino! Y a los viejos (si no son egoístas), a los viejos que han sufrido tantas dificultades, como yo, para conseguir un estatus, les gusta ver a los jóvenes como tú, que se lo merecen todo, que avanzan en la vida por sus propios medios, y disfrutan de su alegría, de sus esperanzas, del lugar que poco a poco ocupan en la sociedad. Además… vamos a ver, ya lo sabes… te considero como a un hijo… ¿Qué ocurre? ¿Lloras?

Giacomino se ha tapado el rostro con las manos y tiembla como por un acceso de llanto que quisiera refrenar.

Ninì lo mira, asombrado, luego, dirigiéndose al profesor, dice:

—Giamì, pupa…

El profesor se levanta y hace ademán de poner una mano sobre el hombro de Giacomino, pero este se pone en pie, como si sintiera repugnancia, muestra el rostro alterado por una fiera y repentina decisión, y le grita exasperado:

—¡No se me acerque! ¡Profesor, váyase, se lo suplico, váyase! ¡Usted me está haciendo sufrir una pena infernal! No merezco su cariño y no lo quiero, no lo quiero… ¡Por caridad, váyase, llévese al niño y olvídese de que yo existo!

El profesor Toti, aturdido, pregunta:

—Pero ¿por qué?

—¡Se lo diré enseguida! —contesta Giacomino—. ¡Yo tengo novia, profesor! ¿Lo ha entendido? ¡Estoy comprometido!

El profesor Toti vacila, como si hubiera recibido un golpe en la cabeza; levanta las manos; balbucea:

—¿Tú? ¿Co… comprometido?

—Sí, señor —dice Giacomino—. Y entonces, basta… ¡basta para siempre! Entenderá que no puedo… verle aquí…

—¿Me estás echando? —pregunta, con un hilo de voz, el profesor Toti.

—¡No! —se apresura a contestarle Giacomino, dolido—. Pero estaría bien que usted… se fuera, profesor…

¿Irse? El profesor cae sentado sobre una silla. Sus piernas casi se han quebrado. Se coge la cabeza con las manos y gime:

—¡Oh, Dios! ¡Oh, qué ruina! ¿Por eso? ¡Oh, pobre de mí! ¡Oh, pobre de mí! Pero ¿cuándo? ¿Cómo? ¿Sin decir nada? ¿Con quién te has comprometido?

—Aquí, profesor… desde hace mucho… —dice Giacomino—, con una pobre huérfana, como yo… amiga de mi hermana…

El profesor Toti lo mira, pasmado, con la mirada apagada, la boca abierta, sin encontrar la voz para hablar:

—Y… y… y se deja todo… así… y… y no se piensa en… en nada más… no se… no se tiene nada en cuenta…

Con estas palabras Giacomino se siente recriminar su ingratitud y se rebela, hosco:

—¡Con perdón! ¿Acaso usted querría que fuera su esclavo?

—¿Yo, esclavo? —prorrumpe ahora, con un estallido en la voz, el profesor Toti—. ¿Yo? ¿Puedes decirlo y quedarte tan ancho? ¿Yo que te he hecho dueño de mi propia casa? ¡Ah, esto sí, esto sí que es verdadera ingratitud! ¿Acaso he sacado algo con todo esto? ¿Qué he recibido yo, excepto las burlas de todos los tontos que no saben entender mi sentimiento? Entonces, ¿no lo entiendes, tú tampoco has entendido el sentimiento de este pobre viejo, que está a punto de irse y que estaba tranquilo y contento porque lo dejaba todo en orden, una familia bien encaminada, en buenas condiciones… feliz? Tengo setenta años; ¡mañana me voy, Giacomino! ¿Te has vuelto loco, hijo mío? Yo os dejo todo aquí… ¿Qué más quieres? Todavía no sé, no quiero saber quién es tu prometida; si la has elegido tú será una joven honesta, porque tú eres bueno… pero piensa que… piensa que no es posible que hayas encontrado algo mejor, Giacomino, en todos los sentidos… No lo digo solo por tu bienestar, asegurado… Pero ya tienes tu familia, donde solo sobro yo, solamente por poco… yo que no cuento nada… ¿En qué os molesto? Yo soy como el padre… Incluso puedo, si queréis, para vuestra paz… Pero, dime, ¿cómo ha ocurrido? ¿Qué ha ocurrido? ¿Cómo es que has cambiado de idea, así, de repente? ¡Dímelo! Dímelo…

Y el profesor Toti se acerca a Giacomino y quiere aferrarle un brazo y sacudírselo, pero aquel se encoge, casi estremeciéndose, y se defiende.

—¡Profesor! —grita—. Cómo es posible que no entienda, que no se dé cuenta de que toda su bondad…

—¿Y bien?

—¡Déjeme! ¡No me haga hablar! ¿Cómo es que no entiende que ciertas cosas solo se pueden hacer a escondidas, y que no son posibles a la luz del sol, con toda la gente que se ríe y usted sabiendo el porqué?

—¿Ah, es por la gente? —exclama el profesor—. Y tú…

—¡Déjeme! —repite Giacomino, en el colmo de la agitación, moviendo los brazos—. ¡Mire! ¡Hay muchos otros jóvenes que necesitan ayuda, profesor!

Toti se siente herir en el alma por estas palabras que son una ofensa atroz e injusta para su mujer; se vuelve pálido y lívido, y temblando dice:

—¡Maddalenita es joven, pero es honesta, por Dios! ¡Y tú lo sabes! Maddalenita puede morirse… porque está aquí, aquí, su dolor, en el corazón… ¿dónde crees que está? ¡Está aquí, aquí, ingrato! Ah, ¿la insultas, además? ¿Y no te avergüenzas? ¿Y no sientes remordimientos hacia mí? ¿Puedes decirme esto a la cara? ¿Tú? ¿Crees que ella puede pasar así, de uno a otro, como si nada? ¿Siendo madre de este pequeñito? ¿Qué dices? ¿Cómo puedes hablar así?

Giacomino lo mira asombrado, pasmado.

—¿Yo? —dice—. Pero, usted, más bien, usted, profesor, ¿cómo puede hablar así? ¿Habla en serio?

El profesor Toti se aprieta ambas manos sobre la boca, pestañea, sacude la cabeza y rompe en un llanto desesperado. Entonces también Ninì se pone a llorar. El profesor lo oye, corre hacia él, lo abraza.

—Ah, pobre Ninì mío… ah, qué desgracia, Ninì mío, ¡qué ruina! ¿Y qué será de tu mamá ahora? ¿Y qué será de ti, Ninì mío, con una mamá como la tuya, inexperta, sin guía…? ¡Ah, qué precipicio!

Levanta la cabeza y, mirando a Giacomino entre las lágrimas, le dice:

—Lloro, porque el remordimiento lo siento yo; yo te he protegido, te he acogido en casa, le he hablado tan bien de ti, yo… yo le he quitado cualquier escrúpulo que le impidiera amarte… y ahora que ella te amaba segura… madre de este pequeñito… tú…

Se interrumpe y, fiero, decidido, convulso, dice:

—¡Ten cuidado, Giacomino! ¡Yo soy capaz de presentarme con este niño de la mano en casa de tu prometida!

Giacomino, que tiene sudores fríos, pese a estar sobre carbones ardientes, al oírlo hablar y llorar así, ante esta amenaza junta las palmas de las manos, se pone ante él y le suplica:

—Profesor, profesor, ¿de verdad quiere usted cubrirse de ridículo?

—¿De ridículo? —grita el profesor—. ¿Y qué quieres que me importe, cuando veo la ruina de una pobre mujer, tu ruina, la ruina de una criatura inocente? ¡Ven, ven, vámonos, Ninì, vámonos!

Giacomino se pone ante él:

—¡Profesor, usted no lo hará!

—¡Yo lo haré! —le grita el profesor Toti con el rostro impasible—. ¡Y para impedir que te cases soy capaz de hacer que te echen del banco! Te doy tres días de tiempo.

Y, girándose, desde el umbral de la puerta, con el niño de la mano, dice:

—¡Piénsatelo, Giacomino! ¡Piénsatelo!

*FIN*


“Pensaci, Giacomino!”,
Corriere della Sera, 1910


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