Pigmalión
[Cuento - Texto completo.]
John UpdikeLo que más le gustaba de su primera esposa eran sus dotes de imitadora; después de una fiesta, dada por ellos o por otra pareja, ella imitaba para él lo que habían visto, las caras, las voces, torciendo su linda boca en pequeñas contorsiones que evocaban, durante un sorprendente instante, la presencia de un amigo ausente.
—Bueno, si yo reagmente… ¿no es así como habla Gwen? Si yo reagmente me preocupase de la consergvación…
Y él, el marido, se reía a carcajadas, aunque Gwen era, en secreto, su amante y habría de convertirse en su segunda esposa. Lo que le gustaba de ella era su vivacidad en la cama, y lo que le disgustaba de su primera esposa era que le pedía que le frotase la espalda y después, noche tras noche, al contacto de sus manos, se quedaba dormida.
Durante los primeros años de su nuevo matrimonio, cuando él y Gwen volvían de una fiesta, él esperaba inconscientemente que empezasen las imitaciones, la recapitulación. Incluso la incitaba:
—¿Qué te ha parecido el hermano de tu anfitriona?
—¡Oh! —decía simplemente Gwen—. Me pareció muy agradable.
Y percibiendo, con intuición femenina, que él esperaba más, añadió:
—Inofensivo. Tal vez un poco envarado —sus ojos centelleaban al percibir una súplica tácita en su expectante silencio, y con aquel conmovedor e infantil defecto de pronunciación, farfullaba—: ¿Qué quierges reagmente?
—Oh, nada. Nada. Solo es que… Marguerite lo conoció hace unos años, y le chocó lo tonto y pomposo que era. Su manera de chupar su pipa y de terminar todas sus declaraciones con un «¿Me sigues?»
—A mí me pareció muy agradable —dijo fríamente Gwen, volviéndose de espalda para quitarse el plateado y ceñido traje de noche. Mientras lo deslizaba sobre sus caderas, volvió la cabeza y añadió en tono desafiante.
—Tenía mucho que decir sobre la evasión de impuestos.
—No me extraña —se burló débilmente Pigmalión, aturdido por la visión de su esposa que avanzaba desnuda hacia él y su lecho marital—. Es muy tarde —le advirtió.
—¡Oh, vamos! —dijo ella, apagando las luces.
La primera imitación que hizo Gwen fue de Marvin, el segundo marido de Marguerite; se habían conocido inesperadamente en un baile benéfico de Salven las Ballenas, cuyas invitaciones habían sido enviadas indiscriminadamente.
—Oh-jo-jo —vociferó en la intimidad de su dormitorio—. ¡Conque tú eres mi noble predecesor! —Y en un aparte, añadió—: Noble, ¡y un cuerno! ¡Te odia tanto que lo sacaste de quicio!
—¿De veras? —dijo él—. Pensaba que se había mostrado muy agradable en lo que podía haber sido un encuentro violento.
—Sí, cieeertamente —convino ella, imitando al campechano Ed y permitiendo, por un segundo, que la expresión de suave y tranquila benignidad forzada se plasmase en sus propias facciones en general menudas y redondeadas—. No hay nada embarazoso entre nosotros ¡jo-jo! —siguió diciendo, animada por la risa de su marido—. Y dime, viejo amigo, ¿por qué tu cheque para la pensión de tus hijos ya no llega nunca puntualmente?
Él rió y rió, entusiasmado al ver que su esposa adquiría lo que él consideraba característico de la feminidad: una sensibilidad plástica, despierta, del medio humano; una sensibilidad aguda dirigida en un sentido u otro por las corrientes de la propia naturaleza. Él tenía miedo de no poder comprender el mundo a menos que una mujer lo interpretase para él. Ahora, cuando volvieron de una reunión y él le preguntó qué impresión le había causado fulano o mengano, Gwen se irguió, en ropa interior, y declamó como si estuviese en un escenario:
—Bueno, querida —dijo, iniciando de pronto una parodia con voz aflautada—, si no fuese por Portugal, ¡no quedaría realmente un país soportable en Europa!
—¡Oh, vamos! —protestó él, encantado de ver cómo sus lindas facciones se torcían en un extraño y afectado aire caballuno.
—¿Cómo lo hacía? —preguntó Gwen, con interés profesional—. Creo que moviendo la barbilla de un lado a otro manteniendo los dientes apretados.
—¡Exacto! —dijo, aplaudiendo, él.
—Ya saaabes —prosiguió ella, imitando aquella voz—, antes solía ser Grecia, pero ahora, con todos esos horribles árabes…
—Oh, sí, sí —dijo él, brillándole el semblante de reír tan fuerte, orgullosamente.
En la cama, observó ella:
—Es tardísimo.
—¿Quieres que te frote la espalda?
—¡Jumm! Sería realmente estupendo.
Y mientras su mano izquierda trabajaba en la suave, cálida y flexible piel, su esposa, aquella pequeñez que era exclusivamente de ella, se puso fuera de su alcance. Noche tras noche, se quedaba dormida.
FIN