Plácida cantilena
que fluyes, como la onda cristalina
sobre la blanda arena,
como la onda divina
de la oración del alma campesina!
Ni el gorjeo del ave,
ni el bramar de la fiera en ti se siente,
sino que cursa grave
el rumor de una fuente
en tu pausado giro intercadente.
Bajo la aguda zarpa
del sufrimiento que mi vida azota,
quedaron en mi arpa,
en mi vieja arpa rota,
un dolor, una cuerda y una nota…
De mi estirpe sangrienta
el dolor ancestral, enardecido
en la patria irredenta
¡y el épico rugido
de los cachorros del León vencido!
Pero aquí, en estos montes,
refugio de mis tristes ideales,
parnaso de sinsontes,
cantan los manantiales
en la paz de los hondos cafetales…
Y al ritmo de sus ondas,
como al salvarse del naufragio el nauta,
me interné por las frondas
y recordé la pauta,
dulce fray Luis, de tu panida flauta.
Plácida cantilena,
lira, que eres mi lira en esta hora
de soledad, serena
¡diluye en tu sonora
fuente mi corazón y canta y ora!
Canta, como Virgilio,
la paz del campo en férvidos loores;
mas no turben tu idilio
de Eneas los furores,
al rugir de clarines y tambores.
Yo, pastor de esperanzas,
fío solo al poder de las ideas,
más fuertes que las lanzas
del valeroso Eneas,
del triunfo de mi patria las preseas.
Tanto en loco dispendio
fulge la sangre sobre el mundo en ruina,
que ya, como un incendio,
por los antros camina
y con su propia sangre se ilumina.
No bastó la radiante
del pecho de Jesús Crucificado
y, en la fe militante
del ideal sagrado,
tiene el apóstol que morir soldado.
Marcha así el borinqueño
bravo y marcial a la hecatombe fiera
y de su noble empeño
la patria muda espera
el triunfo de su amor y su bandera.
Muda, porque en la sombra,
ante el supremo trance doloroso,
ni se oye ni se nombra,
en su augusto reposo,
del pensamiento el germen misterioso.
Muda y grandilocuente.
como la chispa en el celaje fino:
Armonía latente
en su oculto destino,
como en el huevo del zorzal el trino.
¡Qué infinita algazara,
si el pensamiento en gestación se oyera!
Polifónica y clara
vibraría doquiera,
como si fuese de cristal, la esfera.
Del bardo hispano émulo,
que el “silencio sonoro” percibía,
yo, conmovido y trémulo,
escucho la armonía
de los anhelos de la patria mía.
Y aquí, desde la cumbre,
oigo gemir los montes y los llanos…
¡Siento la muchedumbre
de los gritos lejanos
bullentes de la tierra en los arcanos!
Cánticos y lamentos…
La sinfonía enorme de la sierra
llevada por los vientos…
¡Todo lo que se encierra
en las entrañas de la madre tierra!
Y en ello algo que, inerte,
aun hace ¡oh tierra! estremecer la herida
de mi carne en la muerte…
¡La parte ya vencida
que anticipé a la tuya de mi vida!
¡Tuyo es lo que me queda
y tuyo será el último pedazo,
cuando Dios me conceda
sentir en tu regazo
la eterna gloria de tu eterno abrazo!
¡Quién alcanzara el día
de realizarse tu callado anhelo,
abrirse la armonía
y levantar al cielo
Su canto el ave, el ideal su vuelo!
No importa, si mi oído
siente ya resonando en la espesura
el rumor escondido
y estoy viendo en la altura
el primer rayo de la luz futura…
En tanto, mansa y buena
lira, que eres mi lira, en esta hora
de soledad serena
¡canta en la noche y ora,
que adviene Dios en la cercana aurora!
Cantos de pitirre, 1950
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