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Poco sueldo

[Cuento - Texto completo.]

Manuel Rojas

Las oficinas de administración de aquella empresa se componen de tres habitaciones que ocupan el lado derecho de los bajos del edificio. El izquierdo está ocupado por las de la gerencia. Entre las primeras y las segundas hay un amplio vestíbulo con techo de vidrio. Al fondo del vestíbulo está la escalera que conduce al segundo piso, en el cual están instalados los talleres y la sala de máquinas. Junto a la escalera está la caja.

En la primera de las tres habitaciones que componen la administración se encuentra siempre un vejete, pequeño de estatura, delgado, apergaminado el rostro y surcado de arrugas. Lleva unas ropas tiesas, como de cartón, y su cabecita de pájaro sale fatigosamente de un alto cuello que parece también de cartón. Esta habitación es grande y el vejete aparece como perdido en ella, cuyo mobiliario no cuenta más que con un escritorio muy chico y dos sillas derrengadas. Las paredes no tienen adorno alguno.

Las ocupaciones de este viejo son muy poco variadas y se reducen a dos: cortar tiras de papel en forma rectangular, de unos cuatro centímetros de largo por dos de ancho, y recortar avisos de diario, pegándolos luego en unos libros en blanco. Para estos trabajos usa siempre unas tijeras muy grandes, casi tan grandes como él y con las cuales apenas puede. En realidad, la empresa haría muy bien prescindiendo de sus servicios; cualquier empleado joven podría hacer lo que él hace y le sobraría tiempo para realizar otros trabajos, sin ganar más que un solo sueldo; pero ese viejo es el empleado más antiguo de la casa, y la casa, para retribuir sus servicios y premiar su longevidad, le ha creado ese puesto. Por otra parte, el vejete vivirá pocos años más, lo cual constituye una esperanza a favor de la empresa.

En la segunda habitación, el aspecto cambia. Hay dos estantes de color caoba, uno para los archivadores y otro para anuarios y guías comerciales; dos calendarios en las paredes, a manera de adorno; un escritorio más grande que el de la primera habitación; una mesita con una máquina de escribir, otra con una prensa; tres sillas tapizadas y un secretario.

El secretario es un hombre joven, casi un muchacho. Viste de negro, pulcra pero pobremente. Su cara es de forma irregular y no se la afeita todos los días; sus ojos revelan inteligencia, y sus ademanes, vivacidad. Es simpático y risueño, muy trabajador, un poco cargado de espaldas. De rato en rato tose y después de toser se inclina hacia un lado del escritorio. Tiene asma, bronquitis crónica o lesión antigua al pulmón, cualquiera de estos tres interesantes entretenimientos. Su sueldo es mayor que el del vejete, pero no demasiado. La empresa lo necesita más que al otro y lo alimenta mejor, aunque sin llegar a excesos que puedan comprometer la salud del secretario.

En la tercera habitación, que da hacia la calle, hay que entrar con el sombrero en la mano. Es amplia, llena de luz; los muebles son más numerosos y cómodos que en las anteriores. Hay una imponente caja de fondos, un escritorio grande con cubierta de vidrio y cajones que se abren suavemente, llenos de papeles en orden; hay sillas con tapiz nuevo, litografías y copias de cuadros en las paredes, calendarios; un armario grande, siempre recién barnizado; una percha pintada al laqué y un administrador.

Las tres habitaciones tienen un ambiente frío, inhospitalario; se sienten pocos deseos de permanecer allí mucho tiempo. Se entra y se sale rápidamente, como si se temiera algo.

A las nueve de la mañana empieza el trabajo en esas oficinas. Entra allí toda clase de gente, desde individuos que van en busca de empleo hasta personas que llevan grandes carteras bajo el brazo y que generalmente son cobradores, corredores de casas comerciales o agentes de avisos. A veces entran grandes señores vestidos magníficamente y que tienen aspecto de ser dueños de la ciudad o estafadores. No se sabe con exactitud lo que son y a veces son las dos cosas. Todos atraviesan la primera habitación sin dispensar el menor saludo al viejo, el cual, en retribución, ni los mira. Está acostumbrado a ese río de gente que entra y sale continuamente y que se renueva cada día. El secretario, sentado ante la máquina de escribir, contesta a esa hora la correspondencia del día anterior. Frente a él se detienen todos los que llegan.

—¿Ha llegado el señor administrador?

—Todavía no, señor; vuelva después de las diez.

Inclinan la cabeza sin gran cortesía y se marchan. El vejete sigue recortando avisos. A las diez llega el administrador. Es el único que saluda afablemente al viejo:

—Buenos días, don Tomás.

—Buenos días, señor —responde él desde el fondo de su cuello de cartón.

Pasa el administrador, saluda al secretario y entra a la oficina. Es un hombre entrado ya en adultez, alto, blanco, limpísimo; lleva traje color café, a grandes cuadros, amplio, bien cortado; camisa de seda, gran corbata azul, de mariposa, zapatos escoceses. Viene alegre, fresco, recién afeitado y bañado; huele a salud y bienestar.

Éste es el señor administrador. Su sueldo es mayor varias veces que el del vejete y el del secretario juntos. Es muy inteligente y trabajador, es el cerebro comercial de la empresa, y ésta lo remunera como corresponde a tan importante órgano; le interesa que ese órgano esté nutrido abundantemente y que no tenga una falla, una lesión.

Fuera de ese puesto, que corresponde al del cerebro, no hay ningún otro allí que corresponda al del corazón. No es necesario. Sería un puesto más superfluo aún que el del vejete, y si alguien, algún día, por debilidad de la empresa, llegara a desempeñarlo, ganaría un sueldo de hambre.

Un momento después de haber entrado el administrador a la oficina, el secretario se presenta ante él. Lleva varios papeles en las manos.

—¿Qué hay, Miguel? —pregunta el jefe, sentándose ante el escritorio—. ¿Hay novedades?

—Muy pocas, señor; una carta del agente González comunicando que pronto enviará el dinero.

—Muy bien, ya era tiempo. ¿Algo más?

—Sí, un telegrama del agente viajero; hace pedidos por valor de quinientos mil pesos. Además, una carta del superintendente Bermúdez informando sobre la solvencia de la Casa Manzur, de Temuco. Buenos informes. Nada más.

—¿Ha venido alguien?

—Dos personas: un agente de avisos y un señor que manifestó deseos de hablar con usted sobre un asunto importante. No dejó tarjeta. Volverá después de las diez y media.

—Perfectamente.

—Ésta es la correspondencia llegada en la mañana.

Después (le este breve diálogo, que parece sacado de un manual de correspondencia comercial, el secretario vuelve a su oficina. En ella hay ahora un hombre.

Es un hombre de edad indefinible y parece amasado en barro. No hay nada blanco en él, ni en la ropa que lleva puesta, ni en el rostro, que tiene un color moreno grasoso y que luce una barba de quince días por lo menos, que le da un aspecto magnífico de suciedad. El cabello es tieso y apel mazado. El cuello de la camisa perdió hace muchos días su color original y tiene muestras de haber sido ya usado por sus dos únicas caras; tiene ahora el mismo color del rostro del hombre y aparece como barnizado con una mezcla de aceite y polvo. Entre el cuello y la camisa, que parecen no estar de acuerdo con el número, se ve una tira de piel cetrina. La camisa está deshilachada y rasgada en varias partes, y el alto de la pechera, bajo el mentón del hombre, tiene el mismo color del cuello. Una corbata hecha jirones le hace un nudo pequeñísimo, avanzando hacia el hombro derecho. Un mameluco de mecánico, de un azul que ya no es azul, pues el aceite, la grasa, la tierra y el roce le han obsequiado un tono pardo obscuro que hace juego con el cuello, la camisa y el rostro, completa la vestimenta. Ése es su traje de todos los días. Los zapatos no tienen ya tacos y casi no tienen suela. El cuero se ha agrietado y aparece como lleno de escamas.

El hombre despide un tremendo olor de multitud y parece que hubiera entrado allí por el alcantarillado. Saluda al secretario:

—Buenos días, don Miguelito…

—Hola, Laureano. ¿Qué tal? ¿Qué haces por aquí?

El hombre sonríe, mostrando unos dientes que tienen el mismo color del mameluco.

—Me dijo uno de los mozos que la lámpara del escritorio de don Carlos estaba descompuesta…

—Sí. ¿Quieres arreglarla ahora?

—Si se puede…

—Voy a ver… El electricista pregunta si puede entrar a arreglar la lámpara del escritorio —dice el secretario al jefe.

El administrador, que lee un contrato, levanta la cabeza:

—¿El electricista? Sí, que pase.

El electricista avanza; lleva en las manos varias herramientas que tienen el mango forrado con cinta aisladora, endurecida por el uso y cubierta por una capa de grasa. Cuando Laureano se encuentra frente al administrador, no saluda; permanece callado ante él, esperando ser saludado o interpelado. Saludar él primero le parecería una impertinencia grande, tal es el sentido profundo que tiene de su posición y condición frente a aquel caballero que lee papeles escritos a máquina y que despide un olor que a su olfato le parece excesivamente fluido, casi femenino.

Parado allí, entre los muebles brillantes y los tapices lucientes, sobre la alfombra color cáscara, semeja uno de esos trozos de estopa que se encuentran en las orillas de las vías férreas y que arrojan los fogoneros y maquinistas desde las locomotoras en marcha.

—Hola, Laureano… ¿Vienes a arreglar la lámpara? Se apaga y enciende sola; anoche echó una chispita por aquí.

—Debe ser el alambre, señor; en quince minutos estará lista.

—Sí, apúrate; espero gente.

Laureano coge la lámpara y se la lleva hacia el balcón, por donde entra la luz de la mañana. Allí procede a examinarla.

Este hombre es uno de los varios electricistas que trabajan en la empresa y ocupa entre todos ellos el último puesto. Aprendió el oficio por casualidad, y no aprendió de él sino aquello que requería menos habilidad y dedicación: instalar una luz, poner un enchufe, arreglar una lámpara, probar una ampolleta, pelar o aislar un alambre, todos esos detalles menudos del oficio de electricista que muchas personas, con conocimientos generales, pueden realizar, sin ser por eso electricistas.

Nunca se preocupó de perfeccionar o ampliar sus conocimientos. Le bastó con lo aprendido casualmente, por lo cual está incapacitado para ocupar un sitio de más importancia. Para él están vedadas las grandes y poderosas máquinas eléctricas de los talleres, las potentes dínamos, las intrincadas y misteriosas instalaciones de fuerza, que hacen girar las poleas, funcionar los engranajes dentados y trabajar matemáticamente las íntimas y vitales piezas de las maquinarias.

Alterna sus trabajos del ramo con pequeños servicios de mozo, limpia lo que le indican, ayuda a barrer los talleres y a cargar y descargar los grandes fardos que la empresa recibe o envía. De esta manera, es uno de tantos allí donde hay muchos.

Quince minutos después, la lámpara está arreglada; la deja sobre la mesa y la prueba ante el administrador.

—Está bien —dice éste, y sigue leyendo.

Laureano empieza a recoger perezosamente sus útiles de trabajo: el rollo de cinta aisladora, unas pinzas, un cortaplumas con su única hoja quebrada por la mitad, un destornillador, todo su equipo. Después de recogerlas da dos o tres pasos hacia acá y hacia allá, como buscando una herramienta que se le ha perdido; pero no se le ha perdido nada. Lo que pasa es que se le ha ocurrido una idea y está haciendo tiempo para desarrollarla y hacerse ánimos para expresarla. Por fin, cuando ya es imposible permanecer más tiempo allí sin llamar la atención, avanza hacia la puerta y se detiene frente al escritorio del administrador. Ahí se planta, sonriendo tímidamente, como avergonzado de tener una idea y de querer expresarla. El administrador levanta la cabeza:

—¿Qué pasa? ¿No terminaste ya?

—Sí, señor, es que…

—¿Qué?

—Yo quiero aprovechar este momento para hacerle una petición.

—¿Cuál?

—Quisiera pedirle, señor, un aumento de sueldo. Gano tan poco aquí, señor, que apenas me alcanza para vivir mal, y tengo mujer y dos hijos. Desde hace dos años, que me aumentaron el sueldo en doscientos pesos, no se han vuelto a acordar de mí. Y ya ve que yo soy electricista…

—Sí. ¿Cuánto ganas tú?

—Gano tres mil pesos al mes. Ya ve, señor, ¿qué es eso para un hombre que tiene mujer y dos hijos?

El administrador da una mirada al obrero. Es la primera vez que lo mira detenidamente, a fondo. No tiene costumbre de mirar con detención a los trabajadores de la empresa. Los mira bien nada más que al tomarlos, para ver si son sanos, fuertes, si denotan hábitos de trabajo. Una vez colocados no los mira sino a la cara y rápidamente, al mandarlos o al saludarlos. Ignora cómo viven. No tiene tiempo de informarse. Pero esa mañana mira al hombre que tiene delante como se debe mirar a los hombres, de arriba abajo, para saber de ellos no solo lo que dicen o piensan, sino también lo que viven y lo que sienten. El examen le produce angustia; aquello no es un hombre, es un estropajo. Nunca ha visto tanta pobreza y tanto abandono.

—Bueno —dice, mirando a otra parte—; en realidad, no ganas demasiado. Pero yo me ocuparé de ti. Ahora vete.

El hombre da las gracias y se retira, y cuando la puerta se cierra suavemente tras él, el administrador exclama:

—¡Qué horror!

Y sigue estudiando el contrato.

 

* * *

 

El administrador cumplió su palabra. A fin de mes, con gran sorpresa de su parte, el electricista Laureano González cobró en la caja un sueldo de tres mil quinientos pesos. Casi se desmayó de la impresión; jamás había tenido tanto dinero suyo en sus manos y salió de allí trémulo de alegría.

Pero días después, a las nueve y media de la mañana, una mujer vestida muy pobremente y acompañada de dos niños, uno de ellos de pecho aún, y el otro de más edad pegado a su falda como una sombra, se presentó en las oficinas de administración de la empresa. Un mozo la condujo hasta allí.

—Hable con aquel señor —le dijo, indicándole al secretario, que, sentado ante la máquina de escribir, contestaba la correspondencia del día anterior.

La mujer fue hacia él. El niño mayor, tomado de su vestido, miraba azorado hacia todas partes.

—Buenos días, señor —dijo la mujer.

Su voz era clara, como de niña, inexplicable en ella, que representaba una edad superior a los treinta y cinco años. El secretario levantó la cabeza y miró asustado a la mujer; creyó que era una mendiga que se había introducido hasta allí burlando la vigilancia de los mozos.

—Buenos días. ¿Qué desea?

Ante esta pregunta, la mujer no supo qué responder. Nadie hasta ese momento le había dirigido la palabra “desea”. Por fin dijo, como hablando de otra cosa:

—Soy la mujer de Laureano González.

—¿Laureano González? —preguntó extrañado el secretario—. ¿Quién es Laureano González?

No conocía ese apellido entre los empleados.

—Laureano González, pues, señor. Uno que trabajaba de electricista aquí.

—¡Ah, Laureano!… Sí, sí… ¿Qué pasa?

—Es que… yo quería hablar con el señor administrador. ¿Es usted?

—No, el administrador no ha llegado todavía. Si quiere esperarlo, siéntese.

La mujer se sentó. El niño mayor, asombrado, quedó en medio de la oficina, mirando, con la boca abierta, la brillante máquina de escribir. La madre lo llamó en voz baja:

—Laureanito, venga…

El niño se acercó a ella y afirmándose en sus rodillas continuó mirando lo que tanto llamaba su atención. El secretario reanudó su trabajo. Pero momentos después levantó la cabeza y miró a la mujer. Tenía una duda. ¿Por qué había dicho ella: “Uno que trabajaba de electricista aquí”? ¿Acaso ya no trabajaba en la empresa? ¿Estaría enfermo? No podía suponer que se hubiera muerto. ¿Qué querría esa mujer?

Ella, inmóvil en la silla, miraba los archivadores alineados en los estantes. Como su hombre, la mujer tenía una edad indefinible, la edad indefinible de la mugre, que envejece y apaga a las personas; pero parecía más bien vieja que joven. Era delgada y alta, morena la piel, huesudo el rastro y demacrado; los ojos grandes y negros, pero sin brillo, con la esclerótica amarillenta; los labios gruesos y obscuros; la frente alta, prominente; el opaco cabello le caía en largos mechones por detrás de las orejas; el cuello flaco, con los tendones desgrasados, en relieve bajo la piel. Toda su cabeza era como tallada en madera dura. Su aspecto era el de una esclava miserable. Su ropa era pobre y rota, de color café; bajo ella se delineaba un cuerpo mal alimentado, vacilante, casi asexual. Las medias que llevaba eran negras y parecían quedarle grandes, pues la parte del pie le hacía una arruga sobre el talón del deteriorado zapato.

Mirándola, y conociendo a su marido, se comprendía que fuera su mujer y que no pudiera ser la mujer de otro. Los niños, que semejaban monitos de greda hechos por una mano inhábil y sin gracia, parecían ir vestidos con restos de las ropas paternas.

A las diez en punto llegó el administrador; saludó al vejete y al secretario y pasó hacia su oficina, echando de reojo una mirada a la mujer. El secretario fue tras él.

—¿Quién es esa mujer? —preguntó con aire de extrañeza al secretario.

—Es la mujer del electricista Laureano; quiere hablar con usted.

-¿Qué querrá?

—No me lo ha dicho.

Hubo una pausa.

—¿Le digo que pase?

—Sí, y venga usted con ella.

La mujer entró con sus niños y se detuvo frente al escritorio. El secretario quedó de pie junto a la puerta.

-Buenos días, señor —volvió a decir la mujer con su voz fresca, inexplicable.

—Buenos días, señora —respondió afablemente el administrador—. ¿Usted desea hablar conmigo?

—Sí, señor.

—Acerque una silla, Miguel; siéntese, señora.

Pero la mujer rehusó sentarse.

—Muchas gracias señor; estoy bien de pie.

—Bueno, diga usted.

—Yo soy la mujer del electricista Laureano González, uno que trabajaba aquí.

—Sí, ya lo sé; pero ¿por qué dice usted que trabajaba aquí?

—Porque ya no trabaja, señor.

¿Lo han despedido?

—No, señor; ha muerto.

-¿Ha muerto Laureano? —preguntó sosprendido el administrador.

Le parecía absurdo que se muriera una persona a quien se aumenta el sueldo.

—Sí, señor; murió hace cuatro días.

—Pero ¿cómo? ¿De qué murió?

La mujer se encogió de hombros.

—Estuvo tomando cuatro días seguidos. El día que cobró el mes llegó a la casa muy contento, diciéndome que le habían aumentado el sueldo; me dio dos mil pesos y lo demás se lo fue a tomar.

La mujer se detuvo. Indudablemente, le costaba decir muchas palabras seguidas; al hablar no se refería sino a aquello que le preguntaban.

—¿Y qué más?

—Durante cuatro noches llegó al amanecer, que no se tenía de borracho; dormía un rato y se levantaba para venir a trabajar. La quinta noche no llegó y yo creí que estaría preso; pero no fue así. Un vecino, el maestro Lezana, lo encontró, a las seis de la mañana, en el servicio, sentado, lleno de sangre, como muerto. Se le había reventado un tumor en el estómago…

—¿Y?

—Lo llevaron al hospital y allá lo operaron, pero no aguantó la operación y murió al día siguiente, hinchado como sapo. Antes de morir me dijo que si él moría yo viniera a hablar con usted para una cuestión del seguro, que usted la arreglaría.

—Sí, nosotros le arreglaremos todo eso —respondió el administrador—. Pero dígame: ¿Laureano tenía costumbre de tomar?

—Sí, señor; tomaba y se curaba casi todas las noches.

—¡Pero cómo! ¿Con qué dinero?

La mujer volvió a encogerse de hombros:

—A mí me daba dos mil pesos, pagaba la pieza y lo demás se lo tomaba. Le duraba la plata tres o cuatro días. Una damajuana de vino, de diez litros, cuesta trescientos pesos… No se compraba nunca ropa, tenía una pura muda, que yo le lavaba los sábados, cuando no se emborrachaba, porque cuando lo hacía no llegaba hasta el lunes al amanecer. Dormía un rato y se levantaba para venir a trabajar.

El administrador estaba asombrado.

—¿Pero cómo es posible que un hombre que ganaba tan poco y que tenía mujer y dos hijos pudiera beber de esa manera?

—Tenía amigos, señor, y nunca le hacía falta una casa donde ir a tomar cuando no tenía plata. A un borracho le puede faltar qué comer, pero nunca le falta qué tomar… Además, se emborrachaba con un litro. Ya estaba pasado.

—Y aquí nunca se sospechó que viviera de ese modo; jamás llegó borracho.

—Estaba acostumbrado y no se le conocía.

—¡Qué barbaridad!

El administrador se quedó pensativo. El secretario miraba alternativamente a la mujer y a los niños; no sabía qué pensar de lo que oía.

—¿Así es que el aumento de sueldo contribuyó a matarlo? —preguntó el administrador.

—No; de todas maneras hubiera muerto; hacía mucho tiempo que estaba enfermo del estómago.

—¿Qué edad tiene usted?

—Veintitrés años, señor.

—¿Veintitrés? Parece que tuviera usted cuarenta…

—Las penas, pues, señor… Me casé cuando tenía dieciocho.

—¿Y ahora, qué va a hacer usted?

—Trabajar, pues, señor; soy lavandera. Con eso me he ayudado siempre, porque lo que Laureano me daba no me alcanzaba para nada… Si el señor me hace el favor de arreglar ese asunto del seguro, se lo agradeceré muchísimo.

—Con mucho gusto. Déle todos los datos al secretario y vuelva la semana que viene.

—Muchas gracias, caballero; hasta otro día.

La mujer tomó a su niño de la mano y abandonó la oficina. El más pequeño, indiferente a su destino, se había dormido sobre el hombro de la madre. El secretario fue con ella.

El señor administrador no pudo trabajar en paz aquella mañana. Le parecía mentira todo lo que había oído; antojadiza y fantástica aquella historia del hombre que ganaba apenas tres mil pesos al mes y que, sin embargo, bebía y se emborrachaba casi todas las noches, teniendo una mujer y dos hijos que alimentar y vestir ¿Cómo comprender eso? No tenía explicación lógica, parecía absurdo, estúpido, y hubiera rechazado todo aquello como una invención si no lo hubiera oído de labios de aquella mujer joven, envejecida por la miseria, que en la habitación del lado hablaba con el secretario, haciendo oír su voz fresca y clara, de niña, inexplicable en sus labios gruesos y obscuros de mujer del pueblo.

*FIN*


La Nación, Chile, 1929


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